JURASSIC WORLD: EL RENACER -AQUÍ VAMOS OTRA VEZ


Siempre he pensado que, a pesar de la mala fama que tienen las secuelas, no hay ninguna razón para que una nueva entrega de una saga no pueda ser satisfactoria, si se hace con el espíritu adecuado. Jurassic World: El renacer (2025) es un ejemplo perfecto de que algo de razón tengo. El director Gareth Edwards, que ya se ha ocupado antes de franquicias tan complicadas como Star Wars, y que ha hecho de los monstruos gigantes su especialidad -Monsters (2010), Godzilla (2014)- refresca una serie tan gastada como la de Jurassic Park y Jurassic World, dos trilogías cuya calidad ha ido decreciendo con cada estreno, siempre bajo la sombra del maravilloso clásico que Steven Spielberg firmó en 1993. Edwards parece saber que nunca podrá estar a la altura del maestro y decide apostar por un cine entretenido y directo, sin mayores pretensiones, que no parece esforzarse en crear una nueva serie -eso ya se verá- y que juega con los elementos de la saga ya conocidos pero proponiendo variaciones. El planteamiento recuerda a la estupenda -y menospreciada- Parque Jurásico III (2001) de Joe Johnston, en el sentido de que coloca a un grupo de personas en el territorio de los dinosaurios para una aventura de pura supervivencia. El guión que firma nada menos que David Koepp -que vuelve a la saga tras adaptar la novela de Michael Crichton en la película original y en su secuela- no se desvía del carril de un parque de atracciones aunque mantenga de fondo un planteamiento moral que apela directamente a temas ecológicos y que coloca, de nuevo, a las grandes empresas -en este caso, farmacéuticas- como los verdaderos malos de la función. Siguiendo la estela de Alien: Romulus (2024), la película es una operación de reciclado de momentos de toda la saga, bien disimulados, que consiguen que el espectador tenga la sensación de estar ante una verdadera película de Parque Jurásico: aparecen la mayoría de los dinosaurios ya conocidos y se añaden terroríficos mutantes que siguen la estela de la trilogía de Jurassic World, y vuelven los guiños, cómo no, a la seminal Tiburón (1975). Protagoniza una estupenda Scarlett Johansson, eficaz en su papel de heroína de acción y con el carisma suficiente para soportar la película. La acompañan actores solventes como Mahershala Ali, Jonathan Bailey y Rupert Friend, que encarnan diversos personajes tipo de la saga: el enamorado de los dinosaurios, el empresario sin escrúpulos, etc. Hay que añadir, además, la presencia de una familia -Manuel García Rulfo, Audrina Miranda, Luna Blaise y David Iacono- que nos recuerdan que esto es cine para todos los públicos, lo que no quiere decir que Edwards no se permita coquetear con el terror en varios momentos. Hay además homenajes al cine de dinosaurios con el que crecimos, el de Cuando los dinosaurios dominaban la Tierra (1970), pero también al propio cine de Edwards: esa imagen de los saurópodos cortejándose con el precioso y recordado tema de John Williams no solo es un guiño a Spielberg, también a Monsters (2010); y en la rebeldía antisistema del grupo protagonista hay una conexión con la estupenda The Creator (2023). Jurassic World: El renacer es un blockbuster eficaz, muy entretenido, que vuela alto en algunos momentos y que los fans de los dinosaurios agradecemos, siempre.

F1 -ESPECTÁCULO PIROTÉCNICO


Basta ya de pedir disculpas por pasárselo bien en un cine. F1 (2025) es endiabladamente divertida y no hacen falta excusas por lo que no es. La película dirigida por Joseph Konsiski es un vehículo -perdonad el chiste- para Brad Pitt que aquí funciona en pantalla como una estrella de cine, de las de verdad, de las de antes. Pitt es el piloto veterano -veteranísimo- Sonny Hayes que, tras un traumático accidente en su juventud, vuelve a las carreras de máximo nivel por una última oportunidad para redimirse y ser campeón del mundo, para cumplir su gran sueño. Para ello le recluta el jefe de una escudería perdedora, un viejo amigo, Rubén Cevantes (Javier Bardem), que está a punto de perderlo todo. Hayes tendrá que competir con el joven piloto Joshua Pearce (Damson Idris) y ganarse la confianza del equipo, sobre todo de la ingeniera, Kate McKenna (Kerry Condon). El objetivo no es ser campeones de la Fórmula 1, sino ganar, aunque sea, una carrera. Y con esto, Kosinski fabrica una película que funciona como un tiro, pero que no admite escepticismos ni miradas irónicas: entretenimiento 
marca de la casa productora de Jerry Bruckheimer. Si el término 'americanada' sigue formando parte de tu vocabulario en 2025, esta no es tu película. F1 es una mezcla de Rocky (1976) y Top Gun: Maverick (2022) -dirigida esta última precisamente por Kosinski- en la que te crees al protagonista porque lo interpreta Brad Pitt, que tiene esa presencia en pantalla de las viejas estrellas de antes. Si aceptamos el juego que nos proponen es fácil dejarse llevar por un espectáculo cinematográfico de primer nivel con sus momentos épicos gracias a la música de Hans Zimmer, y un apartado visual increíble -la fotografía es de Claudio Miranda-, sobre todo si vemos esta película en una pantalla IMAX, en la que todo se conjuga para meternos dentro de un coche de carreras a máxima velocidad -el montaje lo firma Stephen Mirrione-. F1 es también, no nos engañemos, el mejor spot publicitario posible para este deporte del motor con multitud de cameos y guiños que seguramente alegraran a los fans. Y aunque la película no aspira a profundizar en los personajes ni en sus conflictos -el guión de Ehren Kruger se centra más bien en la mecánica de las carreras-, el héroe interpretado por Pitt sí que alcanza cierto peso dramático, llegamos a comprometernos emocionalmente con él, con este cowboy crepuscular luchando por mantenerse sobre el caballo en su último rodeo.

28 AÑOS DESPUÉS -BREXIT CANÍBAL


El director Danny Boyle y el guionista Alex Garland vuelven a unir fuerzas en 28 años después (2025), una aventura épica zombi ambientada en el mismo mundo de 28 días después (2002), esa película que inventó a los zombis que corren y que provocó la polémica friki más idiota que haya habido nunca sobre si son muertos vivientes o infectados. El resultado de esta nueva colaboración es una película fantástica, un sorprendente coming of age en el que un adolescente, Spike -estupendo Alfie Williams- debe enfrentar los aspectos más duros de la vida en un mundo en el que la isla de Gran Bretaña ha sido separada del resto del planeta y puesta en cuarentena por la infección zombi. Si eso no es una referencia al Brexit, yo no sé qué es. El guión de Garland plantea un mundo de masculinidades tóxicas y comportamientos tribales -recordemos Men (2022)- que rozan el folk horror, en el que Spike debe salir de la seguridad de su pueblo para enfrentarse a los monstruos que habitan ahora Inglaterra. Un ritual de paso que Boyle compara de forma clara, insertando atrevidamente imágenes de archivo, con los colegios privados, el servicio militar, el ejército y cualquier otra institución que tenga como tradición un bautismo traumático para que un chaval pueda sentirse hombre. Un ritual que en la película aparece marcado por el abandono de los símbolos de la infancia -la escalofriante escena de los Teletubbies; los Power Rangers- y que se lleva a cabo como una incursión de Spike y su padre, Jamie (Aaron Taylor Johnson), al territorio de los infectados, lo que el guión de Garland aprovecha para mostrarnos las reglas de este nuevo mundo. Tras este primer acto, Spike tendrá que enfrentarse a un verdadero desafío con la misión de salvar a su madre, Isla (Jodie Comer), lo que le llevará a buscar a un misterioso personaje interpretado por un fantástico Ralph Fiennes. Si el guión de Garland es directo y divertido, la puesta en imágenes de Boyle es fascinante, efectista y atrevida, mezclando imágenes de todo tipo, imprimiendo texturas que van desde el cine italiano de zombies y caníbales -con momentos verdaderamente terroríficos- al cine digital y sus trucos hiperrealistas. Los nuevos infectados recuerdan, más que a zombis, a cavernícolas antropófagos y la película no tiene problemas en poner un pie en lo fantástico con esos enormes trogloditas llamados 'alfa'. Garland llena el argumento de símbolos sobre el nacimiento, el sexo y la muerte, y Boyle se empeña en mantenernos entretenidos con secuencias de mucha tensión y temas musicales pop que son una maravilla. Con momentos sangrientos y escenas salvajes, 28 años después no se corta un pelo en cuanto a violencia y sangre a pesar de su vocación de blockbuster. Con una estructura epsiódica que recuerda a una serie de televisión, Boyle y Garland nos invitan a seguir explorando un escenario apocalíptico insertado en un mundo en el que la historia sigue adelante, como si nada -el personaje de Erik Sundqvist-, en el que puede ser el mensaje más actual y pertinente de la película.

