Judy explora la extraña, vampírica y a veces mágica, relación entre el artista y su público. Es este el tema más interesante de un film -basado en la obra teatral de Peter Quilter- que explora los últimos meses de la vida de Judy Garland. Estamos ante un biopic bastante convencional que toca las teclas habituales de una canción ya escuchada: alcoholismo, pastillas, problemas personales, soledad y frustración -temas ya presentes, por ejemplo, en Ha nacido una estrella (1954)-. Este relato es dramáticamente poco interesante y su desarrollo parece brusco -la relación entre Judy y Mickey Deans (Finn Wittrock) apenas está esbozada- en un guión que descuida el argumento general, pero consigue momentos aislados muy humanos y hasta emocionantes: el encuentro entre Judy y dos fans en Londres, resulta revelador en lo no contado y profundo en su brevedad. La realización de Ruper Goold no ayuda a mejorar la historia, y resulta televisiva en el sentido de darle prioridad a los primeros planos. La puesta en escena es meramente funcional, puramente narrativa y sin intenciones expresivas o estéticas. Véase cómo se desperdicia el potencial para la fantasía que tienen los flashbacks de la desgraciada infancia de Judy, encerrada en su propio Show de Truman (1998). Judy se sostiene, obviamente, gracias a la interpretación de Renée Zellweger, absolutamente transformada para el papel, capaz de algo que parece imposible: una contenida sobreactuación. Donde sin duda brilla la actriz es en los números musicales, donde canta la propia Zellweger, lo que le permite interpretar durante las canciones que, verdaderamente, hacen avanzar la historia. Una demostración de talento que ya le ha valido el Globo de Oro, el Bafta y la nominación al Oscar, en un rol, el de estrella en declive, con el que, podemos conjeturar, la protagonista de El diario de Bridget Jones (2001) se identifica plenamente.
JUDY -LA ARTISTA Y SU PÚBLICO
Judy explora la extraña, vampírica y a veces mágica, relación entre el artista y su público. Es este el tema más interesante de un film -basado en la obra teatral de Peter Quilter- que explora los últimos meses de la vida de Judy Garland. Estamos ante un biopic bastante convencional que toca las teclas habituales de una canción ya escuchada: alcoholismo, pastillas, problemas personales, soledad y frustración -temas ya presentes, por ejemplo, en Ha nacido una estrella (1954)-. Este relato es dramáticamente poco interesante y su desarrollo parece brusco -la relación entre Judy y Mickey Deans (Finn Wittrock) apenas está esbozada- en un guión que descuida el argumento general, pero consigue momentos aislados muy humanos y hasta emocionantes: el encuentro entre Judy y dos fans en Londres, resulta revelador en lo no contado y profundo en su brevedad. La realización de Ruper Goold no ayuda a mejorar la historia, y resulta televisiva en el sentido de darle prioridad a los primeros planos. La puesta en escena es meramente funcional, puramente narrativa y sin intenciones expresivas o estéticas. Véase cómo se desperdicia el potencial para la fantasía que tienen los flashbacks de la desgraciada infancia de Judy, encerrada en su propio Show de Truman (1998). Judy se sostiene, obviamente, gracias a la interpretación de Renée Zellweger, absolutamente transformada para el papel, capaz de algo que parece imposible: una contenida sobreactuación. Donde sin duda brilla la actriz es en los números musicales, donde canta la propia Zellweger, lo que le permite interpretar durante las canciones que, verdaderamente, hacen avanzar la historia. Una demostración de talento que ya le ha valido el Globo de Oro, el Bafta y la nominación al Oscar, en un rol, el de estrella en declive, con el que, podemos conjeturar, la protagonista de El diario de Bridget Jones (2001) se identifica plenamente.
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