¿No es la vida laboral el mayor problema de nuestra existencia? Eso mismo que nos permite subsistir y que nos convierte en privilegiados es también un tedioso sacrificio para cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad. Nos pasamos cinco días deseando la llegada del viernes y del fin de semana en un ciclo que se repite el lunes, cuando, como Sísifo, volveremos a empujar la roca hasta el siguiente viernes. Esta no-vida se extiende, además, hasta los períodos vacacionales -puentes, festivos y el ansiado verano-. Lo peor de este planteamiento existencial es que, durante el esperado período de descanso, muchas veces tenemos problemas para desconectar del trabajo. La premisa de una de las grandes series del año, Separación (Severance), disponible en Apple Tv, responde a una pregunta que es pura ciencia ficción (social): ¿Qué pasaría si pudiésemos separar completamente nuestra vida laboral de nuestro tiempo personal? Una desconexión completa que beneficia al empleado, que se olvida de el estrés laboral cuando está fuera de la empresa, pero también al empleador, que tiene así un trabajador que no se distrae con las preocupaciones de su vida privada. El protagonista de Severance, Mark Scout -un estupendo Adam Scott, que explota su pinta de buen tipo tanto como la cámara explora su peculiar rostro-, se nos presenta como un hombre que ha optado por trabajar en este régimen, en Lumon Industries, para dejar atrás una pérdida personal, una trama que conecta con la romántica Olvídate de mí (2004). Mark quiere olvidar y quiere tener la oportunidad de comenzar una nueva vida: su innie, su yo del trabajo, podrá vivir libre de esa pena. Con este planteamiento, Severance se abre con un primer episodio espléndido que cuenta una historia que prácticamente no necesitaría más desarrollo, y que plantea temas existenciales estimulantes: ¿Son los innies personas? La serie establece que los trabajadores de Lumon se convierten en sus innies al entrar en el edificio y cuando salen, recuperan su personalidad y sus recuerdos. La consecuencia de esto es que los innies están condenados a una vida dentro de las instalaciones de la empresa. Una vida que se desarrolla en jornadas de 8 horas. ¿Es eso el infierno, quizás? Poco a poco iremos descubriendo lo que ocurre dentro de la empresa, donde el tono es kafkiano: nadie entiende muy bien qué trabajo hace y todo se rige por una serie de normas absurdas que tienen un trasfondo mítico-religioso que remite a un legendario fundador, a un patriarca creador de leyes. Los escenarios laborales remiten a espacios asépticos, de simetrías kubrickianas, con puntos de fuga infinitos como las oficinas de El apartamento (1960). Nos encontraremos allí con personajes peculiares, tragicómicos: el humor remite a las distopías de Terry Gilliam -Brazil (1985)- en las que el hombre común es aplastado por el sistema. El reparto de los compañeros de trabajo de Mark es excepcional, encabezado por un gran John Turturro -inolvidable en Barton Fink (1991)-, al que acompañan Patricia Arquette, Britt Lower, Zach Cherry y un gran Christopher Walken. En el entorno laboral la serie adquiere texturas de thriller, con tramas paranoicas que hacen pensar en el espionaje industrial, pero que poco a poco derivan hacia misterios fronterizos con el fantástico y con ideas que parecen sacadas de un manual de autoayuda escrito por Ayn Rand. En el 'mundo real' de la serie, fuera de Lumon, el tono es melancólico, algo triste, pero con tendencia también al humor absurdo: ahí están la hermana y el cuñado de Mark -Jen Tullock y Michael Cernus- a punto de afrontar la paternidad, pero adhiriéndose a todas las teorías de moda sobre el desarrollo infantil; por no hablar de que él, Ricken Hale, es un escritor de libros de autoayuda que vive poniendo en práctica ideas absurdas -pero muy plausibles- como una cena sin cena, para obligar a los comensales a hablar sin que se distraigan con la comida. Creada por Dan Erickson, el guión de Severance mezcla ideas de ciencia ficción, existencialismo y humor absurdo, pero no renuncia a desarrollar una trama con giros y sorpresas que enganchan al espectador -aunque, en mi opinión, rebajen su potencial transgresor y acercan la serie a lo convencional-. Por último, destacar que esta ficción confirma a Ben Stiller como un director no solo de comedias, sino elegante y eficiente en el drama -ya lo demostró, por ejemplo, en la magnífica Escape at Dannemora-, lo que redondea una magnífica producción. Como ya he dicho, posiblemente la mejor del año.
