Nosferatu (1922) es presumiblemente la mejor película que se haya hecho sobre la novela de Bram Stoker, si apelamos a su condición de clásico absoluto cinematográfico. Joya del cine mudo y del expresionismo alemán, la película de F.W. Murnau tiene una narrativa visual mucho más fluida y depurada que la sonora Drácula de Tod Browning, de 1931. Aunque el productor, artista y ocultista, Albin Grau, no consiguió los derechos de la viuda de Stoker -fallecido en 1912- la adaptación es bastante fiel a la peripecia de la novela, explotando su tono de melodrama y de aventura, aunque cambiando el desenlace para darle protagonismo a la heroína femenina, cuya pureza es la que acaba destruyendo al monstruo -idea que recoge la versión de Coppola- y con la ayuda de la luz solar, que a partir de aquí sería letal para cualquier vampiro en ficciones posteriores. El aterrador maquillaje de Max Shreck, está más cerca de la idea de Stoker, que no describe en la novela a un conde precisamente atractivo, aunque a partir de Bela Lugosi asociemos siempre al personaje con la imagen de un elegante y misterioso seductor. En lo que no tiene rival Nosferatu es en su capacidad de crear imágenes que son historia del cine: el espanto levantándose de su tumba verticalmente, la sombra del vampiro subiendo las escaleras que le llevarán a su víctima; la sombra de sus garras cerrándose sobre el corazón de Ellen, oprimiéndolo. Nosferatu es una película maldita -la viuda de Stoker consiguió una orden judicial para quemar todas las copias- y legendaria: corrió el rumor de que Shreck era realmente un no-muerto, idea recogida en La sombra del vampiro (2000). Está disponible en Filmin.
Lectura recomendada: Cine fantástico y de terror alemán (1913-1927), editado en la Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián (2002).
La seminal Drácula (1931) de Tod Browning es teatral en su origen y en sus planteamientos dramáticos: la acción se desarrolla básicamente en interiores, a través de los diálogos de los personajes, sobre todo en la secuencia del castillo del conde y cuando el vampiro acecha a sus víctimas femeninas en Londres. Browning, buen conocedor del cine de terror -La casa del horror (1927)- autor de un clásico de culto como Freaks (1932), compensa este defecto con movimientos de cámara que pueden parecer impropios de una película de los comienzos del sonoro. Aunque pueda resultar algo tosca, esta primera adaptación -oficial- de Drácula tiene todavía el poder del cine mudo, especialmente en las miradas de Bela Lugosi, que marcarán la carrera del actor húngaro, siempre en relativo declive tras el gran éxito de su personaje más famoso. Su elegancia y su exótico acento marcarán al personaje creado por Bram Stoker para siempre. Suya es la versión canónica. A favor de la película, todos los recursos de la Universal y su equipo de artistas para crear una estética importada del expresionismo alemán: la dirección artística de Charles D. Hall, los decorados del oscarizado Russell A. Gausman -sin acreditar-, la fotografía del alemán Karl Freund -que firmó la de Metrópolis (1927) y luego dirigió La momia (1932)-. Todo a favor de una historia en la que tenemos una concepción clásica del monstruo, como una amenaza externa, extranjera -el otro- que aparece para poner el peligro el orden establecido -el matrimonio de Mina (Helen Chandler) y John Harker (David Manners)- y que debe ser destruido. Los enemigos de lo transgresor -el sexo y la muerte- son la inocencia de Mina, la fe en el crucifijo, y la ciencia de Van Helsing (Edward Van Sloan). La película evita los detalles más escabrosos de la novela, las alusiones sexuales, la imagen de la sangre, de los colmillos, de la estaca clavándose en el pecho del vampiro. Todo lo que pierde en impacto visual, lo gana en sugerencia.
Hay que mencionar la existencia de una versión muda, ya que en 1931 no todos los cines estaban preparados para el sonido; y de una versión con banda sonora -preciosa- de Phillip Glass, pensada como acompañamiento musical en directo para el film, que padece de unos largos silencios por un Tod Browning que nunca se sintió cómodo en el cine sonoro.
Lectura recomendada: Hollywood Gótico. La enmarañada historia de Drácula de David J. Skal (2015)
Drácula (1931) en español. Toda una curiosidad. Cuando Tod Browning y compañía abandonaban el plató tras la jornada de rodaje de Dracula, un segundo equipo se presentaba para realizar una versión en castellano de la misma película. Con actores españoles, mexicanos y argentinos, este sorprendente remake simultáneo parece más pulido técnicamente que la famosa película protagonizada por Bela Lugosi. El equipo de rodaje tenía la oportunidad de revisar el material filmado durante el día y mejorarlo. La película era, en principio, la necesidad industrial de llegar al mercado hispano, que se quedaba huérfano de cine con la llegada del sonoro (el doblaje todavía no era viable). Pero con esta excusa, el empeño del productor Paul Kohner consiguió que este Drácula no fuera un simple remedo, sino un éxito artístico. Dirige George Melford en una obra que resulta más erótica -atención a las transparencias de Eva -personaje que sustituye a Mina- interpretada por Lupita Tovar, que acabaría casándose con el mencionado Kohner. La cinta tiene además un Drácula más que competente en el cordobés Carlos Villarías, muy parecido a Bela Lugosi, aunque, claro, sin la estatura mítica de este. La película estuvo perdida mucho tiempo hasta que en los años 70 fue descubierta una copia íntegra en la Filmoteca de La Habana, que permitió su restauración en los años 90. Se puede encontrar en DVD, en alguna de las ediciones editadas sobre los monstruos de la Universal.
Lectura recomendada: Hollywood Gótico. La enmarañada historia de Drácula de David J. Skal (2015)
Vampyr (1932) de Carl Theodor Dreyer tiene más que ver con Nosferatu que con Drácula, aunque en realidad estamos ante un film completamente diferente. Dreyer se embarca en una búsqueda estética y encuentra imágenes verdaderamente subyugantes, utilizando todo tipo de recursos para conseguir efectos extraños, colocando gasa delante de la cámara, jugando con las sombras como hiciera Murnau. El film es sonoro, pero sigue anclado en el cine mudo a través de textos explicativos, o del uso de las páginas de un libro sobre vampirismo. Hay muy pocos diálogos, la mayoría frases sueltas, pero sí una labor consciente de experimentación con la música diegética, los efectos de sonido y la voz en off. La película está estructurada en planos secuencia, con una cámara sorprendentemente móvil que sigue las evoluciones de los personajes en un argumento que no entendemos. La atmósfera de Vampyr es onírica, con secuencias de pesadilla como ese entierro visto desde el interior de un ataúd. La historia estaría inspirada en Carmilla de Sheridan Le Fanu, aunque poco parecen tener que ver ambas historias. Sí, vemos a una joven vampirizada, que se libera cuando el supuesto vampiro es destruido, pero las intenciones de Dreyer no parecen ser las de la adaptación fiel. Un clásico del cine y una experiencia imprescindible que, sin embargo, no se encuentra disponible en ninguna plataforma digital.
En La marca del vampiro (1935) Todd Browning se permite hacer una suerte de parodia de su propio Drácula (1931), en la que un misterioso crimen ocurre en una supersticiosa región, en la que se cree en la existencia de los vampiros. Un policía interpretado por Lionel Atwell investigará el caso con la ayuda de un trasunto del profesor Van Helsing, Lionel Barrymore, que intentará evitar otro ataque vampírico. Así, el argumento de Stoker se cruza con un whodunit cuya resolución acaba resultando, en mi opinión, más fantástica que la existencia de los propios no muertos. En el relato hay una suerte de Mina, un prometido a lo Jonathan Harker, y, por supuesto, un Conde Drácula, al que da vida nada menos que Bela Lugosi. Browning consigue que sus apariciones sean atmosféricas, junto a la vampira Luna (Carroll Borland), de imagen inquietante. La verdad es que el argumento de La marca del vampiro no se entiende demasiado, hasta su resolución. Pero es una de las pocas oportunidades de ver a Lugosi interpretando, de nuevo al mítico Conde (o algo parecido).
La hija de Drácula (1936) es una secuela algo tardía de la obra de 1931, surgida tras el éxito de la serie de películas sobre monstruos de la Universal. La estrategia es, básicamente, proponer una versión femenina de la novela de Bram Stoker, funcionando como un espejo en el que la condesa Marya Zaleska (Gloria Holden) representa el mal y el insípido Jeffrey Garth (Otto Kruger) tendría que ser la víctima. Pero la propuesta es conservadora, ya que Garth acaba siendo el héroe, y otra mujer, Janet (Marguerite Churchill), la auténtica víctima. Lo que sí resulta sorprendentemente transgresor es el subtexto lésbico que conlleva que el monstruo sea una vampira femenina, lo que supone el principal interés de esta cinta. El poder hipnótico de Drácula y su mirada se trasladan a una joya -un grueso anillo- y la fuerza sobrehumana del vampiro es heredada por un esbirro fortachón, Sandor, interpretado por el también director Irving Pichel con maquillaje expresionista de cine mudo. La condesa, más que un demonio peligroso como Drácula, acaba siendo una heroína de melodrama, una víctima de un linaje maldito, lo que no deja de ser interesante. Un mal llamado profesor 'Von' Helsing -de nuevo Edward Van Sloan- es el vínculo con el primer film, ya que la acción se retoma desde la última secuencia de aquel, en el castillo donde acaba de 'morir' el conde. A pesar de un presupuesto de serie B, La hija de Drácula mantiene cierta calidad gracias a la fotografía y los decorados, que imprimen una atmósfera gótica y un acabado bastante digno.