BALLERINA -PELEA COMO UNA CHICA


No hay nada en Ballerina (2025) que no hayamos visto ya en Nikita (1990), Alias (2001-2006) o incluso Black Widow (2021), todas ellas versiones en femenino de la saga James Bond. Estamos por tanto, ante una reiteración de argumentos muy conocidos, que encima constituyen un spin of de la saga John Wick. Pero si en la primera entrega de aquella, protagonziada por Keanu Reeves, parte de la gracia era su absurdo detonante -un asesino a sueldo que busca vengarse de la muerte de su perro- aquí el motivo es mucho menos original: un padre que muere. Mil veces visto. La protagonista de Ballerina es Eve Macarro, una estupenda de Ana de Armas, a la que ya vimos en un rol similar, precisamente, en Sin tiempo para morir (2021) de la saga Bond. El arranque de la cinta, dirigida por Len Wiseman -con experiencia en films de acción protagonizados por mujeres-, es por tanto anodino, exasperantemente cronológico, y  nos cuenta el origen de la protagonista, su trauma, y su entrenamiento para convertirse en una eficiente asesina, esto último narrado en una secuencia muy poco inspirada. Es en el primer encargo como asesina de Eve cuando la película levanta el vuelo, con una discoteca como escenario en la que se desencadena una pelea de artes marciales y tiros al estilo del cine de Hong Kong, gran referente de la saga de John Wick. No falta la acción en Ballerina, todo lo contrario, la apuesta es no desperdiciar tiempo en desarrollar a los personajes y sus motivaciones para encadenar una pelea tras otra. Buenas intenciones que naufragan en una película entretenida, pero algo gris, cuyas dos horas de duración no se justifican. Eso a pesar de demostrar ingenio en varios momentos -la secuencia en la que Eve se vale de granadas para reventar a sus enemigos; la pelea en la que un enemigo acaba envuelto en plástico y se convierte en una bolsa llena de sangre; cuando Eve se defiende de su enemigo con unos patines de hielo o, sobre todo, el fantástico duelo de lanzallamas-. Pero a la cinta le falta brillantez o quizás la pausa mínima para que sus hallazgos sean relevantes. El estupendo reparto de actores como Anjelica Huston, Gabriel Byrne, Ian McShane, Lance Reddick, Norman Reedus y el propio Reeves, no es suficiente para insuflar vida en unos personajes que necesitan una caracterización más divertida, especialmente los villanos. Aún así, hay también momentos inspirados que parecen sinceros homenajes al cine: los puñetazos sobre un mando a distancia que hacen zapping en un televisor que pasa de las tortas de los tres chiflados a un momento icónico de Buster Keaton, santo patrón de todos los especialistas; o cuando el paso de un tren separa a Eve de sus perseguidores y se convierte en espectadora de una pelea mientras pasan los vagones, emulando los fotogramas de una película en celuloide que corren dentro del proyector.

RIDER -PEDALEA, FIO, PEDALEA


El cine es movimiento y todo lo demás es teatro filmado. Os pido pasar por alto esta exageración que hago con el solo fin de resaltar el mayor hallazgo de la película Rider (2025), tercer largometraje del director Ignacio Estaregui, en la que la protagonista es una joven subida a una bicicleta. A partir de esta premisa, el director ejecuta un ejercicio de estilo en el que todo gira alrededor de una repartidora, que sostiene toda la película, se mueve constantemente, en un drama que podemos definir como una pieza de cámara al aire libre. Porque el escenario de Rider es, lógicamente, la gran ciudad -la película está rodada en Zaragoza, pero podría representar cualquier metrópolis del siglo XXI-. Un decorado urbano de letreros luminosos y señales de tráfico -la fotografía es de Adrián Barcelona- con el que Estaregui consigue plasmar la soledad de la joven en plena calle, aunque muchas veces esté rodeada de gente. Una mezcla imposible de Ladrón de bicicletas (1948) y Corre, Lola, corre (1998) pasando por Take Out (2004) de Sean Baker, que conjuga el realismo social con la estilización y los giros del cine de género. La protagonista es Fio -estupenda Mariela Martinez Campos, que debe cargar con todo el peso de la cinta, y pedalear constantemente- una repartidora de comida, una de los 30 mil que hay en España en este colectivo de trabajadores precarios, explotados por las nuevas formas del capitalismo salvaje. Fio, además, es inmigrante, como la mayoría de los que se dedican a esto, concretamente, venezolana, una de las nacionalidades más presentes entre estos 'esclavos' modernos. Y los problemas a los que se enfrenta Fio en España son los de muchos migrantes: tiene que trabajar sin descanso, intenta estudiar para mejorar su situación, y, encima, debe enviar dinero a casa. Todo por un -supuesto- futuro mejor. Lo mejor de Rider es cómo nos cuenta toda la realidad de la protagonista -y por extensión una problemática social muy actual- sin abandonar nunca el sillín de la bicicleta, sobre la que pedalea incansable hasta experimentar un descenso a los infiernos que le cambiará la vida. Sumemos otro referente, el de la interesante Locke (2013) por cómo la heroína se comunica con otros personajes a través de su teléfono. Y además, de forma admirable, Estaregui consigue crear un personaje al que llegamos a conocer perfectamente, aunque no lleguemos a verla físicamente, como es el de la mejor amiga de Fio, Bernie (Victoria Santos). El guión también es capaz de crear situaciones de máxima tensión solo con el uso de la voz en off. Todo esto mientras Fio no deja de moverse a través de la ciudad, marcando un trayecto físico y visual, pero también emocional y personal.

SIRAT -PELÍCULA ACONTECIMIENTO


Un bloque negro de altavoces en mitad del desierto es la imagen que abre Sirat (2025) de Óliver Laxe. Y ante esa construcción humana aparecen, como salidos de la nada, un grupo de raveros que se contorsionan hipnotizados al ritmo de la música electrónica. Ese bloque nos hace pensar en las extrañas vibraciones que emitía el misterioso monolito de 2001: Una odisea del espacio (1968) y que tenía el poder de transformar a los antecesores del hombre -en la propia película se hace un paralelismo entre los altavoces y la Meca-. Y si nos fijamos en las formaciones rocosas que aparecen como escenario de la fiesta rave, la memoria cinéfila nos lleva al Monument Valley de John Ford. En Centauros del desierto (1956), Ethan Edwards (John Wayne) buscaba a su hija perdida, raptada por una temible tribu comanche y en Sirat, Luis (Sergi López), también sigue el rastro de Mar, su hija mayor, acompañado del hermano pequeño de esta (Bruno Núñez). La búsqueda obligará a Luis a seguir el rumbo, de fiesta en fiesta, de una caravana formada por raveros cuyo modelo es La parada de los monstruos (1932), un grupo de marginados que forma su propia familia y que llevará a este padre a sumergirse en su subcultura, en un viaje que también trae a la memoria Hardcore, un mundo oculto (1979), en el que otro padre (George C. Scott) desciende a los infiernos -del porno- en busca de su hija -y es que Paul Schrader intentó recrear la mencionada obra maestra de Ford en más de una ocasión-. Pero no conviene pensar que esta colección de referencias son las que dan forma a la trama de Laxe y su coguionista Santiago Fillol, solo las enumero en un intento de comunicar la riqueza de conexiones que surgen de un film estimulante, que precisamente juega en contra de las expectativas, y cuyas imágenes -la fotografía la firma Mauro Herce- pesan mucho más que la trama o los diálogos. Laxe parte de un realismo casi documental para crear esta ficción que se apoya en lo físico y polvoriento de una odisea por el desierto para llegar a la siguiente rave siguiendo los cantos de sirena de la música electrónica -que firma el francés Kangding Ray-. Los actores de la película, más allá de López, son personas reales en cuya piel, arrugas, tatuajes, ausencia de piezas dentales y amputaciones, transmiten la misma veracidad que en la arena o en las rocas del paisaje. Ellos son Jake Oukid, Tonin Javier, Richard Bellamyun, Stefania Gadda, y Joshua Liam Henderson, y Laxe -que ha escenificado en Marruecos tres de sus cuatro cintas- necesitaba sus rostros para hacerle frente al desierto, gran protagonista de esta película, como ya lo era en Mimosas (2016), en la que se anticipaba una imagen sugerente que ahora marca Sirat, la de los coches cruzando la inmensidad de un mar de arena. El director de Lo que arde (2019) se sirve de la hostilidad del desierto mortal para decirnos que el fin del mundo hace tiempo que ha llegado -no hace falta apelar a un futuro distópico como en la saga Mad Max- y utiliza el drama de Luis o la búqueda del trance sonoro y lisérgico de los raveros como metáfora de nuestra ensimismada sociedad actual: mientras vivimos contemplando sombras en una caverna y apagamos la radio para no escuchar las noticias, ocurren conflictos que marcan la vida y la muerte de los que viven en el mundo real, esos que cruzan un desierto sin futuro y sin esperanza.