SEPARACIÓN (SEVERANCE) -LA CIENCIA FICCIÓN DE LA CONCILIACIÓN
¿No es la vida laboral el mayor problema de nuestra existencia? Eso mismo que nos permite subsistir y que nos convierte en privilegiados es también un tedioso sacrificio para cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad. Nos pasamos cinco días deseando la llegada del viernes y del fin de semana en un ciclo que se repite el lunes, cuando, como Sísifo, volveremos a empujar la roca hasta el siguiente viernes. Esta no-vida se extiende, además, hasta los períodos vacacionales -puentes, festivos y el ansiado verano-. Lo peor de este planteamiento existencial es que, durante el esperado período de descanso, muchas veces tenemos problemas para desconectar del trabajo. La premisa de una de las grandes series del año, Separación (Severance), disponible en Apple Tv, responde a una pregunta que es pura ciencia ficción (social): ¿Qué pasaría si pudiésemos separar completamente nuestra vida laboral de nuestro tiempo personal? Una desconexión completa que beneficia al empleado, que se olvida de el estrés laboral cuando está fuera de la empresa, pero también al empleador, que tiene así un trabajador que no se distrae con las preocupaciones de su vida privada. El protagonista de Severance, Mark Scout -un estupendo Adam Scott, que explota su pinta de buen tipo tanto como la cámara explora su peculiar rostro-, se nos presenta como un hombre que ha optado por trabajar en este régimen, en Lumon Industries, para dejar atrás una pérdida personal, una trama que conecta con la romántica Olvídate de mí (2004). Mark quiere olvidar y quiere tener la oportunidad de comenzar una nueva vida: su innie, su yo del trabajo, podrá vivir libre de esa pena. Con este planteamiento, Severance se abre con un primer episodio espléndido que cuenta una historia que prácticamente no necesitaría más desarrollo, y que plantea temas existenciales estimulantes: ¿Son los innies personas? La serie establece que los trabajadores de Lumon se convierten en sus innies al entrar en el edificio y cuando salen, recuperan su personalidad y sus recuerdos. La consecuencia de esto es que los innies están condenados a una vida dentro de las instalaciones de la empresa. Una vida que se desarrolla en jornadas de 8 horas. ¿Es eso el infierno, quizás? Poco a poco iremos descubriendo lo que ocurre dentro de la empresa, donde el tono es kafkiano: nadie entiende muy bien qué trabajo hace y todo se rige por una serie de normas absurdas que tienen un trasfondo mítico-religioso que remite a un legendario fundador, a un patriarca creador de leyes. Los escenarios laborales remiten a espacios asépticos, de simetrías kubrickianas, con puntos de fuga infinitos como las oficinas de El apartamento (1960). Nos encontraremos allí con personajes peculiares, tragicómicos: el humor remite a las distopías de Terry Gilliam -Brazil (1985)- en las que el hombre común es aplastado por el sistema. El reparto de los compañeros de trabajo de Mark es excepcional, encabezado por un gran John Turturro -inolvidable en Barton Fink (1991)-, al que acompañan Patricia Arquette, Britt Lower, Zach Cherry y un gran Christopher Walken. En el entorno laboral la serie adquiere texturas de thriller, con tramas paranoicas que hacen pensar en el espionaje industrial, pero que poco a poco derivan hacia misterios fronterizos con el fantástico y con ideas que parecen sacadas de un manual de autoayuda escrito por Ayn Rand. En el 'mundo real' de la serie, fuera de Lumon, el tono es melancólico, algo triste, pero con tendencia también al humor absurdo: ahí están la hermana y el cuñado de Mark -Jen Tullock y Michael Cernus- a punto de afrontar la paternidad, pero adhiriéndose a todas las teorías de moda sobre el desarrollo infantil; por no hablar de que él, Ricken Hale, es un escritor de libros de autoayuda que vive poniendo en práctica ideas absurdas -pero muy plausibles- como una cena sin cena, para obligar a los comensales a hablar sin que se distraigan con la comida. Creada por Dan Erickson, el guión de Severance mezcla ideas de ciencia ficción, existencialismo y humor absurdo, pero no renuncia a desarrollar una trama con giros y sorpresas que enganchan al espectador -aunque, en mi opinión, rebajen su potencial transgresor y acercan la serie a lo convencional-. Por último, destacar que esta ficción confirma a Ben Stiller como un director no solo de comedias, sino elegante y eficiente en el drama -ya lo demostró, por ejemplo, en la magnífica Escape at Dannemora-, lo que redondea una magnífica producción. Como ya he dicho, posiblemente la mejor del año.