El hijo de Drácula (1943) es el curioso trasplante del conde vampiro de la mítica Transilvania al sur de Estados Unidos, con sus casonas, sus sirvientes afroamericanos -que antes fueron esclavos- sus pantanos húmedos, el llamado American Gothic. Un cambio de escenario que permite reflexiones soprendentes, como que el vampiro ha viajado desde el viejo continente para buscar sangre nueva, fuerte -¡Y viril!- en el nuevo mundo. Interpreta al conde nada menos que el hijo de Lon Chaney, cuya muerte le apartó en su momento de la película dirigida por Tod Browning en 1931. Lon Chaney Jr. fue el hombre lobo en la cinta del mismo nombre (1941) -su papel más conocido-, en El fantasma de Frankenstein (1942) fue el monstruo, así como también la momia en La tumba de la momia (1942), por lo que debe ser el único actor que interpretó a todos los monstruos clásicos para Universal. Su Drácula no puede evitar contagiarse de su mirada lastimera, a la que nos tiene acostumbrados como licántropo. Llaman la atención las bonitas animaciones que convierten al conde en murciélago -de goma- y en niebla -pintada- que tienen bastante encanto. El guión es de Curt Siodmak, auténtico experto en monstruos: suyos son los libretos de El hombre lobo (1941), Frankenstein y el Hombre lobo (1943) y hasta de Yo anduve con un zombie (1943)- y su historia para esta película tiene algo de folletinesco, de serial sin prejuicios, que además sorprende con un final anticlimático que la realización competente de su hermano, Robert Siodmak, consigue salvar, parcialmente, con cierta dignidad. Una curiosidad, aquí el vampiro se hace llamar Alucard, cumpliendo la obligación -establecida en Carmilla- de usar un alias manteniendo las letras que componen el nombre, pero cambiándolas de orden.
Dirigida por Erle C. Kenton, La mansión de Frankenstein (1944) es la primera reunión de los monstruos de la Universal: Drácula, el Hombre Lobo y la criatura de Frankenstein, según una historia de Curt Siodmak. Drácula aparece casi testimonialmente, en el primer acto, interpretado nada menos que por un John Carradine larguirucho y con bigote (como lo imaginó Bram Stoker). El conde aparece primero, de forma sugestiva, como una atracción de feria: un esqueleto en un ataúd con la estaca clavada. La forma de revivirle es tan simple como gratuita: nadie cree que realmente se trate del aristócrata de Transilvania y por tanto, al retirar la estaca, el vampiro vuelve a la (no)vida. El protagonista de la película es Boris Karloff, que tras interpretar al monstruo de Frankenstein en tres ocasiones, ahora encarna a un malvado científico, que busca replicar los experimentos del famoso barón. Su ayudante, cómo no, es un jorobado, Daniel (J. Carrol Naish), que más que el malévolo Fritz/Igor de otras películas es un remedo del Quasimodo de Victor Hugo, aunque aquí con instintos asesinos y, cómo no, enamorado de una gitana, que, a su vez, se queda prendada del hombre lobo, Larry Talbot (Lon Chaney Jr.). Este reaparece justo después de Frankenstein contra el Hombre lobo (1943), por lo que la criatura no está demasiado lejos, encarnada ahora por Glenn Strange. Su papel se reduce a despertar a la vida para provocar la gran destrucción que acaba la película por las buenas.
La mansión de Drácula (1945) es otro irresistible crossover de los monstruos de Universal, absolutamente inocente, casi un clon de la película anterior, La mansión de Frankenstein (1944). Su máximo interés es cómo el guión e Edward T. Lose Jr. juega con los arquetipos del género. Aparecen todos, sin demasiada justificación. Primero, Drácula -de nuevo John Carradine- capaz de transformarse en murciélago con las animaciones ya vistas en El hijo de Drácula, que acude a la consulta del doctor Franz Edlemann (Onslow Stevens) para curarse de su vampirismo. Este doctor sirve además como científico loco y acaba protagonizando una subtrama inspirada en El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hyde, que será el detonante de la trama. Antes, a su consulta acude nada menos que Larry Talbot (Lon Chaney Jr.), el Hombre Lobo, también para curarse. En la consulta está Nina (Jane Adams), una enfermera jorobada -heredera de Quasimodo y del Igor/Fritz de Frankenstein-. Apuntemos por último la aparición, absolutamente casual, del monstruo de Frankenstein (Glenn Strange) que aparece -¡Otra vez!- solamente para provocar un incendio que sirve de final a una película imposible. Hay un elemento interesante en el film y es la ausencia de personajes positivos: solo la guapa Martha O'Driscoll está libre de pecado, y se coloca del lado de los monstruos. Los vecinos del pueblo, representados por el poco agraciado Skelton Knaggs, dan más miedo que las criaturas fantásticas y la ley y el orden que defiende el personaje de Lionel Atwill es algo muy parecido al fascismo. Así, como es normal, los monstruos acaban resultando mucho más simpáticos.
El retorno del vampiro (1943) quiso ser la secuela del Drácula de Tod Browning de 1931, nada menos que con Bela Lugosi repitiendo papel, pero Universal no permitió que Columbia utilizase al personaje de su propiedad, por lo que aquí el vampiro aparece bajo el nombre de Armand Tesla. El film a pesar de todo, recrea la atmósfera de las películas de la Universal, pero el guión de Kurt Neumann -director de La mosca (1958)- propone una operación extraña: la de situar la historia en el presente, cuando Alemania bombardea Londres. Una idea interesante pero arriesgada. La novela de Bram Stoker, publicada al final del siglo XIX, en 1897, oponía al vampiro y su folklore a la modernidad, a la ciencia de Van Helsing, a los seminales gadgets que utilizaban éste y el doctor Seward, y a la 'nueva mujer' que era Mina. En las versiones cinematográficas hemos necesitado de un vampiro casi medieval para poder creer en el mito, pero en la esencia de la idea de Stoker estaba esa oposición ciencia/leyenda. En esta cinta dirigida por Lew Landers, apelar a un terror real como las bombas nazis desactiva a los monstruos clásicos: un Bela Lugosi envejecido y su hombre lobo esbirro, que encima habla, Andreas (Matt Willis) aparecen como terrores inocentes, de otra época. Si Nosferatu (1922) parece predecir el nazismo y el Drácula de 1931 servía para distraer al espectador de la Gran Depresión, El retorno del vampiro acaba siendo la despedida de los terrores fantásticos ante la necesidad acuciante de enfrentar los reales. Ahí está ese escéptico policía Sir Frederik (Miles Mander), incapaz de darle credibilidad a los monstruos, que incluso rompe la cuarta pared para preguntarle al público si este es todavía capaz de creer en ellos.
El vampiro (1957) es una sorprendente película mexicana, heredera del blanco y negro expresionista de la Universal, con unos atmosféricos decorados sumidos en la niebla, pero que prefigura el enérgico y violento Drácula al que dará vida Christopher Lee un año después. para la británica Hammer. El director, Fernando Méndez, fabrica imágenes de indudable fuerza y hasta inquietantes, aunque el guión podría haber robado la mayoría de sus ideas de El hijo de Drácula (1943) de la que es prácticamente un remake, agregando una subtrama de enterrados en vida que no aporta demasiado. Con un tono de melodrama y diálogos antinaturales, molesta sobre todo el tono sarcástico del 'héroe', un escéptico médico que se toma todo a broma. Por suerte, Méndez aporta el imaginario sobrenatural mexicano a la estética del vampiro, con fantasmas, apariciones y utiliza a los indios como sirvientes del conde húngaro que interpreta Germán Robles, que se adelanta a Lee mostrando sus colmillos. Sorprende encontrar en México la película 'bisagra' entre el terror de Universal y Hammer. La cinta, por cierto, contó con una secuela, El ataúd del vampiro, también dirigida por Fernando Méndez y con Germán Robles repitiendo como el 'no muerto'. Atención también a la publicación en el Festival de Stiges 2020 del libro ¡A mordiscos! sobre la vida de Robles, firmado por Jesús Palacios.
Si en las películas de la Universal no vimos un colmillo ni una gota de sangre, el Drácula (1958) de Hammer Films nos muestra un manchurrón muy rojo sobre el ataúd del vampiro cuando ni siquiera ha empezado la película. Si el film de Tod Browning resultaba teatral, Terence Fisher dirige aquí con brío una vertiginosa persecución contrarreloj: el doctor Van Helsing debe evitar que Drácula vuelva a su ataúd antes del amanecer. Si Bela Lugosi era un aristócrata envarado y de movimientos casi robóticos, Christopher Lee es un animal salvaje que se mueve, corre y salta como un felino, los colmillos llenos de sangre y los ojos inyectados. No es menos hábil el doctor Van Helsing, un Peter Cushing con la elegancia y la dignidad de un gentleman, pero capaz de moverse como un espadachín en una película de aventuras. El guión de Jimmy Sangster se mantiene fiel a la novela -más o menos- pero se deja llevar por el espíritu pulp -aquí Harker es directamente un cazador de vampiros y no un agente inmobiliario- por el sensacionalismo del gore y la violencia, y sobre todo convierte los ataques del vampiro en una revolución sexual que libera a las víctimas femeninas -Lucy y Mina- casadas con burgueses, reprimidas de pelo recogido que se sueltan el moño tras el primer mordisco. ¿La mejor adaptación de la novela de Stoker?
