DIRECTOR -DRÁCULA Y OTROS VAMPIROS



Nosferatu (1922) es presumiblemente la mejor película que se haya hecho sobre la novela de Bram Stoker, si apelamos a su condición de clásico absoluto cinematográfico. Joya del cine mudo y del expresionismo alemán, la película de F.W. Murnau tiene una narrativa visual mucho más fluida y depurada que la sonora Drácula de Tod Browning, de 1931. Aunque el productor, artista y ocultista, Albin Grau, no consiguió los derechos de la viuda de Stoker -fallecido en 1912- la adaptación es bastante fiel a la peripecia de la novela, explotando su tono de melodrama y de aventura, aunque cambiando el desenlace para darle protagonismo a la heroína femenina, cuya pureza es la que acaba destruyendo al monstruo -idea que recoge la versión de Coppola- y con la ayuda de la luz solar, que a partir de aquí sería letal para cualquier vampiro en ficciones posteriores. El aterrador maquillaje de Max Shreck, está más cerca de la idea de Stoker, que no describe en la novela a un conde precisamente atractivo, aunque a partir de Bela Lugosi asociemos siempre al personaje con la imagen de un elegante y misterioso seductor. En lo que no tiene rival Nosferatu es en su capacidad de crear imágenes que son historia del cine: el espanto levantándose de su tumba verticalmente, la sombra del vampiro subiendo las escaleras que le llevarán a su víctima; la sombra de sus garras cerrándose sobre el corazón de Ellen, oprimiéndolo. Nosferatu es una película maldita -la viuda de Stoker consiguió una orden judicial para quemar todas las copias- y legendaria: corrió el rumor de que Shreck era realmente un no-muerto, idea recogida en La sombra del vampiro (2000). Está disponible en Filmin.

Como curiosidad, Nosferatu Re-Animated, versión de 2018 en la que el músico y animador Fran Blackwood dibuja fotograma a fotograma sobre la película original de Murnau, convirtiéndola en una peculiar pieza de animación. Se puede ver en Amazon Prime Video.

Lectura recomendada: Cine fantástico y de terror alemán (1913-1927), editado en la Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián (2002).


La seminal Drácula (1931) de Tod Browning es teatral en su origen y en sus planteamientos dramáticos: la acción se desarrolla básicamente en interiores, a través de los diálogos de los personajes, sobre todo en la secuencia del castillo del conde y cuando el vampiro acecha a sus víctimas femeninas en Londres. Browning, buen conocedor del cine de terror -La casa del horror (1927)- autor de un clásico de culto como Freaks (1932), compensa este defecto con movimientos de cámara que pueden parecer impropios de una película de los comienzos del sonoro. Aunque pueda resultar algo tosca, esta primera adaptación -oficial- de Drácula tiene todavía el poder del cine mudo, especialmente en las miradas de Bela Lugosi, que marcarán la carrera del actor húngaro, siempre en relativo declive tras el gran éxito de su personaje más famoso. Su elegancia y su exótico acento marcarán al personaje creado por Bram Stoker para siempre. Suya es la versión canónica. A favor de la película, todos los recursos de la Universal y su equipo de artistas para crear una estética importada del expresionismo alemán: la dirección artística de Charles D. Hall, los decorados del oscarizado Russell A. Gausman -sin acreditar-, la fotografía del alemán Karl Freund -que firmó la de Metrópolis (1927) y luego dirigió La momia (1932)-. Todo a favor de una historia en la que tenemos una concepción clásica del monstruo, como una amenaza externa, extranjera -el otro- que aparece para poner el peligro el orden establecido -el matrimonio de Mina (Helen Chandler) y John Harker (David Manners)- y que debe ser destruido. Los enemigos de lo transgresor -el sexo y la muerte- son la inocencia de Mina, la fe en el crucifijo, y la ciencia de Van Helsing (Edward Van Sloan). La película evita los detalles más escabrosos de la novela, las alusiones sexuales, la imagen de la sangre, de los colmillos, de la estaca clavándose en el pecho del vampiro. Todo lo que pierde en impacto visual, lo gana en sugerencia.


Hay que mencionar la existencia de una versión muda, ya que en 1931 no todos los cines estaban preparados para el sonido; y de una versión con banda sonora -preciosa- de Phillip Glass, pensada como acompañamiento musical en directo para el film, que padece de unos largos silencios por un Tod Browning que nunca se sintió cómodo en el cine sonoro.

Lectura recomendada: Hollywood Gótico. La enmarañada historia de Drácula de David J. Skal (2015)


Drácula (1931) en español. Toda una curiosidad. Cuando Tod Browning y compañía abandonaban el plató tras la jornada de rodaje de Dracula, un segundo equipo se presentaba para realizar una versión en castellano de la misma película. Con actores españoles, mexicanos y argentinos, este sorprendente remake simultáneo parece más pulido técnicamente que la famosa película protagonizada por Bela Lugosi. El equipo de rodaje tenía la oportunidad de revisar el material filmado durante el día y mejorarlo. La película era, en principio, la necesidad industrial de llegar al mercado hispano, que se quedaba huérfano de cine con la llegada del sonoro (el doblaje todavía no era viable). Pero con esta excusa, el empeño del productor Paul Kohner consiguió que este Drácula no fuera un simple remedo, sino un éxito artístico. Dirige George Melford en una obra que 
resulta más erótica -atención a las transparencias de Eva -personaje que sustituye a Mina- interpretada por Lupita Tovar, que acabaría casándose con el mencionado Kohner. La cinta tiene además un Drácula más que competente en el cordobés Carlos Villarías, muy parecido a Bela Lugosi, aunque, claro, sin la estatura mítica de este. La película estuvo perdida mucho tiempo hasta que en los años 70 fue descubierta una copia íntegra en la Filmoteca de La Habana, que permitió su restauración en los años 90. Se puede encontrar en DVD, en alguna de las ediciones editadas sobre los monstruos de la Universal.

Lectura recomendada: Hollywood Gótico. La enmarañada historia de Drácula de David J. Skal (2015)


Vampyr (1932) de Carl Theodor Dreyer tiene más que ver con Nosferatu que con Drácula, aunque en realidad estamos ante un film completamente diferente. Dreyer se embarca en una búsqueda estética y encuentra imágenes verdaderamente subyugantes, utilizando todo tipo de recursos para conseguir efectos extraños, colocando gasa delante de la cámara, jugando con las sombras como hiciera Murnau. El film es sonoro, pero sigue anclado en el cine mudo a través de textos explicativos, o del uso de las páginas de un libro sobre vampirismo. Hay muy pocos diálogos, la mayoría frases sueltas, pero sí una labor consciente de experimentación con la música diegética, los efectos de sonido y la voz en off. La película está estructurada en planos secuencia, con una cámara sorprendentemente móvil que sigue las evoluciones de los personajes en un argumento que no entendemos. La atmósfera de Vampyr es onírica, con secuencias de pesadilla como ese entierro visto desde el interior de un ataúd. La historia estaría inspirada en Carmilla de Sheridan Le Fanu, aunque poco parecen tener que ver ambas historias. Sí, vemos a una joven vampirizada, que se libera cuando el supuesto vampiro es destruido, pero las intenciones de Dreyer no parecen ser las de la adaptación fiel. Un clásico del cine y una experiencia imprescindible que, sin embargo, no se encuentra disponible en ninguna plataforma digital.



En La marca del vampiro (1935) Todd Browning se permite hacer una suerte de parodia de su propio Drácula (1931), en la que un misterioso crimen ocurre en una supersticiosa región, en la que se cree en la existencia de los vampiros. Un policía interpretado por Lionel Atwell investigará el caso con la ayuda de un trasunto del profesor Van Helsing, Lionel Barrymore, que intentará evitar otro ataque vampírico. Así, el argumento de Stoker se cruza con un whodunit cuya resolución acaba resultando, en mi opinión, más fantástica que la existencia de los propios no muertos. En el relato hay una suerte de Mina, un prometido a lo Jonathan Harker, y, por supuesto, un Conde Drácula, al que da vida nada menos que Bela Lugosi. Browning consigue que sus apariciones sean atmosféricas, junto a la vampira Luna (Carroll Borland), de imagen inquietante. La verdad es que el argumento de La marca del vampiro no se entiende demasiado, hasta su resolución. Pero es una de las pocas oportunidades de ver a Lugosi interpretando, de nuevo al mítico Conde (o algo parecido).



La hija de Drácula (1936) es una secuela algo tardía de la obra de 1931, surgida tras el éxito de la serie de películas sobre monstruos de la Universal. La estrategia es, básicamente, proponer una versión femenina de la novela de Bram Stoker, funcionando como un espejo en el que la condesa Marya Zaleska (Gloria Holden) representa el mal y el insípido Jeffrey Garth (Otto Kruger) tendría que ser la víctima. Pero la propuesta es conservadora, ya que Garth acaba siendo el héroe, y otra mujer, Janet (Marguerite Churchill), la auténtica víctima. Lo que sí resulta sorprendentemente transgresor es el subtexto lésbico que conlleva que el monstruo sea una vampira femenina, lo que supone el principal interés de esta cinta. 
El poder hipnótico de Drácula y su mirada se trasladan a una joya -un grueso anillo- y la fuerza sobrehumana del vampiro es heredada por un esbirro fortachón, Sandor, interpretado por el también director Irving Pichel con maquillaje expresionista de cine mudo. La condesa, más que un demonio peligroso como Drácula, acaba siendo una heroína de melodrama, una víctima de un linaje maldito, lo que no deja de ser interesante. Un mal llamado profesor 'Von' Helsing -de nuevo Edward Van Sloan- es el vínculo con el primer film, ya que la acción se retoma desde la última secuencia de aquel, en el castillo donde acaba de 'morir' el conde. A pesar de un presupuesto de serie B, La hija de Drácula mantiene cierta calidad gracias a la fotografía y los decorados, que imprimen una atmósfera gótica y un acabado bastante digno.


El hijo de Drácula (1943) es el curioso trasplante del conde vampiro de la mítica Transilvania al sur de Estados Unidos, con sus casonas, sus sirvientes afroamericanos -que antes fueron esclavos- sus pantanos húmedos, el llamado American Gothic. Un cambio de escenario que permite reflexiones soprendentes, como que el vampiro ha viajado desde el viejo continente para buscar sangre nueva, fuerte -¡Y viril!- en el nuevo mundo. Interpreta al conde nada menos que el hijo de Lon Chaney, cuya muerte le apartó en su momento de la película dirigida por Tod Browning en 1931. Lon Chaney Jr. fue el hombre lobo en la cinta del mismo nombre (1941) -su papel más conocido-, en El fantasma de Frankenstein (1942) fue el monstruo, así como también la momia en La tumba de la momia (1942), por lo que debe ser el único actor que interpretó a todos los monstruos clásicos para Universal. Su Drácula no puede evitar contagiarse de su mirada lastimera, a la que nos tiene acostumbrados como licántropo. Llaman la atención las bonitas animaciones que convierten al conde en murciélago -de goma- y en niebla -pintada- que tienen bastante encanto. El guión es de Curt Siodmak, auténtico experto en monstruos: suyos son los libretos de El hombre lobo (1941), Frankenstein y el Hombre lobo (1943) y hasta de Yo anduve con un zombie (1943)- y su historia para esta película tiene algo de folletinesco, de serial sin prejuicios, que además sorprende con un final anticlimático que la realización competente de su hermano, Robert Siodmak, consigue salvar, parcialmente, con cierta dignidad. Una curiosidad, aquí el vampiro se hace llamar Alucard, cumpliendo la obligación -establecida en Carmilla- de usar un alias manteniendo las letras que componen el nombre, pero cambiándolas de orden.



Dirigida por Erle C. Kenton, La mansión de Frankenstein (1944) es la primera reunión de los monstruos de la Universal: Drácula, el Hombre Lobo y la criatura de Frankenstein, según una historia de Curt Siodmak. Drácula aparece casi testimonialmente, en el primer acto, interpretado nada menos que por un John Carradine larguirucho y con bigote (como lo imaginó Bram Stoker). El conde aparece primero, de forma sugestiva, como una atracción de feria: un esqueleto en un ataúd con la estaca clavada. La forma de revivirle es tan simple como gratuita: nadie cree que realmente se trate del aristócrata de Transilvania y por tanto, al retirar la estaca, el vampiro vuelve a la (no)vida. El protagonista de la película es Boris Karloff, que tras interpretar al monstruo de Frankenstein en tres ocasiones, ahora encarna a un malvado científico, que busca replicar los experimentos del famoso barón. Su ayudante, cómo no, es un jorobado, Daniel (J. Carrol Naish), que más que el malévolo Fritz/Igor de otras películas es un remedo del Quasimodo de Victor Hugo, aunque aquí con instintos asesinos y, cómo no, enamorado de una gitana, que, a su vez, se queda prendada del hombre lobo, Larry Talbot (Lon Chaney Jr.). Este reaparece justo después de Frankenstein contra el Hombre lobo (1943), por lo que la criatura no está demasiado lejos, encarnada ahora por Glenn Strange. Su papel se reduce a despertar a la vida para provocar la gran destrucción que acaba la película por las buenas.




La mansión de Drácula (1945) es otro irresistible crossover de los monstruos de Universal, absolutamente inocente, casi un clon de la película anterior, La mansión de Frankenstein (1944). Su máximo interés es cómo el guión e Edward T. Lose Jr. juega con los arquetipos del género. Aparecen todos, sin demasiada justificación. Primero, Drácula -de nuevo John Carradine- capaz de transformarse en murciélago con las animaciones ya vistas en El hijo de Drácula, que acude a la consulta del doctor Franz Edlemann (Onslow Stevens) para curarse de su vampirismo. Este doctor sirve además como científico loco y acaba protagonizando una subtrama inspirada en El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hyde, que será el detonante de la trama. Antes, a su consulta acude nada menos que Larry Talbot (Lon Chaney Jr.), el Hombre Lobo, también para curarse. En la consulta está Nina (Jane Adams), una enfermera jorobada -heredera de Quasimodo y del Igor/Fritz de Frankenstein-. Apuntemos por último la aparición, absolutamente casual, del monstruo de Frankenstein (Glenn Strange) que aparece -¡Otra vez!- solamente para provocar un incendio que sirve de final a una película imposible. Hay un elemento interesante en el film y es la ausencia de personajes positivos: solo la guapa Martha O'Driscoll está libre de pecado, y se coloca del lado de los monstruos. Los vecinos del pueblo, representados por el poco agraciado Skelton Knaggs, dan más miedo que las criaturas fantásticas y la ley y el orden que defiende el personaje de Lionel Atwill es algo muy parecido al fascismo. Así, como es normal, los monstruos acaban resultando mucho más simpáticos.


El retorno del vampiro (1943) quiso ser la secuela del Drácula de Tod Browning de 1931, nada menos que con Bela Lugosi repitiendo papel, pero Universal no permitió que Columbia utilizase al personaje de su propiedad, por lo que aquí el vampiro aparece bajo el nombre de Armand Tesla. El film a pesar de todo, recrea la atmósfera de las películas de la Universal, pero el guión de Kurt Neumann -director de La mosca (1958)- propone una operación extraña: la de situar la historia en el presente, cuando Alemania bombardea Londres. Una idea interesante pero arriesgada. La novela de Bram Stoker, publicada al final del siglo XIX, en 1897, oponía al vampiro y su folklore a la modernidad, a la ciencia de Van Helsing, a los seminales gadgets que utilizaban éste y el doctor Seward, y a la 'nueva mujer' que era Mina. En las versiones cinematográficas hemos necesitado de un vampiro casi medieval para poder creer en el mito, pero en la esencia de la idea de Stoker estaba esa oposición ciencia/leyenda. En esta cinta dirigida por Lew Landers, apelar a un terror real como las bombas nazis desactiva a los monstruos clásicos: un Bela Lugosi envejecido y su hombre lobo esbirro, que encima habla, Andreas (Matt Willis) aparecen como terrores inocentes, de otra época. Si Nosferatu (1922) parece predecir el nazismo y el Drácula de 1931 servía para distraer al espectador de la Gran Depresión, El retorno del vampiro acaba siendo la despedida de los terrores fantásticos ante la necesidad acuciante de enfrentar los reales. Ahí está ese escéptico policía Sir Frederik (Miles Mander), incapaz de darle credibilidad a los monstruos, que incluso rompe la cuarta pared para preguntarle al público si este es todavía capaz de creer en ellos.


