DÍA DE LLUVIA EN NUEVA YORK -VUELVE WOODY ALLEN


Ha vuelto Woody Allen a las carteleras de cine, cuando pensábamos que su carrera se había terminado, por las razones que todos conocemos de sobra. Pero además vuelve el director neoyorquino a las constantes de su obra. Primero, a Manhattan, visitada por sus personajes, curiosamente, en plan turístico -como puede haber hecho Allen con Barcelona o Roma- en una estancia breve que puede recordar a Holden Caulfield. Pero no. Allen vuelve a utilizar a actores conocidos, estos muy jóvenes, pero también muy de moda, como son Timothée Chalamet -Calle me by your name- y Elle Fanning -La seducción-, a los que hay que sumar a Selena Gómez y a los 'veteranos' Jude Law, Rebeca Hall, Liev Schreiber, Diego Luna y Cherry Jones. Protagoniza el personaje de Chamalet, Gatsby Wells, el recurrente álter ego del director, que rebota entre dos chicas y busca su identidad como hijo rebelde de una familia pudiente. La sátira sobre las clases altas y las élites intelectuales es uno de los temas más queridos del director, que suele escribir a estos personajes desde el cariño, pero también haciendo sangre. Vuelve a hablar Allen de las falsas apariencias, que frustran a su joven héroe, y que llevan a la escena clave del film, en el que el protagonista se reconcilia con sus orígenes y encuentra su verdadera identidad, una que le gusta mucho más que la que habían dibujado para él sus -hipócritas- progenitores. A este personaje se contrapone el de Fanning, Ashleigh Enright, una encantadora e inocente chica de la América profunda, pero millonaria. La confrontación entre el intelectual y la inocente ignorante es otra dinámica que se encuentra en muchas películas del autor de Si la cosa funciona (2009). A estas dos líneas temáticas, en clave de comedia -más bien poco romántica- hay que añadir una tercera intención, la del retrato del mundo del cine, tanto del show business -Diego Luna- como del cine de autor -Liev Schrieber- desmitificando a estrellas y artistas como ya hiciera Allen, por ejemplo, en Celebrity (1998). Con estos elementos se construye una película estupenda, pero que parece tener un tono nostálgico, como de film encontrado, quizás por esa lluvia que atempera la escapada supuestamente romántica de la pareja protagonista, o quizás la melancolía está en nuestra mirada ante el que podría haber sido el último film del director de Manhattan (1979).

PARÁSITOS -LOS DE ARRIBA Y LOS DE ABAJO


¿Cuál es tu plan? se preguntan los personajes de Parásitos de Bong Joon-ho, expresando la gran preocupación que llevan dentro todos los que viajan en metro y huelen diferente. La pregunta sobre 'el plan' es la clave de una película profunda que expresa el miedo de los desfavorecidos. El miedo de los que tienen dificultades para dormir por las noches ante un futuro sin trabajo, sin pensiones, sin seguro médico, sin poder ofrecerle nada a sus hijos. Lo material -representado en esa piedra obsequiada por un niño pijo al joven Ki-Woo (Choi Woo-shik) - es la obsesión de la familia protagonista, desempleados que se buscan la vida haciendo trabajos basura y robando el wi-fi. Podrían ser la misma familia de la maravillosa Un asunto de familia. Pero aquí el retrato no es humanista, sino cruel. Parásitos es primero una estupenda comedia pícara en la que el autor contrapone a sus protagonistas a otra familia de privilegiados, tan ricos como despistados. Unos viven arriba y los otros, abajo: la ciudad en la que transcurre la historia está dispuesta como una colina en cuya cima se ubican las mansiones de los ricos, mientras los demás viven por debajo del nivel del mar, en bajos, semisótanos y hasta debajo de una mesa. Curiosamente, se plantea que los de arriba son moralmente buenos, inocentes, fáciles de engañar, mientras los desfavorecidos son puro instinto de supervivencia, sin escrúpulos. Quizás por eso, en una poderosa secuencia de atmósfera apocalíptica, un diluvio amenaza con borrar la suciedad de los fracasos del sistema. Parásitos está llena de elementos sugerentes alrededor de un tema, la desigualdad, que siempre ha estado presente en la filmografía del director surcoreano, aunque siempre en un segundo plano con respecto al género de cada uno de sus films de su obra, en la que predomina sobre todo la ciencia ficción. Mencionemos una monster movie como The Hostla lucha de clases en travelling lateral de Snowpiercer; o el ecologismo vegano de Okja. En Parásitos la injusticia de la desigualdad ocupa el primer plano en una película llena de ideas, que va del humor (negro) al estallido (violento) y luego a un profundo drama. La sabiduría cinematográfica de Bong Joon-ho es evidente en una película elegante, pero también bruta cuando se producen erupciones emocionales, y además es capaz de fabricar imágenes inolvidables -el descenso a los infiernos de los protagonistas por esas largas escaleras grises; la mencionada secuencia del diluvio; el hermoso epílogo que nos emociona y nos demuestra que estamos ante una obra mayor, de una humanidad tremenda. La ganadora de la Palma de Oro en Cannes bien puede ser la película del año.