MS. MARVEL -ETIQUETAS
En una escapada de fin de semana a Segovia, visitando la catedral, mi hijo pequeño -5 años- nos sorprendió diciéndonos 'Yo sé rezar', para acto seguido arrodillarse en el suelo apoyando las manos en las rodillas. '¿Dónde has aprendido eso?' le preguntamos. En Ms. Marvel, respondió. Tras explicarle que ese es el rito para rezar de los musulmanes, pensé que la serie de Disney Plus, que habíamos visto en familia hace poco, había cumplido al menos uno de sus posibles objetivos. La idea, ya presente en el cómic, de reflejar la diversidad étnica, cultural y religiosa de Estados Unidos -que en la ficción, es como hablar del mundo entero- me parece una idea estupenda, sobre todo en una serie destinada al público adolescente/infantil de una forma algo más evidente que las películas de Marvel Studios que se estrenan en cines. Ms. Marvel no es la serie del año, ni pretende serlo. Tampoco inventa nada: es la enésima revisión de Spider-Man, solo que actualizada y cambiando a Peter Parker por una chica cuya familia es de origen paquistaní y de religión musulmana. Así, al clásico relato coming of age, con sus angustias adolescentes, sus matones de instituto y la brecha generacional con respecto a los padres, se añade una refrescante perspectiva femenina y un enfoque cultural diferente al que estamos acostumbrados. Y mucho humor, claro. El primer episodio de Ms. Marvel es una maravilla porque nos introduce en el mundo de Kamala Khan (Iman Vellani), nos presenta a su familia, a sus amigos, y a su generación: el uso de las redes sociales y los smartphones está integrado gráficamente en la serie, enriqueciendo la narrativa. Es verdad que los siguientes capítulos de esta miniserie pecan del defecto más común de la ficción televisiva actual: una narrativa descomprimida, que parece pensada para un espectador que no presta demasiada atención y que necesita que le cuenten las cosas más despacio y en repetidas ocasiones. Aún así, Ms. Marvel cumple con su misión de entretener, y encima aporta cosas diferentes: una colorida estética que refleja la cultura de Pakistán y la India... y no podía faltar un número musical a lo Bollywood-. La historia, encima, viene con mensaje: sobre ser diferente, sobre encontrarnos a nosotros mismos a través de nuestros orígenes para descubrir lo que nos hace especiales y nos muestra a un personaje que lucha -aprende a usar sus misteriosos poderes- hasta sentirse orgullosa de quién es. La serie, además, aunque integrada en la continuidad del Universo Cinemático de Marvel, no exige haber visto la veintena larga de películas estrenadas, a excepción, quizás, de Capitana Marvel (2019). Lo dicho, no es la mejor serie del año, pero sí un entretenimiento eficaz, colorido y familiar.