Abbott y Costello contra los fantasmas (1948) es el epílogo de la serie de películas de monstruos de la Universal. La popular pareja de cómicos consigue reunir a Drácula, el Hombre lobo y la criatura de Frankenstein en una sola película, pero, más importante, interpretados por los actores que los hicieron famosos. Ahí está Bela Lugosi como el vampiro, Lon Chaney Jr. como el licántropo, y solo faltó Boris Karloff como el monstruo. Le sustituye Glen Strange, que ya había dado vida a la criatura en La mansión de Drácula y La mansión de Frankenstein. Estos elementos son el gran atractivo de la cinta, porque la comicidad de Abbott y Costello parece haber perdido vigencia con el paso del tiempo: los tics y muecas del segundo solo harán gracia a los que estén familiarizados con su estilo. Precisamente, hacer comedia con los terrores que hace una década quitaban el sueño a los espectadores, certifica la necesidad de su renovación. Las mejores escenas, claro, son las que presentan a todos los monstruos reunidos, en momentos que son pura serie B, convertido Drácula en un mad doctor deseoso de utilizar a la criatura de Frankenstein en sus planes diabólicos y con el hombre lobo transformado en un antihéroe trágico.


El vampiro (1957) es una sorprendente película mexicana, heredera del blanco y negro expresionista de la Universal, con unos atmosféricos decorados sumidos en la niebla, pero que prefigura el enérgico y violento Drácula al que dará vida Christopher Lee un año después. para la británica Hammer. El director, Fernando Méndez, fabrica imágenes de indudable fuerza y hasta inquietantes, aunque el guión podría haber robado la mayoría de sus ideas de El hijo de Drácula (1943) de la que es prácticamente un remake, agregando una subtrama de enterrados en vida que no aporta demasiado. Con un tono de melodrama y diálogos antinaturales, molesta sobre todo el tono sarcástico del 'héroe', un escéptico médico que se toma todo a broma. Por suerte, Méndez aporta el imaginario sobrenatural mexicano a la estética del vampiro, con fantasmas, apariciones y utiliza a los indios como sirvientes del conde húngaro que interpreta Germán Robles, que se adelanta a Lee mostrando sus colmillos. Sorprende encontrar en México la película 'bisagra' entre el terror de Universal y Hammer. La cinta, por cierto, 
contó con una secuela, El ataúd del vampiro, también dirigida por Fernando Méndez y con Germán Robles repitiendo como el 'no muerto'. Atención también a la publicación en el Festival de Stiges 2020 del libro ¡A mordiscos! sobre la vida de Robles, firmado por Jesús Palacios.


Si en las películas de la Universal no vimos un colmillo ni una gota de sangre, el Drácula (1958) de Hammer Films nos muestra un manchurrón muy rojo sobre el ataúd del vampiro cuando ni siquiera ha empezado la película. Si el film de Tod Browning resultaba teatral, Terence Fisher dirige aquí con brío una vertiginosa persecución contrarreloj: el doctor Van Helsing debe evitar que Drácula vuelva a su ataúd antes del amanecer. Si Bela Lugosi era un aristócrata envarado y de movimientos casi robóticos, Christopher Lee es un animal salvaje que se mueve, corre y salta como un felino, los colmillos llenos de sangre y los ojos inyectados. No es menos hábil el doctor Van Helsing, un Peter Cushing con la elegancia y la dignidad de un gentleman, pero capaz de moverse como un espadachín en una película de aventuras. El guión de Jimmy Sangster se mantiene fiel a la novela -más o menos- pero se deja llevar por el espíritu pulp -aquí Harker es directamente un cazador de vampiros y no un agente inmobiliario- por el sensacionalismo del gore y la violencia, y sobre todo convierte los ataques del vampiro en una revolución sexual que libera a las víctimas femeninas -Lucy y Mina- casadas con burgueses, reprimidas de pelo recogido que se sueltan el moño tras el primer mordisco. ¿La mejor adaptación de la novela de Stoker?



Si en Drácula Christopher Lee bajaba las escaleras de su castillo sin mirar los escalones, los ojos fijos en Harker, en una demostración de fuerza terrorífica, en Las novias de Drácula (1960) es la desvalida baronesa Meisner (Martina Hunt) la que baja unos escalones con la mirada fija en su hijo, el barón (David Peel), por el que siente terror. Este es el sustituto del conde, que solo aparece en el título y como referencia en algunos momentos del film. El barón Meisner parece algo afeminado, juvenil, como una estrella de rock que engatusa a las jovencitas, pero que morderá también al propio Van Helsing. Peter Cushing está elegante y convincente como siempre, paternal para borrar cualquier atisbo de tensión sexual con la heroína de la historia, una amalgama de los personajes de Harker y Mina de la novela de Stoker. El relato convierte en femenino a Reinfeld, esa especie de bruja que es Greta (Freda Jackson), y multiplica a las posibles vampiresas planteando parte de la acción en una residencia de jovencitas que daba para más. Las novias de Drácula tiene momentos inquietantes, y sobre todo de acción y aventura, Van Helsing parece más que nunca un espadachín: cuando se cuelga del molino para que la sombra de sus aspas bajo la luz de la luna formen la cruz, en uno de los grandes momentos de la historia del cine. Este Drácula es más pulp -la forma en la que Van Helsing evita infectarse- y menos serio -ahora el vampiro sí puede convertirse en un tosco murciélago- pero también más irónico: Meisner es un terrateniente que explota a sus súbditos como si el feudalismo siguiera vigente y mantuviera el derecho de pernada. El barón es un comentario sobre la aristocracia venida a menos que se niega a perder sus privilegios en una sociedad que el guión dibuja como tremendamente clasista. La cámara de Terence Fisher se mueve con elegancia y con una concreción inauditas, narrativamente perfecta, cada ángulo y cada corte hacen avanzar la historia revelando cosas. Es mi película favorita del ciclo Hammer.


La máscara del demonio (1960) de Mario Bava tiene uno de los prólogos más poderosos y brutales de la historia del cine: el ajusticiamiento de los vampiros, más bien, brujos, a los que clavan una pesada máscara en la que la cámara de Bava se introduce para obligarnos a mirar a través de ella. Aunque la vampira, Asa (Barbara Steele) revive gracias a la sangre, será llamada bruja durante toda la película y los que la ajustician recuerdan sin duda a la Inquisición. El monstruo que interpreta la inquietante Steele es destruido con tal brutalidad por un grupo de hombres, que resulta difícil no estremecerse -Barbara Shelley sufrirá el mismo destino en una escena similar en Drácula, Príncipe de las tinieblas (1966)-. Los vampiros aquí son espectros, cadáveres resucitados y espantosos, antes que seres seductores capaces de moverse en sociedad. En blanco y negro, en decorados que deberían parecernos muy falsos, Bava crea atmósfera góticas, muy inquietantes y fábrica momentos espantosos con efectos muy gore para la época: ver cómo se reconstituyen los ojos de la bruja impresiona todavía.


El beso del vampiro
(1963), tercera película de la Hammer sobre el tema, carece de los mayores reclamos de la serie. No se usa el nombre de Drácula, no aparecen Christopher Lee o Peter Cushing, no dirige Terence Fisher ni escribe Jimmy Sangster. Aún así, Hammer funciona ya como una maquinaria eficiente y sus artesanos y productores consiguen mantener unos niveles mínimos de calidad. Hay algo de humor en la pareja protagonista de la historia -Edward de Souza y Jennifer Daniel- los Harcourt, que aparecen en el ya conocido pueblo atemorizado por la presencia del vampiro. Hay algo siniestro en la forma en que los no-muertos dominan a los posaderos y hay algo de enfrentamiento entre lo primitivo y el progreso: los Harcourt aparecen en un moderno coche que casi parece anacrónico. El film juega al misterio y por ello, hay pocos momentos terroríficos. Una pena, porque la idea de reemplazar a Drácula por una secta de vampiros -comandados por el doctor Ravna (Noel Willman)- que capta nuevos miembros destrozando a sus familias, era interesante; así como ese nuevo Van Helsing, borracho y amargado, que es el profesor Zimmer (Clifford Evans). El desenlace, en el que un rito satánico produce una bandada de murciélagos que ataca a los vampiros, es sugerente e impactante, incluso cuando se ven los hilos que hacen volar a los quirópteros de goma.


Los vurdulak es quizás el mejor episodio de Las tres caras del miedo (1963), dirigida por Mario Bava, adaptando tres cuentos de terror de diferentes autores. En este caso, se convierte en imágenes La familia del vurdalak (1839) de Alexei K. Tolstói, que desarrolla la versión rusa del mito del vampiro. La gran peculiaridad de estos seres sobrenaturales es que prefieren alimentarse de la sangre de sus seres queridos, convirtiéndolos uno a uno hasta que toda la familia acaba transformada en monstruos. La puesta en escena de Bava consigue atmósferas terroríficas, inquietantes cuando rueda en exteriores y de pesadilla cuando lo hace en decorados. El uso de los colores, expresivos, de tebeo, es magnífico, y está muy cerca de lo que se estaba haciendo con el género en la Hammer en esos mismos años o de la aproximación al terror de Roger Corman en el ciclo sobre Poe. Nada menos que Boris Karloff interpreta al patriarca de la familia, Gorca, cuyo rostro de pesadilla se asoma por las ventanas de la casa de la familia, aterrorizando a sus descendientes como un Saturno a punto de devorar a sus hijos. También resulta espantosa la escena en la que el niño vampirizado suplica a su madre que le deje entrar en casaLo mejor de este film de episodios es su epílogo, cuando Karloff, que ejerce de maestro de ceremonias, despide la película cabalgando sobre un caballo, mientras Bava aleja la cámara desvelando los trucos de la ficción.


El último hombre sobre la Tierra (1964) nos lleva a una frase tan manida como odiosa: el libro es mejor. Lo mejor de esta película proviene de Soy leyenda (1954), la novela corta de Richard Matheson, a la que se mantiene sumamente fiel en su peripecia: solo un hombre ha conseguido sobrevivir a un terrible virus que ha transformado a la humanidad en vampiros. Matheson nos presenta el seco relato del día a día de Neville, un antihéroe que representa lo peor del hombre: la violencia, los vicios -como el tabaco y el alcohol-, el deseo sexual, aunque también lo mejor, como la cultura -la música-, la capacidad de adaptación, la búsqueda de la verdad -la investigación científica autodidacta sobre el virus-. Su reflexión final, es tan amarga como que el hombre, en definitiva, es algo que debe ser superado. La película recoge en parte ese espíritu, pero tiene algunos problemas, empezando por la dirección de Sidney Salkow, lamentablemente insuficiente, sobre todo, en las escenas de acción, e incapaz de generar tensión, inquietud, o terror. Muchas situaciones acaban solucionándose malamente a través del montaje. Pero también falla, en mi opinión,  el protagonismo de un magnífico actor como Vincent Price, lo menos parecido a la imagen de Neville que como lector podía haber tenido en la cabeza. El bigotito de Price, su pelo engominado, la elegancia que no le abandona, parecen contradecir que lleve 3 años aislado y sobreviviendo a duras penas. Tampoco ayuda la mirada irónica de Price, divertidamente maligna, ni sus maneras blandas, afeminadas -sobre todo cuando clava estacas en los vampiros o se enfrenta a los no muertos que le acosan-. A pesar de todo esto, la película tiene cierta fuerza, y ha sido sin duda influyente: estos vampiros se adelantaron a los zombies de George A. Romero en La noche de los muertos vivientes (1968).



Drácula, príncipe de las tinieblas (1966) marcaba el regreso de Christopher Lee como el conde, aunque no tuviera una sola línea de diálogo en toda la película. La cinta, dirigida de nuevo por Terence Fisher, seguía la línea de la Hammer, empeñada en mostrar cada vez más sangre y más sexo. El argumento, personalmente, me recuerda a la posterior La matanza de Texas (1974). Dos parejas se internan de forma incauta en los terrenos del vampiro, y caen en la trampa de uno de sus esbirros, como los jóvenes hippies serán engañados por la familia de caníbales de la América Profunda, cuya destartalada casa/manadero actualiza el castillo gótico. En la película de Tobe Hooper -que dijo ser fan de la Hammer en la charla del Festival Nocturna, de 2014, en Madrid- la nueva generación pacifista, sexualmente libre y aficionada a las drogas, se enfrenta a un orden anterior, primitivo y salvaje. En la película de Fisher -con guión de Jimmy Sangster, de nuevo, pero acreditado como John Sansom- las dos parejas burguesas se oponen también a las supersticiones del pueblo -contra las que lucha también ese curioso religioso que es el padre Sandor (Andrew Kier), armado con una escopeta y más terrenal que espiritual-. El monstruo representa a la vieja aristocracia, los valores antiguos que vuelven para vengarse de los que se han atrevido a ser algo más 'democráticos': véase la escena en la que el campechano Charles (Francis Matthews) invita unas copas a los lugareños. Ambas películas comparten además una escena sangrienta representativa: aquí, uno de los desdichados turistas es colgado de los pies para que su sangre reviva al vampiro en una especie de rito satánico, y en el film de Hopper, Learherface (Gunnar Hansen) cuelga de un gancho a una desvalida joven (Teri McMinn) para degollarla y recoger su sangre en un cubo mugriento. La película tiene escenas atrevidas para la época, como el personaje de Barbara Shelley, Helen, la más recatada y conservadora de su grupo, que será convertida en una vampiresa sexualizada y convenientemente escotada que será brutalmente destruida por un grupo de hombres, en una escena muy perturbadora; mencionemos también la escena en la que Drácula se hace una herida en el pecho, para que se su víctima beba su sangre, una idea extraída de la novela que también estará presente en la sexualizada versión de Coppola. Se recupera también de la novela, un personaje come-moscas similar a Renfield, Ludwig (Thorley Walters) y una idea que en el cine parece una innovación -creo que no se ha vuelto a usar- pero que también está en el texto de Stoker, la de que el vampiro es vulnerable al agua corriente, lo que sirve aquí para un clímax muy original que le permite a Fisher fabricar dos imágenes evocadoras: la capa de satén negro y rojo del conde deslizándose por la superficie blanca del hielo y la imagen del monstruo congelada, su rostro verde adormecido esperando a revivir en la siguiente película, adelantándose un par de décadas a las muchas resurrecciones de los psycho-killers de los 80 como Jason Voorhees o Michael Myers.


En El baile de los vampiros (1967) Roman Polanski, en pleno apogeo del cine de vampiros de la Hammer, fabrica una cinta que podría pertenecer perfectamente a la productora británica: los decorados góticos, los inmensos colmillos, las chicas preciosas -la belleza de Sharon Tate hace que parezca fotografiada en color (rojo) mientras  el resto de la película está en blanco y negro- y la estructura del argumento, básicamente, la de Drácula: llegada de los extranjeros a Transilvania, visita a la posada y luego al castillo del vampiro. La parodia que ejecuta Polanski se basa en sus personajes, absolutamente caricaturescos, y el trasunto de Van Helsing, el profesor Abronsius (Jack McGowran) y su ayudante, Alfred -el propio Polanski- dibujados a imagen de Don Quijote y Sancho Panza -parodia de las novelas de caballería-. Polanski tiene más mérito consiguiendo una atmósfera Fantastique, que haciendo comedia y su humor resulta más bien simplón: la mirada bobalicona sobre unos pechos, el vampiro homosexual y el no muerto judío que no teme las cruces. Mucho mejor cuando recurre al humor físico, al slapstick casi de cine mudo: cuando Alfred, escapando del vampiro, recorre la planta entera del castillo hasta volver al punto de partida.


Drácula vuelve de la tumba
(1968) es la tercera vez que Christopher Lee se pone los colmillos del vampiro para la Hammer. Pero aunque el film tiene todos los valores de una producción de la casa británica, se echa de menos a Terence Fisher detrás de la cámara. Freddie Francis -consumado director de fotografía- es sin duda competente, pero aquí le falta brío a su puesta en escena. Tampoco ayuda un guión interesante pero que propone muy poca acción y limita al mínimo los ataques del vampiro. El texto de John Elmer/Anthony Hinds busca el subtexto: los campesinos -la clase obrera- vive aterrada -alienada- por un vampiro que ya no existe y lejos de recibir ayuda de la Iglesia, un cura traumatizado despertará con su sangre al conde congelado -¿Recordáis el final de la última entrega?-. Hará falta la intervención de un ateo enamorado (Barry Andrews), un proletario que pretende una carrera universitaria para convertirse en burgués, para destruir al vampiro. Eso sí, tras conseguirlo, el ateo hará la señal de la cruz . El monstruo también atacará en nombre de la moral: la liberada Zena (Barbara Ewing) acabará mal, mientras la angelical María (Verónica Carlson) sobrevivirá, eso sí, tras perder su inocencia. Atención a la atmosférica aparición de Drácula que, al morderla por primera vez, provocará la caída de una muñeca desde la cama de la joven. Es el fin de su infancia.


