MONOS -LA MONTAÑA SAGRADA


Pocas veces el cine es una experiencia tan intensa, misteriosa, sorprendente y exuberante como Monos. Película colombiana del director Alejandro Landes, esta película nos transporta a un paisaje exótico, la montaña y la selva colombianas, fotografiados como si fueran escenarios extraterrestres, extraños a pesar de los indicios de un contexto geográfico e histórico muy claros. Landes prescinde de lo narrativo y apuesta por aproximarse a su historia de una forma sensorial y visual, fabricando imágenes muy potentes, apoyándose en una fotografía de colores intensos, obra de Jasper Wolf. No sabemos de entrada lo que ocurre en la película, pero tampoco podemos dejar de mirar los extraños rostros de los personajes, que parecen salidos de otro tiempo, atractivos pero monstruosos como los de Freaks (1932), bautizados con nombres de la cultura pop, tan ambiguos que no distinguimos el género del que se hace llamar ‘Rambo’. La cámara penetra en una comunidad cerrada, que sin duda es un grupo guerrillero, sí, pero en el que también vemos a unos salvajes en el paraíso, a los niños empoderados de El señor de las moscas -no hacía falta ver una cabeza de cerdo en una pica-, a los peligrosos nativos de Holocausto caníbal (1980), que han secuestrado al 'hombre civilizado', la doctora Sara Watson (Julianne Nicholson). Esa oposición entre lo salvaje y lo civilizado es probablemente el tema de la película, como revela la mirada inolvidable de uno de los personajes, que cierra el filmMonos es una estimulante mezcla de géneros, del cine de autor con el de aventuras; del mondo con un cine político que recuerda a la Nouvelle Vague, a los 'años Mao' de Jean-Luc Godard, al cine de izquierdas italiano de los 70, al Herzog alocado de Fitzcarraldo y Aguirre, a los helicópteros de Coppola flotando sobre la locura de la guerra. Como un chamán, Landes resucita una energía cinematográfica que parecía perdida. Monos ha pasado por el festival de Berlín y el de San Sebastián, fue nominada al Goya a la mejor película latinoamericana, ha ganado premio en Sundance, y es una de las películas importantes de 2019. Que aquí no hayamos podido verla hasta 2020 no es excusa para perdérsela.

VERGÜENZA -TERCERA TEMPORADA -VERGÜENZA NACIONAL


Con un primer episodio soberbio que recoge el espíritu de las dos primeras temporadas, Vergüenza de Juan Cavestany y Álvaro Fernández Armero da un paso más allá en su tercera entrega. Partiendo de la vergüenza cotidiana y casi insoportable -como cuando pillan a Jesús (Javier Gutiérrez) haciendo caca en el monte (lo peor es que el muy imbécil intenta negarlo)- un episodio equívoco en un partido de baloncesto lleva el escarnio que suele sufrir el protagonista -y su entorno- de lo doméstico a lo mediático. Ahora todo el mundo mira mal a Jesús y eso le convierte en la víctima de una sátira que retrata a nuestra sociedad políticamente correcta hasta la censura, hipócrita, y sobre todo, muy rápida haciendo juicios y generando odios sin tener la más mínima información sobre los hechos. El humor de la serie siempre ha sido doloroso, pero ahora Jesús se transforma en un (anti)héroe trágico, con el que podemos identificarnos. Porque a cualquiera nos podrían pillar en alguna falta que, de alcanzar las temibles redes sociales, nos arruinaría la vida. Creo que todos conocemos a ciertos personajes que, convertidos en memes vivientes, deben haber sufrido considerablemente por una fama no deseada e incluso, inmerecida. En este sentido me parece significativa la imagen de Jesús huyendo de una muchedumbre, que resume el espíritu de la temporada.

