SANGRE EN LOS LABIOS -AMOR Y CULTURISMO

La segunda película de la británica Rose Glass es un ejercicio de estilo con alma, titulado Sangre en los labios (2024). Un neo-thriller de estética ochentena que podría haber firmado Nicolas Winding-Rfn; iluminado con neones de haces refractados por el humo de los cigarrillos. Glass hace cine de género evitando todo lo posible el realismo -la fotografía de Ben Fordesman y la música de Clint Mansell imprimen un tono alucinado- pero evitando que el argumento sea demasiado predecible sirviéndose de imágenes lisérgicas, insertos misteriosos, lyncheanos, casi subliminales, que nos dicen que estamos ante una autora cinematográfica en busca de su propia -e interesante- voz. Glass nos introduce en un universo de fetiches por el músculo ciclado, las armas, los cigarrillos y la comida rápida, como haciendo un retrato estereotipado -y crítico- de la cultura -consumista- estadounidense- fundada sobre el pecado original de la violencia y con fantasmas enterrados en un barranco sin fondo. Sangre en los labios es un caramelo para la vista -y los oídos- y con eso sería suficiente. Pero el gran atractivo de la función es la pareja protagonista, la química que hay entre la estupenda Kristen Stewart y una Katy O’Brien que es pura dinamita. Dos protagonistas para el recuerdo enfrentadas a tipos despreciables interpretados por Dave Franco y sobre todo un Ed Harris aterrador, incluso con esa melena tan loca. Como trasfondo, temas de actualidad como la violencia machista -Jena Malone está irreconocible y fantástica- y el bullying, en una revenge movie con vocación de película de culto. Mola.

GODZILLA Y KONG: EL NUEVO IMPERIO -MUNDOS PERDIDOS

King Kong y Godzilla son -de lejos- los monstruos gigantes más conocidos del imaginario fantástico. Nacidos respectivamente en 1933 y 1954, el primero estadounidense y el segundo japonés, son además mitos puramente cinematográficos. El gigantesco simio nace de cruzar la aventura de El mundo perdido (1912) de Arthur Conan Doyle y el cuento de La Bella y la bestia, para fabricar un relato arquetípico que ha marcado todas sus adaptaciones cinematográficas -e incluso ha influido en las historias de otros monstruos menos conocidos- hasta llegar a esta nueva versión de Kong en el llamado Monsterverse. En estas historias, los protagonistas son siempre un grupo de exploradores que se aventuran en un territorio inexplorado, olvidado, congelado en un tiempo pasado. Y siempre, el gigantesco monstruo establece una relación con un ser humano femenino. En Godzilla y Kong: El nuevo imperio (2024) -de nuevo con Adam Wingard a los mandos- el esquema también se repite. La niña Jia (Kaylee Hottle) es de nuevo el vínculo con la humanidad de Kong y el grupo de aventureros encuentra un nuevo equivalente a la Isla Calavera esta vez, dentro de esa Tierra hueca que recuerda a Julio Verne. Godzilla, en cambio, parece menos útil aquí: y es que, en esencia, representa el apocalipsis -la bomba atómica, las catástrofes naturales, los horrores de la guerra, el cambio climático- por lo que Wingard elige mantenerle al margen para luego utilizarlo en su faceta de defensor de la humanidad que hace equipo con otros monstruos, según el rol más infantilizado que tuvo en la serie clásica de la japonesa Toho. La película de Wimgard está protagonizada por una actriz estupenda como Rebeca Hall y dos tipos con carisma como Dan Stevens y Brian Tyree Henry, pero sus personajes apenas tienen peso. Si el talón de Aquiles de las películas de monstruos siempre han sido los personajes humanos, aquí Wingard decide centrarse en las criaturas fantásticas -más humanizadas que nunca-, creando un ‘planeta de los simios’ para Kong, una aventura cavernícola muy divertida -y loca- que permite al espectador disfrutar de lo que ha venido a ver: combates entre bichos gigantes. Wingard se acuerda de los hijos perdidos de Kong y rinde homenaje -creo yo- a El hijo de Kong (1933) y El gran gorila (1949) de Willis O’Brien y se guarda la mejor sorpresa de la película -cuidado con el spoiler- al rescatar a una criatura del bestiario de la Toho cuya historia estaba inspirada, cómo no, en el King Kong original. El resultado es una película que es un festival de diversión sin pretensiones, que nunca decae. Imprescindibles para los fans del género.

