JURASSIC WORLD: EL RENACER -AQUÍ VAMOS OTRA VEZ


Siempre he pensado que, a pesar de la mala fama que tienen las secuelas, no hay ninguna razón para que una nueva entrega de una saga no pueda ser satisfactoria, si se hace con el espíritu adecuado. Jurassic World: El renacer (2025) es un ejemplo perfecto de que algo de razón tengo. El director Gareth Edwards, que ya se ha ocupado antes de franquicias tan complicadas como Star Wars, y que ha hecho de los monstruos gigantes su especialidad -Monsters (2010), Godzilla (2014)- refresca una serie tan gastada como la de Jurassic Park y Jurassic World, dos trilogías cuya calidad ha ido decreciendo con cada estreno, siempre bajo la sombra del maravilloso clásico que Steven Spielberg firmó en 1993. Edwards parece saber que nunca podrá estar a la altura del maestro y decide apostar por un cine entretenido y directo, sin mayores pretensiones, que no parece esforzarse en crear una nueva serie -eso ya se verá- y que juega con los elementos de la saga ya conocidos pero proponiendo variaciones. El planteamiento recuerda a la estupenda -y menospreciada- Parque Jurásico III (2001) de Joe Johnston, en el sentido de que coloca a un grupo de personas en el territorio de los dinosaurios para una aventura de pura supervivencia. El guión que firma nada menos que David Koepp -que vuelve a la saga tras adaptar la novela de Michael Crichton en la película original y en su secuela- no se desvía del carril de un parque de atracciones aunque mantenga de fondo un planteamiento moral que apela directamente a temas ecológicos y que coloca, de nuevo, a las grandes empresas -en este caso, farmacéuticas- como los verdaderos malos de la función. Siguiendo la estela de Alien: Romulus (2024), la película es una operación de reciclado de momentos de toda la saga, bien disimulados, que consiguen que el espectador tenga la sensación de estar ante una verdadera película de Parque Jurásico: aparecen la mayoría de los dinosaurios ya conocidos y se añaden terroríficos mutantes que siguen la estela de la trilogía de Jurassic World, y vuelven los guiños, cómo no, a la seminal Tiburón (1975). Protagoniza una estupenda Scarlett Johansson, eficaz en su papel de heroína de acción y con el carisma suficiente para soportar la película. La acompañan actores solventes como Mahershala Ali, Jonathan Bailey y Rupert Friend, que encarnan diversos personajes tipo de la saga: el enamorado de los dinosaurios, el empresario sin escrúpulos, etc. Hay que añadir, además, la presencia de una familia -Manuel García Rulfo, Audrina Miranda, Luna Blaise y David Iacono- que nos recuerdan que esto es cine para todos los públicos, lo que no quiere decir que Edwards no se permita coquetear con el terror en varios momentos. Hay además homenajes al cine de dinosaurios con el que crecimos, el de Cuando los dinosaurios dominaban la Tierra (1970), pero también al propio cine de Edwards: esa imagen de los saurópodos cortejándose con el precioso y recordado tema de John Williams no solo es un guiño a Spielberg, también a Monsters (2010); y en la rebeldía antisistema del grupo protagonista hay una conexión con la estupenda The Creator (2023). Jurassic World: El renacer es un blockbuster eficaz, muy entretenido, que vuela alto en algunos momentos y que los fans de los dinosaurios agradecemos, siempre.

