SEPARACIÓN -TEMPORADA DOS- CONCILIACIÓN IMPOSIBLE


Un hombre de traje corriendo por un pasillo blanco infinito es la primera imagen de la segunda temporada de la serie
Separación (2022-2025), en un episodio dirigido por Ben Stiller. Ese hombre que corre es el protagonista de esta ficción distópica creada por Dan Erickson. Se llama Mark Scout (Adam Scott), un personaje que aspira a representar al hombre común aplastado por la falta de sentido de la vida, desorientado por el absurdo existencial, enfrentado a la alienación laboral y a una burocracia kafkiana. Un cruce entre el protagonista Con la muerte en los talones (1959) de Alfred Hitchcock, y el de El proceso (1962) de Orson Welles, dos películas clásicas que, sin embargo, se acercaban a la abstracción como se acerca esta serie en muchos momentos. Ese pobre oficinista que aspira a liberarse de una rutina laboral semejante al castigo de Sísifo, mientras se pregunta qué sentido tiene su existencia fuera del trabajo, recoge perfectamente la angustia del ser humano, al menos en Occidente -y antes de la llegada de Donald Trump al poder-. Son temas relevantes y ambiciosos que no impiden que una de las cosas que más me gusta de la serie es cómo crea vínculos afectivos entre los personajes encadenados a ese surrealista espacio laboral, unidos por la solidaridad de tener que sobrevivir cada día a una labor que no les satisface y cuyo fin último no entienden. Recordemos el planteamiento de esta ficción: los trabajadores de una empresa han aceptado someterse a la separación quirúrgica de sus recuerdos por lo que tienen dos vidas, una dentro y otra fuera del trabajo. Esto genera un conflicto imposible que convierte a cada personaje en enemigo de sí mismo. La humanidad de los innies -los que trabajan dentro de la empresa- contrasta con la realidad deprimente de sus contrapartidas en el exterior, los outies, que parecen tener muchas cosas que ocultar. Si el primer episodio se centra en lo que ocurre dentro de Lumun, el segundo marca la diferencia entre innies y outies de una forma precisa y visual, presentándonos a los personajes en su vida exterior en una mayoría de escenas nocturnas, con planos oscuros, que parecen cuadros de Edward Hopper, acentuando la soledad de todos ellos. La segunda temporada de Separación se aparta un poco de la distopía laboral para darle protagonismo a los misterios del argumento, a lo que esconde cada personaje y sobre todo, a la opaca empresa de Lumon, un poco en la línea de series que siguen la estela de Perdidos (2004). Momentos como el descubrimiento del hombre-cabra o las diferentes salas por las que tiene pasar el personaje interpretado por Dichen Lachman, suponen engimas pensados para enganchar al espectador y convierten el argumento en un laberinto. Pero la serie no renuncia a los temas profundos que he señalado ya, aunque pase por ellos de forma superficial: la reflexión sobre la identidad personal y su relación con el entorno y la memoria. En una relación sentimental larga ¿Es posible que nos convirtamos en otra persona y perdamos de vista nuestra verdadera esencia? ¿Es posible enamorarse de dos personas diferentes al mismo tiempo? En sus mejores momentos, Separación plantea estos problemas de forma evocadora e incluso poética. Y a pesar de que su argumento es intrincado y no precisamente original, la serie brilla por su puesta en escena, su fotografía, el diseño de producción y la música, por no hablar del estupendo reparto de estupendos actores. Una de las mejores ficciones televisivas del año.

UNA QUINTA PORTUGUESA -VOLVER A EMPEZAR


Escapar de la vida que tenemos puede ser el sueño compartido de la gran mayoría. No estoy hablando de esos que mantienen la inocente ilusión de ganar la lotería o de montar un chiringuito en la playa, sino del deseo más profundo y complejo de romper con la realidad que nos rodea, de cambiar completamente de escenario y de personajes de reparto, de cambiar, incluso, de nombre. La mayoría de nosotros se consuela gracias a la ficción, en la que encontramos, como dice Garci, una "vida de repuesto". Si pensamos en el concepto del absurdo de Albert Camus, ese que le roba el sentido a la vida, que obliga a crear una moral propia y que equipara todos los actos como igual de inútiles, podríamos decidir también tener varias vidas, reinventarnos, ser actores siempre en busca de un nuevo escenario. Creo que ese es el sentido más profundo de películas recientes como Perfect Days (2023) en la que Wim Wenders celebra el mito de Sísifo con un personaje que se reinventa en una sencilla rutina; o también de la inquietante serie Severance (2022), donde la ciencia ficción nos permite soñar con volver a casa dejando atrás las frustraciones de la jornada laboral. Sobre esto también habla la directora Avelina Prat en una película preciosa, Una quinta portuguesa (2025), en la que se apoya en un magnífico Manolo Solo para contar la historia de un hombre, Fernando, que tras una pérdida insoportable, se deja llevar por acontecimientos casuales para comenzar una vida completamente diferente en otro país -Portugal-, con otro trabajo, con un nombre que no es el suyo. Con un ritmo contemplativo y creo que placentero, Prat nos lleva tranquilamente de la mano para que vayamos descubriendo lo que le pasa a Fernando, en una trama que mantiene el interés gracias a pequeños enigmas que se van resolviendo poco a poco y a giros sorprendentes. La directora y guionista concibe personajes entrañables, que Fernando se va encontrando por el camino, interpretados por Xavi Mira, una deslumbrante María de Medeiros o Branka Katic. Todos son personajes de esos que cambian la vida. Avelina Prat sigue desarrollando el estilo de su ópera prima, Vasil (2022), y se confirma como una autora capaz de fabricar mundos, muy parecidos al nuestro, pero habitados por personajes que dicen frases literarias, a los que nos gustaría conocer y a los que les pasan cosas como sacadas de un cuento. Una creadora de mundos en los que nos gustaría vivir, en la línea de maestros como Éric Rohmer, Aki Kaurismäki o Hong Sang-soo. Una quinta portuguesa es una celebración del placer de contar historias, de la sencillez de la vida, de la belleza de los paisajes -la fotografía es de Santiago Racaj-, de los mapas en papel y de la musicalidad del idioma portugués; del encuentro entre personas diferentes y de la necesidad de cambiar de vida, de reiventarse para buscar la felicidad propia y de hacer felices, también, a los demás.

LA BUENA LETRA -MUJERES QUE CUIDAN


Dice la directora Celia Rico Clavellino que su intención en La buena letra (2025) es convertir la voz literaria de Rafael Chirbes en mirada cinematográfica. Y vaya si lo ha conseguido. La novela original del escritor valenciano e
stá contada en esta magnífica película a través de silencios, de gestos, y de miradas que sustituyen a los diálogos y a una posible voz en off que habría sido un recurso más que válido, pero quizás obvio, para narrar la historia de una familia en los años posteriores a la Guerra Civil. Y lo que le pasa a Ana (Laura Monleón) y su marido Tomás (Roger Casamajor), a su hija (Sofía Puerta) y a su suegra (Teresa Lozano), a su cuñado Antonio (Enric Auquer) y a Isabel (Ana Rujas), lo cuenta Clavellino convirtiendo la sutileza en una máxima de estilo. La buena letra es una película muy pensada que convierte en metáfora de lo que se narra el que una niña utilice la mano derecha en lugar de la izquierda a petición de su madre. Una exigencia que resume una forma de entender la vida y que funciona como metáfora de una época de imposiciones y de agachar la cabeza. Ana es el centro de todo, una mujer que se encarga de todo, que cuida de todos y que siempre se deja a sí misma en último lugar. Una mujer que ya encontramos en la filmografía anterior de Clavellino, que por primera vez parte de material ajerno, pero se lleva el texto de Chirbes a su terreno, como si quisiera indagar en las razones históricas de por qué las mujeres de Viaje al cuarto de una madre (2018) y Los pequeños amores (2024) -y hasta la Luisa que ya no está en casa de su primer cortometraje- parecen programadas para cuidar de los demás por encima de todo. El guión de la película está lleno de ideas, de ecos que aportan significados -dos cartas; dos trayectos que hace Ana a la carrera; las múltiples veces que la niña usa la mano izquierda- y también de momentos de emoción contenida, pero Clavellino brilla sobre todo en el rigor de su puesta en escena, en el riesgo de no utilizar una banda sonora original y valerse de los sonidos para crear un realismo y una cotidianeidad que sorprenden en un film de época. En La buena letra no puedo evitar ver al Víctor Erice de El sur (1983) referencia que la propia directora niega más allá de la inmensa sombra que el autor proyecta sobre la gran mayoría de los cineastas españoles; pero es imposible no ver en la escena en la que Ana acude al cine imágenes y emociones muy similares a las de El espíritu de la colmena (1973). Lo cierto es que el cine de Clavellino, como el de Erice, es un cine pictórico. La directora buscó referencias junto a su directora de fotografía, Sara Galllego, y se inspiró en la penumbra de Goya, en la luz de Vermeer y en el sol de las playas valencianas de Sorolla, para llevar a la pantalla su cinta más redonda hasta la fecha y una de las mejores de lo que va de año.