El poder de la sangre de Drácula
(1970) propone un giro estimulante en la serie protagonizada por Christopher Lee en la Hammer: la pareja burguesa, enamorada, que hemos visto una y otra vez desde Drácula (1958) ha envejecido atada por una moral conservadora y por la hipocresía del catolicismo. Así, los protagonistas son tres hombres ricos, aburridos, que imponen la decencia y las buenas costumbres a sus hijos -deseosos de progreso y libertad- pero que por las noches visitan un decadente prostíbulo regentado por un homosexual. Y ni eso le basta a estos tres señores que se aburren tanto que les apetece probar algo nuevo, nada menos que un rito satánico dirigido por un aristócrata desheredado (Ralph Bates) que los convertirá en el objetivo de la venganza de Drácula. Es entonces cuando el vampiro hace de las suyas, más o menos como siempre, mordiendo a las jóvenes para convertirlas en sus novias, solo que estas son las hijas de los mencionados señores respetables. Curioso precedente de Freddy Krueger, que también persigue los sueños de los hijos de los que acabaron con él. Con un inicio interesante, paradójicamente, El poder de la sangre de Drácula pierde enteros tras la resurrección del vampiro.


Las cicatrices de Drácula
(1970) rodada el mismo año que El poder de la sangre de Drácula, evidencia el agotamiento de la serie de la Hammer -carece de argumento- y la premura con que debe haber sido rodada -los efectos especiales dejan mucho que desear: esos murciélagos de goma, cuando el Conde estalla en llamas-. Estos defectos, que no se pueden ignorar, convierten el film dirigido por Roy Ward Baker de una autoexplotación perpetrada por la propia Hammer, y en algo tan loco como disfrutable. El guión, inexistente, no se preocupa ya de ser coherente -Drácula resucita de una forma más gratuita que nunca- pero tampoco de crear subtextos sobre la moral conservadora o el clasismo. Simplemente estamos ante una serie de momentos típicos de Hammer: los aldeanos atemorizados, chorros de sangre, sadismo -cuando el Conde castiga a su esbirro-, varias chicas Hammer con sus escotes, y una mayor presencia en pantalla de Christopher Lee, lo que se agradece. El argumento va y viene, cómo los héroes entran y salen del castillo del vampiro, por lo que se recuperan algunos momentos de la novela original -el conde trepando por la pared- que se habían quedado en el tintero. En cierta forma cierra la historia de Drácula en la Hammer, aunque Lee hará todavía dos películas más.


El Conde Drácula (1970) prometía ser la versión más fiel a la novela para la época de su estreno, sobre todo por echar mano de ciertos elementos de la novela que siempre acababan siendo eliminados, resumidos u obviados en las adaptaciones anteriores. Así, por primera vez vemos al conde primero como un anciano, para luego rejuvenecer; además de aparecer personajes antes sacrificados, como Quincey. Todo esto no quiere decir que la cinta no se tome varias licencias, como siempre, por razones de presupuesto. Sobre el papel puede parecer esta una adaptación más que interesante, con la dirección de Jesús Franco, el protagonismo de Christopher Lee -importado de la Hammer-, Klaus Kinski haciendo de Renfield -luego sería el propio Drácula para Herzog-, Herbert Lom como Van Helsing, Soledad Miranda como Lucy y Jack Taylor como el mencionado Quincey. Franco parece contar con más medios que en buena parte de su filmografía, pero claro, la envergadura de adaptar la novela de Stoker hace que el resultado siga pareciendo relativamente pobre. A pesar de seguir el hilo de la novela, la narración fragmentada de Franco provoca esos momentos típicos de su cine, de desconexión, de onirismo. Franco resuelve muchas escenas en un solo plano, y tira demasiado del zoom. Lee, que en las adaptaciones de la Hammer se veía obligado a gruñir, tiene aquí parlamentos algo más extensos, sobre todo en las primeras escenas. Creo que, a pesar de todos los defectos, este Drácula 'español' me parece imprescindible. Lo mejor: los momentos locos, como el extraño encuentro de los héroes con los animales disecados del conde, una idea, según revela el documental Drácula Barcelona (2017), del actor y director artístico en esta película, Jack Taylor.


Vampir, Cuadecuc (1970) es la película experimental de Pere Portabella, rodada durante la filmación de El conde Drácula de Jesús Franco, en blanco y negro, sin sonido, aprovechando actores, decorados y situaciones de aquella. El resultado es una obra entre el documental, el making of y el cine mudo, que parece hija de Nosferatu (1922) y Vampyr (1935), en la que se ven las cámaras, los técnicos del film de Franco, desvelándose los trucos del cine, mostrando a los actores fuera de personaje, pero consiguiendo también una fuerza primitiva al mostrar las escenas de corte fantástico de la película protagonizada por Christopher Lee, quien rompe el mutismo de la cinta para leer un pasaje del final de la novela de Bram Stoker con su poderosa voz. Cine, arte, experimentación, realidad y artificio.

Sobre ambas películas existe un documental, Drácula Barcelona (2017), dirigido por Carles Prats, con entrevistas a Jesús Franco y Pere Portabella, ademas de intervenciones de actores como Jack Taylor, personal técnico de la troupe de Franco y críticos de cine como Jordi Costa o Carlos Aguilar. El documental es interesante para conocer el contexto de la época, en pleno franquismo, y cómo dos tipos de cine muy diferentes, el de explotación y el de vanguardia, operaban igualmente de forma subversiva.


Conde Yorga, vampiro (1970) básicamente traslada la acción de Drácula -de la novela- a los Estados Unidos, concretamente a Los Ángeles, y a la época actual, con lo que el director Bob Kelljan consigue un tono muy diferente, aún contando lo mismo de siempre. Ahí está el vampiro, venido de la vieja Europa, interpretado por Robert Quarry, que se desembaraza del peso del conde literario al cambiar el nombre del personaje, aunque esencialmente, estemos ante un villano equivalente. Yorga aparece también para vampirizar a las mujeres de los protagonistas, Paul (Michael Murphy) y Mike (Michael Macready), que hacen los papeles equivalentes a Jonathan Harker y Arthur Holmwood. El doctor Jim hayes (Roger Perry) es un atormentado profesor Van Helsing, que debe ponerse al día en lecturas vampíricas y soportar que nadie le crea. Kelljan dirige esta película de terror como si fuera un drama indie, con una cámara nerviosa, inmediata, que se aleja del terror gótico, pero le da corporeidad al vampiro, lo acerca a lo cotidiano y le da un matiz diferente, terrorífico a su manera. El encuentro, por ejemplo, con una de las 'novias' de Yorga, devorando un gato -al más puro estilo Reinfeld- tiene poco de sobrenatural y mucho del shock de estar ante una persona demente. Sin embargo, la banda sonora de Bill Marx, y los insertos que hace Kelljan de planos detalle de los ojos del monstruo, o de sus colmillos, acercan el film a texturas de 'cine arte' que aportan onirismo. Mención aparte merecen los 'personajes' femeninos, bellezas sin alma que deben ser salvadas por los héroes, o devoradas por el monstruo.


Las amantes del vampiro
(1970) inaugura un ciclo en la Hammer, paralelo al de Drácula, que funciona, diríamos hoy, como un spin-off. La idea es darle protagonismo a las novias de Drácula, a esas vampiras liberadas de la moral encorsetada de una sociedad bienpensante, que con largos colmillos y escotes generosos seguían al Conde y se alimentaban de sangre por su cuenta. Para la operación, viene al pelo adaptar el relato de Sheridan Le Fanu, Carmilla (1872), una novela de terror gótico sugerente y de connotaciones lésbicas. Aquí, Carmilla es Ingrid Pitt, de físico subyugante, que aparece rodeada de un elenco de mujeres guapísimas, que acaban siendo seducidas por la vampira -algunos hombres, también-. Dirigida por Roy Ward Baker, Las amantes del vampiro consigue aunar los elementos más descaradamente exploit de la Hammer más comercial -los escotes se convierten aquí en desnudos- con una conseguida atmósfera gótica -y algún a Nosferatu (1922), jugando con las sombras-. La mitología vampírica de la productora británica, mucho más física -estacas, crucifijos, heridas sangrientas en el cuello, decapitaciones salvajes- se mezcla sabiamente con el relato de fantasmas de Sheridan Le Fanu. Reaparece también Peter Cushing, quien, como Van Helsing, empaló a más de una vampira desbocada, aquí en un papel sorprendentemente secundario, pero que acaba siendo, una vez más, el brazo ejecutor del orden establecido -y sospechamos, del patriarcado-.


El retorno del conde Yorga (1971) es prácticamente un remake de Conde Yorga, estrenada apenas un año antes. Repiten el director Bob Kelljan, 
Robert Quarry vuelve a ser el vampiro y Edward Walsh, su ayudante, Brudda. No se ha hace demasiado esfuerzo para explicar sus respectivas 'resurrecciones'. También reaparece otro actor de la película anterior, Roger Perry ¡En un papel diferente!. Kelljan destaca sobre todo creando atmósferas enrarecidas e inquietantes utilizando escenarios naturales y cotidianos. Ese niño que juega a la pelota en el campo a plena luz del día nos inquieta, no sabemos muy bien por qué. Para el recuerdo queda la inusual imagen del ataque del Conde Yorga, con los colmillos expuestos y los brazos extendidos hacia delante, hacia su presa. En la cinta se perciben influencias de horrores recientes como una cita textual -¡En español!- de Las amantes del vampiro (1970), pero también de La noche de los muertos vivientes (1968) o el terror psicológico de Repulsión (1965) de Roman Polanski. Precisamente, hay en la película el mismo subtexto de cultos y sectas extrañas, como en la primera cinta. Yorga es una aristocrático trasunto de Charles Manson, con su familia de mujeres hipnotizadas sedientas de muerte. Kelljan juega además a cuestionar la figura fantástica del vampiro en los Estados Unidos de los años 70: nadie se cree su existencia, como demuestra esa fiesta de disfraces en el que el premio se lo lleva el que va de Conde Drácula. Pero los protagonistas de la novela de Bram Stoker tampoco creían ya en los vampiros en 1897. Un final que produce cierto desasosiego revela las ambiciones artísticas de Kelljan.


Lujuria para un vampiro
(1971) supone un intento de repetir el éxito de Las amantes del vampiro, que se salda con una cinta de calidad inferior. Dirige Jimmy Sangster -guionista de los primeros éxitos de terror de Hammer- que cumple sin demasiado brío tras la cámara. Falla sobre todo un guión soso que replica el esquema de la anterior, pero no explota sus posibilidades. Aunque sexualmente es más explícita, se rebaja el componente lésbico y, lo peor, Carmilla acaba enamorándose del héroe, lo que desactiva ese elemento transgresor. La idea de situar el argumento en una residencia de jóvenes, que claramente busca multiplicar las imágenes de pechos desnudos, podría haber sido más divertida, pero la historia prefiere desarrollar una historia de amor entre la vampira -ahora Yuste Stensgaard, sin la gran presencia física de la anterior Ingrid Pitt- y el héroe, Richard LeStrange (Michael Johnson), protagonista que desaparece de la trama en el tercer acto, perdido en un melodrama risible. Con un poco más de humor, estos mismos elementos podrían haber dado pie a una fiesta, pero Sangster parece intentar mantener la compostura. Ralph Bates interpreta a una especie de Renfield bastante divertido y Mike Raven, como el conde Karnstein, es un aceptable remedo de Christopher Lee, aunque caiga en el humor involuntario con sus pocas frases en pantalla: a heart attack.


La vampiresa desnuda (1970) de Jean Rollin es una película que conjuga el cine de terror con el vanguardista, que prescinde de la coartada argumental. La película discurre como un sueño, entre lo terrorífico y lo erótico, con ideas sueltas que parecen estar relacionadas de alguna manera. Es un film que parece la semilla de Eyes Wide Shut (1999), con sus extraños cultos secretos, personajes con máscaras de animales y mujeres semidesnudas entregadas a satisfacer a hombres de traje. Hay también una cortina roja que parece anticiparse a David Lynch que lleva a una playa, quizás, la de El Terror (1963) de Roger Corman. Rollin propone una trama pulp de organizaciones secretas, con una vampira (Caroline Cartier) -¿O no?- en la que ocurren persecuciones, y tiroteos. Cine de género con estética pop, de la Nouvelle Vague tardía, con Mayo del 68 latiendo en esa oposición entre el joven héroe y su padre, un empresario acompañado siempre de ancianos ejecutivos que en determinado momento, alejándose hacia el bosque, hacen resumen de la trama y confiesan que no se han enterado de nada.


Drácula y las mellizas
(1971) tiene un engañoso título en español: no aparece el conde. Twins of Evil, el original, promete también algo que no se cumple en la historia. Por último, el film se presenta como basado en Sheridan Le Fanu, y las referencias a Carmilla son más bien escasas. A pesar de todos estos engaños, la cinta dirigida por John Hough es magnífica. Algo así como una destilación de todo el género de vampiros de la Hammer. Se recoge aquí de nuevo ese subtexto de lucha de clases en el que los vampiros representan una aristocracia decadente y el pueblo oprimido aparece alienado por una moral hipócrita y católica, mientras un elemento progresista debe luchar contra el capitalismo y la ignorancia. Aquí se divide el progresismo científico del profesor Van Helsing y su energía represora en dos personajes, por un lado, un temible cazador de brujas interpretado por el propio Peter Cushing, y por otro, un profesor de música, joven, ateo, al que da vida el soso guaperas David Warbeck. Estos dos personajes masculinos forman un triángulo con el vampiro, el conde Karnstein (Damien Thomas), que aunque nos lo quieran vender en España como trasunto de Drácula, está más cerca del aristócrata aburrido que busca emociones en el satanismo de El poder de la sangre de Drácula (1970). Esta mezcla de elementos funciona muy bien gracias a la juguetona cámara de Hough, y al divertido carisma de las hermanas que dan título al film, las mellizas Collinson, imágenes perfectas de la inocencia y... la lujuria. Hay que mencionar también un erotismo exacerbado -salen muchísimas chicas Hammer de escotes extremos- pero que prefiere siempre la sugerencia -solo hay un desnudo- aunque sea atrevida: cuando Mircalla 'masturba' una vela encendida.


La condesa Drácula
(1971) utiliza la estética y el tono de las películas de vampiros de Hammer, incluyendo ese subtexto que denuncia desigualdades sociales y que convierte a los privilegiados en villanos, para contar la historia de la condesa Erzsébet Báthory. 
Supuestamente emparentada con Vlad Tepes -Drácula- según la historia -o la leyenda- asesinó a 650 personas para utilizar su sangre con el fin de mantenerse joven y bella. Aquí, la condesa adquiere los rasgos de la imponente Ingrid Pitt, que ya había sido Carmilla. Dicho esto, el título no puede ser más engañoso, porque no aparece aquí ningún vampiro como tal, aunque sí todos los elementos del mito: el poder de la sangre y la obsesión por la inmortalidad. Lamentablemente, la película de Peter Sasdy no brilla demasiado en su puesta en escena, ni en su atmósfera, y sobre todo la estropean unas interpretaciones que parecen buscar un tono (auto)paródico. Como la media de la producción Hammer de la época, hay momentos sangrientos y sexo sugerido, con varios desnudos. La película anticipa la española Ceremonia sangrienta, casi un remake que no tiene nada que envidiar a esta cinta británica.


En 
Las vampiras (1971) de Jesús Franco predomina el rojo y el azul como en Pierrot, el loco (1965) de Jean-Luc Godard. Dos autores que no creo que mucha gente relacione, sobre todo porque el segundo aparece siempre vinculado al cine de género, o más bien, de explotación. Las vampiras, sin embargo, es una búsqueda estética, muy pop, que utiliza como referente argumental -escueto- una lectura psicológica del Drácula de Bram Stoker. Aquí el famoso conde se transforma en condesa (Soledad Miranda) más bien una descendiente de la vampira Carmilla, comparada insistentemente con un escorpión, que vive en la tierra de los enemigos de Vlad el empalador, Istambul, escenario al que Franco saca un partido tremendo. Su film se desarrolla como un sueño, el de Linda (Ewa Strömberg), una Mina de sexualidad frustrada y deseos lésbicos, que enseguida se separa de su pareja, un Jonathan Harker más perdido que nunca. También salen por ahí un jadeante equivalente a Reinfeld y su correspondiente doctor Seward, fundido con Van Helsing. El verdadero vampiro es Jesús Franco o más bien su cámara, que roba imágenes de sus guapísimas actrices para alimentar su sed de cine. Aunque la magnética Soledad Miranda aparece tomando el sol, su trágica muerte antes del estreno de esta película la convierte en una auténtica no-muerta, inmortal gracias al celuloide.


