Más que una película de superhéroes al uso, Aquaman y el reino perdido (2023) es una aventura fantástica, algo así como una actualización de Jasón y los Argonautas (1963), un peplum en el que dos héroes unen sus fuerzas para luchar contra el mal. Evitando las referencias a los otros superhéroes de DC Cómics con los que comparte universo el héroe acuático, James Wan monta su película en la línea de la anterior entrega, valiéndose de nuevo del espíritu de Julio Verne y apelando al pastiche para entregarnos una cinta tremendamente entretenida, con acción, sentido de la maravilla y mucho humor. Repite el reparto de la primera película, e incluso estamos ante el mismo enemigo, Black Manta (Yahya Abdul-Mateen II) cuyo traje, idéntico al de los cómics, es de los más bonitos que puede lucir un supervillano. Unen sus fuerzas ahora Aquaman -un macarra Jason Momoa- y su malvado hermano Ocean Master -Patrick Wilson, actor fetiche de Wan- y entre los dos tenemos algo muy parecido a una buddy movie. La película salta de una situación a la siguiente y la verdad, no siente la necesidad de desarrollar demasiado sus coartadas emocionales -el hijo de Aquaman, su relación con su padre, la reconciliación con su hermano, son meros apuntes- que sin embargo habrían ayudado a darle más empaque al desenlace. Pero pocas pegas se le pueden poner a un festival de criaturas siniestras, monstruos gigantes, naves espaciales submarinas, que, como ya he dicho, se inspira en Julio Verne, pero también en H.G. Wells; en J.R.R. Tolkien y hasta en Mario Bava -bendito sea Wan por recuperar los trajes de Terror en el espacio (1965)-. La segunda parte de Aquaman es un entretenimiento de lujo y el que pase desapercibida por la presunta fatiga del cine de superhéroes da mucho qué pensar.
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