El último hombre sobre la Tierra (1964) nos lleva a una frase tan manida como odiosa: el libro es mejor. Lo mejor de esta película proviene de Soy leyenda (1954), la novela corta de Richard Matheson, a la que se mantiene sumamente fiel en su peripecia: solo un hombre ha conseguido sobrevivir a un terrible virus que ha transformado a la humanidad en vampiros. Matheson nos presenta el seco relato del día a día de Neville, un antihéroe que representa lo peor del hombre: la violencia, los vicios -como el tabaco y el alcohol-, el deseo sexual, aunque también lo mejor, como la cultura -la música-, la capacidad de adaptación, la búsqueda de la verdad -la investigación científica autodidacta sobre el virus-. Su reflexión final, es tan amarga como que el hombre, en definitiva, es algo que debe ser superado. La película recoge en parte ese espíritu, pero tiene algunos problemas, empezando por la dirección de Sidney Salkow, lamentablemente insuficiente, sobre todo, en las escenas de acción, e incapaz de generar tensión, inquietud, o terror. Muchas situaciones acaban solucionándose malamente a través del montaje. Pero también falla, en mi opinión, el protagonismo de un magnífico actor como Vincent Price, lo menos parecido a la imagen de Neville que como lector podía haber tenido en la cabeza. El bigotito de Price, su pelo engominado, la elegancia que no le abandona, parecen contradecir que lleve 3 años aislado y sobreviviendo a duras penas. Tampoco ayuda la mirada irónica de Price, divertidamente maligna, ni sus maneras blandas, afeminadas -sobre todo cuando clava estacas en los vampiros o se enfrenta a los no muertos que le acosan-. A pesar de todo esto, la película tiene cierta fuerza, y ha sido sin duda influyente: estos vampiros se adelantaron a los zombies de George A. Romero en La noche de los muertos vivientes (1968).
En El baile de los vampiros (1967) Roman Polanski, en pleno apogeo del cine de vampiros de la Hammer, fabrica una cinta que podría pertenecer perfectamente a la productora británica: los decorados góticos, los inmensos colmillos, las chicas preciosas -la belleza de Sharon Tate hace que parezca fotografiada en color (rojo) mientras el resto de la película está en blanco y negro- y la estructura del argumento, básicamente, la de Drácula: llegada de los extranjeros a Transilvania, visita a la posada y luego al castillo del vampiro. La parodia que ejecuta Polanski se basa en sus personajes, absolutamente caricaturescos, y el trasunto de Van Helsing, el profesor Abronsius (Jack McGowran) y su ayudante, Alfred -el propio Polanski- dibujados a imagen de Don Quijote y Sancho Panza -parodia de las novelas de caballería-. Polanski tiene más mérito consiguiendo una atmósfera Fantastique, que haciendo comedia y su humor resulta más bien simplón: la mirada bobalicona sobre unos pechos, el vampiro homosexual y el no muerto judío que no teme las cruces. Mucho mejor cuando recurre al humor físico, al slapstick casi de cine mudo: cuando Alfred, escapando del vampiro, recorre la planta entera del castillo hasta volver al punto de partida.
El Conde Drácula (1970) prometía ser la versión más fiel a la novela para la época de su estreno, sobre todo por echar mano de ciertos elementos de la novela que siempre acababan siendo eliminados, resumidos u obviados en las adaptaciones anteriores. Así, por primera vez vemos al conde primero como un anciano, para luego rejuvenecer; además de aparecer personajes antes sacrificados, como Quincey. Todo esto no quiere decir que la cinta no se tome varias licencias, como siempre, por razones de presupuesto. Sobre el papel puede parecer esta una adaptación más que interesante, con la dirección de Jesús Franco, el protagonismo de Christopher Lee -importado de la Hammer-, Klaus Kinski haciendo de Renfield -luego sería el propio Drácula para Herzog-, Herbert Lom como Van Helsing, Soledad Miranda como Lucy y Jack Taylor como el mencionado Quincey. Franco parece contar con más medios que en buena parte de su filmografía, pero claro, la envergadura de adaptar la novela de Stoker hace que el resultado siga pareciendo relativamente pobre. A pesar de seguir el hilo de la novela, la narración fragmentada de Franco provoca esos momentos típicos de su cine, de desconexión, de onirismo. Franco resuelve muchas escenas en un solo plano, y tira demasiado del zoom. Lee, que en las adaptaciones de la Hammer se veía obligado a gruñir, tiene aquí parlamentos algo más extensos, sobre todo en las primeras escenas. Creo que, a pesar de todos los defectos, este Drácula 'español' me parece imprescindible. Lo mejor: los momentos locos, como el extraño encuentro de los héroes con los animales disecados del conde, una idea, según revela el documental Drácula Barcelona (2017), del actor y director artístico en esta película, Jack Taylor.
Vampir, Cuadecuc (1970) es la película experimental de Pere Portabella, rodada durante la filmación de El conde Drácula de Jesús Franco, en blanco y negro, sin sonido, aprovechando actores, decorados y situaciones de aquella. El resultado es una obra entre el documental, el making of y el cine mudo, que parece hija de Nosferatu (1922) y Vampyr (1935), en la que se ven las cámaras, los técnicos del film de Franco, desvelándose los trucos del cine, mostrando a los actores fuera de personaje, pero consiguiendo también una fuerza primitiva al mostrar las escenas de corte fantástico de la película protagonizada por Christopher Lee, quien rompe el mutismo de la cinta para leer un pasaje del final de la novela de Bram Stoker con su poderosa voz. Cine, arte, experimentación, realidad y artificio.
El retorno del conde Yorga (1971) es prácticamente un remake de Conde Yorga, estrenada apenas un año antes. Repiten el director Bob Kelljan, Robert Quarry vuelve a ser el vampiro y Edward Walsh, su ayudante, Brudda. No se ha hace demasiado esfuerzo para explicar sus respectivas 'resurrecciones'. También reaparece otro actor de la película anterior, Roger Perry ¡En un papel diferente!. Kelljan destaca sobre todo creando atmósferas enrarecidas e inquietantes utilizando escenarios naturales y cotidianos. Ese niño que juega a la pelota en el campo a plena luz del día nos inquieta, no sabemos muy bien por qué. Para el recuerdo queda la inusual imagen del ataque del Conde Yorga, con los colmillos expuestos y los brazos extendidos hacia delante, hacia su presa. En la cinta se perciben influencias de horrores recientes como una cita textual -¡En español!- de Las amantes del vampiro (1970), pero también de La noche de los muertos vivientes (1968) o el terror psicológico de Repulsión (1965) de Roman Polanski. Precisamente, hay en la película el mismo subtexto de cultos y sectas extrañas, como en la primera cinta. Yorga es una aristocrático trasunto de Charles Manson, con su familia de mujeres hipnotizadas sedientas de muerte. Kelljan juega además a cuestionar la figura fantástica del vampiro en los Estados Unidos de los años 70: nadie se cree su existencia, como demuestra esa fiesta de disfraces en el que el premio se lo lleva el que va de Conde Drácula. Pero los protagonistas de la novela de Bram Stoker tampoco creían ya en los vampiros en 1897. Un final que produce cierto desasosiego revela las ambiciones artísticas de Kelljan.
La vampiresa desnuda (1970) de Jean Rollin es una película que conjuga el cine de terror con el vanguardista, que prescinde de la coartada argumental. La película discurre como un sueño, entre lo terrorífico y lo erótico, con ideas sueltas que parecen estar relacionadas de alguna manera. Es un film que parece la semilla de Eyes Wide Shut (1999), con sus extraños cultos secretos, personajes con máscaras de animales y mujeres semidesnudas entregadas a satisfacer a hombres de traje. Hay también una cortina roja que parece anticiparse a David Lynch que lleva a una playa, quizás, la de El Terror (1963) de Roger Corman. Rollin propone una trama pulp de organizaciones secretas, con una vampira (Caroline Cartier) -¿O no?- en la que ocurren persecuciones, y tiroteos. Cine de género con estética pop, de la Nouvelle Vague tardía, con Mayo del 68 latiendo en esa oposición entre el joven héroe y su padre, un empresario acompañado siempre de ancianos ejecutivos que en determinado momento, alejándose hacia el bosque, hacen resumen de la trama y confiesan que no se han enterado de nada.
El circo de los vampiros (1972) parece lamentablemente torpe en derterminados momentos, en cuanto a su realización, por parte de Robert Young, y argumentalmente, si hablamos del guión firmado por Jud Kinberg. Una pena porque el intento de refrescar la fórmula Hammer tenía gracia: la historia comienza como una reiteración del ciclo protagonizado por Drácula, con el Conde Mitterhaus (Ribert Tayman) siendo ajusticiado por los vecinos del pueblo -siempre con sus antorchas-, para enseguida innovar planteando que la villa se encuentra confinada por una plaga, para luego recibir la visita de un circo compuesto por vampiros capaces de transmutarse en animales salvajes exóticos como tigres y panteras. La película tiene buenos momentos e ideas: el conde parece mucho más perverso que el Drácula de siempre, al alimentarse de niñas que le trae una mujer infiel, y hay que mencionar también estupendos momentos visuales, como esos acróbatas saltando por las aires y transformándose en murciélagos, o cuando otros dos niños atraviesan el misterioso espejo de una atracción de feria. Pero poco más.
Drácula contra Frankenstein (1972) es como tener una pesadilla tras ver un cóctel de monstruos de la Universal. Jess Franco hace un film con sus habituales rasgos de estilo: puesta en escena a base de zoom, argumento inconexo, más parecido a una narrativa onírica que a un relato lógico, momentos de terror, de sado y chicas guapísimas. No hay diálogos en la película, sino monólogos en off del doctor Frankenstein (Dennis Price) que convierte en marionetas a su criatura -de aparatoso maquillaje verde- al conde Drácula (Howard Vernon) y a un par de vampiras. Por ahí se aparece también un hombre lobo y los clásicos gitanos supersticiosos. Castillos en ruinas, laboratorios macabros, aldeanos con antorchas, jorobados deformes, Franco hace su propia mezcla con los tópicos de los monstruos clásicos y le sale cine de autor, experimental y hasta vanguardista.
