El subgénero del cine deportivo está tan codificado que el director neozelandés Taika Waititi se puede permitir hacer una película como El peor equipo del mundo (2023), en el que la gesta deportiva -en este caso futbolística- consiste en la hazaña de ganar… un solo partido. Waititi roza la parodia genérica evitando continuamente la menor concesión a lo épico: su protagonista es un entrenador pésimo, alcohólico, que lo ha perdido todo, Thomas Rongen (Michael Fassbender), incapaz de dar un discurso para motivar a sus pésimos jugadores, de la selección de Samoa Americana. La historia, inspirada en hechos reales, no nos muestra la redención de un mal tipo en uno decente -como, digamos, Javier Gutiérrez en Campeones (2018)-. Tampoco veremos transformación ni superación alguna de los jugadores que forman dicho equipo. Todo lo contrario. El peor equipo del mundo tiene un mensaje mucho más sano: si asumimos que algo no se nos da bien y aprendemos a pasárnoslo bien haciéndolo, podemos llegar a ser felices. O al menos, a estar mucho menos estresados. Waikiki despliega su humor excéntrico, entre el absurdo y el ridículo de los Monty Python y la comedia blanca del cine infantil, utilizando sobre todo el choque cultural que supone la llegada de Rongen -de Países Bajos- a Samoa Americana. A él, ellos le parecen una pandilla de locos, una suerte de país que juega a parodiar cómo funciona una nación desarrollada; pero a ellos él les parece un sujeto desorientado, deprimido, que no sabe disfrutar de la vida. Ni siquiera en el paraíso. Como en toda buena historia, los unos aprenderán de los otros y viceversa. Con Karate Kid (1984) como referente explícito y nostálgico, El peor equipo del mundo es una feel-good-movie correcta, que no se toma demasiado en serio y que de paso explora temas importantes como la cultura del éxito, la pérdida y hasta los derechos LGTBI. Como padre de dos niños cuyos equipos escolares nunca ganan, no se me ocurre una mejor película para compartir con ellos.
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