Let's Scare Jessica to Death
 (1971) -en España, La maldición de los Bishop- es la definición de un film de culto -pequeña, libre, extraña y sorprendente película- y del terror psicológico, no sabemos si lo que vemos es real o solo ocurre en la imaginación de la protagonista, una estupenda Zohra Lampert, que consigue expresar la enfermedad mental con una empatía que pocas veces he visto. A Jessica la persigue la muerte, y no solo por las visiones que tiene: se entretiene copiando lápidas, su marido conduce un coche fúnebre remodelado, y hay una leyenda sobre una vampira en la casa a la que decide mudarse para recuperarse y empezar de nuevo. Hay un tono ligero pero triste en la primera parte del film, muy hippie, que poco a poco deja paso a un clima agobiante, en un giro de guión en el sentido opuesto a todo el cine de terror que hemos visto. Su desasosegante final, coloca esta película de John D. Hancock entre lo mejor del género.


Drácula vs. Frankenstein
(1971) viene firmada por Al Adamson, rey del cine trash, quizás más desvergonzado que Roger Corman y con menos sentido estético que Jess Franco, pero igual de psicotrónico (y divertido). Esta película, sencillamente, no tiene ni pies ni cabeza. Simplemente mezcla a los dos famosos monstruos con un científico loco (J. Carrol Nash), descendiente de Frankenstein, a cargo de un pasaje del terror en una feria. Él es el responsable de la desaparición de varias chicas, incluida la hermana de la supuesta protagonista, la voluptuosa Regina Carrol. Al laboratorio del científico loco se acercará Drácula, un histriónico Zandor Vorkov, que debutó aquí y solo tendría otra película en su filmografía. Le secunda el famoso monstruo
, el más feo que se haya visto, con cara de muñeco de gomaespuma. La cosa se mezcla con hippies y moteros, porque en principio la película iba de eso, pero en mitad del rodaje se decidió cambiar el género al terror. Por eso hay escenas, nada menos que con Russ Tamblyn, que poco tienen que ver con la trama principal. Eso sí, la película tiene pedigrí: los artilugios del laboratorio parecen haber sido rescatados del Doctor Frankenstein (1931) original y aparece nada menos que Lon Chaney Jr., quien fuera el hombre lobo, el hijo de Drácula, el monstruo y hasta la momia en las películas de Universal. Murió poco después del rodaje y en la cinta se le ve amargamente desmejorado en el papel de un brutal esbirro armado con un hacha, incapaz de hablar. Ojo que también aparece el fan Forrest J. Ackerman, editor de la conocida revista Famous Monsters of Fimland


La novia ensangrentada
(1972) de Vicente Aranda parte de Carmilla de Sheridan Le Fanu para proponer una historia inclasificable cuya intención parece ser la oposición entre los géneros. Hoy, quizás, la llamaríamos feminista, o todo lo contrario. Susan (Maribel Martín) es una joven recién casada con un personaje denominado simplemente como 'él' (Simón Andreu), un hombre obsesionado con el sexo, pero que también parece ser una figura paterna. Aranda fabrica ideas visuales alrededor del sexo: el plano del vello púbico femenino da paso a un jardinero podando un arbusto; Susan mira desde el suelo la entrepierna de él y luego escupe como si hubiera ejecutado una felación. La muchacha sueña con violaciones, luego con una vampira y Aranda permite que el sueño y la realidad -cinematográfica- se confundan: imágenes tan extrañas como Carmilla (Alexandra Bastedo) emergiendo de la arena con una máscara de buceo, y luego momentos sobrenaturales pero expresados desde una óptica freudiana. El tramo final es salvaje, con las dos mujeres asesinando hombres y reventando sus genitales y luego, él, ajusticiándolas. 


El circo de los vampiros (1972) parece lamentablemente torpe en derterminados momentos, en cuanto a su realización, por parte de Robert Young, y argumentalmente, si hablamos del guión firmado por Jud Kinberg. Una pena porque el intento de refrescar la fórmula Hammer tenía gracia: la historia comienza como una reiteración del ciclo protagonizado por Drácula, con el Conde Mitterhaus (Ribert Tayman) siendo ajusticiado por los vecinos del pueblo -siempre con sus antorchas-, para enseguida innovar planteando que la villa se encuentra confinada por una plaga, para luego recibir la visita de un circo compuesto por vampiros capaces de transmutarse en animales salvajes exóticos como tigres y panteras. La película tiene buenos momentos e ideas: el conde parece mucho más perverso que el Drácula de siempre, al alimentarse de niñas que le trae una mujer infiel, y hay que mencionar también estupendos momentos visuales, como esos acróbatas saltando por las aires y transformándose en murciélagos, o cuando otros dos niños atraviesan el misterioso espejo de una atracción de feria. Pero poco más.



Drácula 73 (1972) es el intento de la Hammer de actualizar el mito del vampiro, colocándolo en el Londres de los hippies, de la revolución sexual, de las drogas, la psicodelia y del rock. Un intento bastante más conseguido de lo que pudiera parecer, con un guión solvente que se aprovecha de crímenes rituales de sectas -los de la familia de Charles Manson de 1969 aparecen mencionados- y recuperando los rituales satánicos que ya habían aparecidos en otras películas, como El poder de la sangre de Drácula (1970). El escenario urbano no choca con la anacrónica figura del conde, que ahora persigue chicas en minifalda, como la magnética Caroline Munro -muere demasiado pronto- o Marsha A. Hunt, la primera chica negra que muerde el vampiro, o una descendiente de Van Helsing (Stephanie Beacham). Porque el legendario cazador de vampiros reaparece aquí, interpretado por el gran Peter Cushing, como si el destino estuviese empeñado en enfrentarlos una y otra vez, idea que recoge, por cierto, la digital Van Helsing (2004). Un discípulo satánico del conde (Christopher Neame), rollo Mick Jagger, retoma también la antigua afición a camuflar el apellido invirtiendo el orden de las letras ¿Puede haber un nombre más pop que Johnny Alucard?


Drácula contra Frankenstein (1972) es como tener una pesadilla tras ver un cóctel de monstruos de la Universal. Jess Franco hace un film con sus habituales rasgos de estilo: puesta en escena a base de zoom, argumento inconexo, más parecido a una narrativa onírica que a un relato lógico, momentos de terror, de sado y chicas guapísimas. No hay diálogos en la película, sino monólogos en off del doctor Frankenstein (Dennis Price) que convierte en marionetas a su criatura -de aparatoso maquillaje verde- al conde Drácula (Howard Vernon) y a un par de vampiras. Por ahí se aparece también un hombre lobo y los clásicos gitanos supersticiosos. Castillos en ruinas, laboratorios macabros, aldeanos con antorchas, jorobados deformes, Franco hace su propia mezcla con los tópicos de los monstruos clásicos y le sale cine de autor, experimental y hasta vanguardista.


El gran amor del Conde Drácula (1972) de Paul Naschy -dirigida por Javier Aguirre- profundiza en una dualidad que el vampiro no tiene en la novela de Bram Stoker. En el texto original, el conde es un monstruo que no se relaciona con los seres humanos, pero, a partir de las versiones teatrales y del Drácula (1931) de Tod Browning, el vampiro desarrolla modales elegantes que le permiten seducir a sus víctimas. Paul Naschy, más conocido por su papel de hombre lobo, convierte a Drácula en esta película -firma el guión- en el enamorado perfecto durante la noche, y en un monstruo... algo más tarde esa misma noche. De hecho, los insertos de la luna llena aparecen varias veces durante el film, como si fuera a hacer su aparición, en cualquier momento, el famosos licántropo de Naschy. El doctor Marlow al que encarna Naschy es caballeroso y respetuoso con las cuatro mujeres que visitan su castillo ruinoso, pero el conde Drácula que descubrimos después es un sádico capaz de dar latigazos a su harén de vampiras, a las que matará cruelmente. No veremos a Marlow/Drácula hacerle el amor a su amada Karen -Haydée Politoff de La coleccionista (1967) de Rohmer- pero sí protagonizar una escena caliente con Senta (Rosanna Yanni), a la que luego clavará cruelmente una estaca. Mezcla imposible de melodrama romántico y exploit generoso en sexo y sangre, El gran amor del Conde Drácula convierte al vampiro -de forma inocente, sí
- en un esclavo del amor, mucho antes que la película de Coppola. 


La saga de los Drácula (1972) tiene un eco de La semilla de diablo (1968) de Roman Polanski al exponer los miedos de la maternidad y del embarazo adelantándose algunos años al mal rollo que propone Alien (1979) de Ridley Scott sobre el mismo asunto. La película tiene el planteamiento estético de Hammer, pero se desvía hacia esa eterna noche americana del fantaterror español y, más interesante, a los colores lechosos de un Mario Bava: esa cara verde del estupendo Narciso Ibáñez Menta, un clásico. Sorprende sobre todo la solidez narrativa de León Klimovsky, que sostiene el conjunto a pedar de un guión deslavazado en constante búsqueda de los placeres más bajos: violencia sádica, sangre y desnudos varios de Tina Sainz, Helga Liné o María Kosty. Sorprenden también los momentos de mal rollo: el extraño murciélago que aparece al principio; el niño mutante Valerio y ese plano final del bebé, que ha encontrado su reflejo en Quien a hierro mata (2019) de Paco Plaza. El planteamiento de la película, muy original: Drácula y su extravagante familia de vampiros busca descendientes para no extinguirse.


Blacula (1972) -Drácula negro- tiene una premisa irresistible: un príncipe africano (William Marshall) pide ayuda a Drácula (Charles Macaulay) para combatir el esclavismo, pero acaba siendo mordido y convertido en vampiro. A partir de aquí, la historia acumula situaciones delirantes, empezando porque el ataúd del no muerto es comprado por dos decoradores -estereotipadamente gays- que se lo llevan de Transilvania a Los Angeles -¡reciclando planos de Conde Yorga!-. Ver a Drácula en un entorno urbano, en los años setenta, no es tan raro, pero sí resulta extraño ver al personaje importado a los cánones estéticos del blaxploitation: música funky, acción y peleas, chicas guapas y ambiente de ghetto y mucho humor, más bien zafio. Nada de esto ayuda a crear una atmósfera de terror gótico. Blacula se desarrolla aburridamente, siguiendo la investigación del doctor Gordon Thomas (Thalmus Rasulala) que va de despacho en despacho y hace un número exagerado de llamadas telefónicas. Aún así, la película tiene puntos de interés: el look de tebeo del vampiro, el amor inmortal que lo mueve por Tina (Vonetta McGee), las pinceladas de protesta contra la discriminación que sufren los afroamericanos, y que el vampiro acabe siendo una figura patética, un afroamericano acorralado por la policía, pero que no se rinde ante ellos, sino que decide su propio final.


¡Grita, Blacula, grita! (1973) fue dirigida por Bob Kelljan, autor del díptico Conde Yorga (1970) y El retorno del conde Yorga (1971) que impone su estilo y su peculiar mirada acerca del fantástico a lo que debería ser la secuela de una curiosa blaxploitation. La película comienza con una sesión de vudú -recordemos que la primera escena de Conde Yorga era también una sesión espiritista- pero enseguida adopta un tono paródico cuando uno de los personajes, el villano Willis (Richard Lawson), tras transformarse en vampiro, descubre que ya no podrá verse reflejado en un espejo, por lo que desconoce su aspecto para asistir una fiesta. Este apunte humorístico, sin embargo, es un espejismo, porque Kelljan imprime un tono más serio, y en algunos momentos consigue atmósferas inquietantes, en un film que se desarrolla, como la primera entrega, como una torpe investigación policial. Con el protagonismo de la icónica Pam Grier como el nuevo amor inmortal del príncipe Mamuwalde (William Marshall), esta secuela de Blacula es más sólida, pero menos divertida que su predecesora. Apuntemos como anécdota que Kelljan recrea con Blacula el 'ataque' de Yorga, con las manos extendidas hacia adelante.


Capitán Kronos, cazador de vampiros (1973) se aleja del tono terrorífico de las películas de Drácula de la Hammer para proponer una aventura de espadachines que curiosamente tiene más que ver con el espaghetti western de Sergio Leone y sus duelos entre pistoleros. Lamentablemente, aunque el director Brian Clemens tiene ideas de planificación bastante interesantes, este tebeo hecho cine sufre por unas escenas de acción más bien torpes, y sobre todo, creo yo, porque los vampiros apenas aparecen, ocultos por una filigrana de guión que no resulta demasiado satisfactoria. El Capitán Kronos debe su nombre a que los vampiros, aquí, roban el tiempo, más que beber sangre, envejeciendo a sus víctimas. El héroe parece una extensión del Van Helsing más ágil de Peter Cushing en Las novias de Drácula, y es contemporáneo del Blade de Marvel Comics. Con mucho humor -esa velocidad de Kronos que pilla desprevenida a la guapísima Caroline Munro, los intentos fallidos para matar al doctor Marcus-, la película sería una fiesta si no fuera por una banda sonora inadecuada y unos escenarios apocalípticos que causan cierto desasosiego.


Lemora: A Child´s Tale of the Supernatural
(1973) de Richard Blackburn es un sugerente relato fantástico, de tono onírico, en el que una niña accede a otro mundo, de sombras y fantasmas. Lila Lee (Cheryl Smith) es una suerte de Alicia que viaja a un país de los terrores, una caperucita roja que encuentra a una engañosa vampira, Lemora (Lesley Taplin), que vive rodeada de no-muertos, zombis, brujos y niños perdidos. Una narración alucinada que oculta el sentimiento de culpa del extremismo religioso: el propio Blackburn interpreta a un reverendo que hace lo que puede por contener sus deseos ocultos y Lila, una huérfana maldita, emprende su aventura para borrar su pecado original, un padre mafioso y asesino y una madre adúltera. Entre el cuento de hadas y el cine underground desaliñado, Lemora es una película de vampiros extraña, hipnótica, descendiente quizás del Vampyr de Dreyer.


A pesar de su prometedor título,
Los ritos satánicos de Drácula (1974) decepciona completamente. Continuación directa de Drácula 73 (1972), la película solo contiene una escena con un ritual, no demasiado conseguida, por el director Alan Gibson, y Drácula, apenas tiene presencia en el tramo final de la cinta. Es la última película de Christopher Lee como el conde para la Hammer, la última vez que se enfrenta al Van Helsing de Peter Cushing, y la peor cinta del ciclo, mal rodada, con un guión mínimo estirado hasta al hastío, que se desarrolla lejos de lo gótico, y con una intriga policíaca sin interés que contenía una buena idea: el vampirismo infiltrado en las altas esferas del poder político.


El gran artista, Gene Colan, se inspiró en las facciones de Jack Palance para crear a su Drácula en el tebeo de Marvel, La tumba de Drácula, de 1972. No sé si imaginaba que un par de años más tarde, Palance seríe el conde en la adaptación propuesta por Dan Curtis, creador de la serie vampírica Dark Shadows. Este Drácula (1974), ya llevaba el prefijo de Bram Stoker -aunque no es nada fiel a la obra literaria- y también introducía la subtrama romántica del amor inmortal del vampiro -aunque el objeto de su deseo es Lucy (Fiona Lewis) y no Mina (Penelope Horner)- y relacionaba al personaje con el héroe rumano -aquí húngaro- Vlad Tepes, en un claro precedente de la versión de Coppola. A pesar de todos estos elementos, lo más interesante de este film, por otro lado, de acabado televisivo y de estética deudora de la Hammer, es la visión de su guionista, nada menos que Richard Matheson, autor de Soy Leyenda. Matheson imprime un terror cotidiano, realista, muy físico, alejado de excesos sangrientos, fantásticos y melodramáticos. Con una narración seca, de relato policial, el doctor Van Helsing (Nigel Davenport) y Arthur Holmwood (Simon Ward) persiguen a un Drácula que no se transforma en murciélago, lobo o niebla, y que se lía a golpes con sus enemigos en una de las versiones más peculiares y personales del vampiro de Stoker.