PÁJAROS -DOS EN LA CARRETERA


Pau Durá, actor de amplia trayectoria, dirige su tercer largometraje, Pájaros (2024), protagonizada por dos de los actores más interesantes del panorama español -y ahora mismo en plena forma- como son Javier Gutiérrez y Luis Zahera. En estos intérpretes se apoya una película que se presenta como una desbocada road movie que recorre Europa por sus carreteras desde España hacia el lejano este. Obviamente, el viaje en coche durante tantos kilómetros le sirve a Durá y a sus intérpretes para desnudar a sus personajes y mostrarnos una emotiva evolución psicológica. La pregunta es si el viaje vale la pena, porque Pájaros es de esas cintas que demuestran lo complicado que es hacer cine y, encima, una buena película. La historia comienza renqueante, con un desequilibrio tremendo porque de Colombo (Javier Gutiérrez) lo sabemos todo desde el primer momento -es un gañán- y de Mario (Luis Zahera) -un tipo con amaxofobia- no sabemos nada hasta el extremo de que sus decisiones pueden resultar inverosímiles o forzadas. Así, con muchas dudas, emprendemos el viaje con estos dos personajes, a los que hay que sumar a una carismática Teresa Saponangelo cuyo papel, me parece a mí, sobra, al menos en el arranque. No sé si el hecho de que el protagonista lleve por nombre ‘Colombo’ es una referencia/homenaje al gran Peter Falk. Digo esto porque Durá se deja llevar por la energía -por momentos excesiva- de sus actores, con espíritu similar al de la obra de John Cassavetes. Pájaros es una película que permite el lucimiento y la libertad de sus actores, quizás en exceso. La película también tiene una faceta paisajística -la fotografía preciosista de David Omedes luce muy bien en pantalla- que ofrece momentos estéticamente muy disfrutables que van marcando el periplo interior de los protagonistas. Para cuando llegamos al final del trayecto, estos dos personajes, es verdad, consiguen emocionarnos, pero no me parece Pájaros una obra redonda ni satisfactoria: quizás demasiado episódica, demasiado ambiciosa en un intento de dibujar el mapa de Europa tocando demasiados temas de refilón -la corrupción española, la inmigración, la guerra-, cuando podría haberse centrado, un poco más, por ejemplo, en la afición ornitológica de su protagonista.

LOS COLONOS -EL NACIMIENTO DE UNA NACIÓN

 

Emulando al western, pero con facturas por cobrar con la historia, Los colonos (2023) nos traslada al Chile de principios del siglo XX, y nos presenta a un despiadado terrateniente dispuesto a todo para hacerse con el control del territorio -eso sí, sin mancharse las manos-. Su principal obstáculo: los habitantes originales de esas tierras, los indios. Así, José Menéndez (Alfredo Castro) envía a tres sicarios -tres hombres malos, pero nada fordianos- a aniquilar a las tribus que le están dando problemas. Ellos son un militar británico, MacLennan (Mark Stanley), un mercenario estadounidense (Sam Spruell) y un mestizo, Segundo (Camilo Arancibia). Comienza así un periplo por los inabarcables e inhóspitos paisajes de la Patagonia chilena, un territorio salvaje que saca lo peor de los colonos: asesinatos, violaciones y todo tipo de tropelías se suceden, en un intento de denuncia histórica. Los colonos es algo así como la hermana menor de Los asesinos de la luna (2023) que se interceptara con la estupenda Godland (2023). La película, dirigida por Felipe Gálvez Haberle, se queda en los planos generales -espléndidamente fotografiados por Simone D’Arcangelo- y no entra al cuerpo a cuerpo con los personajes: el retrato de MacLennan necesitaba más fuerza; el rencor de Segundo se queda en miradas de desaprobación; el tremendo drama de Kiepja (Mishell Guana) necesitaba de un mayor desarrollo dramático para que esa mirada final nos conmoviera realmente. Mencionemos la participación del director argentino Mariano Llinás en el guión y en un pequeño papel. La película mereció el premio FIPRESCI en el Festival de Cannes.

THE BEAST -VIDAS PASADAS

 

En La bestia (2024), Bertrand Bonello parece infectado todavía por el virus del miedo post-pandemia -su anterior película, Coma (2021) reflejaba la influencia de ese período vital- y nos narra una historia desde un futuro que no parece demasiado lejano, en el que las muñecas han sido animadas por la Inteligencia Artificial, seguimos llevando mascarillas y podemos acceder a posibles vidas pasadas. No importa que lo que nos cuenta Bonello sea real, simulado, o una película, su protagonista, una inmensa Léa Seydoux, que sigue madurando como actriz y aumentando su belleza -es ya una estrella del cine mundial-  es más que capaz de sostener la película y de reaccionar ante una pantalla verde o ante su coprotagonista, un estupendo George MacKay, quizás demasiado joven, pero con la capacidad de transmitir romanticismo e inquietud con la misma convicción, según el momento. Bonello nos habla del miedo, de la sensación de amenaza que sentimos constantemente los seres humanos a romper nuestra vida por amor, a hacernos mayores, pero también a una inundación, a un terremoto y, en definitiva, a la incertidumbre del futuro. Un miedo que nos impide ser felices y encontrar el verdadero amor, y que nos condena a repetir los mismos errores una y otra vez a pesar de que las posibles señales de que algo irá mal están allí -esa paloma agorera-. En realidad, Bonello entrelaza tres historias a través del tiempo, que en el fondo son la misma y en la que sus personajes -Seydoux y MacKay- intercambian roles. Es capaz de contarnos una historia de época de vestuario y decorados preciosos, que se inspira libremente en La bestia en la jungla de Henry James; mezclándola con un asunto mucho más actual sobre las complicaciones de la identidad de género -ella trabaja como actriz y modelo, pero ya ha sido desechada por su edad; él es un incel a punto de estallar- y la soledad y la incomunicación de las redes sociales. Bonello habla, sobre todo, de la soledad y nos dice que si a principios del siglo XX una encorsetada sociedad nos impedía ser felices, las modernas redes sociales, el desenfreno sexual de las discotecas o incluso la realidad virtual, no ofrecen precisamente consuelo.