F1 -ESPECTÁCULO PIROTÉCNICO


Basta ya de pedir disculpas por pasárselo bien en un cine. F1 (2025) es endiabladamente divertida y no hacen falta excusas por lo que no es. La película dirigida por Joseph Konsiski es un vehículo -perdonad el chiste- para Brad Pitt que aquí funciona en pantalla como una estrella de cine, de las de verdad, de las de antes. Pitt es el piloto veterano -veteranísimo- Sonny Hayes que, tras un traumático accidente en su juventud, vuelve a las carreras de máximo nivel por una última oportunidad para redimirse y ser campeón del mundo, para cumplir su gran sueño. Para ello le recluta el jefe de una escudería perdedora, un viejo amigo, Rubén Cevantes (Javier Bardem), que está a punto de perderlo todo. Hayes tendrá que competir con el joven piloto Joshua Pearce (Damson Idris) y ganarse la confianza del equipo, sobre todo de la ingeniera, Kate McKenna (Kerry Condon). El objetivo no es ser campeones de la Fórmula 1, sino ganar, aunque sea, una carrera. Y con esto, Kosinski fabrica una película que funciona como un tiro, pero que no admite escepticismos ni miradas irónicas: entretenimiento 
marca de la casa productora de Jerry Bruckheimer. Si el término 'americanada' sigue formando parte de tu vocabulario en 2025, esta no es tu película. F1 es una mezcla de Rocky (1976) y Top Gun: Maverick (2022) -dirigida esta última precisamente por Kosinski- en la que te crees al protagonista porque lo interpreta Brad Pitt, que tiene esa presencia en pantalla de las viejas estrellas de antes. Si aceptamos el juego que nos proponen es fácil dejarse llevar por un espectáculo cinematográfico de primer nivel con sus momentos épicos gracias a la música de Hans Zimmer, y un apartado visual increíble -la fotografía es de Claudio Miranda-, sobre todo si vemos esta película en una pantalla IMAX, en la que todo se conjuga para meternos dentro de un coche de carreras a máxima velocidad -el montaje lo firma Stephen Mirrione-. F1 es también, no nos engañemos, el mejor spot publicitario posible para este deporte del motor con multitud de cameos y guiños que seguramente alegraran a los fans. Y aunque la película no aspira a profundizar en los personajes ni en sus conflictos -el guión de Ehren Kruger se centra más bien en la mecánica de las carreras-, el héroe interpretado por Pitt sí que alcanza cierto peso dramático, llegamos a comprometernos emocionalmente con él, con este cowboy crepuscular luchando por mantenerse sobre el caballo en su último rodeo.

28 AÑOS DESPUÉS -BREXIT CANÍBAL


El director Danny Boyle y el guionista Alex Garland vuelven a unir fuerzas en 28 años después (2025), una aventura épica zombi ambientada en el mismo mundo de 28 días después (2002), esa película que inventó a los zombis que corren y que provocó la polémica friki más idiota que haya habido nunca sobre si son muertos vivientes o infectados. El resultado de esta nueva colaboración es una película fantástica, un sorprendente coming of age en el que un adolescente, Spike -estupendo Alfie Williams- debe enfrentar los aspectos más duros de la vida en un mundo en el que la isla de Gran Bretaña ha sido separada del resto del planeta y puesta en cuarentena por la infección zombi. Si eso no es una referencia al Brexit, yo no sé qué es. El guión de Garland plantea un mundo de masculinidades tóxicas y comportamientos tribales -recordemos Men (2022)- que rozan el folk horror, en el que Spike debe salir de la seguridad de su pueblo para enfrentarse a los monstruos que habitan ahora Inglaterra. Un ritual de paso que Boyle compara de forma clara, insertando atrevidamente imágenes de archivo, con los colegios privados, el servicio militar, el ejército y cualquier otra institución que tenga como tradición un bautismo traumático para que un chaval pueda sentirse hombre. Un ritual que en la película aparece marcado por el abandono de los símbolos de la infancia -la escalofriante escena de los Teletubbies; los Power Rangers- y que se lleva a cabo como una incursión de Spike y su padre, Jamie (Aaron Taylor Johnson), al territorio de los infectados, lo que el guión de Garland aprovecha para mostrarnos las reglas de este nuevo mundo. Tras este primer acto, Spike tendrá que enfrentarse a un verdadero desafío con la misión de salvar a su madre, Isla (Jodie Comer), lo que le llevará a buscar a un misterioso personaje interpretado por un fantástico Ralph Fiennes. Si el guión de Garland es directo y divertido, la puesta en imágenes de Boyle es fascinante, efectista y atrevida, mezclando imágenes de todo tipo, imprimiendo texturas que van desde el cine italiano de zombies y caníbales -con momentos verdaderamente terroríficos- al cine digital y sus trucos hiperrealistas. Los nuevos infectados recuerdan, más que a zombis, a cavernícolas antropófagos y la película no tiene problemas en poner un pie en lo fantástico con esos enormes trogloditas llamados 'alfa'. Garland llena el argumento de símbolos sobre el nacimiento, el sexo y la muerte, y Boyle se empeña en mantenernos entretenidos con secuencias de mucha tensión y temas musicales pop que son una maravilla. Con momentos sangrientos y escenas salvajes, 28 años después no se corta un pelo en cuanto a violencia y sangre a pesar de su vocación de blockbuster. Con una estructura epsiódica que recuerda a una serie de televisión, Boyle y Garland nos invitan a seguir explorando un escenario apocalíptico insertado en un mundo en el que la historia sigue adelante, como si nada -el personaje de Erik Sundqvist-, en el que puede ser el mensaje más actual y pertinente de la película.