EL JOCKEY -LA GRAN APUESTA


Tras deslumbrar con El ángel (2018), el director argentino Luis Ortega vuelve a demostrar su capacidad para crear una estética arrebatadora con El Jockey (2025), nominada al Goya a la mejor película iberoamericana. Aquí el personaje principal, Remo, tiene una afición parecida a la del Carlitos de la anterior película de Ortega: la de meterse en problemas -además de beber y drogarse todo lo posible-. Su profesión de jockey lo enmarca, claro, en sórdidos ambientes criminales de puro cine negro. Un grupo mafioso -al que dan vida Daniel Giménez Cacho, Daniel Fanego y Roberto Carnaghi, todos tipos duros y de 'carácter'- intenta controlar a Remo -sin éxito- utilizando matones que no consiguen realmente nada con nuestro lacónico protagonista, un extranjero existencialista, que se expresa con pocas palabras y permanece siempre con la mirada alucinada de los enormes ojos de Nahuel Pérez Biscayart. La pareja del jockey es Abril (Úrsula Corberó), otra talentosa jinete, pero lastrada al parecer por el machismo de sus jefes y por la maternidad. La película nos muestra las peripecias de Remo, pero Ortega abandona la narrativa convencional para dejarse arrastrar por un flujo alucinado de situaciones surreales. El director confirma su creatividad tras la cámara, su capacidad para crear atmósferas e imágenes potentes, el estupendo uso de la banda sonora (Sune Wagner) y los temas populares para conseguir efectos sorprendentes. La cinta se beneficia de la fotografía, nada menos, que de Timo Salminen, al que le debemos la filmografía de Aki Kaurismaki. El problema de El jockey es que, a pesar de la belleza extraña de sus imágenes y de sus ideas, y a pesar de su sentido del humor, puede resultar algo fría o distante para el espectador, quizás porque sus personajes no consiguen generar la suficiente empatía. Aún así, estamos ante una muy peculiar historia de cine negro, con toques de humor negro y temática queer que resulta sin duda estimulante por lo que tiene de juego en contra de nuestras expectativas.

LA TRAMA FENICIA -¿MÁS DE LO MISMO? SÍ, GRACIAS


La apreciación del arte es una cuestión subjetiva, pero la suma de las subjetividades lleva a un consenso sobre el valor de una determinada obra. En 2025, el consenso -una parte de la crítica y el público- parecen dictar que Wes Anderson se ha petrificado en su propio estilo, que siempre hace la misma película y que ya cansa. Estas afirmaciones podrían formar parte de un sketch de Pantomima Full, ese dúo cómico con buen oído para descontextualizar las frases de 'cuñado' que solemos decir en el día a día, y que nos ridiculiza con fines cómicos. ¿Es La trama fenicia (2025) una cinta aburrida, sin imaginación, en la que el autor de Academia Rushmore (1998) se limita a repetir una fórmula perezosamente? Vamos a verlo. Lo primero que habría que decir es que el cine de autor, a grandes rasgos, es precisamente eso: la obra de un artista con determinadas obsesiones. Los más grandes, desde Éric Rohmer a Woody Allen, pasando por Pedro Almodóvar, se han repetido una y otra vez. Efectivamente, Wes Anderson -y su coguionista, Roman Coppola- nos vuelve hablar aquí de una figura paterna conflictiva, Zsa Zsa Korda (Benicio del Toro), que se ha desentendido de sus hijos pero aprenderá a amarlos, que es una suerte de genio -un emprendedor capaz de crear proyectos mastodónticos y generar grandes fortunas- pero torpe, un tipo que buscando el éxito siempre está al borde del fracaso, un aventurero amenazado constantemente por la muerte, cuya gran virtud es seguir siempre adelante, un héroe romántico en un mundo que ya no es el suyo y que se enfrenta al futuro intentando dejar un legado a sus hijos, en este caso, la hermana Liesl (Mia Threapleton). Korda es un personaje recurrente en la filmografía de Anderson, así como lo es su enfrentamiento con su hija, una chica joven, de convicciones fuertes, muy inteligente, que cuestiona a su padre constantemente. Esta relación es el centro de la trama, y, efectivamente, es muy similar a muchas de las historias que nos ha contado antes el director Los Tenenbaum. Una familia de genios (2001). Pero las peripecias que se nos presentan en La trama fenicia no son necesariamente las mismas que en sus otras películas. Aquí nos movemos dentro de una bande dessinée que recuerda a Hergé y que mezcla la aventura, la acción y el cine de espías. El argumento principal nos muestra a Korda buscando, desesperadamente, inversores para evitar la bancarrota -en lo que parece un comentario sobre el mundo que vivimos, el de Trump, Musk o Zuckerberg- mientras escapa de múltiples asesinos que intentan acabar con él. Paralelamente, 
Liesl buscará al culpable de la muerte de su madre: el principal sospechoso es su tío Nubar, personaje muy presente por su misma ausencia. Anderson firma así su relato más lineal y más asequible de los últimos años, desechando subtramas y su afinidad por contar historias dentro de las historias. Aquí solo encontramos interrupciones en unos estupendos momentos en blanco y negro expresionista que llevan a Korda nada menos que al Cielo. La religión, el capitalismo y la familia son los temas que subyacen como trasfondo de las peripecias de esta comedia excéntrica. Anderson abandona también los diálogos literarios y aunque sus personajes siguen hablando mucho y muy rápido, sus frases son algo más fáciles de seguir. Y es que uno de los grandes placeres del cine del director nacido en Houston son sus actores y escucharles recitar sus diálogos. Sí, todos son muy conocidos, y es fácil decir que se trata de un reparto de estrellas. Pero también es cierto que Anderson sabe elegir a actores fantásticos con una forma muy particular de hablar, por sus voces, sus acentos o la cadencia con la que se expresan: Michael Cera es su nuevo fichaje, pero también están Richard Ayoade, Mathieu Almaric, genios como Tom Hanks y Jeffrey Wright, o la susurrante Scarlett Johansson. Ahora bien, para que todo esto funcione, hay que conectar necesariamente con el humor de Anderson, algo esquinado, entre lo naive y lo seudointelectual, siempre irónico y autoconsciente, porque estamos, claro, ante una comedia. Por último, si consideramos a Anderson un autor con señas propias es por su estilo visual. En La trama fenicia el estilo pop que el director ha ido desarrollando desde sus inicios en el cine indie con Ladrón que roba a ladrón (1996) se mantiene en la cúspide alcanzada en El Gran Hotel Budapest (2014). Aquí tenemos la oportunidad de ver cómo planifica Anderson la acción trepidante de un accidente aéreo, nada que ver con lo que harían Christopher McQuarrie, Christopher Nolan o Alfred Hitchcock. Visualmente esta película es una maravilla en la que podríamos detenernos en cada fotograma como si fuese una viñeta perfecta donde todo brilla: la fotografía del francés Bruno Delbonnel -el tipo que fotografió Amélie (2001)-, el diseño de producción de Adam Stockhausen -colaborador habitual de Anderson-, los decorados de Anna Pinnock, el vestuario de Milena Canonero -que ha ganado cuatro premios Óscar y empezó su carrera con Kubrick-, y sin olvidar la música de Alexandre Desplat, que imprime el tono perfecto. La nueva película de Wes Anderson, claro, se parece a las anteriores, pero sus imágenes son extraordinarias, y si decimos que no merecen ser vistas en una pantalla de cine, yo ya no sé qué significa entonces la experiencia de acudir a una sala. Puedo entender que un crítico -o incluso un supuesto fan- que haya visto las últimas obras del director sienta cierta fatiga, pero me parece que sentenciar que el director ha llegado a un callejón sin salida es, como poco, un juicio demasiado audaz. Todo lo contrario, La trama fenicia puede ser un film menor, pero en una filmografía de un nivel artístico muy alto y precisamente por eso resulta ligero y delicioso. Una película estupenda que, quizás, con el tiempo, sea valorada como merece.