LOS PECADORES -CERRADO HASTA EL AMANECER


Qué peliculón es Los Pecadores (2025), una fantástica obra dirigida por Ryan Coogler y protagonizada por su socio habitual, Michael B. Jordan. El director de Creed (2015) y Black Panther (2018) sorprende con una especie de revisión blaxploitation de Abierto hasta el amanecer (1996), mezclando el film de gángsteres de los años 30 con el cine de vampiros ochentero. Para ello, recrea los años de la ley seca en el sur de Estados Unidos, llevándonos a los campos de algodón en los que los afroamericanos vivían una existencia durísima, con el Ku Klux Klan todavía coleando y, sobre todo, en pleno auge del blues, con el mítico guitarrista 
Robert Johnson como principal referencia. La historia nos presenta a dos hermanos gemelos, Smoke y Stack -ambos interpretados por Jordan- que regresan a su pueblo natal en Missisipi para abandonar su vida criminal en Chicago y montar un local de música. Pero en el reencuentro con amores, seres queridos y amigos del pasado, se toparán con un ser maligno, Remmick (Jack O'Connell). Y es mejor no contar mucho más. El guión de Coogler se toma su tiempo para desarrollar su planteamiento, presentar el escenario histórico y a los personajes, pero todo ese tiempo invertido es una maravilla en cuanto a narrativa, puesta en escena, fotografía -que firma Autumn Durald-, una estupenda banda sonora original de Ludwig Göransson, además de unas interpretaciones perfectas de Miles Caton, Hailee Steinfeld, una imponente Wunmi Mosaku, y Delroy Lindo, entre otros. Todos estos elementos sirven a Coogler para regalarnos una cinta absorbente, endiabladamente entretenida que a pesar de sus referentes claros, resulta fresca y original, sobre todo cuando introduce una idea estupenda, la de la música como forma casi de religión y sobre todo de liberación que conecta a los pueblos de diferentes culturas y épocas. Divertida, intensa y sangrienta, Los Pecadores recupera el blockbuster sólido y bien hecho, que no depende de una marca conocida y que se atreve a crear una historia nueva, y que de paso toca temas como el racismo o la religión, teniendo la osadía de, en un gesto tarantiniano, cambiar la historia, aunque sea de forma anecdótica, con muchísima rabia. Es la película más cool del año.

LA NIÑA DE LA CABRA -CINE FAMILIAR


Lo más importante para que una película funcione en un público infantil no son los efectos especiales, los personajes famosos, el humor, ni un ritmo vertiginoso. En mi experiencia como padre, encuentro que la clave está en que el niño se pueda sentir identificado con lo que ve. Que la historia esté contada desde su punto de vista. Eso es lo que consigue la directora Ana Asensio con La niña de la cabra (2025), su segunda película, una historia rigurosa y sensiblemente narrada desde la perspectiva de Elena (Alessandra González), una niña de ocho años que mantiene una relación muy estrecha con su abuela (Gloria Muñoz) y que se prepara para hacer la primera comunión. Asensio nos lleva al año 1988, cuando ETA seguía activa y secuestrando; la heroína era un problema social; los padres nos echaban el humo del cigarro a la cara; cuando todo el mundo hacía la comunión sin falta y, sobre todo, cuando los gitanos iban de plaza en plaza con su música y con la cabra. Es la mirada, no demasiado nostálgica, a un mundo que ya no existe y que la directora equipara al territorio de la infancia. La propia Asensio presta su voz a esa niña, para hablar desde el futuro y contarnos su historia, lo que imprime cierta distancia al relato, pero también una cercanía autobiográfica. La pequeña se enfrenta a los conflictos, las dudas y los miedos propios de su edad: el descubrimiento de la muerte, la búsqueda de la amistad y de la identidad propia, la idea de que sus padres -Lorena López y Javier Pereira- puedan llegar a separarse tras darse cuenta de que no se llevan nada bien. Asensio coloca en primer plano las primeras dudas sobre la fe de Elena, que sigue mecánicamente las órdenes del padre Carrillo (Enrique Villén), sin entender muy bien por qué. Es una niña algo rebelde que encontrará una vía de escape para sus frustraciones al conocer a una niña de etnia gitana, Serezade (Juncal Fernández), con la que vivirá una aventura que le cambiará la vida. Todo esto lo cuenta Asensio desde la mirada curiosa de esa niña y con ternura y sensibilidad, en una película preciosa, que juega con el formato cuando el mundo de la pequeña se ensancha y que tiene un tratamiento muy interesante de la imagen para introducir elementos fantásticos -y hasta terroríficos en algunos momentos- que aportan la magia de un cuento de la vida real. Ana Asensio se confirma como una mirada muy interesante en el panorama del cine español con una película apta para un público familiar pero muy diferente por su propuesta, su ritmo, su sensibilidad. Yo la he podido ver con mi hijo de 8 años y os puedo asegura que, cuando un niño sale haciendo tantas preguntas sobre lo que ha visto, es que la historia ha conectado con él.

MUY LEJOS -SACRIFICIO


La pregunta que flota todo el tiempo sobre la estupenda Muy lejos (2025) es qué motivos esconde el protagonista, Sergio -un muy sólido Mario Casas-, para someterse a algo muy parecido al auto exilio. ¿Por qué decide escapar de su realidad en España para vivir como un ciudadano de segunda en Países Bajos?. Los primeros compases de la película nos muestran lo peor de la masculinidad tóxica en un grupo de hinchas de un equipo de fútbol, El Espanyol, que han viajado para ver un encuentro de su equipo en una competición europea. La historia comienza cuando Sergio decide quedarse en Utrecht, viendo partir a sus amigos y a su hermano (Raúl Prieto). El director y guionista Gerard Oms debuta en este película contando muy bien lo significa ser un inmigrante: el trabajo precario, la discriminación, la incomunicación por no conocer el idioma, la vulnerabilidad ante los abusos e, incluso, el depender de la solidaridad, pero, sobre todo, la inmensa soledad de verse completamente desconectado de todo. La cámara sigue los pasos de Sergio de forma rigurosa, en un film que apuesta por el realismo social para mostrarnos a este callado personaje luchando contra todas las adversidades y entrando en contacto con nuevas personas que le ayudan o le rechazan -interpretados por Ilyass El Ouahdani, David Verdaguer, Nausicaa Bonín, y varios más-. Como he dicho, es el retrato perfecto de lo que sufre un inmigrante, si no fuera porque Sergio ha decidido vivir así voluntariamente. El protagonista parece encontrar cierta paz al reducir su vida a un estado de pura supervivencia, es un hombre que huye de algo, que, lógicamente, acaba siendo él mismo. Sergio es un extranjero de sí mismo, y el guión de Oms va dando pequeñas vistas sobre lo que ha reprimido, que se traduce en rabia, en miedo y, de nuevo, en esa tremenda soledad. Oms debuta con una película muy sólida, irreprochable y que consigue emocionar genuinamente en su desenlace, sin caer en sentimentalismos y apoyándose siempre en la perfecta interpretación de su actor principal. No en balde, Oms fue el coach personal de Casas y esa experiencia, esa confianza, se traduce en una interpretación memorable.