ABOMINABLE -HAY UN YETI EN MI AZOTEA


Con algunos elementos de King Kong (1933) -sobre todo por la naturaleza simiesca del personaje principal- pero sobre todo, deudora de E.T., el extraterrestre (1982), Abominable es una película de animación en absoluto memorable. La protagonista del relato, Yi (Chloe Bennet), es una joven que deberá ayudar a Everest a regresar a la cumbre del mismo nombre, cuya imagen reemplaza el planeta natal del famoso alienígena como mcguffin reconocible. Esto es lo que da pie a una aventura tan trepidante como poco inspirada. Coproducción china con Dreamworks, con el reclamo de ser “de los creadores de Cómo entrenar a tu dragón” -este yeti podría ser un primo peludo de Desdentao- Abominable carece de la calidad de la animación de aquella: texturas planas, fotografía funcional y secuencias menos espectaculares de lo esperado. Eso sí, muchos sentimientos: una protagonista que toca el violín y echa de menos a su padre -como el Elliot de Spielberg- un monstruo que es todo bondad -con poderes mágicos similares a los del mencionado extraterrestre- un leve mensaje ecologista y una canción de Coldplay, son los supuestos atractivos de esta cinta. Sin mayor ambición que la de entretener -o de hacer que los padres pasemos por taquilla- debo decir que, de las tres recientes producciones infantiles sobre el criptozoológico eslabón perdido, esta Abominable es mucho menos interesante que la sorprendente Smallfoot (2018) y la artesanal Mr. Link (2019), ambas superiores en cuanto a la técnica de la imaginación, pero también temáticamente, con un discurso progresista sobre la diferencia y sobre romper con las tradiciones retrógradas, y encima con más corazón.

DIECISIETE -HERMANOS


Hay ciertos prejuicios que me gustaría desmentir sobre el cine, que creo se pueden aplicar a una película como Diecisiete. La primera es que se confunda la sencillez con la simplicidad. Daniel Sánchez Arévalo construye un relato lineal, cotidiano, basado en la narración visual primero -la presentación del personaje de Héctor (Biel Montoro)- y en la confrontación de personajes después -la relación de Héctor con su hermano Ismael (Nacho Sánchez)- que demuestra un dominio de sus habilidades como cineasta que le permiten ir a lo esencial sin apelar a trucos, estrellas o a lo espectacular. Esa sencillez, esa modestia, creo que es la gran virtud de esta película, que también puede ser (mal) entendida como una obra menor en la filmografía de su director por su estreno, casi inmediato, en Netflix. Otro mito: la plataforma es capaz de producir grandes obras cinematográficas, como Roma o lo último de Martín Scorsese. Hay falsa apariencia más que crea la propia estrategia de venta de la película: el trailer puede llevarnos a entender que estamos antes una incursión de Sánchez Arévalo en el cine social, con un protagonista juvenil recluido en un centro de menores, en la línea de Los 400 golpes (1959), El niño de la bicicleta (2011) de los hermanos Dardenne y hasta Ken Loach. No es el caso, porque esta primera trama desemboca en las habituales preocupaciones del autor de La gran familia española (2013) y descubre que el conflicto principal es familiar, antes que social. Así, Sánchez Arévalo reincide en temas como el regreso al pueblo de los orígenes, la confrontación con el pasado, la búsqueda de la verdadera identidad personal y el trance de madurar. Héctor, que parece ser el protagonista de la historia se convierte en el catalizador de un cambio en su hermano, que resulta ser el personaje principal. Asimismo, ese perro que servía de detonante acaba siendo un McGuffin para contar cosas, en principio, de mayor calado, en lo que acaba siendo casi una road movie. Con interpretaciones solventes, Diecisiete parece una película honesta, que no carga las tintas -elude evidenciar el probable síndrome de asperger del protagonista- y desactiva con el humor el 'buenismo' sentimental que suele lastrar las películas de Sánchez Arévalo. Veo en Diecisiete un paso interesante en la filmografía de un director de éxito que vuelve, como sus personajes, a sus preocupaciones esenciales, a formas más sencillas, y se libera de la tiranía del éxito comercial.

