POBRES CRIATURAS -FRAKENSTEIN CREÓ A LA MUJER


Desde Canino (2009) a Langosta (2015), para desnudar al ser humano y cuestionar sus relaciones sociales, el griego Yorgos Lanthimos ha utilizado en su cine planteamientos de ciencia ficción o fantasía, personajes excéntricos y humor surrealista. Alumno aventajado de Michael Haneke, el griego siempre ha buscado el choque con el espectador, un cine de la crueldad que nos somete al hermetismo de sus argumentos, que suelen tardar en revelarse; a incómodas escenas de sexo y violencia; al comportamiento alienígena de los personajes que pueblan su obra, con los que cuesta identificarse Todo eso está en la fantástica Pobres criaturas (2024), extraña y excesiva película en la que Lanthimos suma más que nunca la puesta en escena a la excentricidad de sus planteamientos -como ya hiciera en La favorita (2018)-. Aquí el argumento nos presenta a un mad doctor, Godwin Baxter (Willem Dafoe) que realiza experimentos como el doctor Frankenstein y lleva las cicatrices del monstruo en el rostro. Su creación es una mujer, de cuerpo perfecto y mente infantil, Bella (Emma Stone) y esta es la historia de cómo pasa de ser una bebé a conocer el mundo, los hombres y las complejidades de la existencia. Como toda heroína romántica, Bella se mueve entre dos hombres, el razonable y discreto Max (Ramy Youssef) y el mujeriego vividor Duncan (Mark Rufalo). Cuatro personajes con los que Lanthimos habla sobre todo de la liberación femenina, de la sexualidad de la mujer y de la masculinidad tóxica, proponiendo un discurso temático demasiado diáfano -a través de los diálogos- que en mi opinión resta alcance a la obra. La película tiene una estructura más bien episódica -Tony McNamara adapta la novela de Alasdair Gray- pero cada pasaje es una maravilla: el inicio en Londres, deudor de Mary Shelley y H.G. Wells, con estética steampunk; el viaje en barco que parece una fantasía Felliniana; la estancia en París de acento existencialista y poblada de freaks. El personaje de Emma Stone marca el desarrollo de la cinta, y su evolución -de niña a mujer- exige a Stone una interpretación compleja que va de los gestos casi animales a la profundidad de un personaje que ha tomado consciencia del absurdo de la existencia -y del machismo sistémico, en un desarrollo que recuerda, curiosamente, al de Barbie (2023)-. Todo esto lo sirve Lanthimos con una puesta en escena excesiva, en la que los movimientos de cámara son tan excéntricos como los personajes -el llamativo uso del zoom, más presente que nunca en sus películas-, y los diversos objetivos de su cámara nos muestran imágenes deformadas, aberrantes. La banda sonora de Jerskin Fendrix acompaña a la imagen con sonidos extraños e incómodos, insertados a destiempo. Pobres criaturas es además una película exuberante de magníficos decorados art déco y un impresionante trabajo de vestuario, maquillaje y peluquería, todo ello fotografiado espléndidamente por Robbie Ryan. En definitiva, Lanthimos nos ofrece una experiencia cinematográfica de primera, fiel a sus constantes como autor, excesiva y desbordante en su argumento y en su propuesta estética, una de las películas importantes de la temporada.