BULLET TRAIN -CINE Y ESPECTÁCULO
DELANTE DE TI -MÁXIMA SENCILLEZ
¡NOP! -LA MUERTE Y EL CINE
BETTER CALL SAUL -SEXTA TEMPORADA -CAUSA Y EFECTO
La primera secuencia de la última temporada de Better Call Saul es un regalo para los fans. Trabajadores de una empresa de mudanzas recogen los bienes y los objetos personales de Saul Goodman (Bob Odenkirk), suponemos, tras los acontecimientos narrados en la magistral Breaking Bad. Es una secuencia que define el tema de la temporada, con un marcado tono de despedida y que representa el final de algo, pero también demuestra lo exigentes que son los autores de esta serie -Vince Gilligan y Peter Gould- con los espectadores: la secuencia está llena de 'huevos de pascua', de guiños que solo el seguidor atento podrá reconocer. El plano final de la secuencia es determinante: la cámara se detiene en un pequeño tapón de botella, con forma de piña -¿Lo recordáis?- que representa los momentos más felices del protagonista, también los que nunca fueron, con su compañera, Kim Wexler (Rhea Seehorn). Enseguida, el desarrollo del primer episodio puede pillar descolocado a cualquier espectador que no sea verdaderamente fiel: la acción comienza justo donde acabó el último capítulo, emitido hace dos años. Que se joda el espectador medio, diría David Simon. Además, el argumento comienza a desplegar inmediatamente su estupenda narrativa cinematográfica, apoyada siempre en lo visual, que escatima diálogos -y explicaciones- y nos obliga a estar atentos a los detalles. Lalo Salamanca (Tony Dalton) ha escapado de la muerte, Nacho Varga (Michael Mando) huye también para salvar la vida, Gus Fring (Giancarlo Esposito) intenta mantener su posición de poder en la red criminal y, en general, todos los personajes reaparecen ya 'metidos en harina'. Por si fuera poco, los protagonistas, Jimmy/Saul y Kim están enfrascados en uno de sus maquiavélicos planes -qué divertidos son- que no sabremos en qué consiste realmente hasta varios episodios después, en una trama que incluye la recuperación de una pareja a la que no veíamos desde la primera temporada, emitida en 2015. Está claro: Better Call Saul es una serie que ganaría mucho con un visionado al 'estilo Netflix', cosa que ya podremos hacer al disponer de todos los episodios.
Better Call Saul nos ha dado seis temporadas de pura excelencia. La serie brilla por la meticulosidad de sus guiones, una puesta en escena cinematográfica con una fotografía fantástica, y, por supuesto, por sus estupendas interpretaciones. La filosofía de la serie es una extensión de lo que ya vimos en la magistral Breaking Bad. Dos ficciones que cuentan, en esencia, lo mismo: cómo sus protagonistas toman decisiones morales hasta convertirse en otra cosa. Walter White (Bryan Cranston), un simple profesor de química terminaba convertido en un monstruo, en el temible Heisenberg, y ahora se nos ha mostrado cómo Jimmy McGill, un perdedor que aspiraba a ser abogado, se convierte en Saul Goodman. El final de ese camino es lo que nos cuenta esta última temporada que, no por casualidad, tiene un episodio titulado, precisamente, Breaking Bad -por cierto, el capítulo titulado Better Call Saul de Breaking Bad demuestra el cuidado que han tenido los guionistas para que todo encaje más de una década después-. ¿Acabará finalmente Jimmy convirtiéndose en un tipo sin escrúpulos? Esta serie desarrolla con muchísimo cuidado a sus personajes y junto a Jimmy/Saul hemos visto crecer a Kim -el gran personaje de esta serie- de forma sutil, progresiva y sostenida. Una evolución que se expresa en detalles que pueden pasar desapercibidos: recordemos cómo la conocimos, compartiendo un cigarrillo ocasional con Jimmy, al principio de la serie, y cómo ahora Kim un pitillo tras otro, agobiada moralmente tras haber decidido acompañar a Jimmy en sus fechorías. Creo que Breaking Bad jugaba a ponernos a prueba: ¿Seguimos queriendo que Walter White se salga con la suya a pesar de que sus actos son cada vez más reprochables? En Better Call Saul, el compromiso con los protagonistas tiene un matiz diferente: tememos que Jimmy y Kim acaben convirtiéndose en auténticos monstruos. En el camino de estas seis temporadas, hemos podido disfrutar de una pareja de protagonistas maravillosamente escrita, muy diferente a la de Walter y Skyler White, interpretados por dos actores que merecen todos los premios.
