FRANKENSTEIN -SIN NOTICIAS DE DIOS


Todo lo que ha hecho antes Guillermo del Toro en su carrera artística le ha llevado a dirigir Frankenstein (2025). Y las ideas del clásico literario de Mary Shelley han aparecido en diferentes formas en las películas anteriores del director mexicano: empezando por el miedo a la muerte -ya desde Cronos (1993)- nucleo primordial del género Fantástico y sobre todo, del terror; pero también la concepción del monstruo como un ser incomprendido, marginado, con una relación complicada con su padre/creador, presente desde Hellboy (2004) hasta la reciente Pinocho (2022). Como director ya consagrado, que ha gozado del éxito comercial, ha ganado el Óscar y con el cariño de los fans, Guillermo del Toro está ya en el momento perfecto para emprender la adaptación de una novela clave en el terror y la ciencia ficción. El resultado es su mejor película, que consigue ser al mismo tiempo la adaptación más fiel hasta la fecha del icónico texto -a pesar de los muchos cambios que introduce- y una obra tremendamente personal en la que reconocemos al mexicano. La historia de Víctor Frankenstein -esforzado Oscar Isaac-, un estudioso de la medicina que desafía las leyes divinas al crear un hombre artificial con partes de cadáveres, está plasmada con una belleza pictórica que merece una pantalla grande -no esperéis a verla en Netflix-. Guillermo del Toro es un creador de imágenes, y su película está cuidada hasta el mínimo detalle: la fotografía de Dan Laustsen, el diseño de producción, los decorados y el vestuario, todo es una maravilla que atrapa el ojo. Y el oído: porque la música de Alexandre Desplat es también magnífica. Frankenstein es tan arrebatadora visualmente que el argumento parece ir a la zaga: es un defecto habitual en el cine de Guillermo del Toro. Sin embargo, a pesar de algunos problemas de ritmo en el primer tramo de la historia, las decisiones del director funcionan, con los mencionados cambios interesantes con respecto al original, pero sobre todo, la película se beneficia de un estupendo reparto, que además de los actores principales, se compone de intérpretes solventes como Christoph Waltz, Charles Dance, David Bradley o Ralph Ineson. Este Víctor Frankenstein, más que un mad doctor como el icónico Colin Clive, ha heredado algo del espíritu de héroe romántico de la versión de Kenneth Branagh, pero también tiene un punto del egoísmo y la maldad del científico encarnado por el gran Peter Cushing para las películas de la Hammer. En todo caso, la película cuenta con el hallazgo del personaje de Elizabeth (Mia Goth), que no es simplemente el interés romántico del protagonista, sino su auténtico antagonista, una mujer a la altura de Frankenstein y sobre todo, la autoridad moral de la historia. Mia Goth, por cierto, hace algo habitual en su carrera: un doble papel, también como la madre de Víctor, en un guiño a los dos roles de Elsa Lanchester en La novia de Frankenstein (1935), en la que encarnaba a Mary Shelley y a la novia del título. Dicho todo esto, una adaptación de Frankenstein vale lo que vale su monstruo y este me parece el gran triunfo de esta adaptación. El arriesgado diseño y el fantástico trabajo de maquillaje consiguen plasmar por primera vez la idea original de Shelley: que el monstruo sea terrorífico, pero también hermoso, gracias a los rasgos y la imponente presencia física de un estupendo Jacob Elordi. Es, para mí, la única representación de la criatura que ha conseguido proponer algo diferente y memorable sin palidecer ante la imagen canónica del personaje, encarnada por Boris Karloff y creada por el maquillador Jack Pierce. Palabras mayores.