LA ZONA DE INTERÉS -DETRÁS DEL MURO


Quién no se ha preguntado alguna vez cómo podemos vivir y ser felices sabiendo que en algún rincón del mundo hay guerras, hambrunas, que mueren niños? Jonathan Glazer coloca de forma espléndida ese dilema existencial en la pantalla con La zona de interés (2023). Una cinta escalofriante que se apoya siempre en lo que no vemos, en lo sugerido, en forzarnos a imaginar el infierno. Glazer lleva al extremo la idea de que conseguimos abstraernos de las desgracias del mundo gracias a la distancia con respecto a la tragedia, colocando el horror -el más grande en la historia de la humanidad- como incómodo vecino de la familia de un oficial nazi, Rudolph Hoss (Christian Friedel). Inspirándose en la novela de Martin Amis, Glazer nos obliga a ver cómo esta familia desarrolla su vida, sus tareas domésticas, e incluso goza de ciertos privilegios cuando, al otro lado del muro, se produce un terrible exterminio que solo podemos intuir. La película nos obliga a ser testigos de la banalidad de las preocupaciones de Sedwig Höss (Sandra Hüller), madre y ama de casa, preocupada por el cuidado de su jardín, la decoración de su salón, y por demostrarle a su madre que ha formado una familia perfecta en un hogar ideal. Una clara metáfora de la vida en el primer mundo. La cámara de Glazer nos muestra todo esto con cierta distancia, con una frialdad tremenda, con mirada de entomólogo, negando cualquier asidero emocional al espectador para escapar del terror. Para conseguir ese efecto, hay que destacar el diseño de producción, la fotografía de Lukasz Zal, la escalofriante música de Mica Levi, pero sobre todo el diseño del sonido, de Johnnie Burn, que crea una pista sonora de pesadilla. Todos estos elementos se conjugan para que la película sea lo más parecido a recibir una puñalada de hielo en el corazón. Ver cómo Rudolph va apagando metódicamente las luces de su hogar, cuando su familia duerme, en un gesto cotidiano que suele significar que todo está en paz, resulta terrorífico. Ver a unos niños divertirse en una piscina, nunca fue tan desolador. La filmografía de Glazer siempre se ha preocupado del lado oscuro del ser humano: los violentos gángsteres de Sexy Beast (2000); las inseguridades, celos e impulsos violentos que desencadena un niño en Reencarnación (2004); una alienígena que se ‘infectar’ de lo peor del género masculino en Under The Skin (2013); pero es en La zona de interés cuando Glazer consigue hacer un retrato devastador del monstruo que alberga todo ser humano. ¿Somos insensibles al horror? ¿Podemos entender que alguien encuentre un refugio de felicidad justo al lado del infierno? ¿Podemos justificar que alguien quiera ascender en la jerarquía de los peores criminales de la historia? ¿Qué haríamos nosotros? Lo peor de La zona de interés es que nos obliga a hacernos preguntas que no queremos responder.

EL OTRO LADO -LO QUE LA VERDAD OCULTA


Tras la serie Mira lo que has hecho, Berto Romero sorprende en Movistar Plus con El otro lado. En la primera ficción mencionada encontrábamos al humorista en un proyecto coherente con su trayectoria, una comedia costumbrista y urbana sobre la crisis de la madurez y la paternidad, en la que Romero se interpreta -más o menos- a sí mismo, a lo Jerry Seinfeld. Aquí, en cambio, nos encontramos con una comedia de terror en la que Romero interpreta a Nacho, un periodista dedicado a investigar temas paranormales que se encuentra desempleado, soltero y en definitiva, fracasado. Es entonces cuando descubre el caso de una mujer (María Botto) y su hijo, que viven en un piso encantado en el que ocurren extraños -y aterradores- fenómenos. La serie se puede describir entonces como una comedia marcada, claro, por el sentido del humor, que mezcla la comedia y la fantasía en la línea de Los Cazafantasmas (1984) y también de Agárrame esos fantasmas (1996) -ahí está le personaje de Andreu Buenafuente-, con momentos de terror que remiten a las películas de James Wan -responsable de sagas como Insidious (2010) y Expediente Warren (2013), ambas deudoras de Poltergeist (1982)-. El otro lado evita ser una mera parodia añadiendo a estos elementos referencias a la larga tradición de periodistas españoles dedicados a lo oculto, como Fernando Jiménez del Oso, Javier Sierra o el mediático Iker Jiménez -referentes seguramente de los personajes interpretados por Ramón Barea y Nacho Vigalondo-. Las relaciones entre esos expertos en lo oculto es lo más divertido de la propuesta -se podrían haber explotado más- y permiten a los guionistas introducir el que acaba siendo el tema central de la propuesta: la ética periodística, el sensacionalismo televisivo, la explotación de las víctimas y los frikis por parte de los medios. Más que como una cuestión deontológica o social, el tema del periodismo, las post verdad y las fake news es visto aquí desde una óptica personal, un conflicto que afecta especialmente al protagonista, Nacho, que tiene que lidiar con una sociedad que no lo acepta -representada por su familia- y debe decidir si ‘pasa por el aro’ -su rival mediático, Gorka (Vigilando) sí ha triunfado y le ofrece ayuda- y su vocación como investigador de lo paranormal. La serie intenta equilibrar sus elementos fantásticos con el drama social costumbrista, pero creo que acaba decantándose por lo segundo: nos quedamos con ganas de más fantasmas y más sustos.