Sangre para Drácula (1974), dirigida por Paul Morrisey y apadrinada por Andy Warhol, es una parodia el texto de Stoker y de sus versiones fílmicas que lleva la historia más allá el subtexto de las películas de Hammer. Esto es, el vampiro representa a una aristocracia que ha perdido sus privilegios, ante una nueva moral. Así, para este conde interpretado por un afectado Udo Kier, las clásicas debilidades del vampiro se reducen a pequeñas incomodidades: puede tapar el sol de su cara con el sombrero, retirar el crucifijo de una habitación de hotel, evita el ajo, y hasta puede sobrevivir a base de ensaladas. Lo peor, este vampiro ya no muerde a jóvenes inocente o a mujeres encorsetadas por la moral victoriana, sino que se encuentra a chicas que saben latín. Han sido desvirgadas por un trabajador, que no sirviente, machista y escultural, que espera la revolución. Joe Dallesandro solo expresa rabia en este papel de puro reclamo sexual, en una película tan extraña como divertida, en la que se asoman además Vitorio De Sica y Roman Polanski.


No hay tanta hemoglobina en
Ceremonia sangrienta (1974) -al menos en la versión para España- como indica su título. Tampoco hay vampiros literales en la película de Jorge Grau, aunque así lo crean fervientemente los campesinos y pueblerinos, supersticiosos y devotos incapaces de rebelarse contra la explotación de la aristocracia que representan Karl Ziemmer (Espartaco Santoni) y Erzébeth Bathory (Lucía Bosé). Esta última, fiel a su leyenda, comenzará a asesinar a jóvenes vírgenes de la clase obrera para bañarse con su sangre como tratamiento de belleza, utilizando, para ello a un vampiro/zombie esclavo, su propio marido, quien ya se aprovechaba lujuriosamente de todas ellas haciendo gala de una suerte de derecho de pernada, aunque para satisfacer deseos retorcidos y sádicos. La película de Grau es pura atmósfera malsana, con personajes antipáticos, viles y supersticiosos, aunque por ahí se asomen un par de tipos de izquierdas con discursos reivindicativos.


Kung Fu contra los 7 vampiros de oro
(1974) es la última película de vampiros que hizo Hammer Films antes de desaparecer -hasta su renacimiento en 2007- y es una curiosa e irresistible mezcla del cine de terror con el de artes marciales que producía Shaw Brothers. Estos dos universos, curiosamente, mezclan bien. Al menos para mí. Por un lado, Hammer aportaba a Drácula -interpretado aquí por John Forbes-Robertson, como clon de Christopher Lee- y al verdadero profesor Van Helsing -el siempre eficiente Peter Cushing-. La película comienza en Transilvania -ayuda mucho la recuperación del tema musical del Drácula original por parte de James Bernard- y acaba en China, donde el conde se ha transformado en un demonio oriental al frente de los siete vampiros del título, en una trama que recuerda a Los siete samuráis (1954). Tenemos también una chica Hammer -Julie Ege- rompedoras parejas interraciales, algo de sangre, algunos desnudos, y muchas peleas. Todo diversión. Roy Ward Baker es eficiente detrás de la cámara -ayudado por los expertos en acción de Shaw Bros- y la película tiene algunos momentos bastante logrados, como cuando los héroes se ven superados por el ataque de los siete vampiros y su infinito ejército de muertos vivientes. No debe ser casual que el nombre de Drácula no aparezca en el título original ni en su traducción al castellano: ya no tendría tirón.


Las hijas de Drácula
 (1974) dirigida por José Ramón Larraz, es cine de explotación: su título invita al engaño -en inglés, Vampyres- ya que las protagonistas no tienen demasiada relación con el mítico no-muerto -¿O quizás sí?-. Además, la película es generosa en sangre, desnudos y escenas de sexo. Su argumento es sencillo pero deslavazado, alucinado por momentos, avanza a trompicones y sin progresión dramática. Los personajes son inexistentes. Pero aún así, la película tiene cierta fuerza, sus imágenes resultan hipnóticas, como salidas de un sueño -o de una pesadilla-. Dos atractivas mujeres -Marianne Morris y Anulka Dziubinska- se dedican a parar incautos en la carretera, para enseguida seducirlos y llevarlos a una mansión abandonada que hace las veces de castillo gótico. Allí succionarán la sangre de sus víctimas sin necesidad de colmillos: haciendo una incisión en la piel que les permite lamer el fluido hemoglobínico, como los murciélagos vampiro que aparecen en el inicio del film, en unas estéticas imágenes ralentizadas. Las 'vampiras', es verdad, duermen en ataúdes en el sótano, pero no muestran poderes sobrenaturales ni parecen debilitarse ante los crucifijos o la luz del sol. Su naturaleza, al final de la cinta, permanece en el misterio, pero su gran poder parece ser aprovecharse de las debilidades humanas, sobre todo masculinas, para luego disfrutar de juegos eróticos entre ellas.


Tras crear al zombie moderno en 1968 con
La noche de los muertos vivientes, George A. Romero -que volvería enseguida a sus muertos vivientes- presenta una mirada absolutamente moderna y original de los vampiros en Martin (1977) sorprendente película independiente, de bajísimo presupuesto, pero inventiva y muy interesante. Martin (John Amplas) es un joven vampiro que no tiene colmillos ni poderes sobrenaturales, sino que actúa de una forma similar a un asesino/violador en serie, atacando a mujeres a las que duerme para beber su sangre. Un asunto incómodo y una película imposible de hacer hoy en día, sobre todo porque acabamos simpatizando con Martin, al que se opone su tío, una especie de profesor Van Helsing desquiciado (Lincoln Maazel), que cree firmemente que su sobrino reaccionará a crucifijos, ajos y otros elementos del mito. Una oposición clara entre lo viejo y lo nuevo, que suele ir asociada al mítico vampírico, siendo el monstruo un elemento transgresor de la moral. Aquí, Martin se dedica a beber la sangre de mujeres casadas insatisfechas.



Nosferatu, vampiro de la noche (1979) es el único remake posible del clásico de Murnau. Herzog vincula a su vampiro con la naturaleza, prescinde de decorados y utiliza localizaciones reales que poco tienen que ver con el castillo expresionista del Drácula de la Universal, o con los bosques británicos de Hammer. Y todo eso estaba ya en la película de 1922. Una playa lánguida por la que pasean los amantes, el paso rocoso y el torrente de agua que debe atravesar Harker, o las imágenes de murciélagos y ratas al servicio del conde, que por cierto, recupera su verdadero apellido. Herzog rueda como si hiciera un documental y sus imágenes tienen la fuerza de obras pictóricas. Cuenta con grandes actores, un inquietante Klaus Kinski, un derrotado Bruno Ganz, y una bellísima Isabel Adjani que como Lucy se enfrenta al monstruo ante la inacción de Van Helsing. Las miradas de asombro entre estos actores, heredadas del cine silente producen pausas entre lo extraño y lo incómodo. Solo Herzog se ha atrevido a vampirizar a Harker, a dejar que sobreviva el mal.


Junto a Nosferatu y los Drácula de Bela Lugosi, Christopher Lee y Gary Oldman, merece estar seguramente Frank Langella como protagonista de la estupenda película de 1979, dirigida por John Badham. Quizás la menos conocida de las grandes adaptaciones, estamos ante una obra que simplifica la trama en personajes y escenarios -nunca veremos Transilvania- pero en estas decisiones radica la singularidad de la propuesta. Primero, Mina (Jan Francis) y Lucy (Kate Nelligan) intercambian sus roles en la trama, más no sus personalidades. La conservadora Mina es aquí la primera víctima del vampiro, mientras que Lucy, más abierta desde la novela, se convierte en la novia deseada por el vampiro -como en la versión de Gatiss y Moffat, por cierto-. Esto no es gratuito ya que la trama recoge el subtexto de las películas de la Hammer -y asume su estética- y lo hace explícito: aquí Lucy es una feminista adelantada que desea elegir al hombre con el que quiere compartir su vida y este es Drácula, al que podemos considerar un hombre 'de los de antes', va a caballo, mientras Harker (Trevor Eve) es un absoluto pusilánime, que representa al progreso y a las nuevas generaciones. Va en coche. Hacer de Lucy la hija del doctor Seward (en la novela este es un joven que la pretende) y que Mina sea la del profesor Van Helsing -estupendo Laurence Olivier- establece un claro choque generacional, siendo este Drácula -como el de Christopher Lee- un elemento transgresor, de revolución (sexual). Aquí también se refleja la escena de la novela en la que el Conde se hiere el pecho para que su 'prometida' beba de su sangre. Pero si el vampiro de Lee es pura pulsion animal, el de Langella es romántico y seductor -como el de Oldman-, conseguirá que Lucy lo siga voluntariamente. Ni tan siquiera veremos sus colmillos. Aquí las que muerden son ellas. Con una elegante dirección de Badham, presupuesto suficiente para dar espectáculo, efectos especiales realistas para su época y la magnífica música de John Williams, estamos ante el Drácula
blockbuster de los 80, en la línea de grandes adaptaciones de la época como King Kong, Superman o Conan el bárbaro. 


El misterio de Salem´s Lot (1979) tiene en principio los ingredientes para ser un éxito: Stephen King, vampiros y Tobe Hooper. La novela de King, su segnda obra, contiene los temas qe luego serán recurrentes: un escritor vuelve al pueblo de su infancia; una casa infectada por el mal hasta sus cimientos; el universo infantil de fantasías y miedos. King anticipa el horror sin forma de It -el payaso que luego será Pennywise es mencionado drectamente en el texto- y hace un híbrido entre el que será su relato más reconcble con el Drácula de Bram Stoker, que actualiza de forma realista. Creo que King apunta en demasadas direcciones, y su historia no acaba de casar del todo con el tema de los vampiros, que parece un añadido o un giro de la trama. Esta adaptación que dirige Tobe Hooper -La matanza de Texas (1974)- me parece un producto televisivo sin fuste, que resulta anodino sobre todo en la primera parte de los dos largometrajes que componen esta miniserie. Hay tiempos muertos, escenas que no llevan a nada y luego escenas cortadas abruptamente. Sea como sea, las escenas de terror, aunque pocas, son buenísimas. Inolvidable el momento del niño vampiro que toca el cristal de la ventana de su amigo, que se convirtió en la pesadilla de una generación. Destaquemos también que el vampiro maestro esté diseñado en homenaje a Nosferatu y el epílogo con dos personajes convertidos en cazavampiros. Hay que mencionar también la presencia de James Mason, aunque desaprovechado, en un elenco de actores de reparto: el protagonista es David Soul, el famoso Hutch de Starky y Hutch. He detectado que la posterior y estupenda Noche de miedo (1985) puede haber encontrado aquí su inspiración: hay muchas ideas similares, la llegada del vampiro acompañado de un esbirro humano (Mason) a una casa ordinaria y la escena de la escalera en la mansión del monstruo parece haber sido calcada por Tom Holland. Una curiosidad: en España fue absurdamente titulada Phantasma II, quizás para hacerla pasar como una secuela de Phantasm (1979) de Don Coscarelli. Lo más raro de todo es que varios elementos de la novela, el tono, que el escenario sea un pequeño pueblo, la perspectiva infantil, coinciden con la película de Coscarell: por cierto, en la novela se menciona en varias ocasiones, en el prologo y en el epílogo, a un "hombre alto", refiriéndose al protagonista, Ben. El mismo nombre del villano de Phantasm. ¿Casualidad?


Amor al primer mordisco (1979) es una simpática parodia que lleva al Conde Drácula a la época actual y a Estados Unidos. Protagoniza el siempre bien peinado George Hamilton, quien parodia a Lugosi y su acento extranjero. El guión se ríe de los tópicos vampíricos que todos conocemos, pero su autor, Robert Kaufman despliega chistes de un humor más contemporáneo: el conde es expulsado de Rumanía por el comunismo, y en Estados Unidos hay muchas bromas a costa de la guerra de sexos, de la cultura afroamericana, del psicoanálisis y demás elementos de la sociedad estadounidense de finales de los setenta. El conjunto, aunque pasado de moda, aguanta bien, y acabas cogiéndole algo de cariño a los personajes, incluso a un cargante Reinfeld (Arte Johnson) y su risilla.


En El ansia (1983) Tony Scott se deja llevar por su increíble talento visual en una película de vampiros sin colmillos. No les hacen falta a actores con tanto carisma y atractivo como Catherine Denueve, David Bowie y Susan Sarandon, un trío inolvidable y explosivo. La película es un spot carísimo, un videoclip en el que es fácil olvidarse de la historia que nos están contando. El ansia reflexiona sobre todo del paso del tiempo y sobre la decadencia biológica; y sobre el vacío existencial de una vampira inmortal a la que los fantasmas de los que se van quedando atrás acaban haciéndola sucumbir. Una película que es pura imagen, puro mito, pura elegancia visual.



Noche de Miedo (1985), escrita y dirigida por Tom Holland -no confundir con Spider-Man- nos cuenta la historia de Charlie Brewster (William Ragsdale) un chaval cuyo padre ausente le emparenta con gran parte de los protagonistas del cine ochentero. Charlie es también la versión patosa del James Stewart de La Ventana Indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954). Él también sospecha que su vecino esconde algo: la pequeña diferencia es que Jerry Dandrige (Chris Sarandon) no es un asesino, sino un vampiro. Que Charlie Brewster crea que los vampiros existen demuestra que sigue siendo un niño, que se niega a “crecer”, esto es, le da miedo perder su virginidad. El vampiro personifica los miedos edípicos de Charlie y es que el no-muerto intenta ligarse a su madre,  y encima se le adelanta y "desvirga" primero a su novia Amy (Amanda Pearse): le clava sus colmillos en el cuello, convirtiéndola en una vampiresa que da tanto miedo como una mujer sexualmente experimentada a un chico virgen. Para convertirse en un hombre, Charlie tendrá que matar al padre/vampiro y dejar de creer en los monstruos que salen en la tele de su habitación. Noche de Miedo pretende modernizar el mito del vampiro -su argumento, esencialmente, es el de Drácula- y lo hace usando los efectos especiales más sofisticados de 1985 -unos estupendos maquillajes de látex- un tono prestado de la Amblin de Spielberg y sobre todo mucho humor postmoderno. Tom Holland llena su película de tantos chistes que, vista hoy, Noche de Miedo es una comedia pero también puro amor por el género: hay referencias al cine vampírico desde Nosferatu (F.W. Murnau, 1922) hasta la Hammer pasando por Bela Lugosi. Holland marca diferencias entre su vampiro “actual”, y los chupasangres de la tele que Charlie Brewster tiene en su habitación. Esa pequeña pantalla es otra ventana indiscreta, pero hacia los terrores del pasado: clásicos que recuerdan a la Hammer de los sesenta, porque en 1985 el terror de "ese cine" ya no se encuentra en el cine. Esas películas dentro de la película están protagonizadas por un cazador de vampiros, Peter Vincent, un homenaje a Vincent Price y a Peter Cushing, dos señores que en 1985 ya no asustaban a nadie. El actor en decadencia encarnado por un brillante y divertidísimo Roddy Mcdowall, se ha reciclado en presentador de televisión. Pero enseguida pierde también ese trabajo porque ya nadie cree en vampiros: la chavalería sólo quiere asesinos con machetes como Michael Myers o Jason Voorhees. En 1985 el monstruo ya no representaba “al otro”, sino al psicópata, es decir, a nosotros mismos. Mencionemos el olvidable remake de 2011, dirigido por Craig Gillespie, con Anton Yelchin como Charlie Brewster, David Tennant como Peter Vincent, Toni Collette, y Colin Farrell como el vampiro. Prescindible.


Jóvenes ocultos
(1986) es uno de los mitos del cine ochentero, pero siempre he pensado que por las razones equivocadas. Primero, la cinta debe su título original, The Lost Boys, a que iba a ser una versión vampírica de Peter Pan, pero esta idea se perdió en las sucesivas versiones del guión, por lo que los niños protagonistas acabaron convertidos en adolescentes 'sexys'. Segundo, que el director original de esta cinta iba a ser Richard Donner, al que todos recordamos por Los Goonies (1985), pero por temas de agenda este tuvo que darle el timón a Joel Schumacher y quedarse como productor del proyecto. Por esto pienso que en la película hay dos tonos: uno en la línea de Amblin, con elementos cotidianos para hacer reconocibles a los protagonistas y verosímil el elemento fantástico, y otro, el de Schumacher, más videoclipero, dándole prioridad a la imagen y a la música, a los peinados y al vestuario. Quizás por eso, lo menos recordado de Jóvenes ocultos es su trama principal: Michael (Jason Patric) es un adolescente que se deja llevar por las malas compañías y se enamora de Star (Jami Gertz). Y todos recordamos mucho más al hermano pequeño del héroe, Corey Haim, un friki de los cómics que se hace amigo del otro Corey, Feldman, miembro del memorable dúo de cazavampiros de los hermanos Frog. Y por supuesto, nos acordamos mucho más del vampiro de Keifer Sutherland que, con apenas unos pocos diálogos, eclipsa a sus compañeros de reparto.