Ya he mencionado cómo Better Call Saul brilla por su narrativa cinematográfica, puramente visual, que nos escatima información sobre lo que está pasando para mantenernos enganchados. Esto es visible, sobre todo, en los planes -casi siempre delictivos- que llevan a cabo los protagonistas: cómo tienden trampas a un incauto para salirse con la suya -pobre Howard Hamlin (Patrick Fabian)-, cómo organizan ingeniosos robos a prueba de errores. Jimmy no es un criminal chapucero como los personajes de los hermanos Coen, aunque el destino, el azar, siempre acaben jugándole una mala pasada. Además de esto, la serie de Gilligan y Gould me parece única manejando las consecuencias de las acciones de los personajes. La repercusión del éxito -o del fracaso- de los planes urdidos por Jimmy puede extenderse durante episodios -o incluso temporadas-. La forma en la que los personajes intentan resolver un problema, solventar un obstáculo, o minimizar los daños tras un fallo garrafal -y eso puede ser incluso tener que ocultar un cadáver- resulta apasionante y probablemente una metáfora perfecta de la vida misma. Ese cuidado de los guionistas por tener en cuenta todos los detalles lleva a no dejar cabos sueltos en la trama, sino a aprovecharlos para nuevos giros argumentales. Better Call Saul es una serie que se basa en el principio de causa y efecto, que trata de acciones y sus consecuencias: pocas cosas ocurren al azar. Esto permite recuperar personajes o situaciones que, en cualquier otra serie, habrían sido olvidados o despachados con un par de diálogos. Me voy a permitir el spoiler de alabar cómo en el desenlace de Better Call Saul no se han olvidado del que fue parte importante del retrato psicológico de Jimmy, su hermano Chuck -fantástico Michael McKean-. Sin recordar su figura, no se podía cerrar verdaderamente la historia del personaje que da nombre a esta serie, que se despide con unos episodios espléndidos, muy oscuros y muy emocionantes, que, a pesar de tener que pagar el peaje de ser un spin-off y de tener que sortear y encajar todo lo ocurrido en Breaking Bad, ha conseguido ser la mejor precuela-secuela posible.
VOY A PASÁRMELO BIEN -CINE FAMILIAR
Voy a pasármelo bien es una película necesaria. Y con este término no me refiero a esa acepción algo antipática que se suele usar para ensalzar obras que denuncian alguna problemática social. Soy de la opinión de que necesitamos más películas familiares, que permitan la reunión de padres, hijos y hasta abuelas en las salas de cine. Tenemos las demoledoras películas de superhéroes, las deslumbrantes cintas de animación, y el nuevo cine familiar del siempre taquillero Santiago Segura, pero hacen falta todavía más excusas, y más diversas, para acudir a las salas. Para que nuestros hijos no crezcan pensando que el cine es solo 'eso' que ven en Netflix. Voy a pasármelo bien es la propuesta perfecta: los niños son los protagonistas, pero su historia -de amor- es la memoria de unos personajes adultos -Raúl Arévalo, Dani Rovira, Karla Souza, Jorge Usón y Raúl Jiménez- que todavía no han resuelto sus conflictos -sentimentales-. Dos historias que se entrelazan, en realidad, dos comedias románticas canónicas, para el disfrute de los espectadores de cada edad. Y para unirlo todo, está la música de Hombres G: pueden gustar o no, pero sus canciones marcaron una época y se las sabe -casi- todo el mundo. ¿O no? Temas pegadizos que son el material perfecto para un musical divertido, que dirige con solvencia David Serrano -guionista de El otro lado de la cama (2002)- y en el que -creo yo- se capta perfectamente la esencia del grupo de David Summers: actitud rebelde, supuestamente canalla, que se diluye en inocencia -en venganzas con polvos 'pica pica'- y en letras cargadas de humor. Hay una canción que, para decir 'te quiero', repite una y otra vez, 'te quiero'. ¿Quién necesita metáforas? De esto va Voy a pasármelo bien, otro tema del grupo que no esconde su mensaje y que deviene en el himno perfecto para la España de finales de los años 80 y principios de los 90. Eran tiempos más inocentes y optimistas y ese es el espíritu de la película, que ofrece nostalgia -los diálogos recopilan todas esas frases hoy desfasadas de los 80-, risas, aventuras infantiles y una historia sobre el primer amor que, en realidad, debe ser un poco la de todos. Voy a pasármelo bien tiene dos puntos fuertes: los niños actores están muy bien y la película tiene corazón. El relato del primer amor entre dos adolescentes es tierno y honesto, la amistad entre los chavales emociona y el puntito justo de rebeldía, de no conformarse, redondea los valores de una película que habla directamente a una generación de españoles y que puede provocar un divertido intercambio de anécdotas entre padres e hijos. Estáis avisados: he tenido que esquivar la pregunta sobre si de niño me escapaba yo también del instituto.