THUNDERBOLTS* -HÉROES DE REEMPLAZO


Los Thunderbolts fueron creados en 1997 por el guionista Kurt Busiek, con dibujos de Mark Bagley, en un momento en el que los Vengadores estaban ausentes en los cómics. El primer número de la colección nos mostraba a unos nuevos héroes -Ciudadano V, Meteorito, Pájaro cantor, Techno, Mach-I y Atlas- para desvelar al final de la historia que en realidad se trataba de supervillanos disfrazados. Era una idea divertida de Busiek, siempre interesado en explotar la historia de Marvel Comics, el detalle olvidado, para darle un giro fresco. En aquellos estupendos tebeos sin pretensiones, Busiek se valía de villanos segundones -nada de Thanos, el Doctor Muerte, Loki o Magneto- como el Escarabajo, Mimi Aulladora o, incluso, el Barón Zemo, para desarrollar una trama ligera que buscaba siempre la sorpresa y el cameo. La película que presenta ahora Marvel Studios con el título de Thunderbolts* (2025), sorprendentemente, se inspira en aquella primera aventura impresa y tiene algo de ese espíritu. Estos héroes también fueron villanos: la hermana de la Viuda Negra, Yelena Belova (Florence Pugh), Red Guardian (David Harbour), U.S.Agent (Wyatt Russell), Ghost (Hannah John-Kamen) y hasta el Soldado de Invierno (Sebastian Stan). Estos personajes y alguno más, forman parte de un grupo de antihéroes poco o nada épicos que se enfrentan a una funcionaria gubernamental sin escrúpulos, Valentina Allegra de Fontaine (Julia Louis-Dreyfus), que tras utilizar sus servicios como agentes encubiertos, quiere deshacerse de ellos. Estamos, pues, ante la versión Marvel del Escuadrón suicida. Y la película funciona bien como una comedia de acción dirigida por Jake Schreier, aunque le falte algo de ritmo, brillo e inspiración, vamos, que echamos de menos la mano de James Gunn. En la línea de lo que viene haciendo Marvel Studios con sus últimas películas, dentro de esta aventura de Thunderbolts los guionistas encajan otra historia, el arco sobre Sentry (Lewis Pullman) -creado por Paul Jenkins y Jae Lee- conocido como Vigía en España, personaje peculiar, una especie de Superman depresivo que aporta humor, pero sobre todo, oscuridad a esta película que se hubiera beneficiado de una mayor ligereza. Aún así -y a pesar de decisiones inexplicables como el papel de Taskmaster (Olga Kurylenko)- Thunderbolts* parece un primer paso correcto para que la interminable saga de Marvel Studios recupere el interés. Aunque estos personajes siguen pareciendo marginales -se echa de menos a Capitán América, Iron Man y Thor-, la presencia de actores como Florence Pugh, Sebastian Stan y Julia Louis-Dreyfus o David Harbour inyectan un carisma muy necesario para darle vida a estos superhéroes. Y ojo a la sorpresa final.

LA VIAJERA -CLASES DE FRANCÉS


El prolífico director surcoreano Hong Sang-soo práctica un cine de la calma. Sus sencillas historias nos obligan a replantearnos nuestras expectactivas cuando nos enfrentamos a una película. En La viajera (2025), Iris (Isabelle Huppert) es una mujer francesa en Corea del Sur que se dedica a dar clases particulares de francés siguiendo un curioso método pedagógico creado por ella misma. A partir de esta idea tan sencilla, 
Sang-soo va desarrollando una película en la que no parece haber, de primeras, ningún conflicto dramático. Iris da clases primero a una joven (Kim Seungyun) y luego a una pareja -Lee Hye-young y Kwon Hae-hyo- y todo se desarrolla a través de sencillas conversaciones que parecen casi improvisadas, presentadas en un plano fijo o con movimientos de cámara mínimos. No hay más. Y el espectador se pregunta, claro, cuáles son las intenciones del director, qué hay detrás de la historia que nos cuenta. Y eso también puede enganchar. Fiel a su estilo, Sang-soo nos presenta curiosas repeticiones: las dos alumnas de Iris tocan un instrumento, dicen sentirse felices al hacerlo y frustradas por no tener un mayor talento. También se repite hasta tres veces el encuentro en la calle con poemas escritos en piedras o en una placa en la fachada de un edificio. Son repeticiones misteriosas, que aportan extraños ecos en el relato y ritmo a la trama. Solo después de todo esto nos presenta Sang-soo un conflicto, entre el joven (Ha Seong-guk) que ha acogido a Iris y su madre (Yun-hee Cho). Una discusión que, para los estándares del autor surcoreano, es un estallido emocional que incluso sobresalta. Y luego vuelve la calma.

WARFARE: TIEMPO DE GUERRA -LA EXPERIENCIA DE UNA BATALLA


Dijo Francis Ford Coppola que su Apocalypse Now (1979) no era una película sobre Vietnam: era Vietnam. Salvando las distancias, Warfare: Tiempo de guerra (2025) de Alex Garland, también intenta tranmistir al espectador la experiencia bélica, pero no puede ser más distinta a la obra maestra de Coppola. Mantienendo la trama al mínimo -es curioso que Garland se hiciera conocido primero como guionista- Warfare nos avisa desde el primer momento que lo que vamos a ver está basado en los recuerdos de un grupo de soldados. A continuación, lo que se cuenta es cómo una unidad de combate en Irak, en 2006, se enfrenta a una misión que sale mal. Garland colabora y acredita como codirector a Ray Mendoza, un veterano marine que se encarga de mantener muy 
pegado a la realidad todo lo que vemos en la pantalla. Lo que se busca es el máximo verismo y mostrarnos cómo los jóvenes soldados -interpretados por Will Poulter, Kit Connor, Cosmo Jarvis, Joseph Quinn, Michael Gandolfini, Charles Melton, etc.- eligen una casa irakí como base de operaciones, la ocupan y luego se ven sitiados. Con buen pulso, Garland nos lleva desde los momentos de tensa espera a la acción frenética del tiroteo y luego al caos de las bombas y los heridos que deben ser rescatados. La idea es hacernos sentir en primera persona el fragor de la batalla y el horror del conflicto, por lo que el mensaje es claramente antibelicista. Garland evita cualquier desarrollo dramático, no conocemos a los personajes ni hay ninguna información emotiva que nos haga identificarnos con ellos: ni parejas, ni familias, ni siquiera filiaciones ideológicas o patrióticas. Garland evita mostrarnos a los superiores, y el enemigo apenas aparece en pantalla como figuras lejanas y sin personalidad. Lo que vemos son chavales asustados intentado ser profesionales en una situación sin contexto. En su anterior película, Civil War (2024), ya nos dijo Garland que no quería tomar partido, aunque sí lo hiciera al eleigir el punto de vista de unos periodistas de guerra. No sabíamos en ningún momento de qué bando eran los militares que aparecían en pantalla, pero sí se hacía una reflexión sobre el papel de la prensa que, en definitiva, se puede aplicar a toda la sociedad. En Warfare, Garland también se mantiene objetivo gracias al rigor que imprime en el relato, que describe hechos concretos y poco más. Pero la elección como argumento de una misión fallida dice mucho sobre sus intenciones -aunque el homenaje al sacrificio de los soldados sea inevitable- y quizás la imagen que resume la película, y cualquier guerra, es la de la familia irakí que se pasea desorientada por la que fue su casa, completamente en ruinas, cuando las dos facciones han abandonado el campo de batalla.

LO CARGA EL DIABLO -DOS O TRES EN LA CARRETERA


Hay algo en una road movie que siempre funciona. El trayecto que tienen marcado los personajes imprime una dirección clara en el relato, da movimiento al argumento, y facilita la identificación con el protagonista al convertirnos en su compañero de viaje. Sin ánimo de ser pedantes, nos podemos acordar de la Odisea, relato itinerario arquetípico que en el cine ha inspirado obras maestras como Centauros del desierto (1956) o estupendas cintas como O Brother! (2000), en las que el héroe, de alguna manera emprende un retorno a sus orígenes. 
Un coche, una carretera, un puñado de canciones, son todo lo que hace falta para montar una road movie, y eso es lo que hace Guillermo Polo en su debut en el largometraje, Lo carga el diablo (2025). Un escritor frustrado, Tristán (Pablo Molinero), se mete en un lío cuando decide transportar el cuerpo de su hermano (Isak Férriz) cruzando España, de Avilés a Benidorm, trayecto en el que se enfrentará a todo tipo de obstáculos en un tono de comedia negra grotesca. Los referentes de la película están claros: los perdedores existencialistas de los hermanos Coen, los ambientes criminales de poca monta de Quentin Tarantino, trasplantados al esperpento español en la línea de la recordada Airbag (1997). Por el camino del protagonista se van cruzando personajes variopintos, principalmente Álex (Mero González), una adolescente aficionada a las sustancias que trae su propia mochila y que se convertirá en la gran compañera de viaje de Tristán. Pero la película tiene además toda una fauna a la que dan vida Antonia San Juan y Manuel de Blas, Pino Montesdeoca y Emilio Buale -y hay que mencionar a la llorada Itziar Castro, en un breve papel-. Guillermo Polo tiene muy claras las imágenes de su película, de estética de cómic, con una cuidada fotografía que saca provecho a los paisajes que se van encontrando los protagonistas, y una vistosa dirección de arte de Carla Fuentes, además de una playlist con temas que van desde Pony Bravo hasta Dover pasando por Cálido Lehamo. El cóctel es potente y solo se resiente porque al guión le falta una base más sólida, aunque el segundo punto de giro sea realmente sorprendente y divertido. Polo gravita entre la comedia loca y la película de personajes, que acaban ganándose al espectador, sobre todo la pareja que forman Tristán y Álex -estupendos Pablo Molinero y Mero González- con los que nos volveríamos a subir al destartalado coche para coger corretera otra vez.

EL SEGUNDO ACTO -CINE, FICCIÓN Y CINE


Es el travelling, quizás, el movimiento de cámara que mejor representa el arte cinematográfico, el que mejor expresa que su esencia es el tiempo y, por tanto, el movimiento. Pero creo que nunca había visto que un director decidiese girar la cámara que realiza el travelling para mostrarnos los rieles por los que se mueve la misma, desnudando el truco, o, más bien, convirtiendo este recurso en un fin en sí mismo, en un bucle entre realidad y ficción. Esta es la esencia de la película El segundo acto (2025) del francés Quentin Dupieux. Si el autor de la reciente Daaaaaalí! (2024) suele jugar al metacine, aquí más que romper directamente derriba la cuarta pared: los personajes que nos presenta son actores muy conocidos del cine francés interpretando a actores muy parecidos a sí mismos -más no iguales- que se encuentran rodando una película. Léa Seydoux, Vincent Lindon, Louis Garrel y Raphaël Quenard entran y salen de sus personajes constantemente en una película que cuestiona directamente el cine en todos sus aspectos: la actual dictadura de lo políticamente correcto -¡Y el Me Too!- que puede ser necesaria pero esconde una tremenda hipocresía que acaba desactivando sus beneficios y convirtiendo el cine en algo muy falso; la vacuidad de las estrellas de cine, vistos como seres humanos inseguros y algo ruines; lo que sigue deslumbrando Hollywood -aunque esté representado por el muy independiente Paul Thomas Anderson-; la degradante transformación del cine como forma artística en 'contenidos' para plataformas, cuyos ejecutivos sueñan con utilizar la IA para abaratar costes y, sobre todo, para eliminar cualquier atisbo de alma, arte y humanidad -esta es la broma más corrosiva de la película, si tenemos en cuenta la participación de Netflix en la misma-. Sobre estos temas, 
Dupieux se despacha sin piedad, se permite ser muy incorrecto, y construye sus habituales sketches de humor para construir una película, como siempre, muy arriesgada. Lo más sorprendente de El segundo acto es cómo Dupieux se permite abandonar poco a poco la comedia para entrar en disquisiciones existencialistas -aunque siempre con humor- que dejan a un lado la crítica del cine como industria para reflexionar sobre cómo nuestra vida puede convertirse también en una ficción y a nosotros en espectadores de nuestra propia historia, lo que supone, ojo, una apuesta por la amoralidad.

UNA PELÍCULA DE MINECRAFT -CABALLO DE TROYA


Si caemos en la tentación de pensar que los espectadores solo se mueve para ir al cine masivamente para ver películas basadas en franquicias conocidas, y que llevar a la pantalla un videojuego tan popular como Minecraft tiene el éxito (casi) asegurado, se me ocurren dos posibilidades: que la obra resultante en pantalla sea un producto perezoso y soso, convencional a más no poder, porque, total, los fans van a comprar la entrada de todas maneras; o que dejen dirigir el film a Jared Hess. El director de culto, creador de una estética de lo hortera, de voluntad retro y pop, que nos ha mostrado siempre a personajes marginados, perdedores y víctimas de acoso escolar 
como Napoleon Dynamite (2004), es el sorprendente encargado de realizar Una película de Minecraft (2025). Y lo más sorprendente de todo es que Hess ha conseguido mantenerse bastante fiel a las coordenadas de sus rasgos como autor. Tras un prólogo protagonizado por Jack Black -que ya trabajó para Hess en la estrafalaria Súper Nacho (2006)- como Steve, la historia nos presenta a un viejo campeón de videojuegos, Garret Garrison (Jason Momoa) -que parece salido del documental The King of Kong (2007)-; al adolescente nerd Henry (Sebastian Eugene Hansen) y a su hermana, una trabajadora precaria, Natalie (Emma Myers). Los tres son los típicos frikis, perdedores sin un duro, inocentes e ilusos, que pueblan la fauna de las películas de Hess. Mencionemos también a los todavía más extravagantes personajes encarnados por Danielle Brooks y sobre todo Jennifer Coolidge, que completan el reparto de esta extrañísima comedia disfrazada de blockbuster rompe taquillas. Tras el primer punto de giro de la trama la acción se traslada al mundo de Minecraft y se desarrolla de una forma más convencional, con los personajes persiguiendo el típico mcguffin, con mucha acción y efectos especiales en el mundo fantástico del famoso videojuego. Pero, aún así, la película de Hess se parece más a una parodia de una cinta de superhéroes que a una aventura épica, manteniendo en todo momento el humor extravagante marca de la casa que ha cultivado el director en su filmografía. Que la película sea un éxito de taquilla y un fenómeno mediático me parece un milagro y una buena noticia.

CUSTODIA REPARTIDA -Y NO FUERON FELICES


Creada y escrita por Juanjo Moscardó y María Mínguez, Custodia repartida (2025) es un agudo estudio sobre las tensiones de la vida moderna, concretamente de las relaciones de pareja, en forma de serie de comedia. La pareja protagonista está formada por Cris (Lorena López) y Diego (Ricard Farré), que se separan de "mutuo acuerdo" y se comprometen a seguir siendo amigos en beneficio de su hija Cloe (Lucía de Gracia). Pero muy pronto, Cris y Diego descubren que estar separados es incluso más complicado que seguir siendo pareja. En cada capítulo de la serie, el guión explora un aspecto de la vida tras una ruptura sentimental: lo complicado que es anunciar la separación, la reacción del círculo de amigos, el papel de las familias, las complicaciones laborales y de vivienda, el retorno a la soltería cuando ya se tiene una 'mochila', y, sobre todo, cómo repartir el tiempo de los padres con los hijos. Dirigida por Javier Fesser, que imprime también su personalidad en la serie, Custodia repartida es una comedia con momentos humorísticos propios de su director, citemos, quizás, cuando Diego aplasta un cigarrillo con el pie descalzo para evitar que su madre (Adriana Ozores) descubra que fuma, o el personaje autoritario, rancio y conservador de su padre (Frances Orella), sobre todo en lo concerniente a las interpretaciones. La serie tiene episodios dedicados casi exclusivamente a lo cómico, como Salir, en el que los protagonistas deciden -cada uno por su lado- salir de fiesta a sus cuarenta y tantos años para descubrir que se les ha pasado el arroz. Pero la gran virtud de esta ficción es cómo consigue pasar de la comedia -más o menos efectiva, según gustos- a escenas dramáticas que resultan sorprendentemente sólidas, encarando los conflictos de la expareja para generar momentos de mucha tensión. Custodia repartida tiene buen ojo para el detalle costumbrista, retratando a los padres separados, a los suegros, a los padres del cole, pero también es un excelente estudio social de la situación actual de las parejas. Cris parece obligada a ser una mujer exitosa profesionalmente y con ambición, lo que penaliza su papel como madre y le genera culpa; mientras que Diego, menos autoexigente, prefiere ocuparse de su hija, aunque eso signifique no cumplir con su trabajo. Si a todo esto añadimos las tensiones del entorno, la exigencia de educar a los hijos mejor que nadie, los traumas que arrastra cada uno de su propia familia, nos encontramos con que, quizás, lo extraño es que no se separe todo el mundo, incluso queriéndose. Y todo esto, Custodia repartida, lo cuenta francamente bien.