El gran amor del Conde Drácula (1972) de Paul Naschy -dirigida por Javier Aguirre- profundiza en una dualidad que el vampiro no tiene en la novela de Bram Stoker. En el texto original, el conde es un monstruo que no se relaciona con los seres humanos, pero, a partir de las versiones teatrales y del Drácula (1931) de Tod Browning, el vampiro desarrolla modales elegantes que le permiten seducir a sus víctimas. Paul Naschy, más conocido por su papel de hombre lobo, convierte a Drácula en esta película -firma el guión- en el enamorado perfecto durante la noche, y en un monstruo... algo más tarde esa misma noche. De hecho, los insertos de la luna llena aparecen varias veces durante el film, como si fuera a hacer su aparición, en cualquier momento, el famosos licántropo de Naschy. El doctor Marlow al que encarna Naschy es caballeroso y respetuoso con las cuatro mujeres que visitan su castillo ruinoso, pero el conde Drácula que descubrimos después es un sádico capaz de dar latigazos a su harén de vampiras, a las que matará cruelmente. No veremos a Marlow/Drácula hacerle el amor a su amada Karen -Haydée Politoff de La coleccionista (1967) de Rohmer- pero sí protagonizar una escena caliente con Senta (Rosanna Yanni), a la que luego clavará cruelmente una estaca. Mezcla imposible de melodrama romántico y exploit generoso en sexo y sangre, El gran amor del Conde Drácula convierte al vampiro -de forma inocente, sí- en un esclavo del amor, mucho antes que la película de Coppola.
La saga de los Drácula (1972) tiene un eco de La semilla de diablo (1968) de Roman Polanski al exponer los miedos de la maternidad y del embarazo adelantándose algunos años al mal rollo que propone Alien (1979) de Ridley Scott sobre el mismo asunto. La película tiene el planteamiento estético de Hammer, pero se desvía hacia esa eterna noche americana del fantaterror español y, más interesante, a los colores lechosos de un Mario Bava: esa cara verde del estupendo Narciso Ibáñez Menta, un clásico. Sorprende sobre todo la solidez narrativa de León Klimovsky, que sostiene el conjunto a pedar de un guión deslavazado en constante búsqueda de los placeres más bajos: violencia sádica, sangre y desnudos varios de Tina Sainz, Helga Liné o María Kosty. Sorprenden también los momentos de mal rollo: el extraño murciélago que aparece al principio; el niño mutante Valerio y ese plano final del bebé, que ha encontrado su reflejo en Quien a hierro mata (2019) de Paco Plaza. El planteamiento de la película, muy original: Drácula y su extravagante familia de vampiros busca descendientes para no extinguirse.
Lemora: A Child´s Tale of the Supernatural (1973) de Richard Blackburn es un sugerente relato fantástico, de tono onírico, en el que una niña accede a otro mundo, de sombras y fantasmas. Lila Lee (Cheryl Smith) es una suerte de Alicia que viaja a un país de los terrores, una caperucita roja que encuentra a una engañosa vampira, Lemora (Lesley Taplin), que vive rodeada de no-muertos, zombis, brujos y niños perdidos. Una narración alucinada que oculta el sentimiento de culpa del extremismo religioso: el propio Blackburn interpreta a un reverendo que hace lo que puede por contener sus deseos ocultos y Lila, una huérfana maldita, emprende su aventura para borrar su pecado original, un padre mafioso y asesino y una madre adúltera. Entre el cuento de hadas y el cine underground desaliñado, Lemora es una película de vampiros extraña, hipnótica, descendiente quizás del Vampyr de Dreyer.
El gran artista, Gene Colan, se inspiró en las facciones de Jack Palance para crear a su Drácula en el tebeo de Marvel, La tumba de Drácula, de 1972. No sé si imaginaba que un par de años más tarde, Palance seríe el conde en la adaptación propuesta por Dan Curtis, creador de la serie vampírica Dark Shadows. Este Drácula (1974), ya llevaba el prefijo de Bram Stoker -aunque no es nada fiel a la obra literaria- y también introducía la subtrama romántica del amor inmortal del vampiro -aunque el objeto de su deseo es Lucy (Fiona Lewis) y no Mina (Penelope Horner)- y relacionaba al personaje con el héroe rumano -aquí húngaro- Vlad Tepes, en un claro precedente de la versión de Coppola. A pesar de todos estos elementos, lo más interesante de este film, por otro lado, de acabado televisivo y de estética deudora de la Hammer, es la visión de su guionista, nada menos que Richard Matheson, autor de Soy Leyenda. Matheson imprime un terror cotidiano, realista, muy físico, alejado de excesos sangrientos, fantásticos y melodramáticos. Con una narración seca, de relato policial, el doctor Van Helsing (Nigel Davenport) y Arthur Holmwood (Simon Ward) persiguen a un Drácula que no se transforma en murciélago, lobo o niebla, y que se lía a golpes con sus enemigos en una de las versiones más peculiares y personales del vampiro de Stoker.
Kung Fu contra los 7 vampiros de oro (1974) es la última película de vampiros que hizo Hammer Films antes de desaparecer -hasta su renacimiento en 2007- y es una curiosa e irresistible mezcla del cine de terror con el de artes marciales que producía Shaw Brothers. Estos dos universos, curiosamente, mezclan bien. Al menos para mí. Por un lado, Hammer aportaba a Drácula -interpretado aquí por John Forbes-Robertson, como clon de Christopher Lee- y al verdadero profesor Van Helsing -el siempre eficiente Peter Cushing-. La película comienza en Transilvania -ayuda mucho la recuperación del tema musical del Drácula original por parte de James Bernard- y acaba en China, donde el conde se ha transformado en un demonio oriental al frente de los siete vampiros del título, en una trama que recuerda a Los siete samuráis (1954). Tenemos también una chica Hammer -Julie Ege- rompedoras parejas interraciales, algo de sangre, algunos desnudos, y muchas peleas. Todo diversión. Roy Ward Baker es eficiente detrás de la cámara -ayudado por los expertos en acción de Shaw Bros- y la película tiene algunos momentos bastante logrados, como cuando los héroes se ven superados por el ataque de los siete vampiros y su infinito ejército de muertos vivientes. No debe ser casual que el nombre de Drácula no aparezca en el título original ni en su traducción al castellano: ya no tendría tirón.
El misterio de Salem´s Lot (1979) tiene en principio los ingredientes para ser un éxito: Stephen King, vampiros y Tobe Hooper. La novela de King, su segnda obra, contiene los temas qe luego serán recurrentes: un escritor vuelve al pueblo de su infancia; una casa infectada por el mal hasta sus cimientos; el universo infantil de fantasías y miedos. King anticipa el horror sin forma de It -el payaso que luego será Pennywise es mencionado drectamente en el texto- y hace un híbrido entre el que será su relato más reconcble con el Drácula de Bram Stoker, que actualiza de forma realista. Creo que King apunta en demasadas direcciones, y su historia no acaba de casar del todo con el tema de los vampiros, que parece un añadido o un giro de la trama. Esta adaptación que dirige Tobe Hooper -La matanza de Texas (1974)- me parece un producto televisivo sin fuste, que resulta anodino sobre todo en la primera parte de los dos largometrajes que componen esta miniserie. Hay tiempos muertos, escenas que no llevan a nada y luego escenas cortadas abruptamente. Sea como sea, las escenas de terror, aunque pocas, son buenísimas. Inolvidable el momento del niño vampiro que toca el cristal de la ventana de su amigo, que se convirtió en la pesadilla de una generación. Destaquemos también que el vampiro maestro esté diseñado en homenaje a Nosferatu y el epílogo con dos personajes convertidos en cazavampiros. Hay que mencionar también la presencia de James Mason, aunque desaprovechado, en un elenco de actores de reparto: el protagonista es David Soul, el famoso Hutch de Starky y Hutch. He detectado que la posterior y estupenda Noche de miedo (1985) puede haber encontrado aquí su inspiración: hay muchas ideas similares, la llegada del vampiro acompañado de un esbirro humano (Mason) a una casa ordinaria y la escena de la escalera en la mansión del monstruo parece haber sido calcada por Tom Holland. Una curiosidad: en España fue absurdamente titulada Phantasma II, quizás para hacerla pasar como una secuela de Phantasm (1979) de Don Coscarelli. Lo más raro de todo es que varios elementos de la novela, el tono, que el escenario sea un pequeño pueblo, la perspectiva infantil, coinciden con la película de Coscarell: por cierto, en la novela se menciona en varias ocasiones, en el prologo y en el epílogo, a un "hombre alto", refiriéndose al protagonista, Ben. El mismo nombre del villano de Phantasm. ¿Casualidad?
Amor al primer mordisco (1979) es una simpática parodia que lleva al Conde Drácula a la época actual y a Estados Unidos. Protagoniza el siempre bien peinado George Hamilton, quien parodia a Lugosi y su acento extranjero. El guión se ríe de los tópicos vampíricos que todos conocemos, pero su autor, Robert Kaufman despliega chistes de un humor más contemporáneo: el conde es expulsado de Rumanía por el comunismo, y en Estados Unidos hay muchas bromas a costa de la guerra de sexos, de la cultura afroamericana, del psicoanálisis y demás elementos de la sociedad estadounidense de finales de los setenta. El conjunto, aunque pasado de moda, aguanta bien, y acabas cogiéndole algo de cariño a los personajes, incluso a un cargante Reinfeld (Arte Johnson) y su risilla.