UNA CASA LLENA DE DINAMITA -EL DÍA ANTES


Seguramente tu trabajo ya no parecerá tan estresante tras ver Una casa llena de dinamita (2025). La directora Kathryn Bigelow convierte 20 minutos de amenaza en una película de casi dos horas que no da tregua al espectador. El planteamiento es potente: un misil nuclear de origen desconocido podría caer en suelo de Estados Unidos. El guión lo firma Noah Oppenheim, experimentado productor de programas periódisticos y premiado guionista de ficción, cuya principal virtud aquí es imprimir veracidad a las acciones de los personajes valiéndose de una descripción pormenorizada de los procedimientos y protocolos que intervienen ante una crisis con potencial apocalíptico. La premisa es sencilla y aterradora, el fin del mundo puede llegar en cualquier momento y pillarnos en nuestro rutinario día a día. La historia arranca mostrándonos a una serie de personajes que desempeñan diferentes labores políticas, de defensa y seguridad nacional dentro del Gobierno de Estados Unidos, interpretados por actores más que solventes: Rebecca Ferguson, Anthony Ramos, Jared Harris, Jason Clarke, Tracy Letts, Idris Elba y varios más. A los personajes los vemos primero en sus ambientes cotidianos, con sus seres queridos y enfrentados a los problemas de todo el mundo, en breves pinceladas de caracterización, justo antes de llegar a sus puestos de trabajo, en los que los vemos desempeñarse de manera casi aburrida, como si nunca fuese a pasar nada. Hasta que algo ocurre. Bigelow realiza entonces un magnífico ejercicio de tensión que estira esos 20 minutos en los que se supone que el misil hará impacto, hasta la desesperación del espectador. Estamos ante una película de guión, en la que escuchamos constantemente siglas que nos son desconocidas y terminología técnica y militar ininteligible, pero, aún así, el relato engancha y mantiene el interés de manera ejemplar. Bigelow consigue mantener el pulso gracias a contar el mismo relato varias veces, desde diferentes puntos de vista, aportando nueva información cada vez más aterradora. El mensaje principal es, claro, el pánico nuclear, el peligro siempre presente de que todo el planeta vuele por los aires sin que nadie sepa exactamente por qué. Pero hay además una estupenda reflexión sobre el estrés laboral y la eficacia profesional. Todos los personajes que vemos son profesionales consumados que saben hacer bien su trabajo, pero también son seres humanos con dudas, inseguridades y miedos como los de todo el mundo. No hay aquí héroes ni individualismos capaces de salvar el mundo. Ni siquiera a los Estados Unidos.