Los viajeros de la noche (1987) de Kathryn Bigelow se aparta del mito clásico del vampiro para ofrecer un relato de iniciación en el que un joven (Adrian Pasdar) descubre un mundo oculto y aterrador, que se puede equiparar al de los adultos: el sexo, el alcohol y las drogas, la violencia y la conciencia de la muerte. Todo lo prohibido y lo vedado está allí y el protagonista accede a ello de la mano de una pandilla que desborda carisma, varios de ellos, actores de la troupe de James Cameron: Lance Henriksen, Bill Paxton, Jenette Goldstein. La película enfrenta dos mitos crepusculares, el de los cowboys del western y el de los vampiros góticos, dos universos que se cruzan en el estupendo momento en el que el protagonista ensilla su caballo para perseguir a los monstruos de la noche. Recordemos que en la novela de Bram Stoker ya existía esa conexión con el Oeste, en el personaje de Quincey, nacido en Texas.


Si algo supieron hacer en los 80 fueron secuelas. Algunas no desmerecen del original como Noche de miedo 2 (1988) dirigida por Tommy Lee Wallace -Halloween 3 (1982) e It (1990)- que cumple con el cometido de toda segunda parte: dar más de lo mismo. Con (casi) el elenco original, Charlie Brewster (William Ragsdale) sigue igual de inmaduro y 'salido' como en la primera cinta: no ha podido dejar de creer en los vampiros, a pesar de las horas invertidas en terapia. Peter Vincent (Roddy McDowall) sigue siendo un cobarde con mucho encanto. Juntos vivirán prácticamente el mismo arco que en su primera aventura y la película no se corta a la hora de recrear momentos del film de Tom Holland. Pero hay nuevos elementos que hacen divertidísima esta secuela sin pretensiones: Charlie ahora no sólo es el protagonista, sino la 'novia' del vampiro, Regine, interpretada por una magnética Julie Carmen. El séquito de esta no-muerta es de lo mejor de la cinta: Belle (Rusell Clark) un andrógino vampiro/a que ataca a sus víctimas subido a unos patines; Louie (Jon Gries) un divertido hombre lobo y Bozworth (Brian Thompson) un zombie que come insectos como Renfield. Mucho humor, gore, maquillajes y animatrónicos muy locos ¿Qué más se puede pedir? Pues a Traci Lind, que interpreta al interés romántico del protagonista y que está guapísima y encantadora. Nadie sabe por qué se retiró del cine. Yo lo lamento.


Besos de vampiro
(1989) se ha hecho famosa por la alucinante interpretación de Nicolas Cage, en la línea del Jim Carrey más histriónico, apenas 6 años antes de que ganase el Oscar por Leaving las Vegas (1995). Dirigida por Robert Bierman, la película utiliza al vampiro solo como metáfora de las actitudes depredadoras presentes en nuestra sociedad: los yuppies, y el acoso sexual y laboral. Pero el tono de la dirección de Bierman y la interpretación de Cage despistan -y mucho- sobre las intenciones del guión de Joseph Minion, al que conocemos como autor del texto de Jo, ¡Qué noche! (1985) de Martin Scorsese. La película comienza sin rumbo aparente, mostrando a Cage como un agente literario ligón, que abusa de su secretaria (María Conchita Alonso), pero pide ayuda a su psicóloga. Solo cuando aparece la misteriosa Rachel (Jennifer Beals), una vampira, y el personaje de Cage comienza a comportarse como un no-muerto, la historia cobra algo de sentido y se revela como un precedente lejano de American Pyscho (2000), que usa al psicópata asesino en serie como aquí el vampiro. Besos de vampiro no es exactamente una comedia ni una película de terror, habría que colocarla dentro de ese género único, que son las películas de Nicolas Cage, que lo da todo: incluso se come una cucaracha viva.


El guión de James V. Hart para Drácula de Bram Stoker (1992), convierte al conde en un héroe romántico, condenado por una maldición y casi avergonzado de su condición de monstruo. Gary Oldman es el único Drácula capaz de llorar, nada que ver con la alimaña de Nosferatu. Irónicamente, la película de Coppola lleva en el título el nombre de Bram Stoker como dando a entender una fidelidad al original, falsa, pero que se justifica solamente porque es quizás la única película que abarca la novela en toda su extensión. Drácula es convertido en el prólogo en Vlad Tepes -el héroe rumano que se supone inspiró a Stoker, algo que no está comprobado- y se convierte en el típico héroe de Coppola fuera de su época: ‘he cruzado océanos de tiempo’ le dice a Mina (Wynona Rider), en la única encarnación cinematográfica que se enamora verdaderamente del conde. No solo aparecen en ese prólogo Drácula y Mina, sino también el antagonista del vampiro, el profesor Van Helsing (Anthony Hopkins), que mantiene aquí la energía represora del Peter Cushing de la Hammer, asegurándose de la decapitación de la extrovertida Lucy y acabando personalmente con las novias de Drácula (entre las que se encuentra Mónica Bellucci). Además de su originalidad argumental, lo más interesante del film es su poderosa imaginería de murciélagos gigantes, peludos hombres lobo y siniestras estampas como la del castillo antropomorfo en Transilvania. Coppola introduce el nacimiento del cinematógrafo en la historia -Drácula fue publicado en 1897 y recordemos que Zoetrope es el nombre de su compañía- y aprovecha para hacer todo tipo de guiños a las sombras chinescas, al cine mudo, y a Murnau.


Cronos (1993) es la ópera prima de Guillermo del Toro, una obra en la que aparecen ya sus principales rasgos de autor, su amor por el cine fantástico que combina con elementos costumbristas, sobre todo en sus obras más personales. Aquí, la relación entre un abuelo anticuario, Jesús Gris, estupendo Federico Lupi, y su nieta, le sirve de ancla emocional para hablar de la decadencia física y del miedo a la muerte. Un extraño mecanismo de relojería, el Cronos, alberga un extraño insecto -de ascendencia Locecraftiana- que convierte a su usuario en una suerte de vampiro, un adicto a la sangre vulnerable a la luz del sol. Es quizás este el eslabón más débil de la propuesta, ya que no está del todo desarrollada esa naturaleza vampírica del portador del Cronos. Aún así, Del Toro demuestra ya su elegante puesta en escena, y su amor por los personajes, como ese Ron Perlman -que luego será su Hellboy- obsesionado con cambiar su nariz, o el buñueliano Claudio Brook, villano de tebeo que mueve los hilos de la trama.



Anne Rice adapta su propia novela en la lujosa Entrevista con el vampiro (1994) dirigida por Neil Jordan -director dotado para la atmósfera fantástica- y con un reparto de estrellas: Brad Pitt, Tom Cruise, Antonio Banderas, Christian Slater, Thandie Newton, una niña llamada Kirsten Dunst, y Stephen Rea. Rice hace un buen trabajo condensando su historia, dejándola en lo esencial, aunque, quizás, en el tramo final, la narración pueda resultar un poco atropellada intentando resumir buena parte del texto original: hoy habrían hecho dos películas. El vampiro de Rice, Louis, no es un aristócrata explotador ni un elemento transgresor -que también, ya que hablamos de no-muertos interpretados por estrellas de Hollywood inequívocamente gays- sino un ser atormentado con conflictos existenciales que, tras no encontrarle sentido a la vida tras la pérdida de sus seres queridos, tampoco hallará consuelo en la (no)muerte a la que le condena Lestat. Rice le da el protagonismo absoluto a sus vampiros y nos hace mirar el mundo de los seres humanos desde su perspectiva, utilizando una excusa argumental, una entrevista periodística, que podría haber utilizado el propio Bram Stoker -cuyo Drácula estaba compuesta de diarios, cartas, bitácoras y otros documentos encontrados-. Los problemas de Louis poco tienen que ver con las maldades del conde transilvano. Tampoco es esclavo de un amor inmortal como el vampiro de Coppola. Louis expresa una incomodidad con su vuelta a la vida similar a la del monstruo de Frankenstein y tiene una parecida relación de amor-odio con respecto a su 'creador', Lestat, quien, por cierto, también le crea una 'novia' en la forma de ese gran personaje que es la niña-vampiro, Claudia.


En The Addiction (1995), el director Abel Ferrara convierte sus demonios en vampirismo. La protagonista, una deliciosa Lili Taylor, es una estudiante universitaria que una noche es mordida por una vampira. Ferrara expresa su sed de sangre como una adicción a las drogas: vemos a la protagonista chutándose 
en vena con la sangre de otros. Con una estupenda fotografía en blanco y negro de Ken Kelsch, la película no tiene problemas en ser pretenciosa y ese es su mayor atractivo. Los personajes deambulan hablando de filosofía, cuestionándose la naturaleza de bien y del mal -esas fotos de crímenes de guerra históricos- y el vampirismo sirve como contrapunto del snobismo intelectual, una sed voraz y furiosa que no atiende a razones. Con la presencia, siempre extraña, de un actor magnético como Christopher Walken, además de Edie Falco, The Addiction es una cinta de cine independiente, sobre vampiros, única.



No lo sabíamos entonces, pero Abierto hasta el amanecer (1996) era una doble sesión de Quentin Tarantino -guionista y actor- y Robert Rodríguez -director y editor- como lo que luego sería Grindhouse (2007) una década más tarde. La primera parte del film funciona como una historia de criminales del autor de Pulp Fiction (1994) con sus clásicos diálogos de wise guy, y su 'rescate' de estupendos actores de reparto, caso del policía interpretado por Michael Parks. La segunda parte, en cambio, es cine exploit, dirigido con inteligencia por Rodríguez: terror, sangre, gore, tetas y humor zafio. Pura diversión. La película parece una reunión de amigos: Harvey Keitel haciendo de predicador sin fe;  George Clooney cuando aún no era una estrella; Juliette Lewis, otra vez de Lolita; Salma Hayek despampanante en un baile inolvidable; además de cameos como los del cómico emporrado Cheech Marin -por partida triple-; Fred Williamson sacado del blaxploitation; el creador de efectos especiales Tom Savini -como Sex Machine-, el tatuado Danny Trejo -antes de ser Machete- o John Saxon. Además, hay que destacar los maquillajes del trío de KNB: Kurtzman (autor de la historia original), Nicotero -que hace un cameo- y Berger. No es la mejor película de vampiros -mero vehículo para la sorpresa, a pesar de la interesante conexión con la mitología azteca- y se puede decir que aquí no está la sustancia que sí tienen los films de Tarantino, pero es un producto impecable que apunta muy alto en varios momentos gracias al talento de Rodríguez: atención a la tensión de la primera secuencia en la gasolinera, o al uso de la música en la del bar La teta enroscada.


Vampiros de John Carpenter (1998) reúne todas las características de su legendario autor: su querencia por el western, con Howard Hawks como principal referente, en el que vemos a tipos duros haciendo su trabajo -aquí, cazar vampiros-, y la exaltación de la amistad masculina. Hay, por supuesto elementos terroríficos, y ese regusto pulp que Carpenter siempre cultivó. Aquí vuelve también sobre esa situación argumental que tanto le gusta: la de los personajes acorralados, aunque aquí sean los cazadores de vampiros los que asaltan a sus enemigos en sus 'nidos'. Lamentablemente, la película también sufre por el principal problema de Carpenter durante su carrera: los recortes de presupuestos llevan a gastar toda la artillería en el primer acto. El inicio, con el carismático y antipático Jack Crow -estupendo James Woods-, liderando al grupo de cazavampiros, con los compases de rock de la banda sonora de Carpenter hacen pensar que estamos ante la película de nuestras vidas. Lamentablemente, veremos repetirse una y otra vez el ingenioso sistema de arrastrar a los vampiros con un cable hacia la luz del sol, lo que reduce las posibilidades de un film estupendo que necesitaba algo más de espectacularidad. Aún así, una de mis favoritas.



De las páginas de La tumba de Drácula de Marvel Cómics, sale Blade (1998), personaje creado por Marv Wolfman y Gene Colan que en la película dirigida por Stephen Norrington se convierte en héroe de acción, interpretado por el musculoso y aquí, efectivo, Wesley Snipes. El film prefigura lo que será el blockbuster post Matrix (1999), una mezcla de fantasía y acción basada en los efectos especiales. Pero Blade tiene alma, y está llena de ideas, sobre todo en cómo presenta el mundo de los vampiros, que han convivido con la humanidad durante miles de años. Recordada por su estupenda secuencia inicial en una rave, la película mezcla terror, ciencia ficción, cine de artes marciales y mantiene elementos blaxploitation del origen del personaje en el tebeo, adelantándose además a la moda de los superhéroes que impondría Marvel Studios 10 años más tarde. Se asoma en Blade otro subtexto, los vampiros son los ricos y poderosos, que se alimentan de los humanos sin que estos se percaten de que están siendo explotados.

La sombra del vampiro (2000)


Blade 2 (2002), dirigida por Guillermo del Toro, se propone como una secuela superior al original. No lo creo así, a pesar de que, sin duda, Del Toro es un director superdotado para el fantástico, cuya carrera ha superado la de Stephen Norrigton en todos los sentidos. Sin embargo, aunque esta segunda aventura del cazador de vampiros (Wesley Snipes) brilla por su puesta en escena, cuenta con la imaginación del mexicano en los diseños  y está llena de ideas chulas, su argumento es más disperso y desequilibrado. En el tercer tercio del film, se pierde el interés ante la sucesión de peleas de artes marciales. Aún así, Blade 2 es muy entretenida, y adelanta temas que luego se verán en otras cintas de terror. Los vampiros se enfrentan a una nueva raza mutante, diseñados como una mezcla del conde de Nosferatu (1922) y el alienígena de Depredador (1987). La historia presenta a los bebedores de sangre como drogadictos, pero también propone el tema de la pandemia -el vampirismo como un virus descontrolado- y por último el de los experimentos genéticos. El villano de la función, interpretado por Thomas Kretschmann -que luego será el Drácula de Dario Argento- acaba siendo un monstruo de Frankenstein que pide cuentas a su padre. Del Toro cuenta de nuevo con su actor fetiche, Ron Perlman, y hace un guiño a los espectadores españoles colocando a Santiago Segura en el prólogo y en el epílogo. Unos feos efectos especiales digitales empañan el resultado, aunque por suerte, el mexicano se cuida de utilizarlos más bien poco. 

Underworld (2003)


Drácula: Pages from a Virgin´s Diary (2004) de Guy Maddin convierte la novela de Bram Stoker en ballet, utilizando los códigos del cine mudo, expresionista, incluso del cómic, y del cine de vanguardia. En blanco y negro pero con un uso expresivo del color para determinados elementos, este ejercicio es sorprendentemente narrativo y capaz de captar la esencia del texto original. Maddin brilla sobre todo utilizando los códigos del cine silente para contar su historia con una gran efectividad. Atención al conde oriental que interpreta Wei-Qiang Zhang.


Van Helsing (2004) puede resultar simpática en su espíritu desvergonzado, en su amor por el pastiche y por los monstruos de la Universal, a los que rinde un claro homenaje en su prólogo en blanco y negro. Todas las ideas de la película, sobre el papel, me parecen buenas: que el cazador de monstruos (Hugh Jackman) sea un agente del Vaticano armado de gadgets steampunk enfrentado a Drácula y a sus novias -una de ellas, Elena Anaya-, al monstruo de Frankenstein, al Hombre Lobo e incluso a un Mr. Hyde refugiado en Notre Dame. Lamentablemente, todas las ideas de Stephen Sommers se pierden en la acumulación y el exceso, en unos lamentables efectos especiales digitales, en una estética hortera que nunca ha estado de moda, en una espectacularidad entendida como un fin en sí mismo. Demasiado colorida, Van Helsing convierte a sus monstruos en superhéroes, les roba su aspecto terrorífico y su relación con la muerte, desactivándolos. No soporto al Drácula de Richard Roxburgh y el diseño de los monstruos, exceptuando el de Frankenstein, me parece poco acertado. Van Helsing intenta replicar sin éxito la frescura y el encanto de La momia (1999) y El regreso de la momia (2001), mucho más modestas, pero más simpáticas en su asumida naturaleza de serie B.



