Es para mí el del francés Alain Guiraudie es un cine misterioso y poderoso cuyas imágenes parecen obedecer a una lógica diferente a la del cine convencional. Guiraudie practica un cine inusual en el que es complicado anticiparse a lo que nos van a contar. Misericordia (2025) es una película que parece única, aunque parta de un planteamiento tan manido como el regreso al pueblo del protagonista, Jérémie Pastor (Felix Kysyl), tras la muerte del padre de un amigo de su infancia. Esto da pie a un relato extraño, en el que vamos descubriendo elementos del pasado de Jérémie y sobre todo a los personajes que habitan ese pequeño pueblo rural: sus amigos de la infancia Walter (David Ayala) y Vincent (Jean-Baptiste Durand), la madre de este último, Martine (Catherine Frot), y el párroco (Jacques Develay). Todos ellos -y algún vecino más- acaban formando una comunidad excéntrica, que parece ocultar algo. Pero es difícil señalar de dónde proviene la extrañeza de las imágenes y escenas que nos presenta Guiraudie: en los primeros compases de la trama todo parece homoerótico, los cuerpos, la forma de tocarse -y de pelearse- de los hombres, los comentarios sobre los juegos y rivalidades de la adolescencia, las miradas furtivas mientras se comparte la acogedora mesa de la cocina. En los alrededores del pueblo hay un bosque por el que los personajes deambulan y se cruzan, en principio para recoger setas, pero no podemos evitar que vuelvan a la memoria las imágenes de El desconocido del lago (2014). Lo que parece un drama sobre lo reprimido se convierte, tras un giro de guión, en suspense hitchcokiano para luego acabar decantándose por una negrísima comedia, que provoca una risa que nos sorprende porque no sabemos de dónde ha salido. Misericordia despliega una serie de temas sorprendentes como la atracción homosexual pero también la homofobia que obliga a mantenerse dentro del armario; el complejo de Edipo y los celos del príncipe destronado; la pasión no correspondida y la culpa; todo contado de una forma casi surrealista que en algo recuerda a Alain Resnais y al llorado David Lynch. Una comedia existencialista en la que el bien y el mal son conceptos vaciados de contenido.
LAS NOVIAS DE GWANGI
LA CHICA DE LA AGUJA -EL MUNDO ES UN LUGAR HORRIBLE
Siempre he pensado que el cine, esencialmente, es cine Fantástico. Un genio como Ingmar Bergman, interesado sobre todo en los problemas existenciales, la culpa y la fe, o los conflictos de pareja, incursionó de lleno en el género de terror con una película como La hora del lobo (1968), pero en su obra anterior y posterior también se cruza en ocasiones esa frontera entre el realismo y la fantasía, si es que existe. La chica de la aguja (2025) del director sueco-polaco Magnus von Horn, narra hechos inspirados en lo real, pero lo hace con las herramientas del cine de terror. El film escrito por el propio Horn y Line Langebek Knudsen es un relato asfixiante escenificado en Dinamarca, justo después de la Primera Guerra Mundial, y nos muestra la miseria de los desamparados. Alguno podría decir que se regodea en ella. Pero esta descripción de la pobreza no da lugar a una obra de realismo social sino que está plasmada en la pantalla de forma estilizada, en un blanco y negro que nos remite a las sombras marcadas del expresionismo alemán -el director de fotografía polaco Michal Dylek hace un trabajo espectacular-, convierte esta historia basada en hechos reales en un oscuro cuento. La trama está protagonizada por una mujer en tiempos machistas, una heroína melodramática que no hará más que sufrir durante todo el metraje. Karoline (Vic Carmen Sonne) se irá enfrentando a desgracias varias: el abandono de su marido, un embarazo no deseado, la precariedad laboral, las deudas permanentes y la amenaza constante del desahucio. Frente a Karoline, otra mujer, Dagmar (Trine Dyrholm), que describe el mundo como 'un lugar horrible' y aparece retratada como si fuera una bruja, la de los cuentos de hadas. El escenario que dibuja La chica de la aguja puede estar situado en el siglo XX, pero la pobreza y la ignorancia parecen más propios de la Edad Media azotada por la peste que nos mostró Murnau en Fausto (1926), o a la primitiva e intolerante Austria del siglo XVIII que nos muestra la reciente El baño del diablo (2024). El de la película es un mundo de partos no deseados y abortos clandestinos, niños abandonados, fábricas de trabajadores esclavizados, y ferias ambulantes en las que se muestran fenómenos de feria. Un mundo cruel que nos enseña que la desigualdad y la pobreza llevan a deshumanizar todos los aspectos de la vida y en el que lo único que importa es sobrevivir, aunque sea a fuerza de morfina, éter o queroseno. No hay verdaderos villanos en esta historia: aunque todos los personajes hacen cosas terribles, el verdadero culpable es el sistema. La chica de la aguja, nominada al Óscar a la mejor película internacional, es una obra divisiva, pero también una de las mejores del año.