Otra trama especialmente desagradable es el mezquino interés de Jesús por la fama, adquirida de mala manera y representada en la serie en su forma más chabacana posible, utilizando el gimnasio como hábitat natural del famoso actual. Allí aparece un auténtico freak como Leticia Sabater, juguete roto de la época en la que en este país se podía ser realmente famoso apareciendo en la única cadena de televisión que había, y que ahora intenta mantener su estatus de celebrity a toda costa, al precio de autohumillarse continuamente, modificando su cuerpo hasta límites dignos de la 'nueva carne' de David Cronenberg. Para aportar algunos toques de un humor más directo, el guión plantea también pequeñas subtramas como la halitosis del jefe de Nuria (Malena Alterio), que se resuelve en una escena estupenda que convierte precisamente la vergüenza en la fuente de la que proviene la hipocresía social. Hablemos también del cambio de personalidad del afable Óscar (Vito Sanz), convertido en un borde algo exagerado -y que con Itsaso Arana reedita la pareja de La virgen de Agosto-. Una especie de Doctor Jekyll y Mr. Hyde de lo políticamente incorrecto, que no deja de transmitir cierta oscuridad. La temporada presenta además, otras innovaciones como esas entrevistas psicológicas a los personajes que, a la manera de Big Little Lies, pero en tono paródico, desarrollan un whodonnit y también un 'quién ha muerto', que aporta un elemento de intriga inédito. Todo esto lleva a forzar el conflicto hasta límites insospechados, explorando la vergüenza patológica del protagonista y convirtiéndole en un personaje casi de cuento moral, en un final de temporada memorable. Me parece impagable que la única persona íntegra de toda la serie, la única que comprende a Jesús, sea un auténtico marginal social, del que casi todos sienten, cómo no, vergüenza.

Vergüenza es en mi opinión una de las mejores series que se han hecho en este país. Una ficción que con un humor arriesgado explora el sentimiento del título, las oscuridades del ser humano, en un retrato amargo de la sociedad -española- que representan sus personajes. En esta tercera temporada hay que resaltar cómo los autores, Cavestany y Fernández Armero, se atreven a expandir la serie, a profundizar en sus temas, a probar cosas nuevas. Todo lo que ocurre en esta ficción gira en torno a la vergüenza y ese rigor temático es de aplauso. No dejéis de verla.

DOMINO -EL CINE DE BRIAN DE PALMA


Seguro que conocéis de sobra a Brian De Palma, director de clásicos modernos como Carrie (1976) y Los intocables de Elliot Ness (1987). En la primera etapa de su carrera fue un desvergonzado explotador de Hitchcock, una inspiración que marcaba sus películas, en las que destacaba sobre todo una planificación virtuosa, pirotécnica, llamativa, que le convertía en un realizador capaz de componer en cada película alguna secuencia magistral y memorable. Ese De Palma, no demasiado interesado en la historia que cuenta, mucho menos en su verosimilitud -al fin y al cabo, esto es cine- depende por tanto de su capacidad para crear imágenes arrebatadoras que enmascaren un entramado dramático muchas veces frágil. Y no veo problema en ello. Ese De Palma es el que reaparece en Domino, un thriller, de nuevo, de aires hitchcockianos, que reúne las señas de estilo del veterano director. Una intriga marcada por giros, con un mcguffin tan improbable como una empresa que distribuye tomates; con un manejo del suspense conseguido deteniendo la cámara en determinados detalles -una pistola olvidada junto al lecho, por ejemplo- que luego desencadenan la tragedia. Domino contiene también los efectismos narrativos que le caracterizan, como la pantalla partida, o un clímax con varias acciones simultáneas para generar tensión, en un gran escenario, nada menos que una plaza de toros en Almería. Con caras conocidas -que no necesariamente competentes aquí- cómo Nikolaj Coster-Waldau, Carice van Houten o Guy Pearce, De Palma nos convence durante los primeros minutos, pero pronto, la falta de recursos se hace evidentemente insuficiente para llevar a buen puerto las ideas del director de El fantasma del paraíso (1974). Domino parece un thriller caduco, que busca actualizarse con una trama sobre terrorismo islámico, con una música terrible de su compositor habitual, Pino Donaggio -obligado a tapar las carencias de la trama- que en el clímax evoca, creo que sin éxito, el conocido Bolero de Ravel; y sobre todo sin el empaque visual necesario -se nota que De Palma ha tenido que economizar planos-. Se nota que De Palma no se toma demasiado en serio a sí mismo -nunca lo ha hecho- pero aún así, el veterano director fracasa con una película que nos hace añorar tiempos pasados. Solo para los incondicionales.