LOS QUE SE QUEDAN -


Los que se quedan
(2024) propone una forma de entender el cine que parece perdida: presentar a unos personajes, contar una historia, exponer una forma de entender la vida. Quizás por eso, la película de Alexander Payne está ambientada en los años 70 y, de hecho, parece una película rodada entonces, cuando los dramas adultos del ‘Nuevo Hollywood’ eran la norma. Una forma de hacer cine en la que lo principal eran los personajes y los actores que los interpretaban, sin recurrir a efectismos ni coartadas. Precisamente, Los que se quedan es la historia de unos pocos personajes, que podríamos definir como ‘perdedores’: el amargado profesor Paul Hunham -Paul Giamatti vuelve a colaborar con Payne tras Entre copas (2004)-; un adolescente conflictivo, Angus (Dominic Sessa); y una cocinera, Mary Lamb (Da´Vine Joy Randolph) que ha sufrido una gran pérdida. Los tres deben pasar las fiestas navideñas, casi aislados, en un internado. Durante esos días, los conflictos internos de estos personajes se revelan, y sus vidas cambian para siempre. La película de Payne -escribe el guión junto a David Hemingson- parece la adaptación literaria de una novela que no existe -con ecos de Salinger- y nos sumerge en el universo de un colegio privado, la ficticia academia Barton en Nueva Inglaterra, donde estudian los hijos de los privilegiados, en unos Estados Unidos sacudidos por la guerra de Vietnam, la desigualdad y las tensiones raciales. Pero Payne no permite nunca que estos elementos -ni la nostalgia- salten al primer plano, porque su interés está en dar vida a estos personajes y contarnos, siempre en tono de comedia de humor negro, cómo afrontan sus problemas -sus carencias, inseguridades, el dolor de una pérdida, la salud mental- tomando difíciles decisiones morales que, poco a poco, construyen una ética vital. Los que se quedan es una película sobre la educación y sobre la importancia de la adolescencia como momento decisivo en la formación de una persona. Por ejemplo, adivinamos en qué se convertirá y a quién votará el antipático Teddy (Brady Hepner). ¿O no? Los que se quedan es de esas películas en las que te gustaría quedarte a vivir y por su temática navideña podría convertirse en uno de esos films a revisitar cada año por estas fechas.

LA SOCIEDAD DE LA NIEVE -SUPERVIVENCIA O TRASCENDENCIA


Dos ideas chocan continuamente en La sociedad de la nieve (2023) de J.A. Bayona, estrenada en Netflix tras pasar por los cines. Por un lado, el talentoso director utiliza la pantalla para mostrarnos las montañas de los Andes en toda su extensión, consiguiendo con ello que sintamos el desamparo de los protagonistas tras el famoso accidente aéreo de 1972. Por otro lado, Bayona debe convertir esa misma pantalla en un lugar estrecho, sofocante, claustrofóbico, en los muchos momentos en los que los supervivientes se ven encerrados en los restos del fuselaje del avión o enterrados bajo la nieve. Bayona brilla haciéndonos sentir en nuestras propias carnes la increíble hazaña de sobrevivir a condiciones inhumanas. Utiliza la planificación, el montaje, los efectos digitales y de sonido para mostrarnos de forma ejemplar secuencias como la caída de la aeronave -con un ojo privilegiado para el detalle gore- o el enterramiento bajo un alud de nieve. También se vale Bayona de unas estupendas interpretaciones que transmiten desesperación: bocas que se abren buscando respirar, manos crispadas arañando la nieve para abrirse camino. La sociedad de la nieve podría haber sido un estupendo ejercicio de estilo sobre la supervivencia en una situación límite, como dejan claro las fantásticas escenas de catástrofe de la película. Pero el director no se conforma con abordar la hazaña desde un punto de vista físico y parece sentirse exigido a buscar una mayor trascendencia humana en el relato. Es entonces cuando la propuesta naufraga: una voz en off suaviza la narración para que nadie se quede fuera y los diálogos de los personajes sirven para encarar el dilema moral del relato, el canibalismo, de una forma demasiado obvia. Son diálogos que parecen mucho menos efectivos si los comparamos con la secuencia en la que Bayona nos muestra ese primer consumo de carne humana, que consigue poner los pelos de punta y que tiene registros del buen cine de terror, gracias a un soberbio uso del punto de vista. Bayona plantea, además, un fastidioso conflicto sobre la fe y su validez en una situación de crisis y de encarar directamente a la muerte, que finalmente desactiva él mismo con una innecesaria vuelta de tuerca de guión, una sorprendente revelación, innecesaria y decepcionante, que lastra una película que no sabe confiar en sus propias imágenes.