BALLERINA -PELEA COMO UNA CHICA


No hay nada en Ballerina (2025) que no hayamos visto ya en Nikita (1990), Alias (2001-2006) o incluso Black Widow (2021), todas ellas versiones en femenino de la saga James Bond. Estamos por tanto, ante una reiteración de argumentos muy conocidos, que encima constituyen un spin of de la saga John Wick. Pero si en la primera entrega de aquella, protagonziada por Keanu Reeves, parte de la gracia era su absurdo detonante -un asesino a sueldo que busca vengarse de la muerte de su perro- aquí el motivo es mucho menos original: un padre que muere. Mil veces visto. La protagonista de Ballerina es Eve Macarro, una estupenda de Ana de Armas, a la que ya vimos en un rol similar, precisamente, en Sin tiempo para morir (2021) de la saga Bond. El arranque de la cinta, dirigida por Len Wiseman -con experiencia en films de acción protagonizados por mujeres-, es por tanto anodino, exasperantemente cronológico, y  nos cuenta el origen de la protagonista, su trauma, y su entrenamiento para convertirse en una eficiente asesina, esto último narrado en una secuencia muy poco inspirada. Es en el primer encargo como asesina de Eve cuando la película levanta el vuelo, con una discoteca como escenario en la que se desencadena una pelea de artes marciales y tiros al estilo del cine de Hong Kong, gran referente de la saga de John Wick. No falta la acción en Ballerina, todo lo contrario, la apuesta es no desperdiciar tiempo en desarrollar a los personajes y sus motivaciones para encadenar una pelea tras otra. Buenas intenciones que naufragan en una película entretenida, pero algo gris, cuyas dos horas de duración no se justifican. Eso a pesar de demostrar ingenio en varios momentos -la secuencia en la que Eve se vale de granadas para reventar a sus enemigos; la pelea en la que un enemigo acaba envuelto en plástico y se convierte en una bolsa llena de sangre; cuando Eve se defiende de su enemigo con unos patines de hielo o, sobre todo, el fantástico duelo de lanzallamas-. Pero a la cinta le falta brillantez o quizás la pausa mínima para que sus hallazgos sean relevantes. El estupendo reparto de actores como Anjelica Huston, Gabriel Byrne, Ian McShane, Lance Reddick, Norman Reedus y el propio Reeves, no es suficiente para insuflar vida en unos personajes que necesitan una caracterización más divertida, especialmente los villanos. Aún así, hay también momentos inspirados que parecen sinceros homenajes al cine: los puñetazos sobre un mando a distancia que hacen zapping en un televisor que pasa de las tortas de los tres chiflados a un momento icónico de Buster Keaton, santo patrón de todos los especialistas; o cuando el paso de un tren separa a Eve de sus perseguidores y se convierte en espectadora de una pelea mientras pasan los vagones, emulando los fotogramas de una película en celuloide que corren dentro del proyector.