RETRATO DE UNA MUJER EN LLAMAS -NO MIRES ATRÁS



No hay personajes masculinos en Retrato de una mujer en llamas, y prácticamente no aparecen hombres en esta película. Y cuando aparece finalmente un representante del género masculino, su irrupción en pantalla es violenta, casi una agresión (sexual). Este hombre cerrará con su martillo una caja de madera -se nos muestra cómo cuatro clavos penetran la madera- encerrando el cuadro realizado por Marianne (Noémi Merlant) en una metáfora diáfana del dominio del patriarcado sobre la mujer. Estamos en Francia, en el siglo XVIII y Marianne ha sido encargada de pintar un retrato de Héloise (Adèle Haenel), una joven tocada por la tragedia de su hermana, quien podría haberse quitado la vida. La película dirigida y escrita por Céline Sciamma -mejor guión en Cannes- habla del sufrimiento de las mujeres, aunque las injusticias a las que las someten los hombres -matrimonios concertados, el aborto sancionado como un pecado, Marianne debe firmar sus obras con el nombre de su padre- permanecen siempre -y nunca mejor dicho- fuera de cuadro. Es esta una película sobre la solidaridad femenina: las dos protagonistas y la criada Sophie (Luàma Bajrami) forman una pequeña comunidad íntima, protegida, en la que todo está permitido, incluso el amor. Una burbuja en la que no tienen que responder a nadie. Entre ellas hay una comprensión expresada en una secuencia de una fuerza tremenda, que casi parece un aquelarre de mujeres en comunión, en la que entendemos el título de esta película. Retrato de una mujer en llamas es también un film sobre el poder de la imagen: Marianne irá pintando a Héloisse y poco a poco la hará suya, hasta que descubrimos que ese proceso vampírico es recíproco. La que mira también es observada. La imagen de Héloisse se hace tan fuerte en Marianne, que cobra una fantasmagórica independencia de su modelo. Es por eso que se evoca en este hermoso film el mito de Eurídice y Orfeo, al que le valió, trágicamente, más la imagen de su amada que su compañía verdadera. Porque aquí también se habla del amor imposible y de aferrarse con desesperación al recuerdo -¿Quién no ha mirado en las redes sociales la foto de una ex?-. Si comienza esta película de forma fría, con un ritmo lento y encuadres estáticos casi pictóricos, poco a poco la intensidad emocional va creciendo hasta revelarse una pasión y una carnalidad que desemboca en un clímax como una tormenta de verano desatada por Antonio Vivaldi. Una de las películas del año.

LO QUE ARDE -VIVIR EN EL CAMPO


Hay probablemente dos tipos de cine: el que fabrica ilusiones con decorados, actores disfrazados de personajes, efectos especiales y por supuesto, el montaje; y el que intenta extraer la verdad de la realidad misma, interviniendo lo menos posible. El director Oliver Laxe, en su todavía breve carrera, prefiere buscar en la vida los elementos de sus historias y de eso hace su gran virtud. Ya en su ópera prima, Todos vosotros sois capitanes (2010) -que participó en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes- mezclaba el documental con la ficción, mostrándonos a niños magrebíes tal como son, pero dándoles una cámara de cine para que pudiesen expresarse como nunca lo habían hecho. Sorprendía Laxe en su primera cinta, por ejemplo, mostrando varias tomas de escenas que parecían espontáneas y haciendo desaparecer su propia figura como director y autor de su filme. En su segunda película, la ambiciosa Mimosas (2016), Laxe introduce elementos de aventura y de fantasía en el relato, pero sigue anclando su discurso en la realidad física de los espectaculares paisajes del desierto y las montañas de Marruecos, y en los rostros de los actores no profesionales. Con ella ganó la Semana de la Crítica en Cannes.