SONIC -LA PELÍCULA



En 1991 cuando siendo un crío jugaba a Sonic The Hedghog en la consola Sega Megadrive -en realidad la mía respondía al nombre americano de Genesis-, jamás me habría imaginado que aquello podría convertirse en una película. En aquellos tiempos los videojuegos eran algo infantil y minoritario. Pero es que, además, los que jugábamos con la consola de Sega estábamos claramente superados por la competidora de Nintendo, cuya 'mascota' oficial, Mario, era mucho más popular. Casi 30 años más tarde, tenemos una filmografía espantosa pero nutrida de películas basadas en videojuegos -incluida la denostada Super Mario Bros. (1993)- y no sorprende a nadie que aparezca otro título inspirado en una franquicia de la industria del 'ocio electrónico'. En 2020 estamos cansados de escuchar que los videojuegos generan más beneficios que el cine y la música, y nadie se escandaliza si se compara la narrativa de una película 'seria' como 1917, con el Call of Duty. Dicho todo esto, nadie esperaba nada de Sonic: La película. Se trata de un juego de plataformas en el que la velocidad es el ingrediente principal, con un argumento mínimo, que, sin embargo, habría sido ampliado en secuelas y series de dibujos animados infantiles. Para terminar de desactivar cualquier hype sobre esta película, recordemos el polémico rediseño del personaje principal tras las quejas de los fans. Eso por no hablar de la presencia de Jim Carrey en el papel de gran villano -el doctor Robotnik-. Carrey me parece un estupendo actor -que actualmente brilla en la serie Kidding- pero sus días como reclamo que asegura la taquilla, se acabaron hace mucho. Con estos ingredientes, lo suyo era alejarse de una película como Sonic. Pues bien, resulta que no está nada mal. Sobre todo teniendo en cuenta que el cine actual ofrece pocas opciones a los que tenemos hijos, más allá de Disney y Pixar. Sonic funciona, básicamente, porque no inventa nada. El planteamiento es tan sencillo como convertir al erizo azul -con la voz de Ben Schwartz- en el equivalente al visitante de E.T. El extraterrestre (1982), eso sí, con los superpoderes de Flash. Sin ninguna pretensión, la película se convierte en una aventura, con mucho humor -no demasiado brillante- que consigue lo imposible: que un personaje que solo funciona como píxeles, resulte creíble en su interacción con su compañero humano, Tom (James Marsden). La película no destaca en nada, pero tiene, ciertamente, corazón y va a favor de la corriente, sin forzar ninguna de las situaciones que plantea. Su estructura, como suele ocurrir en Hollywood, sigue el llamado 'viaje del héroe' de Joseph Campbell: primero veremos al protagonista en su ambiente natural, luego encontrará obstáculos, aliados, enemigos, parecerá morir y resucitará más poderoso que nunca. Si os suena esto es porque lo habéis visto ya en Star Wars (1977), Matrix (1999) o en la ya mencionada película de Steven Spielberg. Sin tomarse nada demasiado en serio, y con tres secuencias espectaculares basadas en la supervelocidad de Sonic -ya vistas, por ejemplo, en X-Men: Días Días del futuro pasado (2014) (en la que por cierto también aparece Marsden como Cíclope)- Sonic es una estupenda opción para pasar un rato divertido de palomitas con los niños.