ADOLESCENCIA -EL MISTERIO DE UN HIJO
Lo que cada espectador debe decidir sobre Adolescencia (2025), miniserie estrenada en Netflix, es si el contenido justifica la forma. El artefacto, creado por Jack Thorne y Stephen Graham y dirigido por Philip Barantini, se sirve del plano secuencia como vehículo para contar una historia de alto impacto, la de un padre, Eddie Miller (Graham) que un día se despierta con la policía en su puerta porque su hijo, Jamie (Owen Cooper) ha sido acusado de asesinato. La decisión de contar algo en un solo plano sin cortes ya fue ensayada por este mismo equipo creativo en la película Hierve (2021) y, lógicamente, marca todas las decisiones narrativas. Aunque esté realizada en un solo plano, Adolescencia tiene una puesta en escena e incluso se puede hablar de un 'montaje' ya que la cámara se aleja y se acerca a los personajes cambiando los valores de plano según las necesidades de la historia. Lo que no tiene, claro, esta miniserie son cortes, lo que elimina la elipsis narrativa propia del lenguaje cinematográfico. Así, nos encontramos con 'tiempos muertos' dentro de la narración, en los que vemos a personajes recorriendo pasillos, subiendo y bajando escaleras, o cruzándose con otros para pasar de una escena a la siguiente. La ausencia de montaje, precisamente, obliga a estos 'intercambios' entre personajes, ya que estamos ante una historia más bien coral que nos muestra diferentes facetas y reacciones sobre un mismo hecho trágico y traumático. Este puede ser un punto relevante, ya que el plano secuencia puede parecer más adecuado para seguir a un único personaje, para mantener un único punto de vista. Al evitar una subjetividad única en el relato y apostar por un punto de vista múltiple, Adolescencia se convierte en una compleja coreografía de actores que se mueven, entran y salen, de cosas que ocurren delante del objetivo. El logro técnico -en el segundo episodio la cámara alza el vuelo gracias a un dron para mostrarnos un plano aéreo- es la principal virtud de esta producción, lo que no quiere decir que no podamos cuestionar la idoneidad de contar esta historia de esta manera. El equipo de marketing de la serie y de la plataforma se han encargado de dejar muy claro que no hay ningún truco digital en esos cuatro planos secuencia, uno por capítulo, que conforman la miniserie. Cada uno de esos episodios nos cuenta, de forma separada, un momento de la historia, valiéndose de amplias elipsis entre cada entrega. Así, en el primer capítulo, el plano secuencia parece estar completamente justificado, ya que imprime una sensación de inmediatez, de urgencia, ante el shock emocional de la entrada de la policía en una casa familiar para llevarse a un niño a comisaría. El que no haya cortes ayuda también a expresar la tensión y la zozobra que genera en los padres lo que está ocurriendo y el tener que esperar mientras la policía hace su trabajo y cumple con procedimientos no precisamente ágiles ni humanos. Es una idea hitchcockiana la de estos agentes que, simplemente, hacen su trabajo mientras una familia se desmorona ante las dudas y la culpa del crimen que presuntamente ha cometido el niño. Este primer episodio resulta redondo y hace esperar buenas cosas de esta serie.
