VENOM: EL ÚLTIMO BAILE -OJALÁ SEA EL ÚLTIMO


Mala fama tienen las terceras partes de las películas de superhérores. Cintas como Superman 3 (1983) o Batman Forever (1995) fueron sonados fracasos artísticos. Es también el caso de la fallida Spider-Man 3 (2007) del bueno de Sam Raimi, en la que aparece por primera vez el personaje de Venom (Topher Grace) y cuyo punto más bajo nos mostraba a Peter Parker (Toby Maguire) bailando en plan Fiebre del sábado noche (1977). Casi 20 años después, ese muñeco digital que es Venom -encarnado por Tom Hardy- se marca también un baile de música disco, esta vez le toca el turno a Abba, en uno de los peores momentos de una cinta que significa el debut detrás de la cámara de la actriz y guionista británica Kelly Marcel, que se estrena como directora con Venom: El último baile (2024), tras participar en los guiones de las dos primeras entregas. Y si decimos que las terceras partes nunca fueron buenas en el caso de los superhéroes -premisa, claramente falsa- esta segunda secuela del enemigo de Spider-Man llega con la cruz de que las dos entregas previas ya eran bastante malas. La historia arranca resumiendo lo ocurrido en Venom: Habrá Matanza (2021) -no sé para qué, ya que lo allí contado apenas incide en el argumento- para luego incumplir la promesa de integrar a Venom en el Universo Marvel Cinematográfico para enfrentarlo a Spider-Man (Tom Holland). Pasado este bochornoso peaje, comienza a desarrollarse lo que se planteaba en un prólogo desvergonzado: se nos cuenta directamente que existe un temible enemigo que necesita algo -un mcguffin- para invadir la Tierra. Esto se cuenta así, directamente, como un puro mecanismo de guión, sin añadir la más mínima elaboración dramática al asunto. Y, por supuesto, ese elemento tan necesario para el villano está en posesión de Venom/Eddie Brock. A partir de aquí, la historia se desarrolla en una serie de set pieces que apenas parecen relacionadas entre sí y que van saltando de un lugar a otro -San Francisco, Las Vegas, Nueva York- de forma casi aleatoria. El guión es inexistente, pero, además, los momentos que se presentan al espectador no tienen ningún peso. Ideas atractivas a priori, como que Venom se apodere de un caballo, se presentan de la forma menos interesante posible. Se añaden, encima, subtramas, como la protagonizada por la doctora Teddy Payne (Juno Temple) o por una familia de aficionados a la ufologia capitaneados por Rhys Ifans -quien, por cierto, ya fue el Lagarto en The Amazing Spider-Man (2012)- que dan pie a la única secuencia en la que parece que estamos viendo una película real y no un simulacro: cuando todos cantan Space Oddity de David Bowie en la furgoneta -por cierto, la selección de temas musicales no puede ser más tópica-. Sumemos al despropósito a estupendos actores perdidos en un guión sin sentido, como Chiwetel Ejiofor, el fantástico Stephen Graham -aunque este sí consigue momentos inquietantes- y la desperdiciada voz de Andy Serkis como el poco interesante villano Knull. Solo la batalla final, en su espectacular lucha de monstruos, consigue salvar un poco la que debería ser una de las peores películas del año. Lo que no impedirá que sea un taquillazo.