SEPARACIÓN -TEMPORADA DOS- CONCILIACIÓN IMPOSIBLE


Un hombre de traje corriendo por un pasillo blanco infinito es la primera imagen de la segunda temporada de la serie
Separación (2022-2025), en un episodio dirigido por Ben Stiller. Ese hombre que corre es el protagonista de esta ficción distópica creada por Dan Erickson. Se llama Mark Scout (Adam Scott), un personaje que aspira a representar al hombre común aplastado por la falta de sentido de la vida, desorientado por el absurdo existencial, enfrentado a la alienación laboral y a una burocracia kafkiana. Un cruce entre el protagonista Con la muerte en los talones (1959) de Alfred Hitchcock, y el de El proceso (1962) de Orson Welles, dos películas clásicas que, sin embargo, se acercaban a la abstracción como se acerca esta serie en muchos momentos. Ese pobre oficinista que aspira a liberarse de una rutina laboral semejante al castigo de Sísifo, mientras se pregunta qué sentido tiene su existencia fuera del trabajo, recoge perfectamente la angustia del ser humano, al menos en Occidente -y antes de la llegada de Donald Trump al poder-. Son temas relevantes y ambiciosos que no impiden que una de las cosas que más me gusta de la serie es cómo crea vínculos afectivos entre los personajes encadenados a ese surrealista espacio laboral, unidos por la solidaridad de tener que sobrevivir cada día a una labor que no les satisface y cuyo fin último no entienden. Recordemos el planteamiento de esta ficción: los trabajadores de una empresa han aceptado someterse a la separación quirúrgica de sus recuerdos por lo que tienen dos vidas, una dentro y otra fuera del trabajo. Esto genera un conflicto imposible que convierte a cada personaje en enemigo de sí mismo. La humanidad de los innies -los que trabajan dentro de la empresa- contrasta con la realidad deprimente de sus contrapartidas en el exterior, los outies, que parecen tener muchas cosas que ocultar. Si el primer episodio se centra en lo que ocurre dentro de Lumun, el segundo marca la diferencia entre innies y outies de una forma precisa y visual, presentándonos a los personajes en su vida exterior en una mayoría de escenas nocturnas, con planos oscuros, que parecen cuadros de Edward Hopper, acentuando la soledad de todos ellos. La segunda temporada de Separación se aparta un poco de la distopía laboral para darle protagonismo a los misterios del argumento, a lo que esconde cada personaje y sobre todo, a la opaca empresa de Lumon, un poco en la línea de series que siguen la estela de Perdidos (2004). Momentos como el descubrimiento del hombre-cabra o las diferentes salas por las que tiene pasar el personaje interpretado por Dichen Lachman, suponen engimas pensados para enganchar al espectador y convierten el argumento en un laberinto. Pero la serie no renuncia a los temas profundos que he señalado ya, aunque pase por ellos de forma superficial: la reflexión sobre la identidad personal y su relación con el entorno y la memoria. En una relación sentimental larga ¿Es posible que nos convirtamos en otra persona y perdamos de vista nuestra verdadera esencia? ¿Es posible enamorarse de dos personas diferentes al mismo tiempo? En sus mejores momentos, Separación plantea estos problemas de forma evocadora e incluso poética. Y a pesar de que su argumento es intrincado y no precisamente original, la serie brilla por su puesta en escena, su fotografía, el diseño de producción y la música, por no hablar del estupendo reparto de estupendos actores. Una de las mejores ficciones televisivas del año.

UNA QUINTA PORTUGUESA -VOLVER A EMPEZAR


Escapar de la vida que tenemos puede ser el sueño compartido de la gran mayoría. No estoy hablando de esos que mantienen la inocente ilusión de ganar la lotería o de montar un chiringuito en la playa, sino del deseo más profundo y complejo de romper con la realidad que nos rodea, de cambiar completamente de escenario y de personajes de reparto, de cambiar, incluso, de nombre. La mayoría de nosotros se consuela gracias a la ficción, en la que encontramos, como dice Garci, una "vida de repuesto". Si pensamos en el concepto del absurdo de Albert Camus, ese que le roba el sentido a la vida, que obliga a crear una moral propia y que equipara todos los actos como igual de inútiles, podríamos decidir también tener varias vidas, reinventarnos, ser actores siempre en busca de un nuevo escenario. Creo que ese es el sentido más profundo de películas recientes como Perfect Days (2023) en la que Wim Wenders celebra el mito de Sísifo con un personaje que se reinventa en una sencilla rutina; o también de la inquietante serie Severance (2022), donde la ciencia ficción nos permite soñar con volver a casa dejando atrás las frustraciones de la jornada laboral. Sobre esto también habla la directora Avelina Prat en una película preciosa, Una quinta portuguesa (2025), en la que se apoya en un magnífico Manolo Solo para contar la historia de un hombre, Fernando, que tras una pérdida insoportable, se deja llevar por acontecimientos casuales para comenzar una vida completamente diferente en otro país -Portugal-, con otro trabajo, con un nombre que no es el suyo. Con un ritmo contemplativo y creo que placentero, Prat nos lleva tranquilamente de la mano para que vayamos descubriendo lo que le pasa a Fernando, en una trama que mantiene el interés gracias a pequeños enigmas que se van resolviendo poco a poco y a giros sorprendentes. La directora y guionista concibe personajes entrañables, que Fernando se va encontrando por el camino, interpretados por Xavi Mira, una deslumbrante María de Medeiros o Branka Katic. Todos son personajes de esos que cambian la vida. Avelina Prat sigue desarrollando el estilo de su ópera prima, Vasil (2022), y se confirma como una autora capaz de fabricar mundos, muy parecidos al nuestro, pero habitados por personajes que dicen frases literarias, a los que nos gustaría conocer y a los que les pasan cosas como sacadas de un cuento. Una creadora de mundos en los que nos gustaría vivir, en la línea de maestros como Éric Rohmer, Aki Kaurismäki o Hong Sang-soo. Una quinta portuguesa es una celebración del placer de contar historias, de la sencillez de la vida, de la belleza de los paisajes -la fotografía es de Santiago Racaj-, de los mapas en papel y de la musicalidad del idioma portugués; del encuentro entre personas diferentes y de la necesidad de cambiar de vida, de reiventarse para buscar la felicidad propia y de hacer felices, también, a los demás.

LA BUENA LETRA -MUJERES QUE CUIDAN


Dice la directora Celia Rico Clavellino que su intención en La buena letra (2025) es convertir la voz literaria de Rafael Chirbes en mirada cinematográfica. Y vaya si lo ha conseguido. La novela original del escritor valenciano e
stá contada en esta magnífica película a través de silencios, de gestos, y de miradas que sustituyen a los diálogos y a una posible voz en off que habría sido un recurso más que válido, pero quizás obvio, para narrar la historia de una familia en los años posteriores a la Guerra Civil. Y lo que le pasa a Ana (Laura Monleón) y su marido Tomás (Roger Casamajor), a su hija (Sofía Puerta) y a su suegra (Teresa Lozano), a su cuñado Antonio (Enric Auquer) y a Isabel (Ana Rujas), lo cuenta Clavellino convirtiendo la sutileza en una máxima de estilo. La buena letra es una película muy pensada que convierte en metáfora de lo que se narra el que una niña utilice la mano derecha en lugar de la izquierda a petición de su madre. Una exigencia que resume una forma de entender la vida y que funciona como metáfora de una época de imposiciones y de agachar la cabeza. Ana es el centro de todo, una mujer que se encarga de todo, que cuida de todos y que siempre se deja a sí misma en último lugar. Una mujer que ya encontramos en la filmografía anterior de Clavellino, que por primera vez parte de material ajerno, pero se lleva el texto de Chirbes a su terreno, como si quisiera indagar en las razones históricas de por qué las mujeres de Viaje al cuarto de una madre (2018) y Los pequeños amores (2024) -y hasta la Luisa que ya no está en casa de su primer cortometraje- parecen programadas para cuidar de los demás por encima de todo. El guión de la película está lleno de ideas, de ecos que aportan significados -dos cartas; dos trayectos que hace Ana a la carrera; las múltiples veces que la niña usa la mano izquierda- y también de momentos de emoción contenida, pero Clavellino brilla sobre todo en el rigor de su puesta en escena, en el riesgo de no utilizar una banda sonora original y valerse de los sonidos para crear un realismo y una cotidianeidad que sorprenden en un film de época. En La buena letra no puedo evitar ver al Víctor Erice de El sur (1983) referencia que la propia directora niega más allá de la inmensa sombra que el autor proyecta sobre la gran mayoría de los cineastas españoles; pero es imposible no ver en la escena en la que Ana acude al cine imágenes y emociones muy similares a las de El espíritu de la colmena (1973). Lo cierto es que el cine de Clavellino, como el de Erice, es un cine pictórico. La directora buscó referencias junto a su directora de fotografía, Sara Galllego, y se inspiró en la penumbra de Goya, en la luz de Vermeer y en el sol de las playas valencianas de Sorolla, para llevar a la pantalla su cinta más redonda hasta la fecha y una de las mejores de lo que va de año.