Ahora, en Lo que arde la labor de Laxe vuelve a ser captar las imágenes de la vida, esta vez en Galicia, para luego organizarlas de forma que cuenten una historia, que expresen una preocupación, que transmitan un mensaje. Los actores de Lo que arde comparten el nombre con sus personajes, porque no hay demasiada distancia entre unos y otros: Laxe utiliza a la gente que vive en los escenarios de su película, esos montes gallegos, lluviosos, hermosos, casi deshabitados. Como las vacas que aparecen en el film responden también a sus propios nombres y reciben merecido agradecimiento hacia el final de los créditos. Creo que la fotografía es esencial en la filmografía de Laxe, que aquí vuelve a demostrar que es capaz de fabricar imágenes gran belleza plástica: el fantasmagórico inicio del film, con los árboles cayendo en silencio, es una metáfora de toda la película. Pero también sabe este director sacar la verdad de los pequeños momentos de la vida rural que intenta describir: cómo se tuesta un pan en los fogones, desatascar una vía de agua, ordeñar una vaca y lidiar con ellas cuando no quieren moverse. No idealiza el campo esta película, mostrando el recelo de la gente hacia el protagonista, Amador (Amador Arias), pirómano condenado por sus crímenes. Pero también muestra que estamos ante un mundo petrificado en el pasado y en peligro a pesar de intentos de apertura, como el de atraer a los turistas. ¿Pero qué bueno van a traer los turistas? suspira Amador. El gran enemigo, para Laxe, la falta de recursos: la desesperación de los bomberos que se quedan sin agua en mitad de un virulento incendio forestal. Lo que arde ha sido la película ganadora del Premio del Jurado en la sección 'Una cierta mirada' del festival de Cannes, confirmando a Laxe como uno de los talentos a tener en cuenta del cine español.

EL CAMINO: ¿UNA PELÍCULA DE BREAKING BAD?


No sé qué edad tiene la persona que lee estas líneas, pero quizás no sabe, o no recuerda, que antes las series de televisión eran diferentes. Ni mejores ni peores, simplemente, se consumían de otra forma. Solían contarse en episodios autoconclusivos, pocas veces había continuidad argumental, y sobre todo, las veíamos una y otra vez. Porque las cadenas repetían y repetían los episodios hasta que aparecía una nueva temporada, que solía emitirse de forma desordenada y despreocupada. Esto tenía un efecto curioso: aquellas series nos las sabíamos de memoria. Desde El príncipe de Bel-Air a Friends, cada capítulo lo teníamos muy machacado. Ahora todo es diferente. Hay muchas más series, muchas de calidad, y las tenemos disponibles a nuestro antojo. ¿Quién vuelve a ver hoy una serie, por buena que sea, cuando quedan tantas y tantas por descubrir? Antes las series y sus repeticiones nos acompañaban durante "toda la vida". Ahora, marcan épocas cada vez más concretas. He pensado en esto porque ver El camino: Una película de Breaking Bad trajo a mi memoria aquella ficción que comenzó hace ya 11 años. Me hizo recordar dónde estaba en aquella época, a los que me rodeaban, dónde vivía, y resumiendo, qué vida tenía entonces. Esto pasaba antes con las canciones: ese disco que relacionas con tu etapa universitaria, o ese álbum de Radiohead que se quedó una ex. Con las series convertidas en eventos de alcance mundial, ahora posiblemente recordemos con quién vimos el episodio final de Perdidos o de Juego de Tronos. O quién era nuestra pareja cuando comenzó Anatomía de Grey y quién lo es ahora, 16 temporadas después. El último -y magnífico- episodio de Breaking Bad fue hace apenas 6 años, pero esta "película" es en parte una operación de nostalgia. ¿No es demasiado pronto? Eso a pesar de que esa necesidad la deberíamos tener más que satisfecha gracias a la gran calidad de Better Call Saul. En todo caso, aquí volvemos a ver a Mike (Jonathan Banks), a Badger (Matt Jones), a Skinny Pete (Charles Baker) y a varios otros que no revelaré. Y eso es sin duda gran parte del atractivo de este prematuro revival. Pero lo principal es el reencuentro con Jesse (Aaron Paul), personaje que se había quedado un poco colgado tras el desenlace de la serie original. Es mi opinión que Jesse es de los personajes menos interesantes de BB: un poco payaso, un poco víctima y sobre todo, antipático contrapunto moral de Walter White (Bryan Cranston) que solo despuntó durante el tiempo que mantuvo una relación -trágica- con Jane (Krysten Ritter). Jesse no era un personaje "de verdad" si no una herramienta argumental necesaria para la fascinante evolución del protagonista. Aún así, es comprensible que el show runner Vince Gilligan se haya quedado con ganas de contar algunas cosas más. Aquí escribe y dirige una historia que, en realidad, no aclara mucho más el futuro de Jesse. Pero sí que se cierran tramas personales y, sobre todo, se hace balance de cómo ha madurado el personaje: ya no es el casi adolescente descerebrado y drogadicto que vimos al inicio de la primera temporada. 