En El ansia (1983) Tony Scott se deja llevar por su increíble talento visual en una película de vampiros sin colmillos. No les hacen falta a actores con tanto carisma y atractivo como Catherine Denueve, David Bowie y Susan Sarandon, un trío inolvidable y explosivo. La película es un spot carísimo, un videoclip en el que es fácil olvidarse de la historia que nos están contando. El ansia reflexiona sobre todo del paso del tiempo y sobre la decadencia biológica; y sobre el vacío existencial de una vampira inmortal a la que los fantasmas de los que se van quedando atrás acaban haciéndola sucumbir. Una película que es pura imagen, puro mito, pura elegancia visual.
Noche de Miedo (1985), escrita y dirigida por Tom Holland -no confundir con Spider-Man- nos cuenta la historia de Charlie Brewster (William Ragsdale) un chaval cuyo padre ausente le emparenta con gran parte de los protagonistas del cine ochentero. Charlie es también la versión patosa del James Stewart de La Ventana Indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954). Él también sospecha que su vecino esconde algo: la pequeña diferencia es que Jerry Dandrige (Chris Sarandon) no es un asesino, sino un vampiro. Que Charlie Brewster crea que los vampiros existen demuestra que sigue siendo un niño, que se niega a “crecer”, esto es, le da miedo perder su virginidad. El vampiro personifica los miedos edípicos de Charlie y es que el no-muerto intenta ligarse a su madre, y encima se le adelanta y "desvirga" primero a su novia Amy (Amanda Pearse): le clava sus colmillos en el cuello, convirtiéndola en una vampiresa que da tanto miedo como una mujer sexualmente experimentada a un chico virgen. Para convertirse en un hombre, Charlie tendrá que matar al padre/vampiro y dejar de creer en los monstruos que salen en la tele de su habitación. Noche de Miedo pretende modernizar el mito del vampiro -su argumento, esencialmente, es el de Drácula- y lo hace usando los efectos especiales más sofisticados de 1985 -unos estupendos maquillajes de látex- un tono prestado de la Amblin de Spielberg y sobre todo mucho humor postmoderno. Tom Holland llena su película de tantos chistes que, vista hoy, Noche de Miedo es una comedia pero también puro amor por el género: hay referencias al cine vampírico desde Nosferatu (F.W. Murnau, 1922) hasta la Hammer pasando por Bela Lugosi. Holland marca diferencias entre su vampiro “actual”, y los chupasangres de la tele que Charlie Brewster tiene en su habitación. Esa pequeña pantalla es otra ventana indiscreta, pero hacia los terrores del pasado: clásicos que recuerdan a la Hammer de los sesenta, porque en 1985 el terror de "ese cine" ya no se encuentra en el cine. Esas películas dentro de la película están protagonizadas por un cazador de vampiros, Peter Vincent, un homenaje a Vincent Price y a Peter Cushing, dos señores que en 1985 ya no asustaban a nadie. El actor en decadencia encarnado por un brillante y divertidísimo Roddy Mcdowall, se ha reciclado en presentador de televisión. Pero enseguida pierde también ese trabajo porque ya nadie cree en vampiros: la chavalería sólo quiere asesinos con machetes como Michael Myers o Jason Voorhees. En 1985 el monstruo ya no representaba “al otro”, sino al psicópata, es decir, a nosotros mismos. Mencionemos el olvidable remake de 2011, dirigido por Craig Gillespie, con Anton Yelchin como Charlie Brewster, David Tennant como Peter Vincent, Toni Collette, y Colin Farrell como el vampiro. Prescindible.
Los viajeros de la noche (1987) de Kathryn Bigelow se aparta del mito clásico del vampiro para ofrecer un relato de iniciación en el que un joven (Adrian Pasdar) descubre un mundo oculto y aterrador, que se puede equiparar al de los adultos: el sexo, el alcohol y las drogas, la violencia y la conciencia de la muerte. Todo lo prohibido y lo vedado está allí y el protagonista accede a ello de la mano de una pandilla que desborda carisma, varios de ellos, actores de la troupe de James Cameron: Lance Henriksen, Bill Paxton, Jenette Goldstein. La película enfrenta dos mitos crepusculares, el de los cowboys del western y el de los vampiros góticos, dos universos que se cruzan en el estupendo momento en el que el protagonista ensilla su caballo para perseguir a los monstruos de la noche. Recordemos que en la novela de Bram Stoker ya existía esa conexión con el Oeste, en el personaje de Quincey, nacido en Texas.
Si algo supieron hacer en los 80 fueron secuelas. Algunas no desmerecen del original como Noche de miedo 2 (1988) dirigida por Tommy Lee Wallace -Halloween 3 (1982) e It (1990)- que cumple con el cometido de toda segunda parte: dar más de lo mismo. Con (casi) el elenco original, Charlie Brewster (William Ragsdale) sigue igual de inmaduro y 'salido' como en la primera cinta: no ha podido dejar de creer en los vampiros, a pesar de las horas invertidas en terapia. Peter Vincent (Roddy McDowall) sigue siendo un cobarde con mucho encanto. Juntos vivirán prácticamente el mismo arco que en su primera aventura y la película no se corta a la hora de recrear momentos del film de Tom Holland. Pero hay nuevos elementos que hacen divertidísima esta secuela sin pretensiones: Charlie ahora no sólo es el protagonista, sino la 'novia' del vampiro, Regine, interpretada por una magnética Julie Carmen. El séquito de esta no-muerta es de lo mejor de la cinta: Belle (Rusell Clark) un andrógino vampiro/a que ataca a sus víctimas subido a unos patines; Louie (Jon Gries) un divertido hombre lobo y Bozworth (Brian Thompson) un zombie que come insectos como Renfield. Mucho humor, gore, maquillajes y animatrónicos muy locos ¿Qué más se puede pedir? Pues a Traci Lind, que interpreta al interés romántico del protagonista y que está guapísima y encantadora. Nadie sabe por qué se retiró del cine. Yo lo lamento.
El guión de James V. Hart para Drácula de Bram Stoker (1992), convierte al conde en un héroe romántico, condenado por una maldición y casi avergonzado de su condición de monstruo. Gary Oldman es el único Drácula capaz de llorar, nada que ver con la alimaña de Nosferatu. Irónicamente, la película de Coppola lleva en el título el nombre de Bram Stoker como dando a entender una fidelidad al original, falsa, pero que se justifica solamente porque es quizás la única película que abarca la novela en toda su extensión. Drácula es convertido en el prólogo en Vlad Tepes -el héroe rumano que se supone inspiró a Stoker, algo que no está comprobado- y se convierte en el típico héroe de Coppola fuera de su época: ‘he cruzado océanos de tiempo’ le dice a Mina (Wynona Rider), en la única encarnación cinematográfica que se enamora verdaderamente del conde. No solo aparecen en ese prólogo Drácula y Mina, sino también el antagonista del vampiro, el profesor Van Helsing (Anthony Hopkins), que mantiene aquí la energía represora del Peter Cushing de la Hammer, asegurándose de la decapitación de la extrovertida Lucy y acabando personalmente con las novias de Drácula (entre las que se encuentra Mónica Bellucci). Además de su originalidad argumental, lo más interesante del film es su poderosa imaginería de murciélagos gigantes, peludos hombres lobo y siniestras estampas como la del castillo antropomorfo en Transilvania. Coppola introduce el nacimiento del cinematógrafo en la historia -Drácula fue publicado en 1897 y recordemos que Zoetrope es el nombre de su compañía- y aprovecha para hacer todo tipo de guiños a las sombras chinescas, al cine mudo, y a Murnau.
Cronos (1993) es la ópera prima de Guillermo del Toro, una obra en la que aparecen ya sus principales rasgos de autor, su amor por el cine fantástico que combina con elementos costumbristas, sobre todo en sus obras más personales. Aquí, la relación entre un abuelo anticuario, Jesús Gris, estupendo Federico Lupi, y su nieta, le sirve de ancla emocional para hablar de la decadencia física y del miedo a la muerte. Un extraño mecanismo de relojería, el Cronos, alberga un extraño insecto -de ascendencia Locecraftiana- que convierte a su usuario en una suerte de vampiro, un adicto a la sangre vulnerable a la luz del sol. Es quizás este el eslabón más débil de la propuesta, ya que no está del todo desarrollada esa naturaleza vampírica del portador del Cronos. Aún así, Del Toro demuestra ya su elegante puesta en escena, y su amor por los personajes, como ese Ron Perlman -que luego será su Hellboy- obsesionado con cambiar su nariz, o el buñueliano Claudio Brook, villano de tebeo que mueve los hilos de la trama.
Anne Rice adapta su propia novela en la lujosa Entrevista con el vampiro (1994) dirigida por Neil Jordan -director dotado para la atmósfera fantástica- y con un reparto de estrellas: Brad Pitt, Tom Cruise, Antonio Banderas, Christian Slater, Thandie Newton, una niña llamada Kirsten Dunst, y Stephen Rea. Rice hace un buen trabajo condensando su historia, dejándola en lo esencial, aunque, quizás, en el tramo final, la narración pueda resultar un poco atropellada intentando resumir buena parte del texto original: hoy habrían hecho dos películas. El vampiro de Rice, Louis, no es un aristócrata explotador ni un elemento transgresor -que también, ya que hablamos de no-muertos interpretados por estrellas de Hollywood inequívocamente gays- sino un ser atormentado con conflictos existenciales que, tras no encontrarle sentido a la vida tras la pérdida de sus seres queridos, tampoco hallará consuelo en la (no)muerte a la que le condena Lestat. Rice le da el protagonismo absoluto a sus vampiros y nos hace mirar el mundo de los seres humanos desde su perspectiva, utilizando una excusa argumental, una entrevista periodística, que podría haber utilizado el propio Bram Stoker -cuyo Drácula estaba compuesta de diarios, cartas, bitácoras y otros documentos encontrados-. Los problemas de Louis poco tienen que ver con las maldades del conde transilvano. Tampoco es esclavo de un amor inmortal como el vampiro de Coppola. Louis expresa una incomodidad con su vuelta a la vida similar a la del monstruo de Frankenstein y tiene una parecida relación de amor-odio con respecto a su 'creador', Lestat, quien, por cierto, también le crea una 'novia' en la forma de ese gran personaje que es la niña-vampiro, Claudia.