EL MÉTODO KOMINSKY -ALGO QUE VER CON LA MUERTE


Comedia del ocaso de la vida, El método Komisnky es la serie creada por un auténtico veterano de la sitcom estadounidense Chuck Lorre, que tiene en su currículum series míticas como Roseanne, en la que ejerció de guionista, pero también es el padre de Cybill (1995), Dharma y Greg (1997), Dos hombres y medio (2003), Big Bang Theory (2006), El joven Sheldon (2017) y Mom (2013). Por cierto, también es responsable del tema musical de Las Tortugas ninja (1987), como se cuenta en la serie The Toys That Made Us, en Netflix. Con este historial de producciones para la televisión abierta, quizás esta ficción protagonizada por Michael Douglas y Alan Arkin puede ser una obra más personal, en la que Lorre ha trabajado con menos restricciones. Lo dos actores dan vida, respectivamente, a un actor semiretirado y director de su propia academia de interpretación, y al que ha sido su mánager toda la vida. Dos señores mayores que tienen, sobre todo, los achaques propios de su edad. Así, en la primera temporada, nuestra extraña pareja, se enfrenta a la viudez de Norman (Arkin), a la soledad de Sandy (Douglas) que busca pareja  -Lisa (Nancy Travis)-, y a otros problemillas verdaderamente incómodos, como los de próstata o los impuestos. Por no hablar de una hija madura, pero adolescente y toxicómana, Phoebe (Lisa Edelstein). Lo mejor de El método Kominsky son sin duda sus protagonistas, sus largas conversaciones, sus puyas constantes; y que los temas que aborda el guión sean más propios de un drama, pero vistos con humor -a veces bastante negro-. Lorre parece querer escapar de la comedia blanca, bienintencionada, que debe agradar a todos los públicos -en algún momento se ríe de The Big Bang Theory- pero no lo consigue del todo. Norman es tremendamente borde e hiriente, Sandy Kominsky es un desastre -como Charlie Harper (Charlie Sheen)- pero la serie nunca se atreve a cruzar esa línea que pueda generar antipatía en el espectador. Los mejores momentos de la primera temporada son los costumbristas, el análisis ingenioso del día a día, en ocurrencias que pueden recordar a Larry David y a Jerry Seinfeld: Norman desprecia a una posible pretendiente al verla comer metódicamente, como si estuviera 'invadiendo Europa' país por país. "Come como una nazi", sentencia Sandy, y es imposible no pensar en el humor judío de Woody Allen.

La segunda temporada de El método Kominsky mantiene el tono y los elementos de la primera tanda de episodios y funciona como una continuación directa de lo anterior. Nada más empezar, Sandy y Norman asisten a un funeral que da pie a los mejores momentos de humor negro de toda la serie. La muerte, en el fondo, es el gran tema de esta ficción: Lorre tiene 67 años. En estos episodios, Norman se enfrenta definitivamente a la muerte de su mujer, y eso significa conocer a una nueva -posible- pareja, Madelyn -nada menos que Jane Seymour-. Paralelamente, Sandy se enfrenta a su propia mortalidad y de paso, encuentra a un sustituto -casi de su edad- en Martin (Paul Reiser), pareja de su hija, quien, además, se hará cargo de su legado. Son temas difíciles, verdaderamente dramáticos, que  el guión -casi siempre de Chuck Lorre- aborda de forma humorística, en lo que constituye la mayor fortaleza de esta comedia. Los dos nuevos personajes mencionados, Madelyn y Martin, aportan sangre nueva y se incorporan de forma natural, en argumento que depara, además, el regreso de dos personajes de la primera temporada. Todo esto genera buenos momentos, como que la ex mujer de Sandy sea Kathleen Turner en un guiño a La guerra de los Rose (1989) dirigida por Danny De Vito, que hace un cameo incómodo como proctólogo en la primera temporada. Además, la gran debilidad de la serie, las clases que imparte Sandy, no demasiado bien integradas y sin un propósito claro, mejoran considerablemente en la segunda temporada, con algunas breves subtramas protagonizadas por los estudiantes, que aumentan el interés. El método Kominsky no es la gran serie -pocas lo son- pero con una trama sencilla, sin trampas, que se apoya en buenos diálogos, situaciones reconocibles y buenos actores, cumple de sobra. No hace falta pedir más.