Breaking Bad es una de las mejores ficciones que he visto por dos razones. Primero, por el énfasis en la evolución moral de su protagonista. Presenciar cómo Walter White se convierte en un tipo sin escrúpulos, a riesgo de provocar el rechazo del espectador, fue magnífico. La segunda razón es la vocación cinematográfica de su narrativa. Esto se plantea desde el guión, que nos cuenta la historia con imágenes, con ideas visuales, antes que con diálogos -como suele ocurrir en la ficción catódica-. En Breaking Bad -y en Better Call Saul- hay largas secuencias sin parlamentos, que nos mantienen pegados a la pantalla -también son series que requieren más atención y que no se pueden ver en el móvil mientras viajamos en metro-. La planificación y la fotografía -además de la banda sonora de Dave Porter- le daban un acabado que la distanciaba de otras producciones de look más impersonal. La buena noticia es que todo eso está en esta "película" de dos horas. El problema, para mí, es precisamente, que no estamos ante un verdadero film. El camino es más bien un epílogo de Breaking Bad: alargar la historia dos o tres capítulos para despedir a Jesse como se merece, sobre todo de cara a los fans. En ese sentido, la narrativa pausada, casi en tiempo real, basada en la brillantez de pequeños detalles en la acción  que nos hacen preguntarnos a cada momento qué va a ocurrir a continuación, juega en contra del concepto de un largometraje. El camino acaba siendo, justamente, episódica, cuando debería ser redonda. Solo la alta calidad de sus ideas de guión, de su puesta en escena -señalemos la secuencia en la casa del narco Todd (Jesse Plemons)- y de sus interpretaciones, evitan la decepción que supone estar ante un estiramiento relativamente innecesario de la historia de Jesse. Me encantaría, eso sí, que esto fuera el prólogo de una nueva serie.

MINDHUNTER -TERROR PSICOLÓGICO


Los primeros tres episodios de la segunda temporada de Mindhunter dejan muy claro el espíritu de esta serie sobre los psicópatas asesinos en serie más conocidos y violentos de la historia. Sin necesidad de enseñar sangre, cuchillos o víctimas gritando, se fabrica una atmósfera terrorífica utilizando la puesta en escena, los diálogos, la interpretación, además de la fotografía y la banda sonora. En esos primeros 170 minutos dirigidos por David Fincher, el guionista -y creador de la serie- Joe Penhall, plantea una trama en la que podríamos decir que no pasa nada. Pero es asombroso cómo los momentos mundanos -el agente Bill Tench (Holt McCallany) va a misa con su familia, o vemos sus desplazamientos en coche y avión- se impregnan de una atmósfera enrarecida y malsana. Es estupenda la secuencia en la que Tench ofrece una barbacoa para los colegas de su mujer, dedicados al negocio inmobiliario, en la que lo cotidiano se quiebra cuando el agente comienza a hablar de su trabajo, relato que despierta el morbo de esos miembros de la clase media, seguramente conservadores y de existencia gris. La escena se repetirá varias veces durante los siguientes capítulos, ya que Tench aprende a aprovechar el morbo que despiertan los asesinos a los que entrevista por su trabajo, para ganarse el favor, sobre todo, de sus superiores en el FBI. La capacidad de generar inquietud sin mostrar nada se evidencia en dos momentos de máxima tensión. Primero, Tench visita la escena de un crimen con un policía local. Una casa vacía, en la que ni siquiera hay restos biológicos, se convierte en nuestra mente en el escenario escalofriante de hechos terribles gracias al relato oral con el que los dos investigadores reconstruyen los asesinatos ocurridos allí. Todavía más angustioso es el interrogatorio, dentro del coche policial, al que somete Tench a un testigo que puede dar pistas sobre el asesino. Nunca vemos su rostro, pero el tono atormentado del joven que cuenta lo ocurrido es suficiente para producir un escalofrío. Lo sugerido, lo imaginado, se demuestra mucho más perturbador que lo mostrado. La escena antes referida, en la casa vacía, tiene luego ecos muy sutiles: cuando Tench regresa a su hogar, en mitad de la noche, y revisa cada habitación, evocando la escena del crimen que acabamos de ver; luego, un detective aparece en su propia casa para informarle a su mujer, Nancy (Stacey Roca), que en una de las casas que vende, como agente inmobiliario, ha ocurrido un homicidio. Alterada su normalidad, Nancy expresa que esas cosas no deberían ocurrir en su barrio, a lo que Bill responde, seco y frío, que tales cosas ocurren en todos los barrios. Una frase que resume el tema de la serie: bajo la aparente normalidad de la civilización moderna, se esconden los horrores de la naturaleza humana, cuyo alcance está por descubrir. Un tercer eco se produce más tarde, cuando una trabajadora social revise cada habitación de la casa de los Tench para evaluar su aptitud como padres. Bill encontrará el método de la trabajadora muy similar a su propia actitud cuando inspecciona la escena de un crimen.