30 días de oscuridad (2007) está basada en el estupendo cómic de Steve Niles y Ben Templesmith, que partía de una idea curiosa y divertida: situar a un grupo de vampiros en una ciudad de Alaska, Barrow, en la que el sol se oculta durante 30 jornadas seguidas en invierno. Un paraíso para los no-muertos, que Niles narra creando una atmósfera aterradora y Templesmith ilustra de forma minimalista y evocadora. El cómic daría lugar a una serie de secuelas que sigue publicándose en la actualidad. La película, dirigida por David Slade y producida por Sam Raimi, es quizás mejor el cómic. Reduciendo la trama a su esencia, desechando todo lo superfluo para encapsular la historia, Slade consigue crear una atmósfera similar a la de La cosa de John Carpenter (1982), en la que el paisaje helado es un personaje más. También consigue Slade redondear mejor a los personajes, dotando de pequeñas historias incluso a esos secundarios que lo único que deben hacer es morir. Y cada una de esas pequeñas historias es desoladora, nihilista: los vecinos de Barrow viven en el fin del mundo, parecen buena gente, pero el ataque de los vampiros desvela que no tienen esperanza. El momento de mayor desasosiego es el terrible grito del ayudante del sheriff, Billy (Manu Bennett), de pura desesperación. Josh Harnett es un buen protagonista y Slade fabrica imágenes muy chulas en una concepción del terror efectiva, que parece sacada de un videoclip de Aphex Twin de finales de los 90 dirigido por Chris Cunningham. Danny Huston es un memorable líder de unos vampiros elegantes, pero absolutamente salvajes, de dientes de piraña, lo que no impide algunas referencias al Drácula clásico: ese barco que aparece de la nada, ese Reinfeld que es el 'extraño' (Ben Foster) y una referencia, aunque errónea, a Bela Lugosi.

Soy leyenda (2007)



Crepúsculo (2008) necesita poca presentación: basada en las exitosas novelas de Stephenie Meyer y dirigida en su primera entrega por Catherine Hardwicke -Thirteen (2013)-, basta el fenómeno editorial para explicar el éxito en taquilla. Robert Pattison y Kristen Stewart, que acabaron siendo estrellas -y estupendos actores- protagonizan una trama que tiene poco que ver con el cine de terror, e incluso, con el cine de vampiros. El no-muerto que interpreta Pattison está más cerca del superhéroe que de una criatura de la noche: hay escenas que recuerdan a cuando Superman (Christopher Reeve) vuela con Lois Lane (Margott Kidder) en brazos. Crepúsculo es una historia de amor, en la que el vampiro representa el misterioso objeto de deseo en este tipo de tramas con protagonista femenina. Para ser una película de vampiros, apenas vemos colmillos ni sangre, los no-muertos no duermen en ataúdes, salen de día y no demuestran las clásicas debilidades que tiene Drácula. Edward Cullen, básicamente, acosa a Bella Swan, en el único elemento incómodo de la trama, pero la protegerá y la respetará hasta el exceso de solo darle un tímido beso durante toda la película. Si el vampiro de Christopher Lee en la Hammer era puro deseo animal, pulsión sexual, capaz de desmelenar a la más rescatada esposa de moral victoriana; Edward Cullen es capaz de reprimir sus deseos de morder a Bella, convirtiendo la energía transgresora del vampiro en la exaltación del celibato. Un mensaje conservador que, en una época de libertad sexual, igual resultaba atrevido para Meyer.


Déjame entrar (2008) del sueco Tomas Alfredson, basada en la novela de John Ajvide lindqvist, es un film Amblin de los años 80, oculto bajo una elegante, triste y soberbia puesta en escena. Oskar (Kare Hedebrant) es un niño tímido, soñador, solitario, que sufre acoso escolar. Vive en un mundo de abusones, de adultos -padres- ausentes y de depredadores. Para madurar, Oskar entrará en contacto con lo fantástico, Eli (Lina Leandersson), una niña vampira que le ayudará a enfrentarse a sus miedos. Oscura y deprimente, la película inserta en lo cotidiano los elementos fantásticos característicos del vampiro: su sed de sangre, el sirviente humano, la necesidad de ser invitado para entrar en una casa, o el ataúd en el que descansa el no-muerto, que se sustituye por una bañera; y la mejor escena, esa mujer vampirizada que, lógicamente, no entiende lo que le pasa y acaba estallando en llamas en el hospital. Déjame entrar habla del otro, del diferente, y explica por qué ese niño sin amigos acaba identificándose con la figura del vampiro.



Matt Reeves -Monstruoso (2008)- firma un estupendo remake en Déjame entrar (2010), una obra que vuelve a la fuente de la novela original, aunque también calca en muchos momentos la película de Tomas Alfredson. El único defecto de la cinta de Reeves es que la comparemos con la magnífica película sueca. Mucho más obvia y menos elegante en su puesta en escena, la aproximación de Reeves saca a relucir todo lo que tiene esta historia de film fantástico de los años 80. Su película es más espectacular, más sangrienta, aunque igual de oscura que la original. Reeves, partiendo de una experiencia personal, profundiza en el tema del acoso escolar y consigue una mayor carga emocional, donde Alfredson pecaba de ser un poco frío. Protagonizada por unos estupendos Kodi Smit-McPhee y Chloë Grace Moretz -apoyados por Richard Jenkins y Elias Koteas- este remake americano merece que dejemos a un lado los prejuicios sobre este tipo de maniobras comerciales.

Thirst (2009)

Daybreakers (2009)


En Stake Land (2010) Jimm Mickle se adelanta al panorama político de Estados Unidos en la era Trump, proponiendo un escenario distópico, un país arrasado por una pandemia -en la película, vampírica- que permite que los terrores enterrados de la nación -racismo, machismo, extremismo religioso, ultraliberalismo- resurjan a la superficie. Y eso que seguramente no podía sospechar que alguien como Donald Trump podría llegar a la Casa Blanca en 2017. Con una propuesta similar a la The Walking Dead -la serie de TV también es de 2010, el cómic de 2003- Mickle llena Estados Unidos de vampiros que son más bien zombies sin mente, un poco como los de Soy Leyenda para contar un historia que bebe del western, del relato de supervivencia, y que tiene, claro, elementos de terror, pero también de coming of age. Lo mejor, los personajes, la relación paternal entre Mister (Nick Damici) y Martin (Connor Paolo), y las mujeres que se resisten a perder la humanidad y la esperanza, interpretadas por Kelly McGillis y Danielle Harris. Stake Land es un film duro, desesperanzado, pero al mismo tiempo optimista: asume que la vida sigue, sea cual sea la circunstancia. No queda otra.


Por muy atractiva que pudiera parecer una versión de la novela de Bram Stoker dirigida por el maestro del giallo Dario Argento, Drácula 3D (2012) es un fracaso. Lo peor de esta coproducción entre España e Italia es la incapacidad de Argento para generar la más mínima atmósfera. No le acompañan unos decorados, un vestuario -y unas pelucas- que se alejan de lo gótico y resultan poco verosímiles. Pero todavía peores son los efectos especiales digitales, simplemente risibles. Argento se aleja del texto original sin mucho sentido, cambia la historia, elimina personajes e introduce otros nuevos, pero no consigue en ningún momento el más mínimo desarrollo dramático. Lo que sí hace es inyectar la violencia sádica propia del giallo, mucha sangre y una buena dosis de erotismo exploit -gracias, Miriam Giovanelli-. Curiosamente, Thomas Kretschmann tiene cierta presencia como el conde, pero siempre acaba ridiculizado por ideas muy locas, como que sea capaz de transformarse en una mantis religiosa gigante. Completan el reparto Asia Argento como Lucy y nada menos que Rutger Hauer como Van Helsing, que aparece al final del relato para protagonizar una serie de combates tan poco convincentes como la historia de amor entre Drácula y Mina. La única forma de ver Drácula 3D es asumiendo el desastre para pasárselo bien con amigos.


Abraham Lincoln: cazador de vampiros (2012) tiene un título que es imposible tomarse en serio, y que proviene de la novela homónima firmada por Seth Grahame-Smith, autor de Orgullo y prejuicio y zombies, y que firma aquí el guión. Pero cuidado, porque, a pesar de su tono pulp, la película tiene poco humor y se toma bastante en serio a sí misma, dentro, claro de lo estrafalario de su propuesta. Produce Tim Burton, para el que Seth Grahame-Smith firma el mismo año el guión de Sombras tenebrosas, y hay que decir que el film está impecablemente producido, con una recreación lograda de la época de la Guerra Civil estadounidense y con escenas de batalla que hacen pensar que aquí hay un presupuesto generoso. Los efectos especiales no se quedan atrás, con peleas espectaculares y unos vampiros -aunque CGI- que recuerdan a los dibujos de Ben Templesmith para 30 días de oscuridad. Brillan sobre todo dirección y montaje, la historia está narrada con mucho dinamismo, gracias al ruso Timur Bekmambetov, que ha hecho de las peleas coreografiadas y ralentizadas post Matrix (1999) una seña de estilo. La fotografía del veterano Caleb Deschanel y la música de Henry Jackman completan un producto impecable. Pero algo falla. Aunque sorprende la ambición de Grahame-Smith de mezclar el mito de Lincoln -convertido en una leyenda de la fundación de Estados Unidos- con la fantasía de los vampiros, y de convertir a estos en la metáfora del mal del racismo y la esclavitud, el film acaba desinflándose sobre sí mismo, quizás porque los personajes no acaban de tener la entidad suficiente para sostener, sobre todo, el tramo final de la cinta.


Sombras tenebrosas (2012) no cambiará tu opinión si piensas que Tim Burton no brilla con la misma intensidad en sus últimas películas si las comparamos con la primera etapa de su carrera. Basada en la serie de televisión de culto del mismo nombre, el vampiro Barnabás Collins pasa a formar parte de la galería de inadaptados de Burton, interpretado aquí, una vez más, por Johnny Depp. Los ingredientes del film son los habituales de la filmografía del director: una defensa del diferente, una crítica de la sociedad adocenada, elementos fantásticos y un sentido del humor peculiar. Burton se ha movido siempre entre el cine de autor y el blockbuster: presupuesto generoso y un reparto de estrellas, como Michelle Pfeiffer, Eva Green, Chloë Grace Moretz, Johnny Lee Miller, Helena Bonham Carter y un tierno cameo de Christopher Lee. Sin ser lo peor de Burton, sí tengo la sensación de que el autor no se esfuerza, no imprime la estética de ese universo tan personal y reconocible que es su mejor baza, no le acompaña el Danny Elfman inspirado de sus primeras películas en la banda sonora, y se deja llevar hacia otro aparatoso final, más pirotécnico que emocionante.


Sólo los amantes sobreviven (2013) es la visión de Jim Jarmusch del cine de vampiros, desde su personal forma de narrar y desde su ritmo cinematográfico contemplativo. Los no-muertos de Jarmusch tienen colmillos, beben sangre y no pueden salir de día, pero el autor pone el acento sobre todo en la inmortalidad de sus personajes, que se convierten en amantes de las artes, en intelectuales y coleccionistas. Adán y Eva han tenido tiempo de escuchar todos los discos, de leer todos los libros, de asistir a conciertos de Eddie Cochran o de conocer al mismísimo Shakespeare... o al menos al que escribió las obras de Shakespeare. Jarmusch crea los vampiros más cool de la historia del cine, encarnados por Tilda Swinton, Tom Hiddleston, John Hurt y Mia Wasikowska. Estos, a pesar de su altura intelectual y de todas las referencias culturales que son capaces de introducir en sus conversaciones, al final, necesitan sangre como los yonquis y cuando el hambre aprieta, no dudarán en morderte el cuello.



Como el Drácula de Bram Stoker, Byzantium (2014) se narra a través de un diario personal, pero no es Mina ni Jonathan Harker los que cuentan la historia del vampiro, sino el propio no-muerto, en este caso, Eleanor, una adolescente que vive en un perpetuo estado de conflicto existencial. La interpreta Saoirse Ronan, en un papel similar a las posteriores Lady Bird (2017) y Mujercitas (2019), películas en las que encarna a una joven en proceso de hacerse mujer, de descubrir el amor, con inclinaciones artísticas, específicamente, literarias. La película de Neil Jordan -que vuelve al género décadas después de Entrevista con el vampiro (1994)- habla de contar historias, de cómo nos definen, y también de la relación madre e hija que marca el relato. Clara -o Camila, no muy lejos de Carmilla- es la vampira interpretada por Gemma Arterton que imprime en esta cinta una carga sexual y la violencia propias de las películas de la Hammer: Eleanor, que responde al arquetipo del vampiro atormentado, lánguido, post Crepúsculo, mira en una vieja tele una reposición de Drácula, príncipe de las tinieblas. Con una perspectiva feminista, Byzantium explora ideas como la inmortalidad, la muerte, el amor y la enfermedad. Atención a una referencia vampírica: el corrupto personaje de Johnny Lee Miller se llama Ruthven, como el vampiro de Polidori, uno de los primeros de la literatura inglesa.


Xan Cassavetes, hija del padre del cine independiente americano, firma un estupendo film en Kiss of the damned (2012) en el que, con un planteamiento de cine de autor, indaga en el cine de vampiros planteando un mundo en el que estos seres existen y se han integrado en la sociedad. Esta excusa del submundo le sirve a Cassavetes para un planteamiento estético muy interesante de colores intensos, imágenes ralentizadas y un uso exuberante de la banda sonora y la música que se acerca al videoclip para dibujar un mundo de vampiros ricos, guapos, sexis y elegantes. Como nuevos ricos del primer mundo con mala conciencia por el consumismo, el calentamiento global y la contaminación medioambiental, o por comer carne, estos vampiros se sienten culpables por su sed de sangre, que palian con plasma sintético. Cassavetes expresa la dualidad de los vampiros en dos hermanas, Djuna (Joséphine de La Baume) y Mimi (Roxane Mesquida), y propone que la moral de la sociedad castiga los excesos, pero también que esa misma sociedad es esencialmente hipócrita.


Drácula, la leyenda jamás contada (2014) sorprende al ser un producto bastante digno, a pesar de ser una clara explotación de otros éxitos comerciales. No esconde que su inspiración y su razón de ser es el prólogo de Drácula de Bram Stoker (1992), que plagia con gracia y que desarrolla a modo de las precuelas a las que ya nos hemos acostumbrado. Se trata de contar la historia de Drácula antes de ser Drácula, intentando que todo encaje más o menos para llevarnos a la historia por todos conocida. El film, dirigido por Gary Shore -es su único largometraje- comienza como un remedo de El señor de los anillos (2001) con Luke Evans -que aparece también en El Hobbit (2014)- como Vlad Tepes, héroe para su reino, monstruo para los turcos. Ante la amenaza de estos, Vlad se ve obligado a visitar a un vampiro (Charles Dance, de Juego de Tronos y Underworld), lo que transforma la historia en un relato de superhéroes en toda regla. Drácula utiliza sus poderes sobrenaturales para combatir a sus enemigos, pero, como Frodo, debe combatir también el mal en su interior. Shore hace gala de imágenes espectaculares y algunas buenas ideas visuales; si hubiera desarrollado un enfoque visual un poco más personal, y si hubiese pulido algo más una historia romántica que también remite a Coppola, estaríamos ante una cinta verdaderamente interesante. Pero no.



Una chica vuelve a casa sola de noche (2014) es cine indie, cine de autor, de la directora Ana Lily Amirpour, que introduce efizcamente elementos de género, de terror. Así, la acción es mínima y la película se desarrolla a través de imágenes -espléndida fotografía en blanco y negro-, sensaciones y canciones de un estupendo playlist. La protagonista, la chica (Sheila Vand) es una vampira de camiseta a rayas, ataviada con velo islámico, que flota sobre un monopatín buscando a sus víctimas, únicamente hombres que, si se han aprovechado de una mujer, mejor. La película explora el tema del vampirismo en todos los aspectos sociales: el criminal que abusa de los demás, el cliente de la prostitución que explota a las mujeres, el yonqui adicto a las drogas, la niña rica que rejuvenece a través de retoques de cirugía estética, incluso las máquinas petroleras que desangran la misma tierra y por último, el amor, que acaba esclavizando incluso al vampiro. No es de extrañar que aquí, Drácula, sea un disfraz de Halloween.