SORDA -DOS MUNDOS


Sorda (2025), dirigida por Eva Libertad, es una película única. La ópera primera de esta directora murciana desarrolla la propuesta de su cortometraje del mismo título, realizado en 2021, en el que se nos presentaba a Ángela, una mujer sorda con una pareja oyente, que se plantea tener un hijo. Sus dudas y miedos se plasman ahora en el largometraje ganador de un premio en el Festival de Berlín y gran triunfador en Málaga. La protagonista es una estupenda Miriam Garlo -hermana de la directora- de presencia magnética en la pantalla y con una capacidad tremenda para expresar sentimientos y para contar esta historia con su rostro, con su gestualidad. Su personaje se enfrenta a las particularidades que supone la maternidad para una mujer sorda y en la película nos muestran cómo es su vida: su pareja, Héctor (Álvaro Cervantes), sus padres -Elena Irureta y Joaquín Notario-, sus compañeros de trabajo, sus amigos, los padres con los que coincide en la escuela infantil. Con un estilo naturalista, Sorda describe con precisión el silencioso mundo de Ángela, un mundo dentro de otro, el de los oyentes, lo que provoca su aislamiento y una tremenda sensación de soledad que multiplica sus inseguridades. El tema de la maternidad se presenta entonces desde una perspectiva completamente diferente a nada que hayamos visto: ¿Cómo es dar a luz para una mujer sorda? ¿Qué siente una madre que no puede oír el llanto de su bebé cuando tiene hambre?. Eva Libertad nos cuenta todo esto de forma rigurosa, sin sentimentalismos y sin forzar momentos dramáticos, desde lo cotidiano. Poco a poco, la historia y los personajes se van desarrollando, pero, desde el principio, la mirada humanista de la directora consigue que esta historia sea emocionante. La pareja que forman Ángela y Héctor engancha y consigue meternos dentro de un mundo desconocido para la mayoría. Pero hay algo más. La temática de Sorda marca también cómo está construida la película. Mencionemos el montaje de las escenas de diálogo entre personajes que signan. Y mencionemos también el uso de los subtítulos durante toda la cinta. ¿Habéis pensado alguna vez que una persona sorda en España no puede ver cine español en una pantalla grande?. Ver esta película en el cine, con personas signando en las butacas, que por primera vez se ven reflejadas en la pantalla, es una emoción añadida a la experiencia. Sorda es un sólido drama que habla de temas universales desde una perspectiva particular que se eleva todavía más artísticamente cuando la directora decide meternos de lleno en la experiencia de Ángela, en un tramo final arriesgado, casi experimental, que provoca una emoción profunda.

UNA BALLENA -MISTERIOSA MUJER


Una ballena
(2025), dirigida por Pablo Hernando, es un film extraño, una mezcla imposible de estilizada película sobre el mundo criminal y la fantasía lovecraftiana. Quizás, por eso, el primer plano de la cinta, la silueta recortada de la protagonista, Ingrid (Ingrid García-Jonsson), contra un fondo que nos muestra el puerto de una ciudad portuaria indeterminada, recuerda a un cuadro del pintor surrealista René Magritte, porque Hernando crea un universo, parecido al nuestro, pero en el que los sueños se mezclan con lo real.  Ingrid es una eficiente y hierática asesina a sueldo que se mueve en un submundo de contrabandistas que luchan por mantener su negocio clandestino. Así aparece Melville, un veterano contrabandista en el ocaso de su vida, al que da vida un estupendo Ramón Barea, capaz de inyectar humanidad y realidad en el estilizado universo azul creado por Hernando. Melville es el motor de dos tramas en la película: la venta de una valiosa y misteriosa mercancia a un millonario; y su rivalidad con un empresario que pretende hacerse con el control del puerto y eliminarle del negocio. Paralelamente, Ingrid cumple con sus asesinatos asignados y vive algo parecido a una historia de amor con Jonás (Kepa Errasti). Y es en el desarrollo dramático en lo que quizás falla esta película, que avanza argumentalmente de forma accidentada, con una narrativa paralizada debido a una planificación de encuadres simétricos, como viñetas de cómic, como escenas de un videojuego. Herrando crea una atmósfera fantastique que recuerda a Under the Skin (2013) de Jonathan Glazer, en la que existen extrañas criaturas de las profundidades marinas, y si el título de la película y el nombre del personaje de Barea, remiten, claro, al clásico Moby Dick, y a su autor Herman Melville, hay que hablar también del director Jean-Pierre Melville, cuyo asesino a sueldo interpretado por Alain Delon en El silencio de un hombre (1967) puede haber servido perfectamente de modelo para Ingrid. 
Una ballena es una película extraña, esquiva, que gana enteros según avanza el metraje y cuyas poderosas imágenes pueden acabar generando culto.

LA FURIA -ALEX Y LOS LOBOS


La Furia
(2025) arranca con la violación de su protagonista, Alex (Ángela Cervantes), agredida sexualmente sin aviso, en la oscuridad, en una escena durísima, precisamente, porque no nos enseña nada más que los sonidos del horror. A partir de ese instante trágico, la cámara no se despegará de la protagonista, que tendrá que lidiar con el dolor, la vergüenza y la culpa de lo que le ha pasado. L
a energía de Ángela Cervantes desborda la pantalla en una interpretación visceral, de una fuerza primitiva, que puede ser una de las interpretaciones del año. La acompaña un estupendo Àlex Monner, que da vida al hermano de Alex, Adrián, cuyo personaje parece siempre en tensión, siempre al borde de la explosión. Adrián, más que apoyar a la víctima que es su hermana, reaccionará también furioso, como si hubiese sido atacado él mismo, enardecido, quizás por el vínculo de la sangre. Estos hermanos podrían ser, por cierto, los mismos personajes de Jauría (2018), el primer cortometraje dirigido por Gemma Blasco, que da un paso adelante con este su segundo largometraje, inspirado en su propia experiencia personal. Blasco arriesga con un film que se va transformando en su desarrollo: del drama realista y social, a la revenge movie pasando por el metacine que propone el teatro clásico como espejo vigente de la realidad: el poder mítico de las heroínas griegas Antígona, Electra y Medea se apoderará de Alex en la que puede ser la mejor escena de la película -el teatro era el tema principal de la ópera prima de Blasco, El Zoo (2018)-. En La Furia la violación, más que un problema social, es una tragedia que transforma profundamente a su protagonista. Un elemento trangresor que despierta en Alex a un animal salvaje y furioso, capaz de desollar a un jabalí, disparar un rifle, o preguntarse por primera vez por qué su madre no se ha vengado nunca de su padre. Alex encontrará a una mentora en una directora teatral a la que da vida Ana Torrent, actriz que conecta La Furia con Cría cuervos (1976) y en general con el cine de Carlos Saura, el autor de Bodas de sangre (1981) Flamenco (1995) y, sobre todo, La caza (1966). Como Saura, Blasco trasciende la realidad de su propio relato y juega con los tiempos narrativos, con lo real y lo imaginado, con los recuerdos y los sueños, con el deseo y la frustración de la víctima que se quedó callada. ¿Qué es real y qué es imaginación?. No importa demasiado, porque todo es cine. Y es necesario citar también la sombra de la francesa Julia Ducornau, porque aquí vemos la sangre roja y las vísceras de Crudo (2016) y el atrevimiento formal y temático de Titane (2021).

MISERICORDIA -REGRESO AL HOGAR


Es para mí el del francés Alain Guiraudie es un cine misterioso y poderoso cuyas imágenes parecen obedecer a una lógica diferente a la del cine convencional. Guiraudie practica un cine inusual en el que es complicado anticiparse a lo que nos van a contar. Misericordia (2025) es una película que parece única, aunque parta de un planteamiento tan manido como el regreso al pueblo del protagonista, Jérémie Pastor (Felix Kysyl), tras la muerte del padre de un amigo de su infancia. Esto da pie a un relato extraño, en el que vamos descubriendo elementos del pasado de Jérémie y sobre todo a los personajes que habitan ese pequeño pueblo rural: sus amigos de la infancia Walter (David Ayala) y Vincent (Jean-Baptiste Durand), la madre de este último, Martine (Catherine Frot), y el párroco (Jacques Develay). Todos ellos -y algún vecino más- acaban formando una comunidad excéntrica, que parece ocultar algo. Pero es difícil señalar de dónde proviene la extrañeza de las imágenes y escenas que nos presenta Guiraudie: en los primeros compases de la trama todo parece homoerótico, los cuerpos, la forma de tocarse -y de pelearse- de los hombres, los comentarios sobre los juegos y rivalidades de la adolescencia, las miradas furtivas mientras se comparte la acogedora mesa de la cocina. En los alrededores del pueblo hay un bosque por el que los personajes deambulan y se cruzan, en principio para recoger setas, pero no podemos evitar que vuelvan a la memoria las imágenes de El desconocido del lago (2014). Lo que parece un drama sobre lo reprimido se convierte, tras un giro de guión, en suspense hitchcokiano para luego acabar decantándose por una negrísima comedia, que provoca una risa que nos sorprende porque no sabemos de dónde ha salido. Misericordia despliega una serie de temas sorprendentes como la atracción homosexual pero también la homofobia que obliga a mantenerse dentro del armario; el complejo de Edipo y los celos del príncipe destronado; la pasión no correspondida y la culpa; todo contado de una forma casi surrealista que en algo recuerda a Alain Resnais y al llorado David Lynch. Una comedia existencialista en la que el bien y el mal son conceptos vaciados de contenido.