En The Addiction (1995), el director Abel Ferrara convierte sus demonios en vampirismo. La protagonista, una deliciosa Lili Taylor, es una estudiante universitaria que una noche es mordida por una vampira. Ferrara expresa su sed de sangre como una adicción a las drogas: vemos a la protagonista chutándose en vena con la sangre de otros. Con una estupenda fotografía en blanco y negro de Ken Kelsch, la película no tiene problemas en ser pretenciosa y ese es su mayor atractivo. Los personajes deambulan hablando de filosofía, cuestionándose la naturaleza de bien y del mal -esas fotos de crímenes de guerra históricos- y el vampirismo sirve como contrapunto del snobismo intelectual, una sed voraz y furiosa que no atiende a razones. Con la presencia, siempre extraña, de un actor magnético como Christopher Walken, además de Edie Falco, The Addiction es una cinta de cine independiente, sobre vampiros, única.
No lo sabíamos entonces, pero Abierto hasta el amanecer (1996) era una doble sesión de Quentin Tarantino -guionista y actor- y Robert Rodríguez -director y editor- como lo que luego sería Grindhouse (2007) una década más tarde. La primera parte del film funciona como una historia de criminales del autor de Pulp Fiction (1994) con sus clásicos diálogos de wise guy, y su 'rescate' de estupendos actores de reparto, caso del policía interpretado por Michael Parks. La segunda parte, en cambio, es cine exploit, dirigido con inteligencia por Rodríguez: terror, sangre, gore, tetas y humor zafio. Pura diversión. La película parece una reunión de amigos: Harvey Keitel haciendo de predicador sin fe; George Clooney cuando aún no era una estrella; Juliette Lewis, otra vez de Lolita; Salma Hayek despampanante en un baile inolvidable; además de cameos como los del cómico emporrado Cheech Marin -por partida triple-; Fred Williamson sacado del blaxploitation; el creador de efectos especiales Tom Savini -como Sex Machine-, el tatuado Danny Trejo -antes de ser Machete- o John Saxon. Además, hay que destacar los maquillajes del trío de KNB: Kurtzman (autor de la historia original), Nicotero -que hace un cameo- y Berger. No es la mejor película de vampiros -mero vehículo para la sorpresa, a pesar de la interesante conexión con la mitología azteca- y se puede decir que aquí no está la sustancia que sí tienen los films de Tarantino, pero es un producto impecable que apunta muy alto en varios momentos gracias al talento de Rodríguez: atención a la tensión de la primera secuencia en la gasolinera, o al uso de la música en la del bar La teta enroscada.
Vampiros de John Carpenter (1998) reúne todas las características de su legendario autor: su querencia por el western, con Howard Hawks como principal referente, en el que vemos a tipos duros haciendo su trabajo -aquí, cazar vampiros-, y la exaltación de la amistad masculina. Hay, por supuesto elementos terroríficos, y ese regusto pulp que Carpenter siempre cultivó. Aquí vuelve también sobre esa situación argumental que tanto le gusta: la de los personajes acorralados, aunque aquí sean los cazadores de vampiros los que asaltan a sus enemigos en sus 'nidos'. Lamentablemente, la película también sufre por el principal problema de Carpenter durante su carrera: los recortes de presupuestos llevan a gastar toda la artillería en el primer acto. El inicio, con el carismático y antipático Jack Crow -estupendo James Woods-, liderando al grupo de cazavampiros, con los compases de rock de la banda sonora de Carpenter hacen pensar que estamos ante la película de nuestras vidas. Lamentablemente, veremos repetirse una y otra vez el ingenioso sistema de arrastrar a los vampiros con un cable hacia la luz del sol, lo que reduce las posibilidades de un film estupendo que necesitaba algo más de espectacularidad. Aún así, una de mis favoritas.
Blade 2 (2002), dirigida por Guillermo del Toro, se propone como una secuela superior al original. No lo creo así, a pesar de que, sin duda, Del Toro es un director superdotado para el fantástico, cuya carrera ha superado la de Stephen Norrigton en todos los sentidos. Sin embargo, aunque esta segunda aventura del cazador de vampiros (Wesley Snipes) brilla por su puesta en escena, cuenta con la imaginación del mexicano en los diseños y está llena de ideas chulas, su argumento es más disperso y desequilibrado. En el tercer tercio del film, se pierde el interés ante la sucesión de peleas de artes marciales. Aún así, Blade 2 es muy entretenida, y adelanta temas que luego se verán en otras cintas de terror. Los vampiros se enfrentan a una nueva raza mutante, diseñados como una mezcla del conde de Nosferatu (1922) y el alienígena de Depredador (1987). La historia presenta a los bebedores de sangre como drogadictos, pero también propone el tema de la pandemia -el vampirismo como un virus descontrolado- y por último el de los experimentos genéticos. El villano de la función, interpretado por Thomas Kretschmann -que luego será el Drácula de Dario Argento- acaba siendo un monstruo de Frankenstein que pide cuentas a su padre. Del Toro cuenta de nuevo con su actor fetiche, Ron Perlman, y hace un guiño a los espectadores españoles colocando a Santiago Segura en el prólogo y en el epílogo. Unos feos efectos especiales digitales empañan el resultado, aunque por suerte, el mexicano se cuida de utilizarlos más bien poco.
Drácula: Pages from a Virgin´s Diary (2004) de Guy Maddin convierte la novela de Bram Stoker en ballet, utilizando los códigos del cine mudo, expresionista, incluso del cómic, y del cine de vanguardia. En blanco y negro pero con un uso expresivo del color para determinados elementos, este ejercicio es sorprendentemente narrativo y capaz de captar la esencia del texto original. Maddin brilla sobre todo utilizando los códigos del cine silente para contar su historia con una gran efectividad. Atención al conde oriental que interpreta Wei-Qiang Zhang.
30 días de oscuridad (2007) está basada en el estupendo cómic de Steve Niles y Ben Templesmith, que partía de una idea curiosa y divertida: situar a un grupo de vampiros en una ciudad de Alaska, Barrow, en la que el sol se oculta durante 30 jornadas seguidas en invierno. Un paraíso para los no-muertos, que Niles narra creando una atmósfera aterradora y Templesmith ilustra de forma minimalista y evocadora. El cómic daría lugar a una serie de secuelas que sigue publicándose en la actualidad. La película, dirigida por David Slade y producida por Sam Raimi, es quizás mejor el cómic. Reduciendo la trama a su esencia, desechando todo lo superfluo para encapsular la historia, Slade consigue crear una atmósfera similar a la de La cosa de John Carpenter (1982), en la que el paisaje helado es un personaje más. También consigue Slade redondear mejor a los personajes, dotando de pequeñas historias incluso a esos secundarios que lo único que deben hacer es morir. Y cada una de esas pequeñas historias es desoladora, nihilista: los vecinos de Barrow viven en el fin del mundo, parecen buena gente, pero el ataque de los vampiros desvela que no tienen esperanza. El momento de mayor desasosiego es el terrible grito del ayudante del sheriff, Billy (Manu Bennett), de pura desesperación. Josh Harnett es un buen protagonista y Slade fabrica imágenes muy chulas en una concepción del terror efectiva, que parece sacada de un videoclip de Aphex Twin de finales de los 90 dirigido por Chris Cunningham. Danny Huston es un memorable líder de unos vampiros elegantes, pero absolutamente salvajes, de dientes de piraña, lo que no impide algunas referencias al Drácula clásico: ese barco que aparece de la nada, ese Reinfeld que es el 'extraño' (Ben Foster) y una referencia, aunque errónea, a Bela Lugosi.
Crepúsculo (2008) necesita poca presentación: basada en las exitosas novelas de Stephenie Meyer y dirigida en su primera entrega por Catherine Hardwicke -Thirteen (2013)-, basta el fenómeno editorial para explicar el éxito en taquilla. Robert Pattison y Kristen Stewart, que acabaron siendo estrellas -y estupendos actores- protagonizan una trama que tiene poco que ver con el cine de terror, e incluso, con el cine de vampiros. El no-muerto que interpreta Pattison está más cerca del superhéroe que de una criatura de la noche: hay escenas que recuerdan a cuando Superman (Christopher Reeve) vuela con Lois Lane (Margott Kidder) en brazos. Crepúsculo es una historia de amor, en la que el vampiro representa el misterioso objeto de deseo en este tipo de tramas con protagonista femenina. Para ser una película de vampiros, apenas vemos colmillos ni sangre, los no-muertos no duermen en ataúdes, salen de día y no demuestran las clásicas debilidades que tiene Drácula. Edward Cullen, básicamente, acosa a Bella Swan, en el único elemento incómodo de la trama, pero la protegerá y la respetará hasta el exceso de solo darle un tímido beso durante toda la película. Si el vampiro de Christopher Lee en la Hammer era puro deseo animal, pulsión sexual, capaz de desmelenar a la más rescatada esposa de moral victoriana; Edward Cullen es capaz de reprimir sus deseos de morder a Bella, convirtiendo la energía transgresora del vampiro en la exaltación del celibato. Un mensaje conservador que, en una época de libertad sexual, igual resultaba atrevido para Meyer.