EL ESCÁNDALO (BOMBSHELL)


Jay Roach, autor de comedias -Austin Powers (1997), Los padres de ella (2000)- tras Trumbo (2015), se apunta a la brecha abierta por Adam McKay -El reportero: La leyenda de Ron Burgundy (2004)- para hacer la crónica de las vergüenzas de la historia reciente de su país. McKay lo ha hecho en La gran apuesta (2015) y El vicio del poder (2018) -además de la serie Succession- y ahora Roach firma una cinta de intenciones similares: desde la maquinaria de Hollywood y utilizando a sus grandes estrellas, hacer una denuncia del sistema, en este caso, una denuncia feminista, pero también política. Estamos ante el escándalo de las acusaciones por abusos y acoso sexual contra Roger Ailes, de la famosa cadena Fox News. La película, toma partido conscientemente, no solo condenando los crímenes de Ailes -cuya historia también se narra en la serie The Lourdes Voice- sino atacando a la (ultra)derecha de Estados Unidos, a la cadena de noticias y a Donald Trump. Pero que el film escrito por Charles Randolph -autor del texto de La gran apuesta de McKay- tome partidno quiere decir que su aproximación al conflicto que plantea sea simplista -aunque quizás sí, panfletaria-. La película deja bastante claro que el problema del poder, del machismo y de los abusos sexuales, no solo es cuestión de culpables y víctimas, sino de un sistema -capitalista- que permite que hombres sin escrúpulos se salgan con la suya y que las víctimas guarden silencio al respecto e, incluso, justifiquen lo que ocurre. Una situación compleja que evita el maniqueísmo en el trazado de sus personajes. Empezando por el propio Roger Ailes, un monstruo matizado, interpretado por el siempre estupendo John Lithgow, transformado en lo que parece una extensión perversa de su Winston Churchill en la serie The Crown. Que este personaje no sea simplemente monstruoso, sino que muestre una mínima humanidad, hace su retrato más interesante y el conflicto, más complejo. Frente a él se alinean tres personajes que representan a la misma mujer en diferentes momentos de una vida y de una carrera profesional. La primera es la siempre competente Nicole Kidman, como Gretchen Carlson, una periodista ya hacia el final de su carrera y sin mucho que perder, la primera que denuncia lo que está pasando. Luego está la nominada al Oscar Charlize Theron, irreconocible, como Megyn Kelly, una presentadora en la cúspide, a la que se echa en cara no hacer frente a los abusos. Por último, también nominada al Oscar, Margot Robbie es una joven reportera que busca abrirse paso hacia la fama, y que tendrá que pasar por el aro. El caso de Ailes sirve también para ilustrar una problemática muy actual: ¿Debe ser condenado Ailes por los abusos? Sí, pero ¿Qué pasa con sus logros profesionales? Ailes pasa por ser el fundador de la exitosa Fox News. Aprovechando el marco del escándalo sexual, el film aprovecha para atacar a la cadena de derechas -impagable el tutorial que hace el personaje de Kate McKinnon sobre cuáles son los ingredientes de una 'noticia Fox'- y de paso, darle una bofetada a Donald Trump, un sujeto que nos sigue pareciendo increíble que haya llegado a la Casa Blanca. La gran virtud de El escándalo es que es muy entretenida, capaz de hacernos reír, pero al mismo tiempo, consigue indignarnos al desnudar un sistema que permite el acoso sexual institucionalizado y que no está demasiado lejos de lo visto en la ciencia ficción de The Handmaid´s Tale.