La segunda entrega de Adolescencia es la más aparatosa -también la más espectacular- y la que parece menos enfocada argumentalmente. La pareja de policías que se encarga del caso -interpretados por Ashley Walters (Asher D) y Faye Marsay- busca información en el instituto en el que estudia el niño acusado. La cámara los sigue, pero también se desvía convenientemente para enseñarnos las reacciones de los alumnos y de los compañeros y profesores de Jamie, trazando un dibujo algo difuso sobre el ecosistema en el que vivía el adolescente, un mundo de redes sociales y acoso escolar. En el tercer capítulo el plano secuencia no parece tener demasiado sentido: la acción gira alrededor de solo dos personajes, en una sola habitación casi siempre, sentados ante una mesa. Se trata de Jamie y una trabajadora social que psicoanaliza al menor, Briony Ariston (Erin Doherty), que mantienen un duelo interpretativo de alto nivel. El uso del plano secuencia sirve aquí para imprimir intensidad a las interpretaciones de ambos, cuyo mérito está en sostener la intensidad, casi sin interrrupciones, como si estuvieran sobre un escenario teatral. El episodio resulta, sin embargo, algo repetitivo y está lastrado por un tercer personaje, el guardia de seguridad, cuyo personaje parece una caricatura. El cuarto y último capítulo nos traslada de nuevo en el tiempo y el espacio para ver cómo afecta a los padres -Graham y Christine Temarco- y a su hermana -Amélie Pease- el encarcelamiento de Jamie. Aquí el plano secuencia tampoco parece estrictamente necesario, ya que la historia parece bastante distentida y gira dramáticamente sobre la culpa que siente la familia. El gran alarde técnico del episodio es el viaje en coche que hace la familia desde su casa a una tienda, sin ningún corte visible, que sin embargo parece pirotecnia innecesaria.
Llegados al final de Adolescencia nos encontramos con una ficción que gira alrededor de una sola idea: el misterio que es cualquier adolescente, la incapacidad de unos padres para conectar con su hijo en un mundo complejo de relaciones y redes sociales tóxicas en el que los valores tradicionales, el esfuerzo y el trabajo duro, ya no significan nada. Pero a partir de esa idea no hay una progresión argumental ni temática, ni una evolución de los personajes mínimamenbte satisfactorias. Un despliegue técnico e interpretativo, eso sí, y un planteamiento potente que no explora los temas que enuncia y que se conforma simplemente con plantear preguntas. Quizás no hace falta nada más, ya que la serie es un éxito, una de las sensaciones del año.
MORLAIX -AMOR Y MUERTE
Hay una paz, un reposo, en Morlaix (2025) que no es precisamente habitual en el cine actual. Justamente, no es un director convencional Jaime Rosales, que en su libro El lápiz y la cámara (2017) asegura que un cineasta tiene dos opciones, convertirse en un colaborador de las ideas del poder dominante o resistir y crear una estética diferente. En su primera película francesa, Rosales mantiene al espectador en un desequilibrio constante jugando con los formatos de pantalla, con el color y el blanco y negro, con los ralentizados, la repetición de secuencias, los saltos temporales que abarcan décadas y, por último, con el cine dentro del cine. La historia que se cuenta no puede ser más sencilla: en la ciudad francesa del título, en Bretaña, un grupo de adolescentes vive una historia de amor. Gwen (Aminthe Audiard) y su hermano pequeño acaban de sufrir la muerte de su madre, lo que, en cierto modo, les roba la inocencia. A este hecho trágico se suma la llegada de un nuevo alumno al instituto, Jean-Luc (Samuel Kircher), un chaval misterioso y romántico que pondrá patas arriba la vida de Gwen y de su novio Thomas, formando un triángulo amoroso de romanticismo arrebatado. Todo esto ocurre en los hermosos pero tristes paisajes de la bretaña francesa, en un tono nostálgico porque el relato está contado desde la tranquilidad de los hechos pasados, con el conocimiento de que la vida sigue. El amor y la muerte marcan las preocupaciones de la película y de los personajes, pero estos conceptos extremos están tratados sin tremendismo y con la distancia que imprimen los experimentos formales del autor. Y en esta película francesa de Jaime Rosales no puedo evitar ver la misma peluca morena que llevaba Anna Karina en Vivir su vida (1962) de Jean-Luc Godard, ni un reflejo de las lágrimas de aquella actriz cuando lloraba ante una pantalla de cine, en una de las imágenes más bellas jamás filmadas. Hay algo de rohmeriano en los juegos amorosos de los jóvenes protagonistas, y algo de Bresson en sus disertaciones sobre la vida, la muerte, el amor y la fe católica. ¿No son los triángulos amorosos un tema recurrente en la Nouvelle Vague? Gwen, Jean-Luc y Thomas recream el famoso baile de Banda aparte (1964) y su historia de amor a tres recuerda también a la que vivieron antes Jules y Jim (1962) persiguiendo a la inalcanzable Jeanne Moreau.
GRAND TOUR -REALIDAD Y FICCIÓN
El portugués Miguel Gomes -mejor director en el pasado Festival de Cannes- firma una obra apasionante en Grand Tour (2025), espléndido maridaje entre el cine de ficción y el documental, si estamos abiertos a la propuesta. La película narra, en su primera parte, el viaje de Edward (Gonçalo Waddington), un funcionario británico que huye de su prometida, Molly (Crista Alfaiate), atravesando varios países asiáticos, en un recorrido romántico y aventurero, de aliento clásico, con el colonialismo como tema de fondo, ambientado en 1919. Esta trama se presenta con las hechuras del cine clásico, en blanco y negro, en decorados recreados en estudios, vestuarios y peinados de época. Pero el mencionado viaje se muestra, y esta es la gran apuesta de la película, utilizando imágenes documentales actuales de los escenarios mencionados, Myanmar, Vietnam, Filipinas, Tailandia, Japón, China. Un recorrido exótico que hace pensar en el cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul y en los créditos de Grand Tour encontramos, precisamente, a su director de fotografía habitual, Sayombhu Mukdeeprom. Esta decisión formal, de primeras, resulta desconcertante, pero, poco a poco, imprime un tono único en este extraño y hermoso film -el mecanismo no es nuevo y lo usaba Gomes, por ejemplo, en el cortometraje Redemption (2013)-. Las imágenes modernas y cotidianas documentales -en varias ocasiones asistimos a representaciones teatrales de marionetas, que inciden en esa idea de ficción dentro de lo real- son un poco la versión actual de esas películas primitivas de cuando los hermanos Lumière enviaron el cinematográfo a viajar por todo el mundo -en Tabú (2012), Gomes también mostraba esa vocación por el cine primigenio- y crean una sensación de revelación, pero también una distancia con respecto a las escenas de ficción, haciendo que las desventuras de Edward resulten inocentes, aunque con encanto. Como si el endiablado tráfico en el Bangkok del siglo XXI evidenciara la indeferencia del mundo, que sigue girando sin atender al destino de unos personajes ficticios. Gomes juega con las imágenes y es capaz de mostrarnos precisamente a la motos y coches de Bangkok moviéndose al ritmo de El Danubio Azul de Johann Strauss. Sin embargo, es en la segunda parte de la cinta, en la que el punto de vista se transfiere a Molly, una mujer que sigue los pasos de su amado para descubrir por qué la abandonó, cuando Grand Tour vuela muy alto, consiguiendo momentos de emoción, a pesar de decisiones arriesgadas como la de confiar los instantes de mayor intensidad del relato a una voz en off. Un giro final precioso, en el que escuchamos a Bobby Darin cantando Beyond The Sea, cimenta la relación entre realidad y ficción que propone Gomes, redondeando una película tan exigente como magnífica.
A COMPLETE UNKNOWN -CANTANTE MUTANTE
¿Quién es Bob Dylan? En A Complete Unknown (2024), el director y coguionista James Mangold nos propone a un personaje en constante transformación, de personalidad líquida, que pasa de ser un chaval tímido que aparece de la nada para conocer a su ídolo Woody Guthrie (Scoot McNairy), a convertirse en el elegido para llevar la música folk a todo el mundo; o un rebelde sin causa cuya principal arma de destrucción de las ilusiones puestas en él es una guitarra eléctrica. La película está dirigida con mano firme por un director clasicista como Mangold, cuya gran virtud es darle todo el espacio posible a las canciones de Dylan que acaban contando la historia. Y en ella, el mítico cantante es un tipo escondido detrás de unas gafas oscuras, interpretado por un estupendo Timothée Chalamet, que se va transformando delante de nuestros ojos. Recordemos que Todd Haynes necesitó a varios actores -y una actriz- en I´m Not There (2007) para abarcar el inabarcable retrato de Dylan. Y las constantes transformaciones sirven, en realidad, al aparente significado de esta película, en la que Dylan es un personaje que intenta escapar de los roles -artista, genio, salvador, novio- que le imponen desde el exterior y sucesivamente los personajes que se van cruzando en su camino, como el benigno pero mefistofélico Pete Seeger -estupendo Edward Norton-; la inocente y terrenal artista Sylvie Russo (Elle Fanning) o la magnética Joan Báez -una irresistible Monica Barbaro-. A Complete Unknown arranca con los orígenes de Dylan y tiene su clímax en la famosa 'controversia eléctrica' de 1965 -un período reflejado ya por Martin Scorsese en el documental No Direction Home (2005)-. El momento histórico de Estados Unidos que se refleja es ese instante