LA CHICA DE LA AGUJA -EL MUNDO ES UN LUGAR HORRIBLE


Siempre he pensado que el cine, esencialmente, es cine Fantástico. Un genio como Ingmar Bergman, interesado sobre todo en los problemas existenciales, la culpa y la fe, o los conflictos de pareja, incursionó de lleno en el género de terror con una película como La hora del lobo (1968), pero en su obra anterior y posterior también se cruza en ocasiones esa frontera entre el realismo y la fantasía, si es que existe. La chica de la aguja (2025) del director sueco-polaco Magnus von Horn, narra hechos inspirados en lo real, pero lo hace con las herramientas del cine de terror. El film escrito por el propio Horn y Line Langebek Knudsen es un relato asfixiante escenificado en Dinamarca, justo después de la Primera Guerra Mundial, y nos muestra la miseria de los desamparados. Alguno podría decir que se regodea en ella. 
Pero esta descripción de la pobreza no da lugar a una obra de realismo social sino que está plasmada en la pantalla de forma estilizada, en un blanco y negro que nos remite a las sombras marcadas del expresionismo alemán -el director de fotografía polaco Michal Dylek hace un trabajo espectacular-, convierte esta historia basada en hechos reales en un oscuro cuento. La trama está protagonizada por una mujer en tiempos machistas, una heroína melodramática que no hará más que sufrir durante todo el metraje. Karoline (Vic Carmen Sonne) se irá enfrentando a desgracias varias: el abandono de su marido, un embarazo no deseado, la precariedad laboral, las deudas permanentes y la amenaza constante del desahucio. Frente a Karoline, otra mujer, Dagmar (Trine Dyrholm), que describe el mundo como 'un lugar horrible' y aparece retratada como si fuera una bruja, la de los cuentos de hadas. El escenario que dibuja La chica de la aguja puede estar situado en el siglo XX, pero la pobreza y la ignorancia parecen más propios de la Edad Media azotada por la peste que nos mostró Murnau en Fausto (1926), o a la primitiva e intolerante Austria del siglo XVIII que nos muestra la reciente El baño del diablo (2024). El de la película es un mundo de partos no deseados y abortos clandestinos, niños abandonados, fábricas de trabajadores esclavizados, y ferias ambulantes en las que se muestran fenómenos de feria. Un mundo cruel que nos enseña que la desigualdad y la pobreza llevan a deshumanizar todos los aspectos de la vida y en el que lo único que importa es sobrevivir, aunque sea a fuerza de morfina, éter o queroseno. No hay verdaderos villanos en esta historia: aunque todos los personajes hacen cosas terribles, el verdadero culpable es el sistema. La chica de la aguja, nominada al Óscar a la mejor película internacional, es una obra divisiva, pero también una de las mejores del año.

ADOLESCENCIA -EL MISTERIO DE UN HIJO


Lo que cada espectador debe decidir sobre Adolescencia (2025), miniserie estrenada en Netflix, es si el contenido justifica la forma. El artefacto, creado por Jack Thorne y Stephen Graham y dirigido por Philip Barantini, se sirve del plano secuencia como vehículo para contar una historia de alto impacto, la de un padre, Eddie Miller (Graham) que un día se despierta con la policía en su puerta porque su hijo, Jamie (Owen Cooper) ha sido acusado de asesinato. La decisión de contar algo en un solo plano sin cortes ya fue ensayada por este mismo equipo creativo en la película Hierve (2021) y, lógicamente, marca todas las decisiones narrativas. Aunque esté realizada en un solo plano, Adolescencia tiene una puesta en escena e incluso se puede hablar de un 'montaje' ya que la cámara se aleja y se acerca a los personajes cambiando los valores de plano según las necesidades de la historia. Lo que no tiene, claro, esta miniserie son cortes, lo que elimina la elipsis narrativa propia del lenguaje cinematográfico. Así, nos encontramos con 'tiempos muertos' dentro de la narración, en los que vemos a personajes recorriendo pasillos, subiendo y bajando escaleras, o cruzándose con otros para pasar de una escena a la siguiente. La ausencia de montaje, precisamente, obliga a estos 'intercambios' entre personajes, ya que estamos ante una historia más bien coral que nos muestra diferentes facetas y reacciones sobre un mismo hecho trágico y traumático. Este puede ser un punto relevante, ya que el plano secuencia puede parecer más adecuado para seguir a un único personaje, para mantener un único punto de vista. Al evitar una subjetividad única en el relato y apostar por un punto de vista múltiple, Adolescencia se convierte en una compleja coreografía de actores que se mueven, entran y salen, de cosas que ocurren delante del objetivo. El logro técnico -en el segundo episodio la cámara alza el vuelo gracias a un dron para mostrarnos un plano aéreo- es la principal virtud de esta producción, lo que no quiere decir que no podamos cuestionar la idoneidad de contar esta historia de esta manera. El equipo de marketing de la serie y de la plataforma se han encargado de dejar muy claro que no hay ningún truco digital en esos cuatro planos secuencia, uno por capítulo, que conforman la miniserie. Cada uno de esos episodios nos cuenta, de forma separada, un momento de la historia, valiéndose de amplias elipsis entre cada entrega. Así, en el primer capítulo, el plano secuencia parece estar completamente justificado, ya que imprime una sensación de inmediatez, de urgencia, ante el shock emocional de la entrada de la policía en una casa familiar para llevarse a un niño a comisaría. El que no haya cortes ayuda también a expresar la tensión y la zozobra que genera en los padres lo que está ocurriendo y el tener que esperar mientras la policía hace su trabajo y cumple con procedimientos no precisamente ágiles ni humanos. Es una idea hitchcockiana la de estos agentes que, simplemente, hacen su trabajo mientras una familia se desmorona ante las dudas y la culpa del crimen que presuntamente ha cometido el niño. Este primer episodio resulta redondo y hace esperar buenas cosas de esta serie. 

La segunda entrega de Adolescencia es la más aparatosa -también la más espectacular- y la que parece menos enfocada argumentalmente. La pareja de policías que se encarga del caso -interpretados por Ashley Walters (Asher D) y Faye Marsay- busca información en el instituto en el que estudia el niño acusado. La cámara los sigue, pero también se desvía convenientemente para enseñarnos las reacciones de los alumnos y de los compañeros y profesores de Jamie, trazando un dibujo algo difuso sobre el ecosistema en el que vivía el adolescente, un mundo de redes sociales y acoso escolar. En el tercer capítulo el plano secuencia no parece tener demasiado sentido: la acción gira alrededor de solo dos personajes, en una sola habitación casi siempre, sentados ante una mesa. Se trata de Jamie y una trabajadora social que psicoanaliza al menor, Briony Ariston (Erin Doherty), que mantienen un duelo interpretativo de alto nivel. El uso del plano secuencia sirve aquí para imprimir intensidad a las interpretaciones de ambos, cuyo mérito está en sostener la intensidad, casi sin interrrupciones, como si estuvieran sobre un escenario teatral. El episodio resulta, sin embargo, algo repetitivo y está lastrado por un tercer personaje, el guardia de seguridad, cuyo personaje parece una caricatura. El cuarto y último capítulo nos traslada de nuevo en el tiempo y el espacio para ver cómo afecta a los padres -Graham y Christine Temarco- y a su hermana -Amélie Pease- el encarcelamiento de Jamie. Aquí el plano secuencia tampoco parece estrictamente necesario, ya que la historia parece bastante distentida y gira dramáticamente sobre la culpa que siente la familia. El gran alarde técnico del episodio es el viaje en coche que hace la familia desde su casa a una tienda, sin ningún corte visible, que sin embargo parece pirotecnia innecesaria. 