DAAAAAALÍ! -EL ARTE Y EL SÍNDROME DEL IMPOSTOR

Una bayoneta que sale de un tigre, al que le sigue otro tigre que aparece de la boca de un pez que surge de una granada. El francés Quentin Dupieux se propone hacer una película sobre Salvador Dalí y, para ello, parece que intenta imaginarse cómo haría un film el propio pintor surrealista. El resultado es un sueño dentro de otro sueño y una película dentro de otra película en un bucle que se acaba cerrando sobre sí mismo. Si el cine de Dupieux ya era surrealista, en Daaaaaalí! (2024) -no sé si he escrito el número correcto de ‘aes’- encuentra la excusa perfecta para ensayar todo tipo de recursos para jugar con el lenguaje cinematográfico y romper con la idea del relato lineal, lógico y naturalista. No hay que esperar que esta sea una película con sentido, ni que nos cuente una historia, aunque nos presenten a una apocada periodista, (Anaïs Demoustier) que se enfrenta al reto de entrevistar al artista. En una decisión lógicamente buñueliana, seis actores diferentes interpretan a Dalí -Edouard Baer, Pio Marmaï, Jonathan Cohen, Gilles Lellouche, Didier Flamand- entendido como el personaje que fue en vida, ese que intentaba hacer de sí mismo su mayor obra surrealista. Sin el más mínimo apunte biográfico, Dupieux prefiere hacer el retrato de Dalí dejando que el personaje y su imaginario se apoderen de su película. Y aunque el director francés suele partir de una premisa muy original que siempre parece ajustarse más a un cortometraje, también es cierto que utiliza con éxito dos armas para evitar el agotamiento, como son una duración muy ajustada -aquí, apenas 77 minutos- y el humor. Esta película funciona como una sucesión de sketches cuyas ocurrencias pueden hacer gracia, o no. Eso ya es subjetivo. Pero lo cierto es que Daaaaaalí! -ahora me parece que son seis ‘aes’ porque seis actores interpretan al pintor- acaba expresando en pantalla temas como el verdadero significado del arte y de ser un artista; el valor social -y económico- de una obra; o las dudas que tiene cualquier autor sobre su trabajo, como las que expresa la periodista en la película y que seguramente son las del propio Dupieux. ¿Cómo hacer una película sobre Dalí?


LA HABITACIÓN DE AL LADO -A FILM BY ALMODÓVAR


En su primer largometraje rodado en inglés hay que agradecerle a Pedro Almodóvar que se haya decidido a disfrutar -y a dejar que disfrutemos- de dos actrices como Tilda Swinton y Julianne Moore. Dos mujeres fantásticas a las que vemos en pantalla durante muchos minutos en La habitación de al lado (2024), seguramente, la película más lineal, sencilla y minimalista de un director que en su filmografía suele dejarse llevar por las digresiones propias de los laberintos de la pasión. Inspirada en la novela de Sigrid Nunez, Cuál es tu tormento, la premisa básica es la de una mujer, Martha, enferma de cáncer, que decide enfrentarse a la muerte y que pide ayuda a una vieja amiga, Ingrid, para que la acompañe durante sus últimos días. Almodóvar nos cuenta esto sin apartarse apenas del camino trazado en unas pocas subtramas, en las que nos habla del pasado de Martha y de su trabajo como reportera de guerra y de una hija que vive apartada de ella -esto tiene reminiscencias de Julieta (2016) o de Tacones lejanos (1991)- o para mostrarnos la relación de Ingrid con un viejo amante, interpretado por John Turturro, con el que Almodóvar plantea que podemos llegar a recibir la muerte con paz y dignidad, pero que lo que se acaba es el mundo entero -además, en el flashback en el que aparece Victoria Luengo se puede leer un homenaje a Sacrificio (1986) de Tarkovski, una película sobre el fin del mundo-. Pero estas desviaciones son mínimas. Lo principal es el cara a cara de dos estupendas actrices cuyos personajes se enfrentan, una, al final de todo, y la otra, al duelo. Las dos amigas hacen repaso de las cosas de la vida y hablan de amor, de sexo, de literatura, de cine, de música y de los placeres mundanos. ¿Cuáles seguirían teniendo sentido en nuestras últimas horas? Almodóvar nos cuenta esto con la sencillez que solo alcanzan los veteranos del arte cinematográfico, siguiendo los pasos de un maestro como Ozu, dando espacio a la espléndida música de Alberto Iglesias; proponiendo como faro Los muertos de James Joyce -y John Huston-; y pidiendo a Eduard Grau la luz de Edward Hopper -el cuadro Gente al sol ya sirvió de inspiración en otra película de Almodóvar sobre la muerte, Hable con ella (2002)-. La habitación de al lado es una obra reposada y sin estridencias, de una belleza algo gélida, que permite a Almodóvar encontrar una extraña naturalidad -que no realismo- en los diálogos en inglés, la naturalidad escenificada del cine clásico estadounidense, ese que ha marcado siempre su cinefilia.