RIDER -PEDALEA, FIO, PEDALEA


El cine es movimiento y todo lo demás es teatro filmado. Os pido pasar por alto esta exageración que hago con el solo fin de resaltar el mayor hallazgo de la película Rider (2025), tercer largometraje del director Ignacio Estaregui, en la que la protagonista es una joven subida a una bicicleta. A partir de esta premisa, el director ejecuta un ejercicio de estilo en el que todo gira alrededor de una repartidora, que sostiene toda la película, se mueve constantemente, en un drama que podemos definir como una pieza de cámara al aire libre. Porque el escenario de Rider es, lógicamente, la gran ciudad -la película está rodada en Zaragoza, pero podría representar cualquier metrópolis del siglo XXI-. Un decorado urbano de letreros luminosos y señales de tráfico -la fotografía es de Adrián Barcelona- con el que Estaregui consigue plasmar la soledad de la joven en plena calle, aunque muchas veces esté rodeada de gente. Una mezcla imposible de Ladrón de bicicletas (1948) y Corre, Lola, corre (1998) pasando por Take Out (2004) de Sean Baker, que conjuga el realismo social con la estilización y los giros del cine de género. La protagonista es Fio -estupenda Mariela Martinez Campos, que debe cargar con todo el peso de la cinta, y pedalear constantemente- una repartidora de comida, una de los 30 mil que hay en España en este colectivo de trabajadores precarios, explotados por las nuevas formas del capitalismo salvaje. Fio, además, es inmigrante, como la mayoría de los que se dedican a esto, concretamente, venezolana, una de las nacionalidades más presentes entre estos 'esclavos' modernos. Y los problemas a los que se enfrenta Fio en España son los de muchos migrantes: tiene que trabajar sin descanso, intenta estudiar para mejorar su situación, y, encima, debe enviar dinero a casa. Todo por un -supuesto- futuro mejor. Lo mejor de Rider es cómo nos cuenta toda la realidad de la protagonista -y por extensión una problemática social muy actual- sin abandonar nunca el sillín de la bicicleta, sobre la que pedalea incansable hasta experimentar un descenso a los infiernos que le cambiará la vida. Sumemos otro referente, el de la interesante Locke (2013) por cómo la heroína se comunica con otros personajes a través de su teléfono. Y además, de forma admirable, Estaregui consigue crear un personaje al que llegamos a conocer perfectamente, aunque no lleguemos a verla físicamente, como es el de la mejor amiga de Fio, Bernie (Victoria Santos). El guión también es capaz de crear situaciones de máxima tensión solo con el uso de la voz en off. Todo esto mientras Fio no deja de moverse a través de la ciudad, marcando un trayecto físico y visual, pero también emocional y personal.