ATLÀNTIDA MALLORCA FILM FEST: BRUNO REIDAL -¿ASESINO NATO?
PREDATOR: LA PRESA -CAZADORES Y CAZADORAS
ATLÀNTIDA MALLORCA FILM FEST: SOFTIE -INFANCIA ABANDONADA
Aunque casi siempre asociamos la infancia al momento más feliz de nuestras vidas, la vulnerabilidad de los niños los convierte en víctimas fáciles para todo tipo de desgracias. La ficción ha dado buena cuenta de ello con obras tan conocidas como Oliver Twist (1837) de Charles Dickens o Los 400 golpes (1959) de François Truffaut y hasta la reciente The Florida Project (2017) de Sean Baker. En esta línea se inscribe Softie, dirigida por el francés Samuel Theis y merecedora del premio a la mejor película en el Atlàntida Mallorca Film Fest. La película descansa sobre los pequeños hombros del actor Aliocha Reinert, convincente en el papel de Johnny Jung, un niño de 10 años enfrentado al abandono de su padre, a la irresponsabilidad de su madre y a la rebeldía de su hermano mayor. Así, Johnny es un niño que debe cuidar de sí mismo, sin adultos como referentes y que encima debe encargarse de su hermana pequeña. Un niño-adulto que se enfrenta al complicado trance hacia la adolescencia con una dificultad añadida: se ha enamorado de su profesor (Antoine Reinartz). Softie es una película que se ve con el corazón en un puño: el desamparado Johnny se gana nuestra simpatía enseguida y su sensibilidad -que esconde a casi todo el mundo- nos hace temer por lo que le pueda pasar. La cinta de Theis es un retrato social que no carga las tintas en lo melodramático, ni se conforma con personajes 'buenos' o 'malos', sino que nos habla de las dificultades que tiene un niño para escapar de las etiquetas que diferentes grupos sociales le irán colocando: por no tener recursos económicos, por ser el favorito del profesor, por ser buen estudiante o por su orientación sexual. Una película humana y emocionante que habla de la infancia, de las desigualdades, del sistema educativo y hasta de cómo cada vida puede decidirse, para bien o para mal, durante la complicada adolescencia.