ROBOT SALVAJE -NATURALEZA Y TECNOLOGÍA


Robot salvaje (2024) es el acontecimiento animado del año. Una película ambiciosa argumental y temáticamente, técnicamente soberbia, que apuesta por ofrecer todo lo que el espectador puede querer en una sala de cine: personajes entrañables, acción y ciencia ficción, drama y un mensaje inspirador. El director, Chris Sanders -codirector de la estupenda Cómo entrenar a tu dragón (2010)- nos cuenta la historia -basada en el libro de Peter Brown- de un robot que aparece en un bosque. Al no haber ningún ser humano a la vista, el ser artificial tendrá que relacionarse con los animales salvajes, hasta convertirse en la improbable madre adoptiva de un pequeño ganso. El argumento tiene un ritmo tremendo y cambia constantemente de registro para sorprendernos. El arranque es un interesantísimo cruce entre El libro de la selva (1967) de Disney y Wall-E (2008) de Pixar -y no puedo evitar encontrar un precedente del diseño del robot protagonista en el misterioso autómata de El castillo en  el cielo (1986) de Hayao Miyazaki-. Pero, como ya he mencionado, la trama muta constantemente con giros y la aparición de nuevos personajes que van ampliando el alcance geográfico de la historia. La película acumula temas más que pertinentes sobre la supervivencia, el equilibrio ecológico, la solidaridad, la relación entre la tecnología y la naturaleza y sobre todo lo que significa la paternidad. Esa acumulación de asuntos lleva a sumar todo tipo de ingredientes genéricos: el drama, el humor, la acción y hasta el terror. La estupenda animación, un 3D que recrea las dos dimensiones con el estilo cel shading tan en boga tras títulos como Spider-Man: un nuevo universo (2018), El Gato con Botas: el último deseo (2022) o Ninja Turtles: Caos Mutante (2023) es precioso pero también lo suficientemente flexible para llevarnos del realismo naturalista a los momentos épicos pasando por un estilo más cartoon para los instantes de humor. La película se vale de lo visual y de la música para crear secuencias de máxima emoción, si bien, su mayor defecto puede ser, precisamente, abarcar tanta historia en tan poco tiempo: hay suficiente en Robot salvaje para una temporada de una serie, por lo que quizás se eche de menos algo más de pausa para contar mejor, en mayor profundidad, los momentos más emotivos de la narración. Pero en estos tiempos en los que parece imperar el déficit de atención, quizás, no se puede pedir más. Robot salvaje es espectacular, emocionante, sorprendente y sobre todo deja un ánimo positivo al salir de la sala.

LA INFILTRADA -TERRORISMO, ESTADO Y MACHISMO


Hay una escena en
La infiltrada (2024) en la que dos etarras -interpretados por Iñigo Gastesi y Diego Anido- se parten de risa viendo en la tele el gran clásico del cine español La vaquilla (1985) del enorme Luis García Berlanga, película que, como sabéis, más o menos viene a decir que los dos bandos enfrentados en la Guerra Civil eran igual de ridículos. Que no hay dos Españas sino una y más bien dada al esperpento. La película de Arantxa Echevarría, escrita junto a Amèlia Mora, sostiene una tesis muy parecida: los dos bandos en liza en el País Vasco, el terrorista y el de las fuerzas del Estado, a pesar de estar enfrentados a muerte, están formados por hombres muy parecidos y, sobre todo, machistas. La idea de que son más cosas las que nos unen que las que nos separan se presenta ya desde la primera escena, en la que dos terroristas disfrutan de la compañía, y de la buena comida, de un matrimonio de ancianos en París, hasta que descubren que estos tienen un hijo de la Guardia Civil, hecho delatado por una foto en un marco exhibida con orgullo en el salón. Arantxa Berradre es la protagonista de esta historia inspirada en el caso real de la primera mujer infiltrada en ETA, interpretada por una sólida Carolina Yuste, actriz fetiche de Echevarría, a la que no me importaría ver como protagonista en muchas más películas. La infiltrada es un drama psicológico sobre una mujer que se enfrenta al complicado reto de fingir otra vida durante casi una década, arriesgando su pellejo, inmersa en una cultura de odio hacia lo que ella misma representa y, encima, lidiando con el machismo de una sociedad que no considera a una mujer lo suficientemente apta para semejante misión.  (De una forma muy sutil, se nos sugiere que Arantxa acepta infiltrarse para escapar de un novio posesivo). Amplifica esta idea un personaje secundario, una mujer policía interpretada por Nausicaa Bonnín, que sirve para complementar el discurso. Arantxa Echevarría demuestra ser una directora todoterreno capaz de afrontar el drama social, la comedia y, ahora, también el thriller:son varias las escenas de máxima tensión que la directora de Carmen y Lola (2018) resuelve con solvencia e incluso brillantez. Por otro lado, nada mejor para humanizar el relato que un actor como Luis Tosar, que imprime realismo pero también matices a un personaje muy presente durante toda la película, y que viene a ser otro hombre que intenta controlar a la protagonista. El reparto se completa con actores como Víctor Clavijo, otro que imprime humanidad -pero que también resulta paternalista-, y un terrorífico Diego Anido, como el terrorista psicópata -o el marido maltratador- que todos imaginamos en nuestras peores pesadillas. Y reconociendo la existencia de personajes así, esta cinta de Echevarría hace relucir una de sus principales características como autora, su mirada humanista, que matiza y equilibra una historia de tragedias, injusticias y rencores que podría haber caído fácilmente en el maniqueísmo.

THE SUBSTANCE -MALDITO ESPEJO


Hay una escena en El resplandor (1980) en la que una atractiva y joven mujer sale de una bañera para seducir a un desprevenido Jack Torrance (Jack Nicholson) quien, enseguida, descubre que se trata de una aterradora anciana en proceso de descomposición. Ese terrorífico momento refleja viejas leyendas de aparecidos que nos advierten sobre la caducidad de la belleza juvenil y sobre nuestra propia mortalidad. Dicha escena podría muy bien resumir The substance (2024), película repleta de referencias estilísticas a la obra maestra del terror de Stanley Kubrick -y también con más de un guiño a 2001: Una odisea del espacio (1968)-. Más allá del homenaje a Kubrick, la segunda película de la directora francesa Coralie Fargeat es una reimaginación del clásico El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde: aborda el miedo natural a envejecer aplicándolo a la sociedad actual, marcada por el culto a la imagen y la cosificación de la mujer. Paro ello, Fargeat se aprovecha de la carga biográfica de una actriz como Demi Moore, que llegó a ser una de las más grandes estrellas de los años 90 y que en la película Striptease (1996) vendió caro el desnudo de su espectacular cuerpo en una operación que era al mismo tiempo un ejemplo de empoderamiento femenino y la cúspide de su propia cosificación, y que tras alcanzar la madurez cayó en la tentación de recurrir a las operaciones estéticas para mantener su estatus, sin conseguirlo. En esta película, una valiente Demi Moore aparece como una estrella venida a menos -Fargeat utiliza la imagen literal de una estrella en el paseo de Hollywood, deteriorándose con el paso de los años, como diáfana metáfora- que pierde su trabajo y que en un intento desesperado por rejuvenecer utiliza una misteriosa sustancia para dar a luz -asexualmente- a un nuevo ser, una joven de gran belleza, Sue (Margaret Qualley). Fargeat, que en su ópera prima, Revenge (2017), utilizó el subgénero del rape and revenge para hablar del consentimiento sexual y de la cultura de la violación, aquí utiliza la ciencia ficción para denunciar la cosificación de la mujer y lo hace, precisamente, cosificando a una espectacular Qualley, cuyos planos parecen haber sido rodados por Michael Bay. La estructura del relato es la de otro clásico, El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson, pero como si lo hubiera adaptado a la gran pantalla David Cronenberg. La película es un festín de body horror que, sobre todo en su tramo final, haría feliz a Brian Yuzna y a Rob Bottin, representando la torturada mente de una mujer acomplejada por los perniciosos cánones de belleza y juventud en forma de glorioso látex. The substance es una fábula moral que la puesta en escena de Fargeat convierte en un agresivo ataque a los sentidos del espectador: planos aberrantes, efectos de sonido al máximo volumen, música machacona y un montaje histérico dan como resultado una narración hinchada que abulta el metraje hasta los 140 minutos. La película es excesiva y hace de su estética hortera, noventera y discotequera, su seña se estilo. En varios momentos está a punto de caer en el vacío, pero su mensaje, sin bien resulta obvio, no deja de ser poderoso. Hay que añadir algunas gotas del David Lynch de El hombre elefante (1980), Carretera perdida (1997) y Mulholland Drive (2001) a la mezcla que prepara Fargeat, que se vale del humor negro y escatológico para evitar ser demasiado pretenciosa y se apoya en una fantástica Demi Moore que pone toda la carne en el asador. El villano de la función es un grotesco Dennis Quaid quien, rodeado de viejos verdes, es la mejor representación posible del patriarcado. Y en el torbellino de imágenes y sonidos que nos echa a la cara Fargeat me parece haber reconocido un breve guiño al hermoso tema de amor de Vértigo (1958) de Bernard Herrmann como perfecto resumen de lo perversa que puede llegar a ser la mirada masculina sobre una mujer.

LA VIRGEN ROJA -HISTORIA Y CINE


La virgen roja
 (2024) se basa en la historia de Hildegart Rodríguez, nacida en Madrid en 1914 y criada por su madre, Aurora Rodríguez Carballeira, para ser el modelo de la mujer del futuro. Una niña prodigio que creció en un momento de grandes tensiones ideológicas, de revoluciones y rupturas. Una historia real que la directora Paula Ortiz convierte en cine. El contexto histórico se mantiene de fondo, así como las ideas filosóficas sobre el feminismo y la lucha obrera en un clima de máxima división política, pero lo que nos cuenta el guión que firman Eduard Sola y Clara Roquet es sobre todo la tóxica relación entre una madre -espeluznante Najwa Nimri- y su hija adolescente -Alba Planas-. Ortiz convierte a Aurora en una madre terrible, siguiendo el modelo, por ejemplo, de la señora Danvers (Judith Anderson) de Rebeca (1940) una figura hermética, rígida y aterradora. No sería este el único guiño al cine de Alfred Hitchcock: ese significativo plano en el partido de tenis remite a Extraños en un tren (1951) y quizás el monólogo final tiene algo que ver con Psicosis (1960). La hija es una heroína melodramática, que a pesar de su inteligencia y su precocidad, vive intensamente el paso de la infancia a la edad adulta, el descubrimiento del amor (Patrick Criado) -porque sobre el sexo ya ha escrito Hildegart un exitoso ensayo- y la búsqueda de su verdadera identidad como ser humano independiente. Un coming of age con momentos de cine de terror en un marco histórico y épico. Completan el reparto dramático una estupenda Aixa Villagrán que roba escenas gracias al contraste entre la humanidad de su personaje y la elevada intelectualidad de las protagonistas. Mencionemos también a Pepe Viyuela, como un editor progresista que conecta a la madre y a la hija con el mundo exterior y con la realidad política y social de la España de la época. La virgen roja tiene su punto de atrevimiento ideológico, provocador, dibujando el retrato de una feminista extremista que puede muy bien representar la idea mental que parecen tener los sectores más conservadores de una mujer ‘liberada’; nos muestra que el machismo también puede estar muy presente en la izquierda; y denuncia que las ideas y los principios, llevados al extremo, son muy peligrosos. Pero sobre todo hay que destacar de La virgen roja la poderosa puesta en escena de Paula Ortiz, su capacidad para contar la historia no solo a través de los diálogos, sino haciendo un uso expresivo de la fotografía -Pedro J. Márquez-, la música -compuesta por Guille Galván y Juanma Latorre- además del sonido, los decorados, el vestuario y los efectos especiales. Ortiz sabe cuándo buscar el realismo en la recreación histórica, cuándo elevar su película hacia la épica de una época que todavía soñaba con lo utópico, sabe estremecernos con la terrorífica amenaza de un alma torturada -fantástica Najwa Nimri-, y sabe ser romántica, como en la atmosférica secuencia de la escapada de Hildegart que acaba con las campanadas de la medianoche, como si estuviéramos ante el cuento de la Cenicienta. Y Ortiz sabe ser también seca, violenta, contundente, cuando se confirma la tragedia anunciada.