En esta temporada, Bill Tench sustituye a Holden Ford (Jonathan Groff) como eje del relato, que se centra ahora en la extraña conducta del hijo del primero. Una trama que se ha ido cocinando a fuego lento desde la primera temporada y que desemboca en un hecho terrible que, en consonancia con el espíritu de la serie, no se nos muestra, sino que se expone a través del relato fragmentado de policías, de los propios padres -Bill y Nancy- o de los psicólogos encargados de tratar al niño. Si el psicópata es el monstruo de nuestra era, el que puede pasar por cualquier vecino, un reflejo de nosotros mismos, todavía más aterrador es que sea nuestro propio hijo. El producto de la educación y los valores heredados. Aquí la serie juega con el tema de la brecha generacional, sirviéndose de un momento histórico de ruptura, entre los conservadores años 50 y los hippies años 70. La entrevista a Charles Manson -interpretado por Damon Herriman, el mismo actor que le da vida en Érase una vez en Hollywood- sirve para desarrollar este tema. Esos jóvenes hippies, que dan miedo a sus mayores, que se han convertido en asesinos, expresan el divorcio que puede sentir hoy el adulto de la todavía analógica generación X con respecto al millennial gestado en lo digital. Pero sobre todo, la trama centrada en el hijo de Tench indaga en el origen del mal y en si este es genético. El pertubador niño maligno es un tema recurrente en el cine de terror y aquí aparece en una forma cotidiana, y por tanto, todavía más perturbadora. Paralelamente, el estudio sobre asesinos en serie que ha llevado a cabo Holden Ford le pasa factura psicológicamente, como hemos visto en la primera temporada. Si te asomas al abismo, el abismo también te mira a ti. La serie no elude tampoco las tramas personales, como la búsqueda de pareja de la doctora Wendy Car (Anna Torv), que al ser lesbiana reincide en el discurso de la serie sobre lo que es supuestamente 'normal'. 

El tema de la responsabilidad, o los pecados, de la generación anterior reaparece en la investigación de los asesinatos de niños en Atlanta. Una trama que se introduce con una estupenda secuencia en la que Holden se deja llevar por la misteriosa empleada de hotel, Tanya (Sierra McClain) para encontrarse con un grupo de madres afroamericanas que se sienten marginadas e ignoradas por el color de su piel, ya que la justicia no investiga las muertes de sus hijos. Una apasionante trama inspirada en un caso real que plantea dudas sobre cuál es el verdadero mal: el alma oscura de un psicópata o la pobreza crónica y sistémica de los excluidos, que los políticos nunca solucionarán. Holden se convierte en un paladín enfrentado a lo establecido, a un sistema que rechaza lo nuevo y que tiene miedo de actuar en cualquier sentido que no sea mantener el poder. Todavía más interesante es la duda que se nos plantea con respecto a Holden ¿Se ha convertido en un obseso de su propio método, el perfil psicológico del homicida y por eso descarta cualquier otro sospechoso que no encaje con su análisis a priori? Los guionistas frustran nuestras expectativas: tras mostrarnos en la primera temporada cómo Holden y Tench diseñan un método de investigación criminal basado en el perfil del asesino, durante la investigación de los crímenes de Atlanta este es puesto a prueba sobre el terreno, chocando con la realidad y prácticamente fracasando. Mindhunter se empeña en mostrar las verdaderas circunstancias y dificultades de un caso de estas características. Los agentes se enfrentan a la burocracia, a la falta de presupuesto, a los intereses políticos y al rencor social. Los hechos que se nos presentan nos mantienen siempre en la duda, dejando claro que la verdad no es comprobable en la vida real. Lejos de la ficción hollywoodense sobre los asesinos en serie, aquí no se intenta forzar los hechos para generar situaciones dramáticas. Durante la mayor parte de los episodios no ocurre nada más que largas jornadas de vigilancia, pruebas que se pierden, callejones sin salida y un sospechoso, Wayne Williams (Christopher Livingston), que no ofrece pistas sobre si realmente es responsable de tantos asesinatos. El relato en estos episodios, que llevan al final de la segunda temporada, recuerda con fuerza a la obra maestra de David Fincher, Zodiac (2007), también sobe un caso sin resolver. Los agentes del FBI que protagonizan el relato, Ford y Tench son tremendamente humanos, sin imposturas heroicas: no son investigadores infalibles, sino, muchas veces, meros espectadores, incapaces de modificar el curso de las cosas y sobre todo, solitarios para los que la entrega en su trabajo policial significa sacrificar su vida personal. Los episodios dedicados a los crímenes de Atlanta amplían el espectro de lo que se cuenta en la serie, que se aleja del retrato íntimo y personal del asesino, de sus víctimas y de los investigadores. Al hacerlo, se pierde la perspectiva del bien y el mal absolutos, extremos que se diluyen en un entramado social más amplio y realista. Los asesinatos son terribles, sin duda, hay víctimas que sufren, pero la vida sigue. El psicópata es un elemento más de un ecosistema que tiene otros depredadores quizás, mucho más peligrosos.