MEN -EVA Y LA CAJA DE PANDORA
Las intenciones de la película Men de Alex Garland quedan claras nada más empezar: la protagonista, Harper Marlowe -la siempre estupenda Jessie Buckley- coge una manzana de un árbol y la muerde. Una acción significativa en la que debe ser la película más simbólica de Garland, que, en mi opinión, peca -nunca mejor dicho- de dejar demasiado claro el tema de su film. Harper es una mujer atormentada por la pérdida -tema recurrente en la filmografía de Garland- y la culpa. Su expareja, James (Paapa Essiedu) ya no está por razones que se descubren enseguida en la historia. Para superar el trauma, Harper decide tomarse unas vacaciones alejada de todo, pero enseguida comenzará a sentirse acosada por los hombres que dan título a esta obra. Garland expresa el dolor de Harper y su drama íntimo de forma efectiva, apoyándose en la interpretación de Buckley para luego fabricar secuencias terroríficas que son un catálogo de los miedos femeninos a la violencia machista: el maltrato, volver sola a casa de noche, el no ser tomada en serio cuando dice encontrarse en peligro, etc. No sé si es un spoiler, pero la decisión más importante de la película es que todos esos hombres que atemorizan a Harper tienen el mismo rostro, el del actor Rory Kinnear. Una opción artística que nos sitúa en el terreno de la pesadilla y lo simbólico. Garland recurre al mito -el pagano y el católico- para hablar del miedo de la mujer a ser atacada por un hombre -un miedo muy actual- pero todavía más del miedo del hombre a una mujer fuerte e independiente. Esa mujer que decide por sí misma morder la manzana para acceder al conocimiento o abrir la caja de todos los males, que no acepta ser sumisa y que decide poner fin a una relación tóxica. Garland ya habló de la bíblica Eva en Ex Machina (2014) que se rebelaba a su creador, en una variación femenina del mito de Frankenstein. También recupera aquí Garland esa estupenda visión de la naturaleza como un ente casi inteligente, o que al menos opera con intenciones misteriosas para el ser humano, como ya hizo en Aniquilación (2018). En Men también hay algún instante de horror cósmico: la película está llena de imágenes poderosas, hermosas e inquietantes, y el clímax final es una extraña pesadilla que recuerda al Takashi Miike más retorcido, con momentos de body horror. Sin embargo, se le puede achacar a Men que no tenga una narración más sólida como vehículo de sus temas y que estos sean casi transparentes. Aún así, estamos ante una de las películas imprescindibles del año.
VORTEX -EL FINAL DE TODO
Gaspar Noé es ese director del exceso, de la experiencia límite, de la polémica, que en cada película somete al espectador a una prueba de resistencia. Todo eso está en Vortex, creo yo, pero al mismo tiempo poco tiene que ver esta cinta con títulos como Irreversible (2002) o Clímax (2018). Aquí, Noé renuncia a lo espectacular y a los artefactos narrativos y opta por una narración tan lineal como despiadada. La cámara -más bien, las cámaras- se hacen sentir: Noé divide en dos la pantalla para seguir, de forma agobiante, en largos planos secuencia en tiempo real, todos los movimientos de sus protagonistas, una pareja de ancianos que vive en un pequeño y abarrotado piso de París. Interpreta al padre nada menos que el director italiano Dario Argento, padre del giallo, autor de obras tan notables como Rojo oscuro (1975) y Suspiria (1977). Argento es presentado a sus 81 años como un hombre rodeado de libros, revistas y carteles de viejas películas, que se dedica a escribir un libro sobre el cine y los sueños en una máquina de escribir. A su mujer la interpreta la actriz Françoise Lebrun, que si se hizo inmortal por su capacidad para el monólogo a cámara, aquí Noé la condena al balbuceo propio de la desorientación psíquica de la vejez. Solo hay un par de personajes más en este drama claustrofóbico, el hijo de la pareja, al que da vida Alex Lutz y que tiene sus propios problemas, y su hijo, el nieto de nuestros protagonistas. Y lo que nos muestra Noé es el final de los tiempos. El último tramo de decadencia física y mental, de soledad y de incertidumbre ante un futuro que, en realidad, no existe. Como Amor (2012) de Michael Haneke, que nos enfrentaba al mismo tema -aunque con recursos diferentes-, Vortex es una película notable que no querrás volver a ver. Noé rebaja su espíritu lúdico en cuanto al cine como medio -no renuncia a sus citas y referencias- pero se muestra más maduro y serio que nunca, en una película que invita a la reflexión sobre la decadencia física, sobre cómo acabaremos dejando todo atrás, con inevitables cabos sueltos, proyectos inconclusos. ¿Qué quedará de nosotros y de nuestras posesiones que tanto atesoramos en vida? ¿Qué pasará con nuestros libros, discos y películas? Vortex nos dice que, en realidad, todo eso no importa demasiado.