SOY NEVENKA -TERROR PSICOLÓGICO

La gran virtud de una película como Soy Nevenka (2024) de Iciar Bollaín es la efectividad con la que el argumento va aumentando paulatinamente la presión sobre la protagonista. Pocos espectadores entrarán en la sala sin conocer los detalles de la historia real ocurrida en Ponferrada en el año 2000, lo que juega a favor de la cinta, que acaba funcionando como una película de terror en la que sabemos que la protagonista, tarde o temprano, se enfrentará a un monstruo. Sabemos que Nevenka (Mireia Oriol) se está metiendo en la boca del lobo al aceptar un cargo público en el ayuntamiento. Estremece ver al que será su acosador, el alcalde Ismael Álvarez (Urko Olazabal) y cuánto más amable y atento se muestra, más terrorífico parece, como Drácula cuando recibe a Jonathan Harker en su castillo, sabemos que Álvarez, tarde o temprano, mostrará sus colmillos. El guión que firman la directora e Isa Campo -colaboradora habitual de Isaki Lacuesta- funciona como el terror psicológico, en el que la heroína se ve cada vez más acorralada por la amenaza, pero no consigue que nadie le crea. El retrato no se limita al machismo, que puede estar presente en cualquier relación de pareja heterosexual, sino que plantea cómo el poder -en este caso político, pero también económico y social- sirve como caldo de cultivo para Nevenka se convierta en una víctima sin escapatoria. La película refleja el estereotipo del político de provincias: populista, corrupto, un cacique que solo busca beneficiarse a sí mismo y a los que lo rodean. Bollaín depura la narrativa y la puesta en escena para fabricar una película a la que no le sobra nada, pero que tampoco se permite la metáfora ni ninguna búsqueda estética, en favor de un supuesto realismo que no es tal. El único momento en el que la imagen parece sugerir más de lo que es, ocurre cuando Nevenka participa en una procesión religiosa y se enfrenta a su acosador convertido en un monstruo gigante gracias a una enorme pantalla de vídeo. La actriz Mireia Oriol hace una estupenda composición del personaje, sostiene la película entera sobre sus hombros y encuentra un enemigo a la altura en la interpretación de Olazabal, cuyo personaje, sin embargo, aparece completamente deshumanizado, sin matices, un monstruo sin redención posible. Bolláin, siempre sensible a las problemáticas sociales, se muestra didáctica, ofrece un manual para hombres en caso de ruptura sentimental y echa en cara a la sociedad española entera el no haber sabido defender a Nevenka. Solo han pasado 24 años desde aquellos hechos y las imágenes de archivo de la cobertura mediática de entonces nos pone la cara roja de vergüenza ¿Cómo hemos cambiado tanto en tan poco tiempo? Y sobre todo ¿Hemos cambiado lo suficiente?