What we do in the shadows (2014) -Lo que hacemos en las sombras- opta por uno de mis subgéneros preferidos, el falso documental cómico -el mockumentary- que ha dado anteriormente obras como, por ejemplo, las grandísimas This is Spinal Tap (Rob Reiner, 1984) y Very important perros (Christopher Guest, 2000). Consigue además algo que puede parecer difícil: hacer algo fresco con un tema tan manido como el de los vampiros. Que a nadie se le hubiera ocurrido antes -corregidme si me equivoco- hacer una película como esta, es para mí un misterio. El film, de nacionalidad neozelandesa, ha sido dirigido a cuatro manos por Jemaine Clement -conocido por el grupo musical, y la serie Fligth of the Conchords (2007)- y Taika Waititi -antes de Marvel- que además interpretan dos de los papeles principales. What we do in the shadows explora metódicamente cómo sería la vida cotidiana de cuatros vampiros que han decidido compartir piso en nuestra sociedad actual. En el proceso el film indaga en una ficticia subcultura vampírica -en un ejercicio similar al de Only Lovers Left Alive (Jim Jarmusch, 2013)- y juega con las diferentes visiones cinematográficas del vampiro a través de la historia del cine, desde el Drácula, de Bram Stoker (Francis Ford Coppola, 1992) hasta la seminal Nosferatu (F.W. Murnau, 1922). Hay incluso un extraño vampiro que podría parecerse al de El aviador nocturno (Mark Pavia, 1997) de Stephen King. La exploración concienzuda de cómo afectaría el vampirismo a la vida cotidiana lleva a estupendos gags mínimos. Uno de los mejores podría ser el que intenta responder a la pregunta de cómo se arreglan para salir los no-muertos cuando no pueden reflejarse en los espejos. Y me gusta especialmente el que juega con los típicos roces de los compañeros de piso -siempre hay uno que se escaquea de las labores del hogar- y deduce que, al ser inmortales, un vampiro podría estar 5 años sin lavar los platos. Si bien el humor en la película es bastante directo, a veces inocente, a veces casi tierno, hay momentos de comedia negrísima y también de gore. Destaca también un plano secuencia virtuoso en el que los vampiros persiguen a Nick (Cori Gonzalez-Macuer) para comérselo. A pesar de las ridículas muecas de los monstruos, la secuencia consigue inquietar.


En el ciclo que Hammer Films dedicó a Drácula y a otros no-muertos, el vampiro funcionaba como un elemento de transgresión social (y sexual). El conde interpretado por Christopher Lee mordía a una recatada señorita -o señora- que se convertía en una voluptuosa vampira cuya sexualidad ponía en peligro el orden establecido por maridos, padres, sacerdotes y otras figuras de autoridad del patriarcado. Por suerte estaba allí el profesor Van Helsing (Peter Cushing) para, con una afilada estaca, penetrar el corazón de la vampira -que solía recuperar entonces su belleza angelical- para restablecer el status quo. En la película húngara Comrade Drakulich (2019), lo más interesante es precisamente la evolución de un personaje femenino, Magyar Mária (Lili Walters), una agente de la policía secreta en tiempos del comunismo soviético, en los años 70. Magyar aparece primero como mera comparsa (sexual) de su grosero compañero Kun (Ervin Nagy), hasta que le encomiendan la misión de seducir y descubrir los secretos de Fábián (Zsolt Nagy), un misterioso líder revolucionario que no envejece (y que bebe sangre). Magyar irá ganando protagonismo tras relacionarse con el vampiro, para frustración de Kun y de todos los que la rodean. Lamentablemente, Comrade Drakulich no funciona del todo como comedia -bastante zafia-, ni como sátira del comunismo, ni mucho menos como film de vampiros: este no es más que una excusa argumental para hacer avanzar la trama y aparece despojado de cualquier aura sobrenatural más allá de un olfato que ni Lobezno. Con una estética interesante -deudora probablemente de Delicatessen (1991)- la película de Márk Bodzsár dibuja una sociedad comunista en la que todos viven escuchando o vigilando lo que hacen los demás -a través de las paredes o con micrófonos que recuerdan a La vida de los otros (2006)- en la que destaca, sobre todo, como ya he dicho, el machismo que impide a una mujer como Magyar ser completamente libre.


La idea de la especulación inmobiliaria ya estaba sugerida en la novela 
Drácula (1897) de Bram Stoker, un planteamiento que recoge y actualiza con ingenio Oz Rodríguez, guionista y director, en Vampiros contra el Bronx (2020), producción que estrena Netflix. La película redefine al vampiro como símbolo de la gentrificación, en una sátira social evidente, en la que los héroes son un grupo de niños que descubren, por casualidad, la llegada de los no-muertos para apoderarse de su barrio. Siendo el Bronx un barrio latino -dominicano- y afroamericano, esta película tiene también aires de blaxploitation. El héroe de los chavales no es Van Helsing, sino el cazador de vampiros Blade, creado por Marv Wolfman y Gene Colan, e interpretado en el cine por Wesley Snipes; los 'chupasangre' son sujetos caucásicos, más que blancos, pálidos, que además visten ropas caras de diseño que a los vecinos del Bronx, les resultan ridículas. La película tiene gracia, además, en sus referencias a la literatura y el cine vampíricos: la inmobiliaria hostil se llama Murnau -como el director de la seminal Nosferatu (1922)- y lleva en su cartelería la efigie de Vlad Tepes; el trasunto de Reinfeld que interpreta Shea Whigham se llama Polidori, como el autor de uno de los primeros relatos que acuñó las características del arquetipo vampírico, en el personaje de Lord Ruthven. Por otro lado, el retrato, casi costumbrista, de la vida de barrio de los protagonistas, los niños Miguel, Bobby y Luis, es lo mejor de la película, un trío que logra ganarnos, si bien replicando las dinámicas de It, de Los Goonies o más pertinentemente, de Jóvenes ocultos. Una pena que Vampiros contra el Bronx fracase estrepitosamente en la primera parte de su enunciado: las escenas de terror o las de acción que implican a los vampiros, son francamente torpes, a pesar de unos maquillajes más que correctos. Rodríguez no sabe generar atmósferas fantásticas o inquietantes, lo que impide recomendar esta película.



Tras completar la renovación de la longeva serie Doctor Who de la mano de Matt Smith, y llevar a la actualidad al detective de Arthur Conan Doyle en la estupenda Sherlock, Steven Moffat y Mark Gatiss se atreven nada menos que con el Drácula de Bram Stoker. El prestigio de los show runners hacía esperar grandes cosas de esta miniserie, de calidad asegurada al estar detrás la BBC, que coproduce para Netflix. Pero cuidado, porque la historia del famoso vampiro ha sido llevada tantas veces al cine y a la televisión -por no mencionar cómics como el fantástico La Tumba de Drácula de Marv Wolfman y Gene Colan- que cabe preguntarse si se puede aportar algo nuevo a la historia del famoso no-muerto. El cine ha dado un Drácula a cada generación: el de Bela Lugosi abrió el camino a los monstruos de la Universal; el de Christopher Lee para la Hammer -sin olvidar al doctor Van Helsing de Peter Cushing-; la aproximación romántica de Francis Ford Coppola convirtiendo a Gary Oldman en el conde, por citar solo las versiones más conocidas por el gran público. Moffat y Gattis podrían haber hecho muchas cosas con su adaptación, pero en el primer episodio de la serie, de 89 minutos de duración, titulado The Rules of the Beast, deciden optar por la versión canónica del relato de Bram Stoker, situando la historia a finales del siglo XIX y comenzando por el relato de la llegada de Jonathan Harker (John Heffernan) al castillo del conde. Ojo, que a partir de aquí, hay spoilers. Digamos primero que, Moffat y Gatiss se muestran humildes reconociendo las adaptaciones precedentes. Así, creo que escuchar a Bela Lugosi en el acento del conde cuando aparece por primera vez, envejecido además, como en la encarnación de Gary Oldman. Pero sobre todo he creído ver a Christopher Lee en las etapas transitorias que van rejuveneciendo al aristócrata hasta adquirir los rasgos de Claes Bang, que está magnífico. 

En el primer episodio veo la influencia de la serie de films sobre el vampiro que llevó a cabo Hammer Films entre los años 50 y 70: el ataque de los murciélagos al convento recuerda con fuerza a El beso del vampiro (Don Sharp, 1963). Es precisamente en este escenario donde Moffat y Gatiss imprimen su personalidad, con una creación como la hermana Ágatha (Dolly Wells), maravilloso personaje que parece ser una monja sin fe. Como una detective, la religiosa va extrayendo el relato de lo ocurrido a Harker, que aquí aparece como una fusión del prometido de Mina (Morfydd Clark) y el sicario del conde, Renfield -papel que se reserva luego, el propio Gatiss-. Pero hay más innovaciones: la primera provocación del guión es una pregunta de Ágatha, que da buena cuenta de la metáfora sobre el sexo -en oposición a la muerte- que siempre ha sido el vampirismo, y que, cuando el conde muerde a otro hombre, nos hace pensar en un encuentro homosexual. No creo que sea casualidad el aspecto de Harker, similar al de un enfermo de SIDA en los peores años de la enfermedad -aunque también recuerda Harker al Nosferatu de Murnau (1921)-. La hermana Ágatha sirve para que Moffat y Gatiss se hagan dueños del relato de Stoker, aportando sus intereses como autores: el placer de narrar historias, el interés por establecer un misterio que se irá resolviendo a través de la trama -¿Por qué Drácula teme los crucifijos?- y que se convertirá en el principal tema de la ficción; y sorprender al espectador con giros narrativos, en este caso, la verdadera identidad de dos personajes importantes. Con estos elementos, cuando llegamos al final de la primera entrega, se comienzan a revelar las cartas con las que jugarán los autores. Claes Bang muestra cierto sentido del humor, una socarronería que le emparenta con otros héroes, como el doctor -de Doctor Who- o el propio Sherlock Holmes de Benedict Cumberbatch. Y aunque el tono de la serie tiende a lo terrorífico -el encuentro de Harker en las catacumbas del castillo con los sirvientes de Drácula, auténticos muertos vivientes- también hay lugar para el apunte divertido -el bebé vampirizado-, el guiño grindhouse -el ejército de monjas armadas con estacas-, y hasta para el exceso gore -la transformación de lobo en hombre-. El cliffhanger que cierra el capítulo hace imposible no ver el siguiente episodio.

Por supuesto, Moffat y Gatiss, en el segundo episodio, lo ponen todo patas arriba y nos descolocan completamente. El relato se divide en dos niveles narrativos -recurso habitual en la pareja de guionistas-. Primero, asistimos a lo que parece la ampliación del viaje de Drácula a Londres a bordo del Demeter. Se expande lo que era un breve pasaje evocador y terrorífico, en el que el monstruo era transportado en su ataúd en un barco de mercancías, devorando uno a uno a los miembros de la tripulación, hasta que el navío arribaba vacío a puerto. Aquí, Drácula se convierte en un pasajero que debe compartir viaje con un variopinto grupo que parece salido de una novela de Ágatha Christie, solo que aquí sabemos perfectamente quién es el asesino desde el primer momento. Hay un misterio, sin embargo, sobre el ocupante de un enigmático camarote, que está relacionado con el segundo nivel del relato, en el que, no sabemos cómo, Drácula habla con la hermana Ágatha -sigo manteniendo su apellido en secreto-. El segundo capítulo reincide en la homosexualidad del conde transilvano, y desarrolla una de las ideas más interesantes, creo que original de esta serie, la capacidad del vampiro de asimilar no solo la sangre de sus víctimas, sino sus conocimientos y talentos -como los idiomas-. El argumento juega también con su sed de sangre, incontrolable, equiparándolo a un animal salvaje. Sobre todo hay que destacar la atmósfera que se consigue en la siniestra aventura de ese barco abandonado en mitad del océano, con Drácula funcionando como el alien en la Nostromo. Estupendo el tenso momento en el que los protagonistas crean un círculo de protección para mantener alejado al vampiro. Los últimos minutos del capítulo están llenos de sorpresas y nos llevan a otro cliffhanger que vuelve a cambiar las reglas del juego.

El tercer episodio está dedicado a la llegada de Drácula a Londres y al asedio de una novia 'perfecta', tal como ocurre en la novela. La variación, más que justificada tras lo que han hecho Moffat y Gatiss con Sherlock Holmes, es llevar la peripecia del Conde a la actualidad. Esto genera una serie de ideas más que interesantes, sobre todo el análisis social que hace el conde sobre las clases en el siglo XXI -cree que por la cantidad de cosas que tenemos, y las comodidades, todos somos 'ricos'-. Sobre Drácula en el presente hay un claro precedente en otra cinta de Hammer, Drácula AD 1972 (1972), con la que comparte el retrato juvenil discotequero -y recordemos que los hechos narrados en la novela original, o incluso en la película de 1931, ocurrían también en la actualidad del momento-. Otra variación es que Mina es sustituida por Lucy (Lydia West) -mucho menos recatada que Mina y que da más juego- y Jonathan Harker por Jack (Matthew Beard). En este tercer capítulo, Moffat y Gatiss arriesgan más que nunca, proponiendo ideas estimulantes, como esa fundación Harker dedicada durante siglos a combatir al conde transilvano -muy aprovechable si la serie hubiese continuado- además de explorar conceptos de ciencia ficción: ya hemos dicho que, al absorber la sangre de sus víctimas, Drácula adquiere su ADN y sus conocimientos, pero esto va más allá y permite que la difunta Ágatha dialogue con su descendiente, Zoe. El episodio contiene algunos de los momentos más terroríficos de la serie -el niño vampiro que sale de debajo de la cama de Lucy- y apuntes tan originales como la descripción del proceso de vampirización de Lucy, francamente interesante. El desenlace, además de homenajear el final del Drácula (1958) de Terence Fisher, que enfrentaba a Peter Cushing y Christopher Lee, resuelve el misterio sobre las mitológicas debilidades del vampiro -la luz, la cruz- y establece una sorprendente coartada psicológica que merecería un desarrollo ulterior.


El título de 
Let the Wrong One In (2021) no deja lugar a dudas: estamos ante una parodia que pretende ser el equivalente vampírico de Zombies Party (2004). La película nos presenta a Matt (Karl Rice), quien deberá lidiar con su hermano Deco (Eoin Duffy), que toda la vida ha sido un bueno para nada y ahora, encima, se ha convertido en un vampiro. A partir de esta idea, la película es una acumulación de gags y guiños al cine de vampiros, algunos afortunados. Lamentablemente la mayoría de las bromas de la película me parecen más bien ingenuas, aunque, ya sabéis, el humor es subjetivo. Película de bajo presupuesto, pero muy digna, el director y guionista Conor McMahon tiene ideas estupendas: si el vampirismo ha sido usado ya como una metáfora de la adicción a las drogas en diferentes obras de ficción, aquí el giro está en cómo lidia el protagonista con su hermano yonqui/vampiro, que sufre además el rechazo de su madre; otra idea graciosa es que el foco de infección vampírica sea una despedida de soltera -celebrada, eso sí, en Transilvania-. Pero el desarrollo de estas ideas y la ejecución no consiguen trascender las limitaciones de su presupuesto. Emulando al ya mencionado Edgar Wright y también al primer Sam Raimi de Posesión Infernal (1981), McMahon presenta un film simpático que se puede ver si no somos exigentes. Lo peor, la coincidencia con ideas vistas hace demasiado poco en Lo que hacemos en la sombras. Lo mejor, su sabor local irlandés, que se podría haber explotado un poco más.

Si no soportas a Nicolas Cage, probablemente no se te ocurrirá ir a ver Renfield (2023). Pero el actor está lejos de ser lo peor de la película de Chris McKay -director de la estupenda Batman: La Lego película (2017)-, que lamento haber encontrado completamente fallida. La premisa era estupenda y paródica: Renfield (Nicholas Hoult), el famoso ayudante de Drácula que enloquece para satisfacer a su amo y que desarrolla un gusto gastronómico por los insectos -y luego por animales cada vez más grandes- se apunta a un grupo de terapia para personas atrapadas en relaciones tóxicas. Una idea prometedora que, sin embargo, se queda casi en segundo plano, porque Renfield se desarrolla como una comedia de acción gracias a la trama que protagoniza una mujer policía, Rebecca Quincy -su apellido debe ser un homenaje al personaje estadounidense de la novela de Stoker, Quincey Morris- interpretada por Awkwafina. Personaje y trama que, en mi opinión, entorpece y resta importancia al personaje del título, introduciendo elementos tan ajenos al cine de vampiros como la corrupción policial o una familia de narcotraficantes como antagonistas. Gracias a esto veremos secuencias de acción espectaculares, con Renfield repartiendo puñetazos y patadas como si fuera un superhéroe. Los excesos hemoglobínicos -chorros de sangre digital y amputaciones varias- son divertidos, pero no salvan el asunto. Renfield tiene un par de momentos destacables, como la recreación en blanco y negro del Drácula de Tod Browning de 1931 que inmortalizó a Bela Lugosi, o cuando Hoult imita la peculiar risa del Renfield de aquella, Dwight Frye. Nicolas Cage, que ya fue el vampiro más pasado de rosca posible en la inclasificable Besos de vampiro (1989), está correcto como un Drácula paródico, pero su personaje acaba siendo demasiado caricaturesco. En resumen, Renfield no nos hará olvidar al personaje definitivo sobre el asunto, el entrañable Guillermo (Harvey Guillén) de la serie Lo que hacemos en las sombras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario