Qué peliculón es Los Pecadores (2025), una fantástica obra dirigida por Ryan Coogler y protagonizada por su socio habitual, Michael B. Jordan. El director de Creed (2015) y Black Panther (2018) sorprende con una especie de revisión blaxploitation de Abierto hasta el amanecer (1996), mezclando el film de gángsteres de los años 30 con el cine de vampiros ochentero. Para ello, recrea los años de la ley seca en el sur de Estados Unidos, llevándonos a los campos de algodón en los que los afroamericanos vivían una existencia durísima, con el Ku Klux Klan todavía coleando y, sobre todo, en pleno auge del blues, con el mítico guitarrista Robert Johnson como principal referencia. La historia nos presenta a dos hermanos gemelos, Smoke y Stack -ambos interpretados por Jordan- que regresan a su pueblo natal en Missisipi para abandonar su vida criminal en Chicago y montar un local de música. Pero en el reencuentro con amores, seres queridos y amigos del pasado, se toparán con un ser maligno, Remmick (Jack O'Connell). Y es mejor no contar mucho más. El guión de Coogler se toma su tiempo para desarrollar su planteamiento, presentar el escenario histórico y a los personajes, pero todo ese tiempo invertido es una maravilla en cuanto a narrativa, puesta en escena, fotografía -que firma Autumn Durald-, una estupenda banda sonora original de Ludwig Göransson, además de unas interpretaciones perfectas de Miles Caton, Hailee Steinfeld, una imponente Wunmi Mosaku, y Delroy Lindo, entre otros. Todos estos elementos sirven a Coogler para regalarnos una cinta absorbente, endiabladamente entretenida que a pesar de sus referentes claros, resulta fresca y original, sobre todo cuando introduce una idea estupenda, la de la música como forma casi de religión y sobre todo de liberación que conecta a los pueblos de diferentes culturas y épocas. Divertida, intensa y sangrienta, Los Pecadores recupera el blockbuster sólido y bien hecho, que no depende de una marca conocida y que se atreve a crear una historia nueva, y que de paso toca temas como el racismo o la religión, teniendo la osadía de, en un gesto tarantiniano, cambiar la historia, aunque sea de forma anecdótica, con muchísima rabia. Es la película más cool del año.
LAS NOVIAS DE GWANGI
LOS PECADORES -CERRADO HASTA EL AMANECER
Qué peliculón es Los Pecadores (2025), una fantástica obra dirigida por Ryan Coogler y protagonizada por su socio habitual, Michael B. Jordan. El director de Creed (2015) y Black Panther (2018) sorprende con una especie de revisión blaxploitation de Abierto hasta el amanecer (1996), mezclando el film de gángsteres de los años 30 con el cine de vampiros ochentero. Para ello, recrea los años de la ley seca en el sur de Estados Unidos, llevándonos a los campos de algodón en los que los afroamericanos vivían una existencia durísima, con el Ku Klux Klan todavía coleando y, sobre todo, en pleno auge del blues, con el mítico guitarrista Robert Johnson como principal referencia. La historia nos presenta a dos hermanos gemelos, Smoke y Stack -ambos interpretados por Jordan- que regresan a su pueblo natal en Missisipi para abandonar su vida criminal en Chicago y montar un local de música. Pero en el reencuentro con amores, seres queridos y amigos del pasado, se toparán con un ser maligno, Remmick (Jack O'Connell). Y es mejor no contar mucho más. El guión de Coogler se toma su tiempo para desarrollar su planteamiento, presentar el escenario histórico y a los personajes, pero todo ese tiempo invertido es una maravilla en cuanto a narrativa, puesta en escena, fotografía -que firma Autumn Durald-, una estupenda banda sonora original de Ludwig Göransson, además de unas interpretaciones perfectas de Miles Caton, Hailee Steinfeld, una imponente Wunmi Mosaku, y Delroy Lindo, entre otros. Todos estos elementos sirven a Coogler para regalarnos una cinta absorbente, endiabladamente entretenida que a pesar de sus referentes claros, resulta fresca y original, sobre todo cuando introduce una idea estupenda, la de la música como forma casi de religión y sobre todo de liberación que conecta a los pueblos de diferentes culturas y épocas. Divertida, intensa y sangrienta, Los Pecadores recupera el blockbuster sólido y bien hecho, que no depende de una marca conocida y que se atreve a crear una historia nueva, y que de paso toca temas como el racismo o la religión, teniendo la osadía de, en un gesto tarantiniano, cambiar la historia, aunque sea de forma anecdótica, con muchísima rabia. Es la película más cool del año.
LA NIÑA DE LA CABRA -CINE FAMILIAR
Lo más importante para que una película funcione en un público infantil no son los efectos especiales, los personajes famosos, el humor, ni un ritmo vertiginoso. En mi experiencia como padre, encuentro que la clave está en que el niño se pueda sentir identificado con lo que ve. Que la historia esté contada desde su punto de vista. Eso es lo que consigue la directora Ana Asensio con La niña de la cabra (2025), su segunda película, una historia rigurosa y sensiblemente narrada desde la perspectiva de Elena (Alessandra González), una niña de ocho años que mantiene una relación muy estrecha con su abuela (Gloria Muñoz) y que se prepara para hacer la primera comunión. Asensio nos lleva al año 1988, cuando ETA seguía activa y secuestrando; la heroína era un problema social; los padres nos echaban el humo del cigarro a la cara; cuando todo el mundo hacía la comunión sin falta y, sobre todo, cuando los gitanos iban de plaza en plaza con su música y con la cabra. Es la mirada, no demasiado nostálgica, a un mundo que ya no existe y que la directora equipara al territorio de la infancia. La propia Asensio presta su voz a esa niña, para hablar desde el futuro y contarnos su historia, lo que imprime cierta distancia al relato, pero también una cercanía autobiográfica. La pequeña se enfrenta a los conflictos, las dudas y los miedos propios de su edad: el descubrimiento de la muerte, la búsqueda de la amistad y de la identidad propia, la idea de que sus padres -Lorena López y Javier Pereira- puedan llegar a separarse tras darse cuenta de que no se llevan nada bien. Asensio coloca en primer plano las primeras dudas sobre la fe de Elena, que sigue mecánicamente las órdenes del padre Carrillo (Enrique Villén), sin entender muy bien por qué. Es una niña algo rebelde que encontrará una vía de escape para sus frustraciones al conocer a una niña de etnia gitana, Serezade (Juncal Fernández), con la que vivirá una aventura que le cambiará la vida. Todo esto lo cuenta Asensio desde la mirada curiosa de esa niña y con ternura y sensibilidad, en una película preciosa, que juega con el formato cuando el mundo de la pequeña se ensancha y que tiene un tratamiento muy interesante de la imagen para introducir elementos fantásticos -y hasta terroríficos en algunos momentos- que aportan la magia de un cuento de la vida real. Ana Asensio se confirma como una mirada muy interesante en el panorama del cine español con una película apta para un público familiar pero muy diferente por su propuesta, su ritmo, su sensibilidad. Yo la he podido ver con mi hijo de 8 años y os puedo asegura que, cuando un niño sale haciendo tantas preguntas sobre lo que ha visto, es que la historia ha conectado con él.
MUY LEJOS -SACRIFICIO
La pregunta que flota todo el tiempo sobre la estupenda Muy lejos (2025) es qué motivos esconde el protagonista, Sergio -un muy sólido Mario Casas-, para someterse a algo muy parecido al auto exilio. ¿Por qué decide escapar de su realidad en España para vivir como un ciudadano de segunda en Países Bajos?. Los primeros compases de la película nos muestran lo peor de la masculinidad tóxica en un grupo de hinchas de un equipo de fútbol, El Espanyol, que han viajado para ver un encuentro de su equipo en una competición europea. La historia comienza cuando Sergio decide quedarse en Utrecht, viendo partir a sus amigos y a su hermano (Raúl Prieto). El director y guionista Gerard Oms debuta en este película contando muy bien lo significa ser un inmigrante: el trabajo precario, la discriminación, la incomunicación por no conocer el idioma, la vulnerabilidad ante los abusos e, incluso, el depender de la solidaridad, pero, sobre todo, la inmensa soledad de verse completamente desconectado de todo. La cámara sigue los pasos de Sergio de forma rigurosa, en un film que apuesta por el realismo social para mostrarnos a este callado personaje luchando contra todas las adversidades y entrando en contacto con nuevas personas que le ayudan o le rechazan -interpretados por Ilyass El Ouahdani, David Verdaguer, Nausicaa Bonín, y varios más-. Como he dicho, es el retrato perfecto de lo que sufre un inmigrante, si no fuera porque Sergio ha decidido vivir así voluntariamente. El protagonista parece encontrar cierta paz al reducir su vida a un estado de pura supervivencia, es un hombre que huye de algo, que, lógicamente, acaba siendo él mismo. Sergio es un extranjero de sí mismo, y el guión de Oms va dando pequeñas vistas sobre lo que ha reprimido, que se traduce en rabia, en miedo y, de nuevo, en esa tremenda soledad. Oms debuta con una película muy sólida, irreprochable y que consigue emocionar genuinamente en su desenlace, sin caer en sentimentalismos y apoyándose siempre en la perfecta interpretación de su actor principal. No en balde, Oms fue el coach personal de Casas y esa experiencia, esa confianza, se traduce en una interpretación memorable.
LA VIAJERA -CLASES DE FRANCÉS
El prolífico director surcoreano Hong Sang-soo práctica un cine de la calma. Sus sencillas historias nos obligan a replantearnos nuestras expectactivas cuando nos enfrentamos a una película. En La viajera (2025), Iris (Isabelle Huppert) es una mujer francesa en Corea del Sur que se dedica a dar clases particulares de francés siguiendo un curioso método pedagógico creado por ella misma. A partir de esta idea tan sencilla, Sang-soo va desarrollando una película en la que no parece haber, de primeras, ningún conflicto dramático. Iris da clases primero a una joven (Kim Seungyun) y luego a una pareja -Lee Hye-young y Kwon Hae-hyo- y todo se desarrolla a través de sencillas conversaciones que parecen casi improvisadas, presentadas en un plano fijo o con movimientos de cámara mínimos. No hay más. Y el espectador se pregunta, claro, cuáles son las intenciones del director, qué hay detrás de la historia que nos cuenta. Y eso también puede enganchar. Fiel a su estilo, Sang-soo nos presenta curiosas repeticiones: las dos alumnas de Iris tocan un instrumento, dicen sentirse felices al hacerlo y frustradas por no tener un mayor talento. También se repite hasta tres veces el encuentro en la calle con poemas escritos en piedras o en una placa en la fachada de un edificio. Son repeticiones misteriosas, que aportan extraños ecos en el relato y ritmo a la trama. Solo después de todo esto nos presenta Sang-soo un conflicto, entre el joven (Ha Seong-guk) que ha acogido a Iris y su madre (Yun-hee Cho). Una discusión que, para los estándares del autor surcoreano, es un estallido emocional que incluso sobresalta. Y luego vuelve la calma.
WARFARE: TIEMPO DE GUERRA -LA EXPERIENCIA DE UNA BATALLA
Dijo Francis Ford Coppola que su Apocalypse Now (1979) no era una película sobre Vietnam: era Vietnam. Salvando las distancias, Warfare: Tiempo de guerra (2025) de Alex Garland, también intenta tranmistir al espectador la experiencia bélica, pero no puede ser más distinta a la obra maestra de Coppola. Mantienendo la trama al mínimo -es curioso que Garland se hiciera conocido primero como guionista- Warfare nos avisa desde el primer momento que lo que vamos a ver está basado en los recuerdos de un grupo de soldados. A continuación, lo que se cuenta es cómo una unidad de combate en Irak, en 2006, se enfrenta a una misión que sale mal. Garland colabora y acredita como codirector a Ray Mendoza, un veterano marine que se encarga de mantener muy pegado a la realidad todo lo que vemos en la pantalla. Lo que se busca es el máximo verismo y mostrarnos cómo los jóvenes soldados -interpretados por Will Poulter, Kit Connor, Cosmo Jarvis, Joseph Quinn, Michael Gandolfini, Charles Melton, etc.- eligen una casa irakí como base de operaciones, la ocupan y luego se ven sitiados. Con buen pulso, Garland nos lleva desde los momentos de tensa espera a la acción frenética del tiroteo y luego al caos de las bombas y los heridos que deben ser rescatados. La idea es hacernos sentir en primera persona el fragor de la batalla y el horror del conflicto, por lo que el mensaje es claramente antibelicista. Garland evita cualquier desarrollo dramático, no conocemos a los personajes ni hay ninguna información emotiva que nos haga identificarnos con ellos: ni parejas, ni familias, ni siquiera filiaciones ideológicas o patrióticas. Garland evita mostrarnos a los superiores, y el enemigo apenas aparece en pantalla como figuras lejanas y sin personalidad. Lo que vemos son chavales asustados intentado ser profesionales en una situación sin contexto. En su anterior película, Civil War (2024), ya nos dijo Garland que no quería tomar partido, aunque sí lo hiciera al eleigir el punto de vista de unos periodistas de guerra. No sabíamos en ningún momento de qué bando eran los militares que aparecían en pantalla, pero sí se hacía una reflexión sobre el papel de la prensa que, en definitiva, se puede aplicar a toda la sociedad. En Warfare, Garland también se mantiene objetivo gracias al rigor que imprime en el relato, que describe hechos concretos y poco más. Pero la elección como argumento de una misión fallida dice mucho sobre sus intenciones -aunque el homenaje al sacrificio de los soldados sea inevitable- y quizás la imagen que resume la película, y cualquier guerra, es la de la familia irakí que se pasea desorientada por la que fue su casa, completamente en ruinas, cuando las dos facciones han abandonado el campo de batalla.
LO CARGA EL DIABLO -DOS O TRES EN LA CARRETERA
Hay algo en una road movie que siempre funciona. El trayecto que tienen marcado los personajes imprime una dirección clara en el relato, da movimiento al argumento, y facilita la identificación con el protagonista al convertirnos en su compañero de viaje. Sin ánimo de ser pedantes, nos podemos acordar de la Odisea, relato itinerario arquetípico que en el cine ha inspirado obras maestras como Centauros del desierto (1956) o estupendas cintas como O Brother! (2000), en las que el héroe, de alguna manera emprende un retorno a sus orígenes. Un coche, una carretera, un puñado de canciones, son todo lo que hace falta para montar una road movie, y eso es lo que hace Guillermo Polo en su debut en el largometraje, Lo carga el diablo (2025). Un escritor frustrado, Tristán (Pablo Molinero), se mete en un lío cuando decide transportar el cuerpo de su hermano (Isak Férriz) cruzando España, de Avilés a Benidorm, trayecto en el que se enfrentará a todo tipo de obstáculos en un tono de comedia negra grotesca. Los referentes de la película están claros: los perdedores existencialistas de los hermanos Coen, los ambientes criminales de poca monta de Quentin Tarantino, trasplantados al esperpento español en la línea de la recordada Airbag (1997). Por el camino del protagonista se van cruzando personajes variopintos, principalmente Álex (Mero González), una adolescente aficionada a las sustancias que trae su propia mochila y que se convertirá en la gran compañera de viaje de Tristán. Pero la película tiene además toda una fauna a la que dan vida Antonia San Juan y Manuel de Blas, Pino Montesdeoca y Emilio Buale -y hay que mencionar a la llorada Itziar Castro, en un breve papel-. Guillermo Polo tiene muy claras las imágenes de su película, de estética de cómic, con una cuidada fotografía que saca provecho a los paisajes que se van encontrando los protagonistas, y una vistosa dirección de arte de Carla Fuentes, además de una playlist con temas que van desde Pony Bravo hasta Dover pasando por Cálido Lehamo. El cóctel es potente y solo se resiente porque al guión le falta una base más sólida, aunque el segundo punto de giro sea realmente sorprendente y divertido. Polo gravita entre la comedia loca y la película de personajes, que acaban ganándose al espectador, sobre todo la pareja que forman Tristán y Álex -estupendos Pablo Molinero y Mero González- con los que nos volveríamos a subir al destartalado coche para coger corretera otra vez.
EL SEGUNDO ACTO -CINE, FICCIÓN Y CINE
Es el travelling, quizás, el movimiento de cámara que mejor representa el arte cinematográfico, el que mejor expresa que su esencia es el tiempo y, por tanto, el movimiento. Pero creo que nunca había visto que un director decidiese girar la cámara que realiza el travelling para mostrarnos los rieles por los que se mueve la misma, desnudando el truco, o, más bien, convirtiendo este recurso en un fin en sí mismo, en un bucle entre realidad y ficción. Esta es la esencia de la película El segundo acto (2025) del francés Quentin Dupieux. Si el autor de la reciente Daaaaaalí! (2024) suele jugar al metacine, aquí más que romper directamente derriba la cuarta pared: los personajes que nos presenta son actores muy conocidos del cine francés interpretando a actores muy parecidos a sí mismos -más no iguales- que se encuentran rodando una película. Léa Seydoux, Vincent Lindon, Louis Garrel y Raphaël Quenard entran y salen de sus personajes constantemente en una película que cuestiona directamente el cine en todos sus aspectos: la actual dictadura de lo políticamente correcto -¡Y el Me Too!- que puede ser necesaria pero esconde una tremenda hipocresía que acaba desactivando sus beneficios y convirtiendo el cine en algo muy falso; la vacuidad de las estrellas de cine, vistos como seres humanos inseguros y algo ruines; lo que sigue deslumbrando Hollywood -aunque esté representado por el muy independiente Paul Thomas Anderson-; la degradante transformación del cine como forma artística en 'contenidos' para plataformas, cuyos ejecutivos sueñan con utilizar la IA para abaratar costes y, sobre todo, para eliminar cualquier atisbo de alma, arte y humanidad -esta es la broma más corrosiva de la película, si tenemos en cuenta la participación de Netflix en la misma-. Sobre estos temas, Dupieux se despacha sin piedad, se permite ser muy incorrecto, y construye sus habituales sketches de humor para construir una película, como siempre, muy arriesgada. Lo más sorprendente de El segundo acto es cómo Dupieux se permite abandonar poco a poco la comedia para entrar en disquisiciones existencialistas -aunque siempre con humor- que dejan a un lado la crítica del cine como industria para reflexionar sobre cómo nuestra vida puede convertirse también en una ficción y a nosotros en espectadores de nuestra propia historia, lo que supone, ojo, una apuesta por la amoralidad.
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