JOKER: FOLIE À DEUX -A CONTRACORRIENTE


Hay un número musical en Joker: Folie à Deux (2024) en el que el protagonista, Arthur Fleck (Joaquim Phoenix), caracterizado como el payaso del crimen, interrumpe la canción de su compañera, Lee Quinzel (Lady Gaga), y cuestiona su actitud en la actuación ¿Para quién están cantando realmente? Y sobre todo ¿Le están dando al público lo que quiere ver? Esta escena se puede interpretar perfectamente como una declaración de intenciones del director Todd Phillips que plantea esta secuela de su exitosa Joker (2019) en contra de las expectativas de casi cualquier espectador. La primera película utilizaba como modelo los antihéroes de Martin Scorsese -y Paul Schrader- de obras maestras como Taxi Driver (1976) y El rey de la comedia (1982) para narrar el origen del villano de Batman convirtiéndolo en un marginado con problemas de salud mental que se convierte en un criminal y aprovecha el descontento social para erigirse en un héroe. En tiempos de líderes políticos y mediáticos populistas e irresponsables, esa primera película debería interpretarse como una denuncia: en los tiempos que corren, Batman no sería un héroe. Pero quizás Todd Phillips se encontró con demasiados fans haciendo una lectura demasiado literal de lo contado, sobre todo en las redes sociales -nada sorprendente- por lo que esta segunda parte parece casi una disculpa y una enmienda. No por casualidad la película nos muestra en su inicio al criminal convicto convertido en un cartoon de la Warner, en un icono pop, despojado de su carga transgresora y asimilado por el sistema. Así, nos encontramos a Arthur en prisión y pendiente de juicio. El consejo de su abogada (Catherine Keener) es alegar un trastorno mental para evitar la pena de muerte, pero eso significaría, claro, negar a la figura del Joker, decepcionando a miles de fanáticos, entre los que se cuenta la mencionada Lee Quinzel, en la que Arthur encuentra el amor. Toda la película se apoya en esa tesitura, pero la verdad es que no parece que Phillips sepa muy bien cómo desarrollar ese planteamiento de una forma interesante. Si el interés del primer Joker era el rigor con el que se mantenía el punto de vista del atormentado protagonista, interpretado por un inmenso Phoenix, aquí el relato pasa a la tercera persona, perdiendo la subjetividad y diversificándose en nuevos personajes, como el carcelero interpretado por Brendan Gleesson o la ya mencionada Lady Gaga. Pero Phillips no desarrolla estos personajes y desperdicia a sus estupendos actores. La primera parte de la historia ocurre en la cárcel, con ecos de Alguien voló sobre el nido del cuco (1975), y la segunda mitad es un drama judicial, pero la historia, en ningún momento genera interés. En busca de la originalidad, Phillips salpica el relato de números musicales, que pueden ser estupendos, pero pierden su eficacia al estar enmarcados casi siempre como ensoñaciones de los personajes, sin peso argumental. En el desenlace, Phillips recurre a un Deus ex machina y cuando parece que la acción, por fin, va a explotar, cuando parece que el espectador va a recibir lo que quiere, el director apuesta de nuevo por lo anticlimático, llevándonos a un desenlace tan sorprendente como decepcionante.