LOS PECADORES -CERRADO HASTA EL AMANECER


Qué peliculón es Los Pecadores (2025), una fantástica obra dirigida por Ryan Coogler y protagonizada por su socio habitual, Michael B. Jordan. El director de Creed (2015) y Black Panther (2018) sorprende con una especie de revisión blaxploitation de Abierto hasta el amanecer (1996), mezclando el film de gángsteres de los años 30 con el cine de vampiros ochentero. Para ello, recrea los años de la ley seca en el sur de Estados Unidos, llevándonos a los campos de algodón en los que los afroamericanos vivían una existencia durísima, con el Ku Klux Klan todavía coleando y, sobre todo, en pleno auge del blues, con el mítico guitarrista 
Robert Johnson como principal referencia. La historia nos presenta a dos hermanos gemelos, Smoke y Stack -ambos interpretados por Jordan- que regresan a su pueblo natal en Missisipi para abandonar su vida criminal en Chicago y montar un local de música. Pero en el reencuentro con amores, seres queridos y amigos del pasado, se toparán con un ser maligno, Remmick (Jack O'Connell). Y es mejor no contar mucho más. El guión de Coogler se toma su tiempo para desarrollar su planteamiento, presentar el escenario histórico y a los personajes, pero todo ese tiempo invertido es una maravilla en cuanto a narrativa, puesta en escena, fotografía -que firma Autumn Durald-, una estupenda banda sonora original de Ludwig Göransson, además de unas interpretaciones perfectas de Miles Caton, Hailee Steinfeld, una imponente Wunmi Mosaku, y Delroy Lindo, entre otros. Todos estos elementos sirven a Coogler para regalarnos una cinta absorbente, endiabladamente entretenida que a pesar de sus referentes claros, resulta fresca y original, sobre todo cuando introduce una idea estupenda, la de la música como forma casi de religión y sobre todo de liberación que conecta a los pueblos de diferentes culturas y épocas. Divertida, intensa y sangrienta, Los Pecadores recupera el blockbuster sólido y bien hecho, que no depende de una marca conocida y que se atreve a crear una historia nueva, y que de paso toca temas como el racismo o la religión, teniendo la osadía de, en un gesto tarantiniano, cambiar la historia, aunque sea de forma anecdótica, con muchísima rabia. Es la película más cool del año.

LA NIÑA DE LA CABRA -CINE FAMILIAR


Lo más importante para que una película funcione en un público infantil no son los efectos especiales, los personajes famosos, el humor, ni un ritmo vertiginoso. En mi experiencia como padre, encuentro que la clave está en que el niño se pueda sentir identificado con lo que ve. Que la historia esté contada desde su punto de vista. Eso es lo que consigue la directora Ana Asensio con La niña de la cabra (2025), su segunda película, una historia rigurosa y sensiblemente narrada desde la perspectiva de Elena (Alessandra González), una niña de ocho años que mantiene una relación muy estrecha con su abuela (Gloria Muñoz) y que se prepara para hacer la primera comunión. Asensio nos lleva al año 1988, cuando ETA seguía activa y secuestrando; la heroína era un problema social; los padres nos echaban el humo del cigarro a la cara; cuando todo el mundo hacía la comunión sin falta y, sobre todo, cuando los gitanos iban de plaza en plaza con su música y con la cabra. Es la mirada, no demasiado nostálgica, a un mundo que ya no existe y que la directora equipara al territorio de la infancia. La propia Asensio presta su voz a esa niña, para hablar desde el futuro y contarnos su historia, lo que imprime cierta distancia al relato, pero también una cercanía autobiográfica. La pequeña se enfrenta a los conflictos, las dudas y los miedos propios de su edad: el descubrimiento de la muerte, la búsqueda de la amistad y de la identidad propia, la idea de que sus padres -Lorena López y Javier Pereira- puedan llegar a separarse tras darse cuenta de que no se llevan nada bien. Asensio coloca en primer plano las primeras dudas sobre la fe de Elena, que sigue mecánicamente las órdenes del padre Carrillo (Enrique Villén), sin entender muy bien por qué. Es una niña algo rebelde que encontrará una vía de escape para sus frustraciones al conocer a una niña de etnia gitana, Serezade (Juncal Fernández), con la que vivirá una aventura que le cambiará la vida. Todo esto lo cuenta Asensio desde la mirada curiosa de esa niña y con ternura y sensibilidad, en una película preciosa, que juega con el formato cuando el mundo de la pequeña se ensancha y que tiene un tratamiento muy interesante de la imagen para introducir elementos fantásticos -y hasta terroríficos en algunos momentos- que aportan la magia de un cuento de la vida real. Ana Asensio se confirma como una mirada muy interesante en el panorama del cine español con una película apta para un público familiar pero muy diferente por su propuesta, su ritmo, su sensibilidad. Yo la he podido ver con mi hijo de 8 años y os puedo asegura que, cuando un niño sale haciendo tantas preguntas sobre lo que ha visto, es que la historia ha conectado con él.

MUY LEJOS -SACRIFICIO


La pregunta que flota todo el tiempo sobre la estupenda Muy lejos (2025) es qué motivos esconde el protagonista, Sergio -un muy sólido Mario Casas-, para someterse a algo muy parecido al auto exilio. ¿Por qué decide escapar de su realidad en España para vivir como un ciudadano de segunda en Países Bajos?. Los primeros compases de la película nos muestran lo peor de la masculinidad tóxica en un grupo de hinchas de un equipo de fútbol, El Espanyol, que han viajado para ver un encuentro de su equipo en una competición europea. La historia comienza cuando Sergio decide quedarse en Utrecht, viendo partir a sus amigos y a su hermano (Raúl Prieto). El director y guionista Gerard Oms debuta en este película contando muy bien lo significa ser un inmigrante: el trabajo precario, la discriminación, la incomunicación por no conocer el idioma, la vulnerabilidad ante los abusos e, incluso, el depender de la solidaridad, pero, sobre todo, la inmensa soledad de verse completamente desconectado de todo. La cámara sigue los pasos de Sergio de forma rigurosa, en un film que apuesta por el realismo social para mostrarnos a este callado personaje luchando contra todas las adversidades y entrando en contacto con nuevas personas que le ayudan o le rechazan -interpretados por Ilyass El Ouahdani, David Verdaguer, Nausicaa Bonín, y varios más-. Como he dicho, es el retrato perfecto de lo que sufre un inmigrante, si no fuera porque Sergio ha decidido vivir así voluntariamente. El protagonista parece encontrar cierta paz al reducir su vida a un estado de pura supervivencia, es un hombre que huye de algo, que, lógicamente, acaba siendo él mismo. Sergio es un extranjero de sí mismo, y el guión de Oms va dando pequeñas vistas sobre lo que ha reprimido, que se traduce en rabia, en miedo y, de nuevo, en esa tremenda soledad. Oms debuta con una película muy sólida, irreprochable y que consigue emocionar genuinamente en su desenlace, sin caer en sentimentalismos y apoyándose siempre en la perfecta interpretación de su actor principal. No en balde, Oms fue el coach personal de Casas y esa experiencia, esa confianza, se traduce en una interpretación memorable.

THUNDERBOLTS* -HÉROES DE REEMPLAZO


Los Thunderbolts fueron creados en 1997 por el guionista Kurt Busiek, con dibujos de Mark Bagley, en un momento en el que los Vengadores estaban ausentes en los cómics. El primer número de la colección nos mostraba a unos nuevos héroes -Ciudadano V, Meteorito, Pájaro cantor, Techno, Mach-I y Atlas- para desvelar al final de la historia que en realidad se trataba de supervillanos disfrazados. Era una idea divertida de Busiek, siempre interesado en explotar la historia de Marvel Comics, el detalle olvidado, para darle un giro fresco. En aquellos estupendos tebeos sin pretensiones, Busiek se valía de villanos segundones -nada de Thanos, el Doctor Muerte, Loki o Magneto- como el Escarabajo, Mimi Aulladora o, incluso, el Barón Zemo, para desarrollar una trama ligera que buscaba siempre la sorpresa y el cameo. La película que presenta ahora Marvel Studios con el título de Thunderbolts* (2025), sorprendentemente, se inspira en aquella primera aventura impresa y tiene algo de ese espíritu. Estos héroes también fueron villanos: la hermana de la Viuda Negra, Yelena Belova (Florence Pugh), Red Guardian (David Harbour), U.S.Agent (Wyatt Russell), Ghost (Hannah John-Kamen) y hasta el Soldado de Invierno (Sebastian Stan). Estos personajes y alguno más, forman parte de un grupo de antihéroes poco o nada épicos que se enfrentan a una funcionaria gubernamental sin escrúpulos, Valentina Allegra de Fontaine (Julia Louis-Dreyfus), que tras utilizar sus servicios como agentes encubiertos, quiere deshacerse de ellos. Estamos, pues, ante la versión Marvel del Escuadrón suicida. Y la película funciona bien como una comedia de acción dirigida por Jake Schreier, aunque le falte algo de ritmo, brillo e inspiración, vamos, que echamos de menos la mano de James Gunn. En la línea de lo que viene haciendo Marvel Studios con sus últimas películas, dentro de esta aventura de Thunderbolts los guionistas encajan otra historia, el arco sobre Sentry (Lewis Pullman) -creado por Paul Jenkins y Jae Lee- conocido como Vigía en España, personaje peculiar, una especie de Superman depresivo que aporta humor, pero sobre todo, oscuridad a esta película que se hubiera beneficiado de una mayor ligereza. Aún así -y a pesar de decisiones inexplicables como el papel de Taskmaster (Olga Kurylenko)- Thunderbolts* parece un primer paso correcto para que la interminable saga de Marvel Studios recupere el interés. Aunque estos personajes siguen pareciendo marginales -se echa de menos a Capitán América, Iron Man y Thor-, la presencia de actores como Florence Pugh, Sebastian Stan y Julia Louis-Dreyfus o David Harbour inyectan un carisma muy necesario para darle vida a estos superhéroes. Y ojo a la sorpresa final.

LA VIAJERA -CLASES DE FRANCÉS


El prolífico director surcoreano Hong Sang-soo práctica un cine de la calma. Sus sencillas historias nos obligan a replantearnos nuestras expectactivas cuando nos enfrentamos a una película. En La viajera (2025), Iris (Isabelle Huppert) es una mujer francesa en Corea del Sur que se dedica a dar clases particulares de francés siguiendo un curioso método pedagógico creado por ella misma. A partir de esta idea tan sencilla, 
Sang-soo va desarrollando una película en la que no parece haber, de primeras, ningún conflicto dramático. Iris da clases primero a una joven (Kim Seungyun) y luego a una pareja -Lee Hye-young y Kwon Hae-hyo- y todo se desarrolla a través de sencillas conversaciones que parecen casi improvisadas, presentadas en un plano fijo o con movimientos de cámara mínimos. No hay más. Y el espectador se pregunta, claro, cuáles son las intenciones del director, qué hay detrás de la historia que nos cuenta. Y eso también puede enganchar. Fiel a su estilo, Sang-soo nos presenta curiosas repeticiones: las dos alumnas de Iris tocan un instrumento, dicen sentirse felices al hacerlo y frustradas por no tener un mayor talento. También se repite hasta tres veces el encuentro en la calle con poemas escritos en piedras o en una placa en la fachada de un edificio. Son repeticiones misteriosas, que aportan extraños ecos en el relato y ritmo a la trama. Solo después de todo esto nos presenta Sang-soo un conflicto, entre el joven (Ha Seong-guk) que ha acogido a Iris y su madre (Yun-hee Cho). Una discusión que, para los estándares del autor surcoreano, es un estallido emocional que incluso sobresalta. Y luego vuelve la calma.

WARFARE: TIEMPO DE GUERRA -LA EXPERIENCIA DE UNA BATALLA


Dijo Francis Ford Coppola que su Apocalypse Now (1979) no era una película sobre Vietnam: era Vietnam. Salvando las distancias, Warfare: Tiempo de guerra (2025) de Alex Garland, también intenta tranmistir al espectador la experiencia bélica, pero no puede ser más distinta a la obra maestra de Coppola. Mantienendo la trama al mínimo -es curioso que Garland se hiciera conocido primero como guionista- Warfare nos avisa desde el primer momento que lo que vamos a ver está basado en los recuerdos de un grupo de soldados. A continuación, lo que se cuenta es cómo una unidad de combate en Irak, en 2006, se enfrenta a una misión que sale mal. Garland colabora y acredita como codirector a Ray Mendoza, un veterano marine que se encarga de mantener muy 
pegado a la realidad todo lo que vemos en la pantalla. Lo que se busca es el máximo verismo y mostrarnos cómo los jóvenes soldados -interpretados por Will Poulter, Kit Connor, Cosmo Jarvis, Joseph Quinn, Michael Gandolfini, Charles Melton, etc.- eligen una casa irakí como base de operaciones, la ocupan y luego se ven sitiados. Con buen pulso, Garland nos lleva desde los momentos de tensa espera a la acción frenética del tiroteo y luego al caos de las bombas y los heridos que deben ser rescatados. La idea es hacernos sentir en primera persona el fragor de la batalla y el horror del conflicto, por lo que el mensaje es claramente antibelicista. Garland evita cualquier desarrollo dramático, no conocemos a los personajes ni hay ninguna información emotiva que nos haga identificarnos con ellos: ni parejas, ni familias, ni siquiera filiaciones ideológicas o patrióticas. Garland evita mostrarnos a los superiores, y el enemigo apenas aparece en pantalla como figuras lejanas y sin personalidad. Lo que vemos son chavales asustados intentado ser profesionales en una situación sin contexto. En su anterior película, Civil War (2024), ya nos dijo Garland que no quería tomar partido, aunque sí lo hiciera al eleigir el punto de vista de unos periodistas de guerra. No sabíamos en ningún momento de qué bando eran los militares que aparecían en pantalla, pero sí se hacía una reflexión sobre el papel de la prensa que, en definitiva, se puede aplicar a toda la sociedad. En Warfare, Garland también se mantiene objetivo gracias al rigor que imprime en el relato, que describe hechos concretos y poco más. Pero la elección como argumento de una misión fallida dice mucho sobre sus intenciones -aunque el homenaje al sacrificio de los soldados sea inevitable- y quizás la imagen que resume la película, y cualquier guerra, es la de la familia irakí que se pasea desorientada por la que fue su casa, completamente en ruinas, cuando las dos facciones han abandonado el campo de batalla.

LO CARGA EL DIABLO -DOS O TRES EN LA CARRETERA


Hay algo en una road movie que siempre funciona. El trayecto que tienen marcado los personajes imprime una dirección clara en el relato, da movimiento al argumento, y facilita la identificación con el protagonista al convertirnos en su compañero de viaje. Sin ánimo de ser pedantes, nos podemos acordar de la Odisea, relato itinerario arquetípico que en el cine ha inspirado obras maestras como Centauros del desierto (1956) o estupendas cintas como O Brother! (2000), en las que el héroe, de alguna manera emprende un retorno a sus orígenes. 
Un coche, una carretera, un puñado de canciones, son todo lo que hace falta para montar una road movie, y eso es lo que hace Guillermo Polo en su debut en el largometraje, Lo carga el diablo (2025). Un escritor frustrado, Tristán (Pablo Molinero), se mete en un lío cuando decide transportar el cuerpo de su hermano (Isak Férriz) cruzando España, de Avilés a Benidorm, trayecto en el que se enfrentará a todo tipo de obstáculos en un tono de comedia negra grotesca. Los referentes de la película están claros: los perdedores existencialistas de los hermanos Coen, los ambientes criminales de poca monta de Quentin Tarantino, trasplantados al esperpento español en la línea de la recordada Airbag (1997). Por el camino del protagonista se van cruzando personajes variopintos, principalmente Álex (Mero González), una adolescente aficionada a las sustancias que trae su propia mochila y que se convertirá en la gran compañera de viaje de Tristán. Pero la película tiene además toda una fauna a la que dan vida Antonia San Juan y Manuel de Blas, Pino Montesdeoca y Emilio Buale -y hay que mencionar a la llorada Itziar Castro, en un breve papel-. Guillermo Polo tiene muy claras las imágenes de su película, de estética de cómic, con una cuidada fotografía que saca provecho a los paisajes que se van encontrando los protagonistas, y una vistosa dirección de arte de Carla Fuentes, además de una playlist con temas que van desde Pony Bravo hasta Dover pasando por Cálido Lehamo. El cóctel es potente y solo se resiente porque al guión le falta una base más sólida, aunque el segundo punto de giro sea realmente sorprendente y divertido. Polo gravita entre la comedia loca y la película de personajes, que acaban ganándose al espectador, sobre todo la pareja que forman Tristán y Álex -estupendos Pablo Molinero y Mero González- con los que nos volveríamos a subir al destartalado coche para coger corretera otra vez.

EL SEGUNDO ACTO -CINE, FICCIÓN Y CINE


Es el travelling, quizás, el movimiento de cámara que mejor representa el arte cinematográfico, el que mejor expresa que su esencia es el tiempo y, por tanto, el movimiento. Pero creo que nunca había visto que un director decidiese girar la cámara que realiza el travelling para mostrarnos los rieles por los que se mueve la misma, desnudando el truco, o, más bien, convirtiendo este recurso en un fin en sí mismo, en un bucle entre realidad y ficción. Esta es la esencia de la película El segundo acto (2025) del francés Quentin Dupieux. Si el autor de la reciente Daaaaaalí! (2024) suele jugar al metacine, aquí más que romper directamente derriba la cuarta pared: los personajes que nos presenta son actores muy conocidos del cine francés interpretando a actores muy parecidos a sí mismos -más no iguales- que se encuentran rodando una película. Léa Seydoux, Vincent Lindon, Louis Garrel y Raphaël Quenard entran y salen de sus personajes constantemente en una película que cuestiona directamente el cine en todos sus aspectos: la actual dictadura de lo políticamente correcto -¡Y el Me Too!- que puede ser necesaria pero esconde una tremenda hipocresía que acaba desactivando sus beneficios y convirtiendo el cine en algo muy falso; la vacuidad de las estrellas de cine, vistos como seres humanos inseguros y algo ruines; lo que sigue deslumbrando Hollywood -aunque esté representado por el muy independiente Paul Thomas Anderson-; la degradante transformación del cine como forma artística en 'contenidos' para plataformas, cuyos ejecutivos sueñan con utilizar la IA para abaratar costes y, sobre todo, para eliminar cualquier atisbo de alma, arte y humanidad -esta es la broma más corrosiva de la película, si tenemos en cuenta la participación de Netflix en la misma-. Sobre estos temas, 
Dupieux se despacha sin piedad, se permite ser muy incorrecto, y construye sus habituales sketches de humor para construir una película, como siempre, muy arriesgada. Lo más sorprendente de El segundo acto es cómo Dupieux se permite abandonar poco a poco la comedia para entrar en disquisiciones existencialistas -aunque siempre con humor- que dejan a un lado la crítica del cine como industria para reflexionar sobre cómo nuestra vida puede convertirse también en una ficción y a nosotros en espectadores de nuestra propia historia, lo que supone, ojo, una apuesta por la amoralidad.

UNA PELÍCULA DE MINECRAFT -CABALLO DE TROYA


Si caemos en la tentación de pensar que los espectadores solo se mueve para ir al cine masivamente para ver películas basadas en franquicias conocidas, y que llevar a la pantalla un videojuego tan popular como Minecraft tiene el éxito (casi) asegurado, se me ocurren dos posibilidades: que la obra resultante en pantalla sea un producto perezoso y soso, convencional a más no poder, porque, total, los fans van a comprar la entrada de todas maneras; o que dejen dirigir el film a Jared Hess. El director de culto, creador de una estética de lo hortera, de voluntad retro y pop, que nos ha mostrado siempre a personajes marginados, perdedores y víctimas de acoso escolar 
como Napoleon Dynamite (2004), es el sorprendente encargado de realizar Una película de Minecraft (2025). Y lo más sorprendente de todo es que Hess ha conseguido mantenerse bastante fiel a las coordenadas de sus rasgos como autor. Tras un prólogo protagonizado por Jack Black -que ya trabajó para Hess en la estrafalaria Súper Nacho (2006)- como Steve, la historia nos presenta a un viejo campeón de videojuegos, Garret Garrison (Jason Momoa) -que parece salido del documental The King of Kong (2007)-; al adolescente nerd Henry (Sebastian Eugene Hansen) y a su hermana, una trabajadora precaria, Natalie (Emma Myers). Los tres son los típicos frikis, perdedores sin un duro, inocentes e ilusos, que pueblan la fauna de las películas de Hess. Mencionemos también a los todavía más extravagantes personajes encarnados por Danielle Brooks y sobre todo Jennifer Coolidge, que completan el reparto de esta extrañísima comedia disfrazada de blockbuster rompe taquillas. Tras el primer punto de giro de la trama la acción se traslada al mundo de Minecraft y se desarrolla de una forma más convencional, con los personajes persiguiendo el típico mcguffin, con mucha acción y efectos especiales en el mundo fantástico del famoso videojuego. Pero, aún así, la película de Hess se parece más a una parodia de una cinta de superhéroes que a una aventura épica, manteniendo en todo momento el humor extravagante marca de la casa que ha cultivado el director en su filmografía. Que la película sea un éxito de taquilla y un fenómeno mediático me parece un milagro y una buena noticia.

CUSTODIA REPARTIDA -Y NO FUERON FELICES


Creada y escrita por Juanjo Moscardó y María Mínguez, Custodia repartida (2025) es un agudo estudio sobre las tensiones de la vida moderna, concretamente de las relaciones de pareja, en forma de serie de comedia. La pareja protagonista está formada por Cris (Lorena López) y Diego (Ricard Farré), que se separan de "mutuo acuerdo" y se comprometen a seguir siendo amigos en beneficio de su hija Cloe (Lucía de Gracia). Pero muy pronto, Cris y Diego descubren que estar separados es incluso más complicado que seguir siendo pareja. En cada capítulo de la serie, el guión explora un aspecto de la vida tras una ruptura sentimental: lo complicado que es anunciar la separación, la reacción del círculo de amigos, el papel de las familias, las complicaciones laborales y de vivienda, el retorno a la soltería cuando ya se tiene una 'mochila', y, sobre todo, cómo repartir el tiempo de los padres con los hijos. Dirigida por Javier Fesser, que imprime también su personalidad en la serie, Custodia repartida es una comedia con momentos humorísticos propios de su director, citemos, quizás, cuando Diego aplasta un cigarrillo con el pie descalzo para evitar que su madre (Adriana Ozores) descubra que fuma, o el personaje autoritario, rancio y conservador de su padre (Frances Orella), sobre todo en lo concerniente a las interpretaciones. La serie tiene episodios dedicados casi exclusivamente a lo cómico, como Salir, en el que los protagonistas deciden -cada uno por su lado- salir de fiesta a sus cuarenta y tantos años para descubrir que se les ha pasado el arroz. Pero la gran virtud de esta ficción es cómo consigue pasar de la comedia -más o menos efectiva, según gustos- a escenas dramáticas que resultan sorprendentemente sólidas, encarando los conflictos de la expareja para generar momentos de mucha tensión. Custodia repartida tiene buen ojo para el detalle costumbrista, retratando a los padres separados, a los suegros, a los padres del cole, pero también es un excelente estudio social de la situación actual de las parejas. Cris parece obligada a ser una mujer exitosa profesionalmente y con ambición, lo que penaliza su papel como madre y le genera culpa; mientras que Diego, menos autoexigente, prefiere ocuparse de su hija, aunque eso signifique no cumplir con su trabajo. Si a todo esto añadimos las tensiones del entorno, la exigencia de educar a los hijos mejor que nadie, los traumas que arrastra cada uno de su propia familia, nos encontramos con que, quizás, lo extraño es que no se separe todo el mundo, incluso queriéndose. Y todo esto, Custodia repartida, lo cuenta francamente bien.

SORDA -DOS MUNDOS


Sorda (2025), dirigida por Eva Libertad, es una película única. La ópera primera de esta directora murciana desarrolla la propuesta de su cortometraje del mismo título, realizado en 2021, en el que se nos presentaba a Ángela, una mujer sorda con una pareja oyente, que se plantea tener un hijo. Sus dudas y miedos se plasman ahora en el largometraje ganador de un premio en el Festival de Berlín y gran triunfador en Málaga. La protagonista es una estupenda Miriam Garlo -hermana de la directora- de presencia magnética en la pantalla y con una capacidad tremenda para expresar sentimientos y para contar esta historia con su rostro, con su gestualidad. Su personaje se enfrenta a las particularidades que supone la maternidad para una mujer sorda y en la película nos muestran cómo es su vida: su pareja, Héctor (Álvaro Cervantes), sus padres -Elena Irureta y Joaquín Notario-, sus compañeros de trabajo, sus amigos, los padres con los que coincide en la escuela infantil. Con un estilo naturalista, Sorda describe con precisión el silencioso mundo de Ángela, un mundo dentro de otro, el de los oyentes, lo que provoca su aislamiento y una tremenda sensación de soledad que multiplica sus inseguridades. El tema de la maternidad se presenta entonces desde una perspectiva completamente diferente a nada que hayamos visto: ¿Cómo es dar a luz para una mujer sorda? ¿Qué siente una madre que no puede oír el llanto de su bebé cuando tiene hambre?. Eva Libertad nos cuenta todo esto de forma rigurosa, sin sentimentalismos y sin forzar momentos dramáticos, desde lo cotidiano. Poco a poco, la historia y los personajes se van desarrollando, pero, desde el principio, la mirada humanista de la directora consigue que esta historia sea emocionante. La pareja que forman Ángela y Héctor engancha y consigue meternos dentro de un mundo desconocido para la mayoría. Pero hay algo más. La temática de Sorda marca también cómo está construida la película. Mencionemos el montaje de las escenas de diálogo entre personajes que signan. Y mencionemos también el uso de los subtítulos durante toda la cinta. ¿Habéis pensado alguna vez que una persona sorda en España no puede ver cine español en una pantalla grande?. Ver esta película en el cine, con personas signando en las butacas, que por primera vez se ven reflejadas en la pantalla, es una emoción añadida a la experiencia. Sorda es un sólido drama que habla de temas universales desde una perspectiva particular que se eleva todavía más artísticamente cuando la directora decide meternos de lleno en la experiencia de Ángela, en un tramo final arriesgado, casi experimental, que provoca una emoción profunda.

UNA BALLENA -MISTERIOSA MUJER


Una ballena
(2025), dirigida por Pablo Hernando, es un film extraño, una mezcla imposible de estilizada película sobre el mundo criminal y la fantasía lovecraftiana. Quizás, por eso, el primer plano de la cinta, la silueta recortada de la protagonista, Ingrid (Ingrid García-Jonsson), contra un fondo que nos muestra el puerto de una ciudad portuaria indeterminada, recuerda a un cuadro del pintor surrealista René Magritte, porque Hernando crea un universo, parecido al nuestro, pero en el que los sueños se mezclan con lo real.  Ingrid es una eficiente y hierática asesina a sueldo que se mueve en un submundo de contrabandistas que luchan por mantener su negocio clandestino. Así aparece Melville, un veterano contrabandista en el ocaso de su vida, al que da vida un estupendo Ramón Barea, capaz de inyectar humanidad y realidad en el estilizado universo azul creado por Hernando. Melville es el motor de dos tramas en la película: la venta de una valiosa y misteriosa mercancia a un millonario; y su rivalidad con un empresario que pretende hacerse con el control del puerto y eliminarle del negocio. Paralelamente, Ingrid cumple con sus asesinatos asignados y vive algo parecido a una historia de amor con Jonás (Kepa Errasti). Y es en el desarrollo dramático en lo que quizás falla esta película, que avanza argumentalmente de forma accidentada, con una narrativa paralizada debido a una planificación de encuadres simétricos, como viñetas de cómic, como escenas de un videojuego. Herrando crea una atmósfera fantastique que recuerda a Under the Skin (2013) de Jonathan Glazer, en la que existen extrañas criaturas de las profundidades marinas, y si el título de la película y el nombre del personaje de Barea, remiten, claro, al clásico Moby Dick, y a su autor Herman Melville, hay que hablar también del director Jean-Pierre Melville, cuyo asesino a sueldo interpretado por Alain Delon en El silencio de un hombre (1967) puede haber servido perfectamente de modelo para Ingrid. 
Una ballena es una película extraña, esquiva, que gana enteros según avanza el metraje y cuyas poderosas imágenes pueden acabar generando culto.

LA FURIA -ALEX Y LOS LOBOS


La Furia
(2025) arranca con la violación de su protagonista, Alex (Ángela Cervantes), agredida sexualmente sin aviso, en la oscuridad, en una escena durísima, precisamente, porque no nos enseña nada más que los sonidos del horror. A partir de ese instante trágico, la cámara no se despegará de la protagonista, que tendrá que lidiar con el dolor, la vergüenza y la culpa de lo que le ha pasado. L
a energía de Ángela Cervantes desborda la pantalla en una interpretación visceral, de una fuerza primitiva, que puede ser una de las interpretaciones del año. La acompaña un estupendo Àlex Monner, que da vida al hermano de Alex, Adrián, cuyo personaje parece siempre en tensión, siempre al borde de la explosión. Adrián, más que apoyar a la víctima que es su hermana, reaccionará también furioso, como si hubiese sido atacado él mismo, enardecido, quizás por el vínculo de la sangre. Estos hermanos podrían ser, por cierto, los mismos personajes de Jauría (2018), el primer cortometraje dirigido por Gemma Blasco, que da un paso adelante con este su segundo largometraje, inspirado en su propia experiencia personal. Blasco arriesga con un film que se va transformando en su desarrollo: del drama realista y social, a la revenge movie pasando por el metacine que propone el teatro clásico como espejo vigente de la realidad: el poder mítico de las heroínas griegas Antígona, Electra y Medea se apoderará de Alex en la que puede ser la mejor escena de la película -el teatro era el tema principal de la ópera prima de Blasco, El Zoo (2018)-. En La Furia la violación, más que un problema social, es una tragedia que transforma profundamente a su protagonista. Un elemento trangresor que despierta en Alex a un animal salvaje y furioso, capaz de desollar a un jabalí, disparar un rifle, o preguntarse por primera vez por qué su madre no se ha vengado nunca de su padre. Alex encontrará a una mentora en una directora teatral a la que da vida Ana Torrent, actriz que conecta La Furia con Cría cuervos (1976) y en general con el cine de Carlos Saura, el autor de Bodas de sangre (1981) Flamenco (1995) y, sobre todo, La caza (1966). Como Saura, Blasco trasciende la realidad de su propio relato y juega con los tiempos narrativos, con lo real y lo imaginado, con los recuerdos y los sueños, con el deseo y la frustración de la víctima que se quedó callada. ¿Qué es real y qué es imaginación?. No importa demasiado, porque todo es cine. Y es necesario citar también la sombra de la francesa Julia Ducornau, porque aquí vemos la sangre roja y las vísceras de Crudo (2016) y el atrevimiento formal y temático de Titane (2021).

MISERICORDIA -REGRESO AL HOGAR


Es para mí el del francés Alain Guiraudie es un cine misterioso y poderoso cuyas imágenes parecen obedecer a una lógica diferente a la del cine convencional. Guiraudie practica un cine inusual en el que es complicado anticiparse a lo que nos van a contar. Misericordia (2025) es una película que parece única, aunque parta de un planteamiento tan manido como el regreso al pueblo del protagonista, Jérémie Pastor (Felix Kysyl), tras la muerte del padre de un amigo de su infancia. Esto da pie a un relato extraño, en el que vamos descubriendo elementos del pasado de Jérémie y sobre todo a los personajes que habitan ese pequeño pueblo rural: sus amigos de la infancia Walter (David Ayala) y Vincent (Jean-Baptiste Durand), la madre de este último, Martine (Catherine Frot), y el párroco (Jacques Develay). Todos ellos -y algún vecino más- acaban formando una comunidad excéntrica, que parece ocultar algo. Pero es difícil señalar de dónde proviene la extrañeza de las imágenes y escenas que nos presenta Guiraudie: en los primeros compases de la trama todo parece homoerótico, los cuerpos, la forma de tocarse -y de pelearse- de los hombres, los comentarios sobre los juegos y rivalidades de la adolescencia, las miradas furtivas mientras se comparte la acogedora mesa de la cocina. En los alrededores del pueblo hay un bosque por el que los personajes deambulan y se cruzan, en principio para recoger setas, pero no podemos evitar que vuelvan a la memoria las imágenes de El desconocido del lago (2014). Lo que parece un drama sobre lo reprimido se convierte, tras un giro de guión, en suspense hitchcokiano para luego acabar decantándose por una negrísima comedia, que provoca una risa que nos sorprende porque no sabemos de dónde ha salido. Misericordia despliega una serie de temas sorprendentes como la atracción homosexual pero también la homofobia que obliga a mantenerse dentro del armario; el complejo de Edipo y los celos del príncipe destronado; la pasión no correspondida y la culpa; todo contado de una forma casi surrealista que en algo recuerda a Alain Resnais y al llorado David Lynch. Una comedia existencialista en la que el bien y el mal son conceptos vaciados de contenido.