JOKER -TIEMPOS MODERNOS


En 1936, Charlie Chaplin -gran autor que alguno critica por ser, supuestamente, 'sensiblero'- hacía reír a golpe de gags perfectos, y al mismo tiempo dibujaba una devastadora crítica del capitalismo, en la obra maestra Tiempos Modernos. Chaplin, cuyo personaje del vagabundo fue siempre perseguido por la policía, proponía en ella varias formas de opresión: la alienación laboral consecuencia de la revolución industrial, el alcohol, las drogas, y por supuesto la cárcel, donde acaban los buscavidas que se atreven a rebelarse contra su condición de pobres. Poco después de Tiempos Modernos, en 1939, nacía Batman -creado por Bob Kane y Bill Finger- siguiendo la estela de Superman, pero oscureciendo su labor justiciera. Si el hombre de acero luchaba por los oprimidos, el caballero oscuro, en misión de venganza, hacía pagar caro a los criminales a pie de calle. Nadie pensó nunca que aquellos primeros enemigos de Batman podían ser también víctimas de las circunstancias, pobres excluidos sin otra opción que dedicarse al crimen. El héroe de Gotham representaba el bien y sus contrincantes, el mal. Que Todd Phillips cite -en 2019- el film de Chaplin en Joker -ganadora del Festival de Venecia y, digámoslo ya, una de las películas del año- no puede ser solo un capricho cinéfilo. Veamos. La película protagonizada por el conflictivo Arthur Fleck, un Joaquin Phoenix desbordante en la interpretación del año, plantea un relato superheroico en toda regla, pero despojado de su superhéroe. Esto nos deja tan desorientados como cuando Hitchcock mató a Janet Leight en Psicosis (1960) obligándonos a identificarnos con Norman Bates. Para sostener su historia, Phillips roba de Martin Scorsese y convierte a su protagonista en un cruce entre el torturado Travis Bickle de Taxi Driver (1976) -hay varios guiños muy evidentes- y el fantasioso Rupert Pupkin de El rey de la comedia (1982), cuyo clímax prácticamente recrea esta cinta. Esta operación queda legitimada por la presencia de Robert De Niro, como el cómico Murray Franklin, que parece una extensión amarga del mencionado Pupkin. Este presentador de un ficticio Late Night representa aquí el status quo, el sistema, la comedia blanca despojada de cualquier elemento desestabilizador que además impone lo que es 'normal', lo aceptado, y se ríe de todo lo marginal, lo raro, lo diferente. Se ríe el otro. Justo lo contrario de Tiempos Modernos. Todd Phillips, que de comedia algo sabe -dirigió la exitosa Resacón en las Vegas (2009)- traza en Joker la fina línea entre drama y risa: la que desarrolla Phoenix para su personaje es todo un hallazgo y resulta verdaderamente perturbadora. Y no es casualidad tampoco que se recree en la película el escenario del Late Night para una entrevista incómoda en el momento clave del argumento: buscad en YouTube la que ofreció el propio Phoenix a David Letterman cuando intentaba reírse de todos con el falso documental I´m Still Here (2010). Además de todo esto, Joker establece un sorprendente diálogo con el mito de Batman. Si en el cine hemos visto casi siempre al Bruce Wayne más 'de derechas' según la interpretación de Frank Miller, Phillips se fija más en el antisistema de Alan Moore -autor de la obra cumbre Watchmen- inspirándose en el origen del payaso del crimen narrado en el álbum La broma asesina, pero también sacando ideas de la provocadora V de Vendetta. Así, Phillips crea un relato rabioso en el que es fácil ver al Joker como un líder revolucionario. Nada más lejos de la verdad: en un momento de la película, Arthur Fleck confiesa que no cree en nada. Su ascensión como símbolo -en una soberbia escena en el metro- debería leerse igual que cuando el vagabundo Charlot se apuntaba por error a una protesta proletaria en una secuencia magistral de Tiempos Modernos -y aunque Chaplin fuese acusado más tarde de comunista-. Este Joker sigue, en realidad, la línea del villano planteado por Christopher Nolan e interpretado por el recordado Heath Ledger: un agente del caos cuyo objetivo es poner a prueba al héroe -es decir, al sistema-. Por lo tanto, lo que nos dice realmente Phillips con su película es bastante antipático: que como sociedad no merecemos a un héroe salvador como Batman, sino a un psicópata asesino como el Joker.

HASTA SIEMPRE, HIJO MÍO -TRAGEDIA DE UN PAÍS


Ambiciosa, inmensa, Hasta siempre, hijo mío es un drama familiar insertado en la historia reciente de China. El relato comienza en los años 80, con el matrimonio interpretado por Wang Jingchun y Yong Mei -ambos se llevaron premio en el Festival de Berlín- sufriendo la peor tragedia, la más difícil de sobrellevar: la muerte de su hijo. Este hecho bastaría para marcar a cualquiera, pero en la China de esos años estaba vigente la llama política de hijo único -¡Hasta 2015!-, que penaba con multas o con la pérdida del empleo, el nacimiento de un segundo vástago. Ese contexto histórico, político, geográfico define la vida de nuestros héroes que, muertos en vida, manifiestan en un momento del film que el tiempo se ha detenido para ellos y que ya solo les queda envejecer. Una afirmación que la propia película se encarga de desmentir, ya que el abultado metraje de más de 3 horas nos hace testigos del paso de tres décadas en la vida de la pareja, de su entorno y del país. Otro matrimonio, encarnado por Li Hayan y Zhang XinJian, funciona como reflejo de la otra cara de la sociedad china. Son los que gozaron de una situación privilegiada durante el comunismo más cerrado -en lo que se suponía debía ser una sociedad igualitaria- y que se han adaptado bien a la apertura capitalista -y sospechamos, se aprovechan de la especulación inmobiliaria-. Una fortuna, sin embargo, empañada por la culpa y la mala conciencia hacia los que no han tenido tanta suerte. Película sobre el paso del tiempo y por tanto una reflexión sobre la vida misma, Hasta siempre, hijo mío, puede ser un visionado exigente por su extenso metraje y por el rigor de la puesta en escena del director Wang Xiaoshuai, que desordena el relato cronológico -hay que estar atentos- para hacernos descubrir paulatinamente el alcance de la tragedia que sufren los protagonistas. Un esfuerzo recompensado por los emocionantes minutos finales de reencuentros y despedidas entre unos personajes que han envejecido milagrosamente ante nuestros ojos.