Déjame entrar (2008) del sueco Tomas Alfredson, basada en la novela de John Ajvide lindqvist, es un film Amblin de los años 80, oculto bajo una elegante, triste y soberbia puesta en escena. Oskar (Kare Hedebrant) es un niño tímido, soñador, solitario, que sufre acoso escolar. Vive en un mundo de abusones, de adultos -padres- ausentes y de depredadores. Para madurar, Oskar entrará en contacto con lo fantástico, Eli (Lina Leandersson), una niña vampira que le ayudará a enfrentarse a sus miedos. Oscura y deprimente, la película inserta en lo cotidiano los elementos fantásticos característicos del vampiro: su sed de sangre, el sirviente humano, la necesidad de ser invitado para entrar en una casa, o el ataúd en el que descansa el no-muerto, que se sustituye por una bañera; y la mejor escena, esa mujer vampirizada que, lógicamente, no entiende lo que le pasa y acaba estallando en llamas en el hospital. Déjame entrar habla del otro, del diferente, y explica por qué ese niño sin amigos acaba identificándose con la figura del vampiro.
Matt Reeves -Monstruoso (2008)- firma un estupendo remake en Déjame entrar (2010), una obra que vuelve a la fuente de la novela original, aunque también calca en muchos momentos la película de Tomas Alfredson. El único defecto de la cinta de Reeves es que la comparemos con la magnífica película sueca. Mucho más obvia y menos elegante en su puesta en escena, la aproximación de Reeves saca a relucir todo lo que tiene esta historia de film fantástico de los años 80. Su película es más espectacular, más sangrienta, aunque igual de oscura que la original. Reeves, partiendo de una experiencia personal, profundiza en el tema del acoso escolar y consigue una mayor carga emocional, donde Alfredson pecaba de ser un poco frío. Protagonizada por unos estupendos Kodi Smit-McPhee y Chloë Grace Moretz -apoyados por Richard Jenkins y Elias Koteas- este remake americano merece que dejemos a un lado los prejuicios sobre este tipo de maniobras comerciales.
Daybreakers (2009)
En Stake Land (2010) Jimm Mickle se adelanta al panorama político de Estados Unidos en la era Trump, proponiendo un escenario distópico, un país arrasado por una pandemia -en la película, vampírica- que permite que los terrores enterrados de la nación -racismo, machismo, extremismo religioso, ultraliberalismo- resurjan a la superficie. Y eso que seguramente no podía sospechar que alguien como Donald Trump podría llegar a la Casa Blanca en 2017. Con una propuesta similar a la The Walking Dead -la serie de TV también es de 2010, el cómic de 2003- Mickle llena Estados Unidos de vampiros que son más bien zombies sin mente, un poco como los de Soy Leyenda para contar un historia que bebe del western, del relato de supervivencia, y que tiene, claro, elementos de terror, pero también de coming of age. Lo mejor, los personajes, la relación paternal entre Mister (Nick Damici) y Martin (Connor Paolo), y las mujeres que se resisten a perder la humanidad y la esperanza, interpretadas por Kelly McGillis y Danielle Harris. Stake Land es un film duro, desesperanzado, pero al mismo tiempo optimista: asume que la vida sigue, sea cual sea la circunstancia. No queda otra.
Por muy atractiva que pudiera parecer una versión de la novela de Bram Stoker dirigida por el maestro del giallo Dario Argento, Drácula 3D (2012) es un fracaso. Lo peor de esta coproducción entre España e Italia es la incapacidad de Argento para generar la más mínima atmósfera. No le acompañan unos decorados, un vestuario -y unas pelucas- que se alejan de lo gótico y resultan poco verosímiles. Pero todavía peores son los efectos especiales digitales, simplemente risibles. Argento se aleja del texto original sin mucho sentido, cambia la historia, elimina personajes e introduce otros nuevos, pero no consigue en ningún momento el más mínimo desarrollo dramático. Lo que sí hace es inyectar la violencia sádica propia del giallo, mucha sangre y una buena dosis de erotismo exploit -gracias, Miriam Giovanelli-. Curiosamente, Thomas Kretschmann tiene cierta presencia como el conde, pero siempre acaba ridiculizado por ideas muy locas, como que sea capaz de transformarse en una mantis religiosa gigante. Completan el reparto Asia Argento como Lucy y nada menos que Rutger Hauer como Van Helsing, que aparece al final del relato para protagonizar una serie de combates tan poco convincentes como la historia de amor entre Drácula y Mina. La única forma de ver Drácula 3D es asumiendo el desastre para pasárselo bien con amigos.
Abraham Lincoln: cazador de vampiros (2012) tiene un título que es imposible tomarse en serio, y que proviene de la novela homónima firmada por Seth Grahame-Smith, autor de Orgullo y prejuicio y zombies, y que firma aquí el guión. Pero cuidado, porque, a pesar de su tono pulp, la película tiene poco humor y se toma bastante en serio a sí misma, dentro, claro de lo estrafalario de su propuesta. Produce Tim Burton, para el que Seth Grahame-Smith firma el mismo año el guión de Sombras tenebrosas, y hay que decir que el film está impecablemente producido, con una recreación lograda de la época de la Guerra Civil estadounidense y con escenas de batalla que hacen pensar que aquí hay un presupuesto generoso. Los efectos especiales no se quedan atrás, con peleas espectaculares y unos vampiros -aunque CGI- que recuerdan a los dibujos de Ben Templesmith para 30 días de oscuridad. Brillan sobre todo dirección y montaje, la historia está narrada con mucho dinamismo, gracias al ruso Timur Bekmambetov, que ha hecho de las peleas coreografiadas y ralentizadas post Matrix (1999) una seña de estilo. La fotografía del veterano Caleb Deschanel y la música de Henry Jackman completan un producto impecable. Pero algo falla. Aunque sorprende la ambición de Grahame-Smith de mezclar el mito de Lincoln -convertido en una leyenda de la fundación de Estados Unidos- con la fantasía de los vampiros, y de convertir a estos en la metáfora del mal del racismo y la esclavitud, el film acaba desinflándose sobre sí mismo, quizás porque los personajes no acaban de tener la entidad suficiente para sostener, sobre todo, el tramo final de la cinta.
Sombras tenebrosas (2012) no cambiará tu opinión si piensas que Tim Burton no brilla con la misma intensidad en sus últimas películas si las comparamos con la primera etapa de su carrera. Basada en la serie de televisión de culto del mismo nombre, el vampiro Barnabás Collins pasa a formar parte de la galería de inadaptados de Burton, interpretado aquí, una vez más, por Johnny Depp. Los ingredientes del film son los habituales de la filmografía del director: una defensa del diferente, una crítica de la sociedad adocenada, elementos fantásticos y un sentido del humor peculiar. Burton se ha movido siempre entre el cine de autor y el blockbuster: presupuesto generoso y un reparto de estrellas, como Michelle Pfeiffer, Eva Green, Chloë Grace Moretz, Johnny Lee Miller, Helena Bonham Carter y un tierno cameo de Christopher Lee. Sin ser lo peor de Burton, sí tengo la sensación de que el autor no se esfuerza, no imprime la estética de ese universo tan personal y reconocible que es su mejor baza, no le acompaña el Danny Elfman inspirado de sus primeras películas en la banda sonora, y se deja llevar hacia otro aparatoso final, más pirotécnico que emocionante.
Sólo los amantes sobreviven (2013) es la visión de Jim Jarmusch del cine de vampiros, desde su personal forma de narrar y desde su ritmo cinematográfico contemplativo. Los no-muertos de Jarmusch tienen colmillos, beben sangre y no pueden salir de día, pero el autor pone el acento sobre todo en la inmortalidad de sus personajes, que se convierten en amantes de las artes, en intelectuales y coleccionistas. Adán y Eva han tenido tiempo de escuchar todos los discos, de leer todos los libros, de asistir a conciertos de Eddie Cochran o de conocer al mismísimo Shakespeare... o al menos al que escribió las obras de Shakespeare. Jarmusch crea los vampiros más cool de la historia del cine, encarnados por Tilda Swinton, Tom Hiddleston, John Hurt y Mia Wasikowska. Estos, a pesar de su altura intelectual y de todas las referencias culturales que son capaces de introducir en sus conversaciones, al final, necesitan sangre como los yonquis y cuando el hambre aprieta, no dudarán en morderte el cuello.
Como el Drácula de Bram Stoker, Byzantium (2014) se narra a través de un diario personal, pero no es Mina ni Jonathan Harker los que cuentan la historia del vampiro, sino el propio no-muerto, en este caso, Eleanor, una adolescente que vive en un perpetuo estado de conflicto existencial. La interpreta Saoirse Ronan, en un papel similar a las posteriores Lady Bird (2017) y Mujercitas (2019), películas en las que encarna a una joven en proceso de hacerse mujer, de descubrir el amor, con inclinaciones artísticas, específicamente, literarias. La película de Neil Jordan -que vuelve al género décadas después de Entrevista con el vampiro (1994)- habla de contar historias, de cómo nos definen, y también de la relación madre e hija que marca el relato. Clara -o Camila, no muy lejos de Carmilla- es la vampira interpretada por Gemma Arterton que imprime en esta cinta una carga sexual y la violencia propias de las películas de la Hammer: Eleanor, que responde al arquetipo del vampiro atormentado, lánguido, post Crepúsculo, mira en una vieja tele una reposición de Drácula, príncipe de las tinieblas. Con una perspectiva feminista, Byzantium explora ideas como la inmortalidad, la muerte, el amor y la enfermedad. Atención a una referencia vampírica: el corrupto personaje de Johnny Lee Miller se llama Ruthven, como el vampiro de Polidori, uno de los primeros de la literatura inglesa.