LOS DOMINGOS -TERROR RELIGIOSO


Me imagino a la directora Alauda Ruiz de Azúa con una sonrisa perversa tras estrenar Los domingos (2025) en las salas de cine y dejar, en la mente del espectador, un montón de preguntas incómodas. Su película sigue la línea de la ambigüedad y de sugerir más que contar que ya encontramos en la magnífica miniserie Querer (2924) y que poco tiene que ver con su ópera prima, Cinco lobitos (2022), estupendo drama que conseguía encandilar a los espectadores con humanidad y emoción. La tercera película de la directora apuesta por la frialdad y la distancia para contarnos la historia de una adolescente que decide ser monja y el cataclismo que eso provoca en su familia. Las relaciones de parentezco son el interés central de la obra, todavía temprana, de esta autora nacida en Baracaldo. Pero el calor y la ternura de su mencionada primera cinta han desaparecido de sus historias. Tras encarar una comedia romántica por encargo de Netflix, Eres tú (2023), 
Alauda Ruiz de Azúa parece estar siguiendo la senda de crueles observadores de la realidad como Kubrick, Haneke o el primer Lanthimos. En Los domingos la protagonista es una mujer madura, Maite (Patricia López Arnáiz), cuyo punto de vista se mantiene durante casi toda la historia, ya que no se desvela demasiado sobre lo que pasa dentro de la cabeza del personaje principal, su sobrina Ainara (Blanca Soroa), la niña que decide apartarse del mundo para vivir en un convento de clausura y de cuyas motivaciones solo se nos dan pistas externas. El tercer vértice de este drama familiar es el padre de Ainara, Iñaki (Miguel Garcés), personaje también misterioso y distante, un enigma sin resolver. El argumento se centra sobre todo en los dos personajes femeninos, cuya evolución transcurre de forma paralela: Ainara se encuentra dividida entre seguir su vocación religiosa o vivir una vida normal. Lo primero, en pleno siglo XXI, parece una decisión extrema y sospechosa. En la película vemos siempre desde fuera a los curas y monjas que aparecen como personajes: la sonriente madre superiora a la que da vida Nagore Aranburu tampoco da pistas sobre si es una bondadosa líder espiritual o una pérfida manipuladora. La cámara nos muestra la rutina de las hermanas en el convento de forma objetiva, pero reflejando, claro, un escenario de paz, despojado de conflictos, un lugar que parece seguro y ordenado. Alauda Ruiz de Azúa establece una comparación entre el convento y el mundo adolescente de Ainara, donde encontramos lo típico: teléfonos móviles, reguetón y juegos con bebidas alcohólicas. Todo parece conducir, por cierto, a una sola cosa: el sexo. En esta comparación podemos encontrar una primera pista sobre el sentido de Los domingos: la vocación religiosa es una postura extrema, claro, pero la alternativa, una existencia corriente, haciendo lo que todo el mundo, en una sociedad que parece haber sido despojada de valores, de ilusiones y de sentido, no resulta atractiva. El espejo del futuro de Ainara es su tía Maite, una madre que apenas se relaciona con su hijo y que parece haberse desenamorado de su pareja (Juan Minujín). La crisis existencial de Maite, su mala relación con su pareja y con su hermano, no ofrecen, desde luego, un referente atractivo para su sobrina. Alauda Ruiz de Azúa coloca a este personaje en una suerte de film de terror psicológico, en el que, como Rosemary, solo ella ve que su sobrina podría ser víctima de una conspiración. En Los domingos, la directora condena el modelo tradicional que establece la familia como pilar de la sociedad, pero, al mismo tiempo, reconoce que no existe una alternativa. No hay salvación posible.