Llegados al final de Adolescencia nos encontramos con una ficción que gira alrededor de una sola idea: el misterio que es cualquier adolescente, la incapacidad de unos padres para conectar con su hijo en un mundo complejo de relaciones y redes sociales tóxicas en el que los valores tradicionales, el esfuerzo y el trabajo duro, ya no significan nada. Pero a partir de esa idea no hay una progresión argumental ni temática, ni una evolución de los personajes mínimamenbte satisfactorias. Un despliegue técnico e interpretativo, eso sí, y un planteamiento potente que no explora los temas que enuncia y que se conforma simplemente con plantear preguntas. Quizás no hace falta nada más, ya que la serie es un éxito, una de las sensaciones del año.

LA VIDA BREVE -LAS MISERIAS DE LA REALEZA


Puede ser que la historia esté condenada a repetirse y sobre esta idea se apoya la comedia de La vida breve, creada por Cristóbal Garrido y Adolfo Valor. Estamos ante la parodia de las películas de época, en la que se busca decididamente el contraste entre la lujosa recreación de escenarios y vestuarios, de los encorsetados ambientes y la pompa de palacio en el siglo XVIII, y el poco edificante retrato de reyes, reinas y príncipes con no demasiadas luces. Pero quizás a esta serie no le hace ningún favor presentarse como una comedia porque, si bien contiene varias escenas capaces de provocar la risa, sus intenciones trascienden lo cómico, siendo capaz de generar situaciones dramáticas o incluso un comentario político -aunque peque de naíf en su discurso final-. Basada en hechos reales y rodada en el verdadero Palacio Real de Madrid y en sus jardines, el empaque de La vida breve es puro lujo: todo gracias a la estupenda fotografía de María Codina y a un vestuario espectacular, además del maquillaje y la peluquería. Cada uno de esos elementos consigue trasladarnos a la época en la que ocurren los hechos y concretamente al momento en el que Felipe V abdica en favor de su hijo, Luis I, dando pie al reinado más breve de la historia de España. La clave de la comicidad es cómo los hechos narrados tienen un eco en nuestro presente, ya sea por contraste -ese poder absoluto que tenían los monarcas- como por semejanza -es imposible no hacer conexiones cuando vemos a un rey de España de cacería-. El gran fuerte de la serie son sus actores y sus personajes. Los cuatro intérpretes principales están muy bien y, de hecho, tras seis capítulos se puede pensar que están poco aprovechados. Javier Gutiérrez es un actor siempre solvente y aquí resulta de nuevo sobresaliente al retratar a Felipe V como un tipo ridículo, pero también roto por la culpa; Leonor Watling es Isabel Farnesio, muy divertida como una reina manipuladora que odia España; Carlos Scholz también consigue retratar a Luis I como un imbécil, pero con buen corazón; y por último, Alicia Armenteros, como Luisa Isabel de Orleans, es un puro anacronismo, como si una mujer feminista y de izquierdas del siglo XXI hubiese viajado al pasado para hacer sangre con todas las injusticias de entonces. Pero de nuevo, aunque Armenteros está muy divertida, o precisamente por ello, nos quedamos con ganas de más. Hay que mencionar a un reparto de secundarios que también están estupendos, como Pepe Viyuela, Jorge Usón o un fantástico Héctor Carballo que lo mismo te hace reír que te emociona. Quizás la comicidad de La vida breve no acaba de dar en el clavo, pero es una serie atípica, que propone algo diferente y ciertamente interesante.

MORLAIX -AMOR Y MUERTE


Hay una paz, un reposo, en Morlaix (2025) que no es precisamente habitual en el cine actual. Justamente, no es un director convencional 
Jaime Rosales, que en su libro El lápiz y la cámara (2017) asegura que un cineasta tiene dos opciones, convertirse en un colaborador de las ideas del poder dominante o resistir y crear una estética diferente. En su primera película francesa, Rosales mantiene al espectador en un desequilibrio constante jugando con los formatos de pantalla, con el color y el blanco y negro, con los ralentizados, la repetición de secuencias, los saltos temporales que abarcan décadas y, por último, con el cine dentro del cine. La historia que se cuenta no puede ser más sencilla: en la ciudad francesa del título, en Bretaña, un grupo de adolescentes vive una historia de amor. Gwen (Aminthe Audiard) y su hermano pequeño acaban de sufrir la muerte de su madre, lo que, en cierto modo, les roba la inocencia. A este hecho trágico se suma la llegada de un nuevo alumno al instituto, Jean-Luc (Samuel Kircher), un chaval misterioso y romántico que pondrá patas arriba la vida de Gwen y de su novio Thomas, formando un triángulo amoroso de romanticismo arrebatado. Todo esto ocurre en los hermosos pero tristes paisajes de la bretaña francesa, en un tono nostálgico porque el relato está contado desde la tranquilidad de los hechos pasados, con el conocimiento de que la vida sigue. El amor y la muerte marcan las preocupaciones de la película y de los personajes, pero estos conceptos extremos están tratados sin tremendismo y con la distancia que imprimen los experimentos formales del autor. Y en esta película francesa de Jaime Rosales no puedo evitar ver la misma peluca morena que llevaba Anna Karina en Vivir su vida (1962) de Jean-Luc Godard, ni un reflejo de las lágrimas de aquella actriz cuando lloraba ante una pantalla de cine, en una de las imágenes más bellas jamás filmadas. Hay algo de rohmeriano en los juegos amorosos de los jóvenes protagonistas, y algo de Bresson en sus disertaciones sobre la vida, la muerte, el amor y la fe católica. ¿No son los triángulos amorosos un tema recurrente en la Nouvelle Vague? Gwen, Jean-Luc y Thomas recream el famoso baile de Banda aparte (1964) y su historia de amor a tres recuerda también a la que vivieron antes Jules y Jim (1962) persiguiendo a la inalcanzable Jeanne Moreau.

EL BAÑO DEL DIABLO -SALUD MENTAL


Veronika Franz y Severin Fiala siguen cultivando un cine de la crueldad tras Buenas noches, mamá (2014) y The Lodge (2019) en El baño del diablo (2024), película ganadora en el Festival de Sitges de 2024. Los austríacos plantean la historia de una mujer, Agnes -fantástica Anja Plaschg, ella es la película-, que, en la Austria del siglo XVIII, contrae matrimonio con Wolf (David Scheid), con la esperanza de llevar una vida feliz y tranquila formando una familia. Pero Agnes descubre que el orden social está muy lejos de proporcionarle la felicidad. Su personalidad, algo atípica, choca con la forma de ser de su marido, con las exigencias de su autoritaria suegra (Maria Hofstätter), y con los valores morales de la sociedad de la época, marcados por el extremismo religioso. La película que plantean Franz y Fiala es un drama realista de época que incide en el papel de la mujer como prisionera de la institución del matrimonio, que debe obediencia a su marido, debe encargarse del hogar y, además, ayudar en el trabajo. Agnes descubre que no encontrará amor en su marido, al menos no el que ella espera, y que su forma de ser no es comprendida ni compartida por su pareja ni por su suegra. Inspirada en hechos reales, el prólogo de la película nos muestra a una mujer lanzando a su bebé por una cascada para luego confesar su crimen. Esa imagen sirve como brújula de un argumento que se desarrolla cruelmente, en la línea de un Michael Haneke, asfixiando al personaje principal, que sufre lo que hoy llamamos depresión. El baño del diablo transcurre lenta e inexorablemente hacia la tragedia y quizás su desarrollo requería algún giro para ganar un interés mayor. Su mensaje queda claro desde el primer momento. Eso sí, sin recurrir a coartadas sobrenaturales, Franz y Fiala saben crear una atmósfera fantastique, malsana, cercana al terror, que conecta con las historias de brujas, con las religiones paganas, con el folk horror, aunque todo esto queda siempre, en segundo plano, ya que los directores prefieren potenciar el drama y los conflictos de su personaje central. Quizás el plano más político de esta cinta llega en su desenlace, cuando un grupo de villanos, tras una ejecución pública, se abalanza sobre la sangre y los restos de la víctima ajusticiada, para satisfacer los instintos más bajos y las supersticiones más ignorantes.