EL PEOR EQUIPO DEL MUNDO -SABER PERDER

El subgénero del cine deportivo está tan codificado que el director neozelandés Taika Waititi se puede permitir hacer una película como El peor equipo del mundo (2023), en el que la gesta deportiva -en este caso futbolística- consiste en la hazaña de ganar… un solo partido. Waititi roza la parodia genérica evitando continuamente la menor concesión a lo épico: su protagonista es un entrenador pésimo, alcohólico, que lo ha perdido todo, Thomas Rongen (Michael Fassbender), incapaz de dar un discurso para motivar a sus pésimos jugadores, de la selección de Samoa Americana. La historia, inspirada en hechos reales, no nos muestra la redención de un mal tipo en uno decente -como, digamos, Javier Gutiérrez en Campeones (2018)-. Tampoco veremos transformación ni superación alguna de los jugadores que forman dicho equipo. Todo lo contrario. El peor equipo del mundo tiene un mensaje mucho más sano: si asumimos que algo no se nos da bien y aprendemos a pasárnoslo bien haciéndolo, podemos llegar a ser felices. O al menos, a estar mucho menos estresados. Waikiki despliega su humor excéntrico, entre el absurdo y el ridículo de los Monty Python y la comedia blanca del cine infantil, utilizando sobre todo el choque cultural que supone la llegada de Rongen -de Países Bajos- a Samoa Americana. A él, ellos le parecen una pandilla de locos, una suerte de país que juega a parodiar cómo funciona una nación desarrollada; pero a ellos él les parece un sujeto desorientado, deprimido, que no sabe disfrutar de la vida. Ni siquiera en el paraíso. Como en toda buena historia, los unos aprenderán de los otros y viceversa. Con Karate Kid (1984) como referente explícito y nostálgico, El peor equipo del mundo es una feel-good-movie correcta, que no se toma demasiado en serio y que de paso explora temas importantes como la cultura del éxito, la pérdida y hasta los derechos LGTBI. Como padre de dos niños cuyos equipos escolares nunca ganan, no se me ocurre una mejor película para compartir con ellos.

AQUAMAN Y EL REINO PERDIDO

 

Más que una película de superhéroes al uso, Aquaman y el reino perdido (2023) es una aventura fantástica, algo así como una actualización de Jasón y los Argonautas (1963), un peplum en el que dos héroes unen sus fuerzas para luchar contra el mal. Evitando las referencias a los otros superhéroes de DC Cómics con los que comparte universo el héroe acuático, James Wan monta su película en la línea de la anterior entrega, valiéndose de nuevo del espíritu de Julio Verne y apelando al pastiche para entregarnos una cinta tremendamente entretenida, con acción, sentido de la maravilla y mucho humor. Repite el reparto de la primera película, e incluso estamos ante el mismo enemigo, Black Manta (Yahya Abdul-Mateen II) cuyo traje, idéntico al de los cómics, es de los más bonitos que puede lucir un supervillano. Unen sus fuerzas ahora Aquaman -un macarra Jason Momoa- y su malvado hermano Ocean Master -Patrick Wilson, actor fetiche de Wan- y entre los dos tenemos algo muy parecido a una buddy movie. La película salta de una situación a la siguiente y la verdad, no siente la necesidad de desarrollar demasiado sus coartadas emocionales -el hijo de Aquaman, su relación con su padre, la reconciliación con su hermano, son meros apuntes- que sin embargo habrían ayudado a darle más empaque al desenlace. Pero pocas pegas se le pueden poner a un festival de criaturas siniestras, monstruos gigantes, naves espaciales submarinas, que, como ya he dicho, se inspira en Julio Verne, pero también en H.G. Wells; en J.R.R. Tolkien y hasta en Mario Bava -bendito sea Wan por recuperar los trajes de Terror en el espacio (1965)-. La segunda parte de Aquaman es un entretenimiento de lujo y el que pase desapercibida por la presunta fatiga del cine de superhéroes da mucho qué pensar.