MEGALÓPOLIS -SALTO AL VACÍO


Francis Ford Copppola es ese director paradójico que tiene en su currículum cuatro obras maestras, que todo el mundo conoce, como son El padrino (1972), La conversación (1974), El padrino: parte II (1974), y Apocalypse Now (1979), pero cuya última película estrenada en cines, Twixt (2011), es seguramente desconocida para una inmensa mayoría. Eso por no hablar de su último proyecto artístico, el experimento titulado Distant Vision (2015), un híbrido entre el cine, el teatro, la ópera y la televisión en directo, del que Coppola habla en su libro El cine en directo y sus técnicas (2017). Casi una década después, el director estrena Megalópolis (2024) un proyecto largamente acariciado, de esos que parecen condenados a no ser realizados nunca. La otra paradoja de Coppola es que haya firmado la que puede ser la última gran película de estudio, El padrino, aunque siempre haya buscado la independencia, aunque eso le haya supuesto la ruina económica -Apocalypse Now- y aunque eso le haya obligado a aceptar varios encargos -Drácula, de Bram Stoker (1992)-. La libertad artística es, seguramente, la verdadera obsesión del director, que para realizar esta -¿última?- obra lo ha apostado casi todo -para financiarse ha vendido sus famosos viñedos-. Por tanto, Megalópolis es una película que nace como una reivindicación de la independencia y la libertad artística, idea que se plasma directamente en la pantalla: "solo saltando al vacío demuestras que eres libre", dice el protagonista, César Catilina, interpretado por Adam Driver. El personaje es uno más en la larga lista de soñadores, individualistas, genios adelantados a su época, que desafían el orden establecido de la filmografía de Coppola -mencionemos como ejemplo paradigmático Tucker: un hombre y su sueño (1988)-. Aquí el escenario es de ciencia ficciín anticipatoria, Catilina sueña con construir una utopía llamada Megalópolis, pero tendrá que enfrentarse a fuerzas políticas, económicas, sociales y criminales, a las que ponen rostro actores como un travestido Shia LaBeouf, Giancarlo Espósito, Jon Voight, Dustin Hoffman y Aubrey Plaza en el papel de una clásica vampiresa, una femme fatale en toda regla. Coppola plantea este enfrentamiento de fuerzas en una historia desordenada, completamente libre, en la que se suceden secuencias dramáticas, de cine negro, del peplum, o de ciencia ficción futurista, por no mencionar algunos momentos de fantasía. Y en este inmenso fresco cabe todo: la crítica a su propio país, al comparar Estados Unidos con un decadente imperio romano; la sátira de los políticos populistas y los medios sensacionalistas -Trump y las fake news, claro- y del capitalismo salvaje que da poder a los empresarios -ejecutivos de Hollywood incluidos- sin escrúpulos ni demasiadas luces. Coppola presenta sus temas más cercanos de siempre, como el de la familia como centro de la sociedad y de la vida -los personajes de la película están emparentados en su mayoría-; el inexorable paso del tiempo -aquí convertido en un precioso recurso estético-; el amor, la traición e, incluso, el homenaje a Nueva York. Todo esto se plantea como una cinta de cine mudo -sin intertítulos, pero con voz en off- de la era del cine digital, en la que se permiten todo tipo de soluciones visuales, encadenados, pantallas partidas -como la famosa triple pantalla del Napoleón (1927) de Abel Gance- y efectos de montaje, de antes y del futuro. La narrativa tiene más que ver con el teatro -los diálogos entre los personajes, las citas shakesperianas- que con el relato convencional cinematográfico heredado de la novela literaria. Megalópolis pretende ser la nueva obra maestra de la última etapa creadora de Coppola, compuesta por Youth Without Youth (2007), Tetro (2009) o la ya mencionada Twixt, aunque es justo señalar La ley de la calle (1983) como la semilla de este cine más personal, experimental y arriesgado. Rodada sobre exuberantes decorados art déco que recuerdan, claro, a Metrópolis (1927), con momentos expresionistas y de cine espectáculo, en los instantes más barrocos y delirantes, el director parece seguir el estilo de alguien como Baz Luhrman -decidid vosotros si eso es bueno, o malo-. Lamentablemente -o quizás, inevitablemente- una película con tantos elementos -y tan descaradamente egocéntrica y pretenciosa- resulta desequilibrada: por cada momento en el que Coppola parece reinventar el cine o haber robado la luz del séptimo arte del futuro, hay otro momento excesivo que roza el ridículo. ¿Con qué nos quedamos? ¿Cómo podemos juzgar una obra voluntariamente arriesgada y excesiva? En mi opinión, no deberíamos. Personalmente, prefiero celebrar la existencia de una obra que parecía fallida antes de nacer, pero que se atreve a escapar de fórmulas y estudios de marketing. Ya os aviso que es una película que se escapa al primer visionado y, si hoy recibe críticas negativas, quizás mañana se convierta en otra cosa. Pero ¿Quién puede decirnos qué nos depara el futuro? Francis Ford Coppola, quizás.