SPRINGSTEEN: DELIVER ME FROM NOWHERE -SALUD MENTAL


El director Scott Cooper hace un trabajo encomiable esquivando los clichés del biopic musical en Springsteen: Deliver Me From Nowhere (2025), proponiendo desviaciones interesantes a lo que podría haber sido un mero trabajo de encargo, eso sí, sin dejar nunca de tener en cuenta al público más amplio posible. En la presentación europea de la película en Madrid, el director reconoció una implicación emocional especial y personal en el proyecto: su padre lo introdujo en la música de Bruce Springsteen y este falleció justo antes de empezar el rodaje. Y es que uno de los temas centrales de la historia que se cuenta aquí -basada en el libro de Warren Zanes- 
es la relación entre el cantante y su padre, un hombre atormentado, violento, con problemas de adicciones y, sobre todo, de salud mental. Cooper utiliza esta subtrama como el motor principal de los conflictos del protagonista, un asunto no resuelto que le impide ser feliz, mantener una relación de pareja sana e, incluso, disfrutar del éxito conseguido como músico. Deliver Me From Nowhere no es el relato del ascenso a la fama mundial de Springsteen, sino que la película comienza cuando el artista ya ha triunfado sobre los escenarios y sus canciones están en las listas de lo más vendido. Lo que nos cuentan es cómo el de New Jersey compuso y grabó el álbum Nebraska (1982), un intento de exorcizar sus fantasmas que iba en contra de los intereses de la discográfica y del sentido común, si lo que se quiere es seguir en la cresta de la ola de la industria musical. Un suicidio metafórico por parte de un artista que se busca a sí mismo, que evita aprovecharse de su éxito apareciendo en talk shows y protagonizando películas -¡de Paul Schrader!- porque prefiere tocar en un garito con unos amigos que tienen un grupo de versiones. Lo que cuenta Deliver Me From Nowhere seguramente sorprenderá a los que no sean fans de Springsteen y resulta muy interesante. Nos habla, en definitiva, de la creación artística, del choque entre la expresión personal y las imposiciones comerciales de la industria. En este sentido, la película de Scott Cooper brilla y sorprende cuando nos muestra un desarrollo argumental en el que vemos a Springsteen, simplemente, componiendo canciones y encontrando la inspiración en películas como Malas tierras (1973) de Terrence Malick. Durante varios minutos de metraje, Cooper se permite la contemplación de un artista en el proceso de creación, dejando que las imágenes de su film se mezclen con las del de Malick. Y no es la única referencia cinéfila: la relación entre Springsteen -de niño- y su padre encuentra también su reflejo, oscuro, en las poderosas imágenes de La noche del cazador (1955). Son elementos interesantes en una película con vocación comercial, apadrinada por el propio Springsteen, a la que hay que perdonarle algunos subrayados demasiado obvios, o que la preciosa fotografía -de Masanobu Takayanagi- y el preciosta diseño de producción -de Stefania Cella- edulcoren el relato de la vida del cantante. Un relato que, de hecho, nos hace descender en las oscuridades del alma del artista, en el trauma y en lo que ahora llamamos problemas de salud mental. Cooper se apoya en la estupenda interpretación de Jeremy Allen White y se permite que el clímax de su película sea el rostro de su protagonista contorsionado por el llanto. Pero es que cada actor de este reparto es excelente, sobre todo Jeremy Strong como el productor -y mentor espiritual de Springsteen-, Jon Landau; además de Stephen Graham, Paul Walter Hauser, David Krumholtz o Marc Maron. Springsteen: Deliver Me From Nowhere es un entretenimiento de primer nivel que consigue sortear los clichés del biopic, con interpretaciones sobresalientes y la poderosa música de The Boss, que además sorprende con una interesante reflexión sobre la creación artística.

UN SIMPLE ACCIDENTE -VÍCTIMAS Y VERDUGO


El arranque de Un simple accidente (2025) del iraní Jafar Panahi no puede ser más sugestivo: la casualidad hace que se crucen los destinos de un trabajador, que fue víctima de las torturas del régimen, con su posible torturador. Este hecho fortuito pone en marcha un motor argumental que nunca se detiene y que va acumulando situaciones y personajes, ya que otras posibles víctimas del verdugo se van presentando en la historia sucesivamente. El conflicto central es, claro, un dilema moral: ¿Tienen derecho las víctimas a la venganza? ¿No las deshumaniza eso y las iguala a los torturadores? Esta película, rodada con pulso urgente y de forma clandestina por Panahi, sirve para retratar un país, porque, durante la trama, somos testigos de cómo funciona la sociedad iraní a través de diferentes situaciones que van desde una boda hasta la llegada de una nueva vida al mundo. Y en esas situaciones, los personajes se revelan. El grupo de actores que forma el reparto, todos colocados alrededor de ese hombre que parece un tipo corriente, un padre de familia, pero que podría ser un cruel instrumento del poder, recuerda al elenco de una obra teatral y el propio Panahi cita la célebre Esperando a Godot de Samuel Beckett. Pero la historia ocurre en múltiples escenarios, lejos está de ser estática, y tiene momentos de puro cine, como el uso expresivo del sonido entrecortado de una pierna falsa que señala al sospechoso y que sirve también para una moraleja impactante: la víctima nunca podrá desprenderse del trauma de la tortura. Un simple accidente es una de las películas más importantes del año, aunque su desarrollo sea oscuro y desesperanzado. Panahi demuestra ser un humanista al atreverse a igualar víctimas y verdugo, pero no en el odio, sino en el sufrimiento. ¿Quién es culpable entonces?