GODZILLA MINUS ONE -JAPÓN BAJO EL TERROR DEL MONSTRUO


Godzilla Minus One (2023) sortea el que puede ser el gran defecto de la inmensa mayoría de las películas sobre el mítico monstruo -no solo las japonesas, también las estadounidenses- que no es otro que el poco interés que despiertan los personajes humanos que deben sobrevivir -y destruir- a la colosal amenaza. En esta película, dirigida por Takashi Yamakazi, el protagonista -un piloto kamikaze fracasado- sobrevive al combate de la Segunda Guerra Mundial solo para enfrentarse al gigantesco monstruo como nueva amenaza en un Japón en reconstrucción. Este personaje, se rodea, primero, de una improvisada familia -una joven superviviente y una bebé- y luego, de la tripulación con la que tendrá que compartir un peligroso trabajo desactivando minas marinas desde un barco. Este elenco de personajes se hacen bastante más simpáticos y entrañables que los de la gran mayoría de películas del genero iniciado con GodzillaJapón bajo el terror del monstruo (1954). Con esta baza, la película consigue sortear los típicos baches de interés en estas cintas cuando no aparece el monstruo, sin duda, el gran gancho para el espectador. Precisamente, Godzilla Minus One se presenta como una precuela/remake del film original, al iniciar el relato en la Segunda Guerra Mundial mostrándonos a una versión primitiva del monstruo como un ‘simple’ dinosaurio -una idea ya presente en Godzilla vs. King Ghidorah (1991)- y luego saltar en el tiempo a los años 50, recreando brevemente la destrucción de Tokio -recuperando momentos de la cinta original de Honda y el tema musical de Akira Ifukube- para luego enfocar la acción de una forma bastante original, utilizando como escenario el mar, que en cintas anteriores había sido poco utilizado. Así, se plantean set pieces estupendas, como el primer ataque al campamento militar japonés, de tono terrorífico; el primer asedio y persecución del barco protagonista, que remite a Tiburón (1975) -un guiño que ya se hacia en Godzilla (1998) de Roland Emmerich-; y un estupendo enfrentamiento final que remite, nada menos, que a Dunkerque (2017). Con algunas gotas de melodrama chapliniano, Godzilla Minus One no habla tanto del pánico nuclear, sino del dolor -japonés- tras perder la guerra y el honor de una nación, planteando un mensaje optimista -y antimilitarista- sobre la reconstrucción de un país. Una de las mejores películas de Godzilla.

FALLEN LEAVES -AMOR EN TIEMPOS DE GUERRA


Como visitar cada noche el mismo bar: así son las películas del finlandés Aki Kaurismäki. Y Fallen Leaves (2023) puede ser uno de los mejores ejemplos de esto: la película es un pequeño cuento romántico, lleno de humanismo y ternura, en el que esos momentos que estamos a acostumbrados a ver en cualquier película del director reaparecen como ecos, como esa canción que está entre nuestras preferidas, pero hacía tiempo que no la escuchábamos. Ahí están sus héroes, de clase obrera, dedicados a los trabajos más ingratos, pero que no emiten ni una queja con la mirada perdida y el tono de voz monocorde. El alcohol y el tabaco son las formas que tienen los personajes para encarar la vida. También ir al cine, elemento que Kaurismäki aprovecha para homenajear a sus referentes de siempre -Bresson, Godard, Lean, Chaplin y Jarmusch-. La pérdida del empleo es, una vez más, una motivación importante. El amor, también. Alma Pöysti y Jussi Vatanen sustituyen como pareja principal a los añorados Kati Outinen y Mati Pellonpää, y están rodeados de los rostros que ya son habituales -Janne Hyytiäinen, Nuppu Koivu, Maria Heiskanen, Simon Al-Bazoon o el emocionante cameo de Sakari Kuosmanen-. En las películas de Kaurismäki siempre aparece un perro; alguien lee un tebeo; alguien bebe un cóctel Blue Honoluluú; suena una jukebox; la tecnología parece vintage; una pandilla intenta atracar a un incauto; un grupo finlandés actúa en directo -las lacónicas Maustetytöt-; un empresario sin escrúpulos deja tirado a un trabajador; la ciudad casi siempre es Helsinki y a veces, Gardel canta un tango. Como siempre, encontramos pintados de brillantes colores pop los humildes y destartalados hogares de los protagonistas y Timo Salminen se vuelve a encargar de la fotografía consiguiendo evocar con su luz, la soledad de un cuadro de Hopper. Kaurismäki convierte un melodrama en una historia de esperanza. El mundo creado parece más bonito que el nuestro, a pesar de que nadie demuestra sus emociones, de que en la radio solo suenan noticias sobre la guerra y a pesar de que nos vemos reflejados en las mismas injusticias sociales. Pero volveremos seguramente al misma bar la noche siguiente.