UNCUT GEMS -DIAMANTES EN BUTO


Todo el mundo se cree especial, destinado al éxito y digno de dar el 'pelotazo'. En Uncut Gems lo cree incluso un tipo tan despreciable, hortera, mentiroso, avaro y traidor como Howard Ratner,  vendedor de joyas de la comunidad judía de Nueva York. Lo interpreta el cómico Adam Sandler, que puede haber hecho el papel de su vida, aunque no debería sorprendernos verle en un registro dramático. Lo acompañan unos estupendos LaKeith Stanfield, Eric Bogosian, o Judd Hirsch, como las caras más conocidas de un amplio reparto de actores poco conocidos -Julia Fox está estupenda-. Uncut Gems puede ser esa gran película estadounidense curiosamente ignorada por los premios Oscar y los Globos de Oro. Los jóvenes hermanos Safdie -Benny y Josh- han conseguido hacer algo así como una versión judía de Uno de los nuestros (1990) -salvando las distancias, claro-. En ella nos cuentan las dificultades de Howard, padre de familia con doble vida, con amante incluida, arriesgado apostador y fanático del baloncesto. Los Safdie demuestran su capacidad para poner en la pantalla un caos ordenado -todos los personajes hablan al mismo tiempo, se gritan, se insultan -es de esas películas en las que se dice mucho fuck- y las acciones se superponen, creando una tensión tremenda, por ejemplo, cuando una puerta de seguridad falla y no se abre. Todo esto imprime al relato una verosimilitud tremenda en una fantástica coreografía que obliga a la cámara a moverse constantemente, en largas escenas que nos sumergen de lleno en el mundo que describe la película. Ese mundo es, a pesar de su especificidad, el nuestro. A través de sus personajes, Uncut Gems nos muestra una sociedad -la occidental- vacía, en la que la familia no vale nada -es tan corrupta como todo lo demás- y en la que el dinero es el único valor vigente. Todo tiene un precio en el mundo de Howard, todos los objetos son intercambiables, se pueden empeñar o se pueden malvender para conseguir un poco de efectivo que permita hacer la siguiente apuesta, que podría convertirle en millonario o salvar su vida, cancelando sus múltiples deudas. El conflicto de Howard es que, sí, todo tiene un precio, pero ese valor es relativo y puede cambiar según unas relaciones de poder que niegan que Estados Unidos sea realmente la 'tierra de las oportunidades'. Howard está constantemente entre la ruina absoluta y la riqueza, amenazado de muerte, capaz de relacionarse con matones de poca monta, pero también con estrellas de la NBA como Kevin Garnett, o artistas de moda como The Weeknd. Entre el cine negro, por su retrato del submundo criminal y su pesimista visión de la existencia, y el cine de autor, por su ambición -cuando la cámara se sumerge en el interior de una gema, o el uso de la música de Daniel Lopatin- Uncut Gems es una de las mejores películas de Netflix y sus directores, talento a tener en cuenta en el futuro. 

JUDY -LA ARTISTA Y SU PÚBLICO



Judy explora la extraña, vampírica y a veces mágica, relación entre el artista y su público. Es este el tema más interesante de un film -basado en la obra teatral de Peter Quilter- que explora los últimos meses de la vida de Judy Garland. Estamos ante un biopic bastante convencional que toca las teclas habituales de una canción ya escuchada: alcoholismo, pastillas, problemas personales, soledad y frustración -temas ya presentes, por ejemplo, en Ha nacido una estrella (1954)-. Este relato es dramáticamente poco interesante y su desarrollo parece brusco -la relación entre Judy y Mickey Deans (Finn Wittrock) apenas está esbozada- en un guión que descuida el argumento general, pero consigue momentos aislados muy humanos y hasta emocionantes: el encuentro entre Judy y dos fans en Londres, resulta revelador en lo no contado y profundo en su brevedad. La realización de Ruper Goold no ayuda a mejorar la historia, y resulta televisiva en el sentido de darle prioridad a los primeros planos. La puesta en escena es meramente funcional, puramente narrativa y sin intenciones expresivas o estéticas. Véase cómo se desperdicia el potencial para la fantasía que tienen los flashbacks de la desgraciada infancia de Judy, encerrada en su propio Show de Truman (1998). Judy se sostiene, obviamente, gracias a la interpretación de Renée Zellweger, absolutamente transformada para el papel, capaz de algo que parece imposible: una contenida sobreactuación. Donde sin duda brilla la actriz es en los números musicales, donde canta la propia Zellweger, lo que le permite interpretar durante las canciones que, verdaderamente, hacen avanzar la historia. Una demostración de talento que ya le ha valido el Globo de Oro, el Bafta y la nominación al Oscar, en un rol, el de estrella en declive, con el que, podemos conjeturar, la protagonista de El diario de Bridget Jones (2001) se identifica plenamente.