Drácula, la leyenda jamás contada (2014) sorprende al ser un producto bastante digno, a pesar de ser una clara explotación de otros éxitos comerciales. No esconde que su inspiración y su razón de ser es el prólogo de Drácula de Bram Stoker (1992), que plagia con gracia y que desarrolla a modo de las precuelas a las que ya nos hemos acostumbrado. Se trata de contar la historia de Drácula antes de ser Drácula, intentando que todo encaje más o menos para llevarnos a la historia por todos conocida. El film, dirigido por Gary Shore -es su único largometraje- comienza como un remedo de El señor de los anillos (2001) con Luke Evans -que aparece también en El Hobbit (2014)- como Vlad Tepes, héroe para su reino, monstruo para los turcos. Ante la amenaza de estos, Vlad se ve obligado a visitar a un vampiro (Charles Dance, de Juego de Tronos y Underworld), lo que transforma la historia en un relato de superhéroes en toda regla. Drácula utiliza sus poderes sobrenaturales para combatir a sus enemigos, pero, como Frodo, debe combatir también el mal en su interior. Shore hace gala de imágenes espectaculares y algunas buenas ideas visuales; si hubiera desarrollado un enfoque visual un poco más personal, y si hubiese pulido algo más una historia romántica que también remite a Coppola, estaríamos ante una cinta verdaderamente interesante. Pero no.
En el ciclo que Hammer Films dedicó a Drácula y a otros no-muertos, el vampiro funcionaba como un elemento de transgresión social (y sexual). El conde interpretado por Christopher Lee mordía a una recatada señorita -o señora- que se convertía en una voluptuosa vampira cuya sexualidad ponía en peligro el orden establecido por maridos, padres, sacerdotes y otras figuras de autoridad del patriarcado. Por suerte estaba allí el profesor Van Helsing (Peter Cushing) para, con una afilada estaca, penetrar el corazón de la vampira -que solía recuperar entonces su belleza angelical- para restablecer el status quo. En la película húngara Comrade Drakulich (2019), lo más interesante es precisamente la evolución de un personaje femenino, Magyar Mária (Lili Walters), una agente de la policía secreta en tiempos del comunismo soviético, en los años 70. Magyar aparece primero como mera comparsa (sexual) de su grosero compañero Kun (Ervin Nagy), hasta que le encomiendan la misión de seducir y descubrir los secretos de Fábián (Zsolt Nagy), un misterioso líder revolucionario que no envejece (y que bebe sangre). Magyar irá ganando protagonismo tras relacionarse con el vampiro, para frustración de Kun y de todos los que la rodean. Lamentablemente, Comrade Drakulich no funciona del todo como comedia -bastante zafia-, ni como sátira del comunismo, ni mucho menos como film de vampiros: este no es más que una excusa argumental para hacer avanzar la trama y aparece despojado de cualquier aura sobrenatural más allá de un olfato que ni Lobezno. Con una estética interesante -deudora probablemente de Delicatessen (1991)- la película de Márk Bodzsár dibuja una sociedad comunista en la que todos viven escuchando o vigilando lo que hacen los demás -a través de las paredes o con micrófonos que recuerdan a La vida de los otros (2006)- en la que destaca, sobre todo, como ya he dicho, el machismo que impide a una mujer como Magyar ser completamente libre.
Tras completar la renovación de la longeva serie Doctor Who de la mano de Matt Smith, y llevar a la actualidad al detective de Arthur Conan Doyle en la estupenda Sherlock, Steven Moffat y Mark Gatiss se atreven nada menos que con el Drácula de Bram Stoker. El prestigio de los show runners hacía esperar grandes cosas de esta miniserie, de calidad asegurada al estar detrás la BBC, que coproduce para Netflix. Pero cuidado, porque la historia del famoso vampiro ha sido llevada tantas veces al cine y a la televisión -por no mencionar cómics como el fantástico La Tumba de Drácula de Marv Wolfman y Gene Colan- que cabe preguntarse si se puede aportar algo nuevo a la historia del famoso no-muerto. El cine ha dado un Drácula a cada generación: el de Bela Lugosi abrió el camino a los monstruos de la Universal; el de Christopher Lee para la Hammer -sin olvidar al doctor Van Helsing de Peter Cushing-; la aproximación romántica de Francis Ford Coppola convirtiendo a Gary Oldman en el conde, por citar solo las versiones más conocidas por el gran público. Moffat y Gattis podrían haber hecho muchas cosas con su adaptación, pero en el primer episodio de la serie, de 89 minutos de duración, titulado The Rules of the Beast, deciden optar por la versión canónica del relato de Bram Stoker, situando la historia a finales del siglo XIX y comenzando por el relato de la llegada de Jonathan Harker (John Heffernan) al castillo del conde. Ojo, que a partir de aquí, hay spoilers. Digamos primero que, Moffat y Gatiss se muestran humildes reconociendo las adaptaciones precedentes. Así, creo que escuchar a Bela Lugosi en el acento del conde cuando aparece por primera vez, envejecido además, como en la encarnación de Gary Oldman. Pero sobre todo he creído ver a Christopher Lee en las etapas transitorias que van rejuveneciendo al aristócrata hasta adquirir los rasgos de Claes Bang, que está magnífico.
En el primer episodio veo la influencia de la serie de films sobre el vampiro que llevó a cabo Hammer Films entre los años 50 y 70: el ataque de los murciélagos al convento recuerda con fuerza a El beso del vampiro (Don Sharp, 1963). Es precisamente en este escenario donde Moffat y Gatiss imprimen su personalidad, con una creación como la hermana Ágatha (Dolly Wells), maravilloso personaje que parece ser una monja sin fe. Como una detective, la religiosa va extrayendo el relato de lo ocurrido a Harker, que aquí aparece como una fusión del prometido de Mina (Morfydd Clark) y el sicario del conde, Renfield -papel que se reserva luego, el propio Gatiss-. Pero hay más innovaciones: la primera provocación del guión es una pregunta de Ágatha, que da buena cuenta de la metáfora sobre el sexo -en oposición a la muerte- que siempre ha sido el vampirismo, y que, cuando el conde muerde a otro hombre, nos hace pensar en un encuentro homosexual. No creo que sea casualidad el aspecto de Harker, similar al de un enfermo de SIDA en los peores años de la enfermedad -aunque también recuerda Harker al Nosferatu de Murnau (1921)-. La hermana Ágatha sirve para que Moffat y Gatiss se hagan dueños del relato de Stoker, aportando sus intereses como autores: el placer de narrar historias, el interés por establecer un misterio que se irá resolviendo a través de la trama -¿Por qué Drácula teme los crucifijos?- y que se convertirá en el principal tema de la ficción; y sorprender al espectador con giros narrativos, en este caso, la verdadera identidad de dos personajes importantes. Con estos elementos, cuando llegamos al final de la primera entrega, se comienzan a revelar las cartas con las que jugarán los autores. Claes Bang muestra cierto sentido del humor, una socarronería que le emparenta con otros héroes, como el doctor -de Doctor Who- o el propio Sherlock Holmes de Benedict Cumberbatch. Y aunque el tono de la serie tiende a lo terrorífico -el encuentro de Harker en las catacumbas del castillo con los sirvientes de Drácula, auténticos muertos vivientes- también hay lugar para el apunte divertido -el bebé vampirizado-, el guiño grindhouse -el ejército de monjas armadas con estacas-, y hasta para el exceso gore -la transformación de lobo en hombre-. El cliffhanger que cierra el capítulo hace imposible no ver el siguiente episodio.
Si no soportas a Nicolas Cage, probablemente no se te ocurrirá ir a ver Renfield (2023). Pero el actor está lejos de ser lo peor de la película de Chris McKay -director de la estupenda Batman: La Lego película (2017)-, que lamento haber encontrado completamente fallida. La premisa era estupenda y paródica: Renfield (Nicholas Hoult), el famoso ayudante de Drácula que enloquece para satisfacer a su amo y que desarrolla un gusto gastronómico por los insectos -y luego por animales cada vez más grandes- se apunta a un grupo de terapia para personas atrapadas en relaciones tóxicas. Una idea prometedora que, sin embargo, se queda casi en segundo plano, porque Renfield se desarrolla como una comedia de acción gracias a la trama que protagoniza una mujer policía, Rebecca Quincy -su apellido debe ser un homenaje al personaje estadounidense de la novela de Stoker, Quincey Morris- interpretada por Awkwafina. Personaje y trama que, en mi opinión, entorpece y resta importancia al personaje del título, introduciendo elementos tan ajenos al cine de vampiros como la corrupción policial o una familia de narcotraficantes como antagonistas. Gracias a esto veremos secuencias de acción espectaculares, con Renfield repartiendo puñetazos y patadas como si fuera un superhéroe. Los excesos hemoglobínicos -chorros de sangre digital y amputaciones varias- son divertidos, pero no salvan el asunto. Renfield tiene un par de momentos destacables, como la recreación en blanco y negro del Drácula de Tod Browning de 1931 que inmortalizó a Bela Lugosi, o cuando Hoult imita la peculiar risa del Renfield de aquella, Dwight Frye. Nicolas Cage, que ya fue el vampiro más pasado de rosca posible en la inclasificable Besos de vampiro (1989), está correcto como un Drácula paródico, pero su personaje acaba siendo demasiado caricaturesco. En resumen, Renfield no nos hará olvidar al personaje definitivo sobre el asunto, el entrañable Guillermo (Harvey Guillén) de la serie Lo que hacemos en las sombras.
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