de idealismo, optimismo y revolución que acaba con el asesinato de JFK, con el fin de la inocencia, y tras el cual vendrían Vietnam, Nixon y hasta Reagan. La película de Mangold dialoga de alguna manera con otra obra de Mangold, En la cuerda floja (2005), gracias a la presencia de Johnny Cash (Boyd Holbrook) que aquí juega también su papel en inyecta en Dylan la rebeldía propia del rock & roll. Pero quizás el diálogo más interesante de A Complete Unknown sea con dos películas contemporáneas. Por un lado, es interesante comparar la figura paterna de Seeger (Norton) con el maquiavélico abogado Roy Cohn (Jeremy Strong) en The Apprentice (2024), en la que seguimos la evolución de Donald Trump. Pero más interesante todavía es comparar al personaje de Dylan con el de otro héroe encarnado por Chalamet, nada menos que el Paul Atreides de Dune: Parte 2 (2024) que también se convierte en la encarnación de lo que un grupo de personas, un pueblo, espera. Si en la segunda parte de Dune el héroe se transformaba en un tirano posiblemente corrompido por el poder, aquí, un cantante folk, que ha conseguido conectar con el espíritu de su tiempo con una canción -The Times They Are A-Chaging- decide dinamitar su propia ascensión al poder, cabrear a todo el mundo, y dejar que cada uno se busque la vida como pueda. El personaje de Dylan no es, en absoluto, simpático en esta película, pero quizás su forma de encarar el éxito sea la más noble posible. Un recorrido, por cierto, que trae a la memoria el del protagonista de otra película reciente, Arthur Fleck, que entre Joker (2019) y Joker: Folie à Deux (2024) también renuncia a convertirse en el mesías que todos esperan. Arthur Fleck, por cierto, interpretado por Joaquin Phoenix, que fue antes Johnny Cash.
TARDES DE SOLEDAD -A VIDA O MUERTE
Ni taurina ni antitaurina, puede parecer un chiste, pero así es Tardes de soledad (2025) de Albert Serra, la ganadora de la Concha de Oro del Festival de San Sebastián. No es que el director catalán peque de equidistante, ni de tibio, sino que Serra ha hecho una película honesta -su primer largometraje documental, aunque no sé si se pueden aplicar estas categorías a su cine- que no hace ninguna concesión, ni entiende de bandos enfrentados. Serra es un artista que hace películas y en la lidia de Andrés Roca Rey a varios toros sobre la arena encuentra la materia prima para una obra espléndida, plásticamente subyugante, que se apoya en la tensión de la fina línea que separa la vida de la muerte. Una corrida tras otra, la cámara nos mete dentro de la plaza, muy cerca del torero, más cerca todavía del toro. El encuadre aisla a Roca Rey y nos lo muestra en cada lance jugándose la vida. La mirada perdida porque la concentración es máxima. Fuera de campo, los comentarios de su cuadrilla, los gritos del público en la plaza. Serra nos enseña una corrida de toros tal cual es: la respiración fuerte del animal herido y el resoplido del propio torero; la sangre que baña el lomo y que mancha el traje de luces, que salpica el rostro. El taurino encontrará en estas imágenes valor y épica; el animalista buscará razones para la denuncia. Es cuestión de perspectiva. Albert Serra nos pide encontrar la belleza en el horror, en la violencia. La reflexión surge de ver en la pantalla una corrida tras otra, una repetición como una serie de cuadros de un pintor que también nos desvela lo que se juega el torero cada tarde, de su conciencia de la existencia. Como Sísifio, vencer a la bestia solo significa tener que volver a empezar la tarde siguiente, en un ciclo sin fin que es el de la naturaleza misma. Entre corrida y corrida, se nos muestra el viaje en autocar de Roca Rey con su cuadrilla. Ojalá alguien que nos quiera y nos hable como la cuadrilla a Roca Rey. No están ahí para recordarle al emperador que es humano, sino todo lo contrario, le cantan sus hazañas, le aseguran que es el mejor de todos los tiempos. Serra nos muestra siempre a Roca Rey como torero, nunca rebaja la tensión enseñándonos momentos cotidianos. Es un director exigente con el público. Pero sí nos permite ser testigos de la ceremonia en la que se despoja de sus ropas mundanas para embutirse en el traje de luces, un ritual íntimo, que se acerca a lo patético, tras el que un chaval de 28 años se transforma en un héroe capaz de enfrentarse a la muerte corrida tras corrida. La gran virtud del film es que Serra reducir su anécdota a una situación clímax, despojándola de cualquier adorno, evitando explicaciones y palabrerías. El torero delante del toro. No hay más.
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