GRAND TOUR -REALIDAD Y FICCIÓN


El portugués Miguel Gomes -mejor director en el pasado Festival de Cannes- firma una obra apasionante en Grand Tour (2025), espléndido maridaje entre el cine de ficción y el documental, si estamos abiertos a la propuesta. La película narra, en su primera parte, el viaje de Edward (Gonçalo Waddington), un funcionario británico que huye de su prometida, Molly (Crista Alfaiate), atravesando varios países asiáticos, en un recorrido romántico y aventurero, de aliento clásico, con el colonialismo como tema de fondo, ambientado en 1919. Esta trama se presenta con las hechuras del cine clásico, en blanco y negro, en decorados recreados en estudios, vestuarios y peinados de época. Pero el mencionado viaje se muestra, y esta es la gran apuesta de la película, utilizando imágenes documentales actuales de los escenarios mencionados, Myanmar, Vietnam, Filipinas, Tailandia, Japón, China. Un recorrido exótico que hace pensar en el cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul y en los créditos de Grand Tour encontramos, precisamente, a su director de fotografía habitual, Sayombhu Mukdeeprom. Esta decisión formal, de primeras, resulta desconcertante, pero, poco a poco, imprime un tono único en este extraño y hermoso film -el mecanismo no es nuevo y lo usaba Gomes, por ejemplo, en el cortometraje Redemption (2013)-. Las imágenes modernas y cotidianas documentales -en varias ocasiones asistimos a representaciones teatrales de marionetas, que inciden en esa idea de ficción dentro de lo real- son un poco la versión actual de esas películas primitivas de cuando los hermanos Lumière enviaron el cinematográfo a viajar por todo el mundo -en Tabú (2012), Gomes también mostraba esa vocación por el cine primigenio- y crean una sensación de revelación, pero también una distancia con respecto a las escenas de ficción, haciendo que las desventuras de Edward resulten inocentes, aunque con encanto. Como si el endiablado tráfico en el Bangkok del siglo XXI evidenciara la indeferencia del mundo, que sigue girando sin atender al destino de unos personajes ficticios. Gomes juega con las imágenes y es capaz de mostrarnos precisamente a la motos y coches de Bangkok moviéndose al ritmo de El Danubio Azul de Johann Strauss. Sin embargo, es en la segunda parte de la cinta, en la que el punto de vista se transfiere a Molly, una mujer que sigue los pasos de su amado para descubrir por qué la abandonó, cuando Grand Tour vuela muy alto, consiguiendo momentos de emoción, a pesar de decisiones arriesgadas como la de confiar los instantes de mayor intensidad del relato a una voz en off. Un giro final precioso, en el que escuchamos a Bobby Darin cantando Beyond The Sea, cimenta la relación entre realidad y ficción que propone Gomes, redondeando una película tan exigente como magnífica.

A COMPLETE UNKNOWN -CANTANTE MUTANTE


¿Quién es Bob Dylan? En A Complete Unknown (2024), el director y coguionista James Mangold nos propone a un personaje en constante transformación, de personalidad líquida, que pasa de ser un chaval tímido que aparece de la nada para conocer a su ídolo Woody Guthrie (Scoot McNairy), a convertirse en el elegido para llevar la música folk a todo el mundo; o un rebelde sin causa cuya principal arma de destrucción de las ilusiones puestas en él es una guitarra eléctrica. La película está dirigida con mano firme por un director clasicista como Mangold, cuya gran virtud es darle todo el espacio posible a las canciones de Dylan que acaban contando la historia. Y en ella, el mítico cantante es un tipo escondido detrás de unas gafas oscuras, interpretado por un estupendo Timothée Chalamet, que se va transformando delante de nuestros ojos. Recordemos que Todd Haynes necesitó a varios actores -y una actriz- en I´m Not There (2007) para abarcar el inabarcable retrato de Dylan. Y las constantes transformaciones sirven, en realidad, al aparente significado de esta película, en la que Dylan es un personaje que intenta escapar de los roles -artista, genio, salvador, novio- que le imponen desde el exterior y sucesivamente los personajes que se van cruzando en su camino, como el benigno pero mefistofélico Pete Seeger -estupendo Edward Norton-; la inocente y terrenal artista Sylvie Russo (Elle Fanning) o la magnética Joan Báez -una irresistible Monica Barbaro-. A Complete Unknown arranca con los orígenes de Dylan y tiene su clímax en la famosa 'controversia eléctrica' de 1965 -un período reflejado ya por Martin Scorsese en el documental No Direction Home (2005)-. El momento histórico de Estados Unidos que se refleja es ese instante de idealismo, optimismo y revolución que acaba con el asesinato de JFK, con el fin de la inocencia, y tras el cual vendrían Vietnam, Nixon y hasta Reagan. La película de Mangold dialoga de alguna manera con otra obra de Mangold, En la cuerda floja (2005), gracias a la presencia de Johnny Cash (Boyd Holbrook) que aquí juega también su papel en inyecta en Dylan la rebeldía propia del rock & roll. Pero quizás el diálogo más interesante de A Complete Unknown sea con dos películas contemporáneas. Por un lado, es interesante comparar la figura paterna de Seeger (Norton) con el maquiavélico abogado Roy Cohn (Jeremy Strong) en The Apprentice (2024), en la que seguimos la evolución de Donald Trump. Pero más interesante todavía es comparar al personaje de Dylan con el de otro héroe encarnado por Chalamet, nada menos que el Paul Atreides de Dune: Parte 2 (2024) que también se convierte en la encarnación de lo que un grupo de personas, un pueblo, espera. Si en la segunda parte de Dune el héroe se transformaba en un tirano posiblemente corrompido por el poder, aquí, un cantante folk, que ha conseguido conectar con el espíritu de su tiempo con una canción -The Times They Are A-Chaging- decide dinamitar su propia ascensión al poder, cabrear a todo el mundo, y dejar que cada uno se busque la vida como pueda. El personaje de Dylan no es, en absoluto, simpático en esta película, pero quizás su forma de encarar el éxito sea la más noble posible. Un recorrido, por cierto, que trae a la memoria el del protagonista de otra película reciente, Arthur Fleck, que entre Joker (2019) y Joker: Folie à Deux (2024) también renuncia a convertirse en el mesías que todos esperan. Arthur Fleck, por cierto, interpretado por Joaquin Phoenix, que fue antes Johnny Cash.

TARDES DE SOLEDAD -A VIDA O MUERTE


Ni taurina ni antitaurina, puede parecer un chiste, pero así es Tardes de soledad (2025) de Albert Serra, la ganadora de la Concha de Oro del Festival de San Sebastián. No es que el director catalán peque de equidistante, ni de tibio, sino que Serra ha hecho una película honesta -su primer largometraje documental, aunque no sé si se pueden aplicar estas categorías a su cine- que no hace ninguna concesión, ni entiende de bandos enfrentados. Serra es un artista que hace películas y en la lidia de Andrés Roca Rey a varios toros sobre la arena encuentra la materia prima para una obra espléndida, plásticamente subyugante, que se apoya en la tensión de la fina línea que separa la vida de la muerte. Una corrida tras otra, la cámara nos mete dentro de la plaza, muy cerca del torero, más cerca todavía del toro. El encuadre aisla a Roca Rey y nos lo muestra en cada lance jugándose la vida. La mirada perdida porque la concentración es máxima. Fuera de campo, los comentarios de su cuadrilla, los gritos del público en la plaza. Serra nos enseña una corrida de toros tal cual es: la respiración fuerte del animal herido y el resoplido del propio torero; la sangre que baña el lomo y que mancha el traje de luces, que salpica el rostro. El taurino encontrará en estas imágenes valor y épica; el animalista buscará razones para la denuncia. Es cuestión de perspectiva. Albert Serra nos pide encontrar la belleza en el horror, en la violencia. La reflexión surge de ver en la pantalla una corrida tras otra, una repetición como una serie de cuadros de un pintor que también nos desvela lo que se juega el torero cada tarde, de su conciencia de la existencia. Como Sísifio, vencer a la bestia solo significa tener que volver a empezar la tarde siguiente, en un ciclo sin fin que es el de la naturaleza misma. Entre corrida y corrida, se nos muestra el viaje en autocar de Roca Rey con su cuadrilla. Ojalá alguien que nos quiera y nos hable como la cuadrilla a Roca Rey. No están ahí para recordarle al emperador que es humano, sino todo lo contrario, le cantan sus hazañas, le aseguran que es el mejor de todos los tiempos. Serra nos muestra siempre a Roca Rey como torero, nunca rebaja la tensión enseñándonos momentos cotidianos. Es un director exigente con el público. Pero sí nos permite ser testigos de la ceremonia en la que se despoja de sus ropas mundanas para embutirse en el traje de luces, un ritual íntimo, que se acerca a lo patético, tras el que un chaval de 28 años se transforma en un héroe capaz de enfrentarse a la muerte corrida tras corrida. La gran virtud del film es que Serra reducir su anécdota a una situación clímax, despojándola de cualquier adorno, evitando explicaciones y palabrerías. El torero delante del toro. No hay más.