LA DEUDA -CINE SOCIAL


Daniel Guzmán escribe, dirige y protagoniza La deuda (2025) un drama de tintes sociales que se puede ver como una radiografía del desolado panorama actual y de los problemas a los que nos enfrentamos como país. Uno de ellos es el desempleo, situación en la que se encuentra Lucas -el propio Guzmán- que convive y cuida de Antonia -entrañable Charo García, en su primer papel en el cine- una mujer mayor y dependiente. El tercer problema que se aborda es, quizás, el que lo engloba todo: la vivienda. Lucas y Antonia se enfrentan a un desahucio inminente y el primero hará todo lo posible por encontrar dinero lo más rápido que pueda para no quedarse sin techo. Y eso significa, claro, problemas. Guzmán, en su tercera obra como director, se muestra ambicioso, ya que utiliza este planteamiento de realismo social para plantear un drama sobre los errores que cometen los desesperados y sobre la culpa, que muchas veces conlleva un castigo que puede ser necesario, pero no necesariamente justo. Guzmán introduce entonces otros temas, como la culpa -en el personaje de Itziar Ituño- y la solidaridad, encarnada en la enfermera a la que da vida Susana Abaitua. Y no tiene problemas, como director, en hacer que el argumento vaya mutando del conflicto social al drama íntimo e incluso se introducen elementos de thriller criminal y hasta algunas secuencias de acción. Un cóctel arriesgado, muy en la línea del cine actual -pienso en las películas de Jacques Audiard- pero que llevan a la película al límite de lo verosímil y al desequilibrio, por la acumulación de peripecias: la subtrama sobre la pérdida y la culpa se habría beneficiado de un desarrollo mayor. Aún así, la película deja la sensación de un esfuerzo encomiable por parte de Guzmán.

BALA PERDIDA -STRIKE ONE


De alguna forma, lo mejor y lo peor de Darren Aronofsky es su ambición artística. Una vocación de trascendencia que resultaba promotedora en Pi (1998) y que ha dado pie a una carrera tan irregular como interesante. Así, sin mucho ruido, se estrena en cartelera Bala perdida (2025) en la que el autor de ¡Madre! (2019) parece abandonar sus ínfulas de autor para entretenernos con un thriller que mezcla violencia y risas partiendo de un planteamiento hitchcockiano: un hombre común, un simple barman llamado Hank (Austin Butler), se ve envuelto por casualidad en una trama criminal que pone en grave peligro su vida y la de todos los que lo rodean. El escritor Charlie Huston adapta su propia novela en una historia que puede resultar inverosímil -¿y qué más da?- pero que es ciertamente divertida: Aronofsky es un buen narrador y sabe hacer uso de la planificación y del montaje para mantener el motor en marcha. Bala perdida parece una película de los 90 y de hecho está ambientada en Nueva York en 1998: diálogos ágiles, personajes cool, situaciones extremas y referencias a la cultura popular -en este caso, el béisbol, el punk rock-, violencia, algo de sexo y mucho humor (negro), en la línea del primer Tarantino o Guy Ritchie. La clave del éxito son los personajes: Butler se deja querer, pero, además, está Zoë Kravitz como la novia que cuaqluiera querría tener, además de actores de reparto con tanto carisma como Matt Smith, Regina King -y hasta un caricaturesco Bad Bunny- y en papeles menores unos estupendos Vincent D'Onofrio, Liev Schreiber y Carol Kane -por no hablar del cameo de Laura Dern, esperad hasta el final- y un Griffin Dune que parece haber sido elegido en el casting para decirnos que esto es una versión punk de Jo ¡Qué noche! (1985) de Martin Scorsese. Hay que aplaudir entonces que Aronofsky se tome la molestia de entretenernos durante 90 minutos, algo que tampoco resulta sencillo de hacer, pero sí hay que reconocer que esta puede ser su película más convencional -ese trauma que debe superar el protagonista-. Después de todo estamos hablando del director de cintas fallidas tan interesantes como La fuente de la vida (2006)  o la inclasificable Noé (2014). Lo comido por lo servido.