SIRAT -PELÍCULA ACONTECIMIENTO


Un bloque negro de altavoces en mitad del desierto es la imagen que abre Sirat (2025) de Óliver Laxe. Y ante esa construcción humana aparecen, como salidos de la nada, un grupo de raveros que se contorsionan hipnotizados al ritmo de la música electrónica. Ese bloque nos hace pensar en las extrañas vibraciones que emitía el misterioso monolito de 2001: Una odisea del espacio (1968) y que tenía el poder de transformar a los antecesores del hombre -en la propia película se hace un paralelismo entre los altavoces y la Meca-. Y si nos fijamos en las formaciones rocosas que aparecen como escenario de la fiesta rave, la memoria cinéfila nos lleva al Monument Valley de John Ford. En Centauros del desierto (1956), Ethan Edwards (John Wayne) buscaba a su hija perdida, raptada por una temible tribu comanche y en Sirat, Luis (Sergi López), también sigue el rastro de Mar, su hija mayor, acompañado del hermano pequeño de esta (Bruno Núñez). La búsqueda obligará a Luis a seguir el rumbo, de fiesta en fiesta, de una caravana formada por raveros cuyo modelo es La parada de los monstruos (1932), un grupo de marginados que forma su propia familia y que llevará a este padre a sumergirse en su subcultura, en un viaje que también trae a la memoria Hardcore, un mundo oculto (1979), en el que otro padre (George C. Scott) desciende a los infiernos -del porno- en busca de su hija -y es que Paul Schrader intentó recrear la mencionada obra maestra de Ford en más de una ocasión-. Pero no conviene pensar que esta colección de referencias son las que dan forma a la trama de Laxe y su coguionista Santiago Fillol, solo las enumero en un intento de comunicar la riqueza de conexiones que surgen de un film estimulante, que precisamente juega en contra de las expectativas, y cuyas imágenes -la fotografía la firma Mauro Herce- pesan mucho más que la trama o los diálogos. Laxe parte de un realismo casi documental para crear esta ficción que se apoya en lo físico y polvoriento de una odisea por el desierto para llegar a la siguiente rave siguiendo los cantos de sirena de la música electrónica -que firma el francés Kangding Ray-. Los actores de la película, más allá de López, son personas reales en cuya piel, arrugas, tatuajes, ausencia de piezas dentales y amputaciones, transmiten la misma veracidad que en la arena o en las rocas del paisaje. Ellos son Jake Oukid, Tonin Javier, Richard Bellamyun, Stefania Gadda, y Joshua Liam Henderson, y Laxe -que ha escenificado en Marruecos tres de sus cuatro cintas- necesitaba sus rostros para hacerle frente al desierto, gran protagonista de esta película, como ya lo era en Mimosas (2016), en la que se anticipaba una imagen sugerente que ahora marca Sirat, la de los coches cruzando la inmensidad de un mar de arena. El director de Lo que arde (2019) se sirve de la hostilidad del desierto mortal para decirnos que el fin del mundo hace tiempo que ha llegado -no hace falta apelar a un futuro distópico como en la saga Mad Max- y utiliza el drama de Luis o la búqueda del trance sonoro y lisérgico de los raveros como metáfora de nuestra ensimismada sociedad actual: mientras vivimos contemplando sombras en una caverna y apagamos la radio para no escuchar las noticias, ocurren conflictos que marcan la vida y la muerte de los que viven en el mundo real, esos que cruzan un desierto sin futuro y sin esperanza.

EL JOCKEY -LA GRAN APUESTA


Tras deslumbrar con El ángel (2018), el director argentino Luis Ortega vuelve a demostrar su capacidad para crear una estética arrebatadora con El Jockey (2025), nominada al Goya a la mejor película iberoamericana. Aquí el personaje principal, Remo, tiene una afición parecida a la del Carlitos de la anterior película de Ortega: la de meterse en problemas -además de beber y drogarse todo lo posible-. Su profesión de jockey lo enmarca, claro, en sórdidos ambientes criminales de puro cine negro. Un grupo mafioso -al que dan vida Daniel Giménez Cacho, Daniel Fanego y Roberto Carnaghi, todos tipos duros y de 'carácter'- intenta controlar a Remo -sin éxito- utilizando matones que no consiguen realmente nada con nuestro lacónico protagonista, un extranjero existencialista, que se expresa con pocas palabras y permanece siempre con la mirada alucinada de los enormes ojos de Nahuel Pérez Biscayart. La pareja del jockey es Abril (Úrsula Corberó), otra talentosa jinete, pero lastrada al parecer por el machismo de sus jefes y por la maternidad. La película nos muestra las peripecias de Remo, pero Ortega abandona la narrativa convencional para dejarse arrastrar por un flujo alucinado de situaciones surreales. El director confirma su creatividad tras la cámara, su capacidad para crear atmósferas e imágenes potentes, el estupendo uso de la banda sonora (Sune Wagner) y los temas populares para conseguir efectos sorprendentes. La cinta se beneficia de la fotografía, nada menos, que de Timo Salminen, al que le debemos la filmografía de Aki Kaurismaki. El problema de El jockey es que, a pesar de la belleza extraña de sus imágenes y de sus ideas, y a pesar de su sentido del humor, puede resultar algo fría o distante para el espectador, quizás porque sus personajes no consiguen generar la suficiente empatía. Aún así, estamos ante una muy peculiar historia de cine negro, con toques de humor negro y temática queer que resulta sin duda estimulante por lo que tiene de juego en contra de nuestras expectativas.