En La bestia (2024), Bertrand Bonello parece infectado todavía por el virus del miedo post-pandemia -su anterior película, Coma (2021) reflejaba la influencia de ese período vital- y nos narra una historia desde un futuro que no parece demasiado lejano, en el que las muñecas han sido animadas por la Inteligencia Artificial, seguimos llevando mascarillas y podemos acceder a posibles vidas pasadas. No importa que lo que nos cuenta Bonello sea real, simulado, o una película, su protagonista, una inmensa Léa Seydoux, que sigue madurando como actriz y aumentando su belleza -es ya una estrella del cine mundial- es más que capaz de sostener la película y de reaccionar ante una pantalla verde o ante su coprotagonista, un estupendo George MacKay, quizás demasiado joven, pero con la capacidad de transmitir romanticismo e inquietud con la misma convicción, según el momento. Bonello nos habla del miedo, de la sensación de amenaza que sentimos constantemente los seres humanos a romper nuestra vida por amor, a hacernos mayores, pero también a una inundación, a un terremoto y, en definitiva, a la incertidumbre del futuro. Un miedo que nos impide ser felices y encontrar el verdadero amor, y que nos condena a repetir los mismos errores una y otra vez a pesar de que las posibles señales de que algo irá mal están allí -esa paloma agorera-. En realidad, Bonello entrelaza tres historias a través del tiempo, que en el fondo son la misma y en la que sus personajes -Seydoux y MacKay- intercambian roles. Es capaz de contarnos una historia de época de vestuario y decorados preciosos, que se inspira libremente en La bestia en la jungla de Henry James; mezclándola con un asunto mucho más actual sobre las complicaciones de la identidad de género -ella trabaja como actriz y modelo, pero ya ha sido desechada por su edad; él es un incel a punto de estallar- y la soledad y la incomunicación de las redes sociales. Bonello habla, sobre todo, de la soledad y nos dice que si a principios del siglo XX una encorsetada sociedad nos impedía ser felices, las modernas redes sociales, el desenfreno sexual de las discotecas o incluso la realidad virtual, no ofrecen precisamente consuelo.
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