En una época en la que parece imperar el individualismo, el egoísmo y el sálvese quien pueda, la directora Pilar Palomero hace cine desde la idea de la necesidad de ayudarnos los unos a los otros. Los destellos (2024) es su mejor película hasta la fecha. En ella seguimos a Isabel -la siempre magnífica Patricia López Arnaiz, premiada en San Sebastián-, una mujer separada y una madre que se da de bruces con la enfermedad de su ex pareja, Ramón, interpretado por Antonio de la Torre, al que parece imposible negarle el Goya esta temporada. Entre estos dos personajes hay un tercero que los vincula, Madalen -la también fantástica Marina Guerola-, la hija de la pareja y, si se quiere, la que vincula esta tercera película de Palomero con sus dos obras previas, Las niñas (2020) y La maternal (2022). Madalen es el motor de la historia y su relación con su madre es ese tema que se repite en la corta filmografía de Palomero. Estos tres personajes conforman una familia que se rehace ante la adversidad de una forma muy emocionante. Hay que añadir el descubrimiento del actor (cómico) Julián López en un papel dramático, en el que se puede ver la humanidad que transmite un intérprete cuya gran virtud ya no será, únicamente, hacernos reír. Poco más necesita Palomero para construir un relato que asombra por cómo mete al espectador en lo que siente la protagonista y en cómo esta afronta la enfermedad y la mortalidad del que fue su compañero en un momento de su vida. La directora nos lleva de la mano por las diferentes etapas que afronta Isabel: la negación, en estupendas secuencias en las que Ramón permanece fuera de campo y en las que ella se queda siempre bajo el marco de una puerta; para luego transitar por las otras fases del duelo de una forma ejemplar. Los destellos es una película sobre cómo afrontamos la muerte en la que, los que hayan vivido la experiencia, se sentirán identificados y los que no, encontrarán una estupenda guía para encarar ese trámite que tarde o temprano nos llega a todos. En una de las mejores secuencias de la película, Palomera inyecta esa textura documental que ya estaba en La maternal cuando nos presenta a un grupo de cuidados paliativos, interpretados por actores no profesionales, que aclaran el nudo argumental de la historia de forma casi didáctica sin renunciar a la emoción de la ficción. Los destellos no necesita de grandes alardes dramáticos para ser la película española más emocionante del año y aunque adapta un texto de Eider Rodríguez, evita lo literario y permanece anclada en la realidad, en lo cotidiano, en las frases que todos decimos todos los días. Una ilusión de realidad que se apoya en cómo juega la directora, de forma asombrosa, con el fuera de campo, a través de un cuidadísimo diseño del sonido: más allá del rostro de los actores hay todo un mundo que cobra vida, aunque no lo veamos, un mundo que se parece mucho al nuestro.
LOS DESTELLOS -LA VIDA DESPUÉS DE LA VIDA
En una época en la que parece imperar el individualismo, el egoísmo y el sálvese quien pueda, la directora Pilar Palomero hace cine desde la idea de la necesidad de ayudarnos los unos a los otros. Los destellos (2024) es su mejor película hasta la fecha. En ella seguimos a Isabel -la siempre magnífica Patricia López Arnaiz, premiada en San Sebastián-, una mujer separada y una madre que se da de bruces con la enfermedad de su ex pareja, Ramón, interpretado por Antonio de la Torre, al que parece imposible negarle el Goya esta temporada. Entre estos dos personajes hay un tercero que los vincula, Madalen -la también fantástica Marina Guerola-, la hija de la pareja y, si se quiere, la que vincula esta tercera película de Palomero con sus dos obras previas, Las niñas (2020) y La maternal (2022). Madalen es el motor de la historia y su relación con su madre es ese tema que se repite en la corta filmografía de Palomero. Estos tres personajes conforman una familia que se rehace ante la adversidad de una forma muy emocionante. Hay que añadir el descubrimiento del actor (cómico) Julián López en un papel dramático, en el que se puede ver la humanidad que transmite un intérprete cuya gran virtud ya no será, únicamente, hacernos reír. Poco más necesita Palomero para construir un relato que asombra por cómo mete al espectador en lo que siente la protagonista y en cómo esta afronta la enfermedad y la mortalidad del que fue su compañero en un momento de su vida. La directora nos lleva de la mano por las diferentes etapas que afronta Isabel: la negación, en estupendas secuencias en las que Ramón permanece fuera de campo y en las que ella se queda siempre bajo el marco de una puerta; para luego transitar por las otras fases del duelo de una forma ejemplar. Los destellos es una película sobre cómo afrontamos la muerte en la que, los que hayan vivido la experiencia, se sentirán identificados y los que no, encontrarán una estupenda guía para encarar ese trámite que tarde o temprano nos llega a todos. En una de las mejores secuencias de la película, Palomera inyecta esa textura documental que ya estaba en La maternal cuando nos presenta a un grupo de cuidados paliativos, interpretados por actores no profesionales, que aclaran el nudo argumental de la historia de forma casi didáctica sin renunciar a la emoción de la ficción. Los destellos no necesita de grandes alardes dramáticos para ser la película española más emocionante del año y aunque adapta un texto de Eider Rodríguez, evita lo literario y permanece anclada en la realidad, en lo cotidiano, en las frases que todos decimos todos los días. Una ilusión de realidad que se apoya en cómo juega la directora, de forma asombrosa, con el fuera de campo, a través de un cuidadísimo diseño del sonido: más allá del rostro de los actores hay todo un mundo que cobra vida, aunque no lo veamos, un mundo que se parece mucho al nuestro.
EL CIELO ROJO -LITERATURA ROMÁNTICA
Leon (Thomas Schubert) es un joven escritor que, para matar el tiempo, lanza una pelota de tenis contra la fachada de la casa rural que le sirve de retiro para escribir: nada que ver -¿O sí?- con Jack Torrance (Jack Nicholson), que en El resplandor (1980) aliviaba la tensión del bloqueo del escritor de idéntica manera. El protagonista de El cielo rojo (2024) de Christian Petzold es un joven tímido que establece complicadas relaciones con los que lo rodean: su mejor amigo, Felix (Langston Uibel); el misterioso Devid (Enno Trebs); su editor Helmut (Matthias Brandt) y la más importante, Nadja -una fantástica Paula Beer, actriz fetiche del director alemán, que enamora la cámara-. Petzold ha creado un protagonista con el que resulta difícil simpatizar por su personalidad: es un tipo cerrado, tan tímido e inseguro que resulta huraño y hasta borde. Quizás por esto, Petzold nos obliga a pasar mucho tiempo con Leon en esta película. Poco a poco, Leon nos irá resultando más simpático, más humano, según vamos compartiendo sus inseguridades como autor literario y, sobre todo, según se va enamorando -era inevitable- de Nadja. En un escenario ideal para la creación artística -aunque también para la indolencia-, una zona costera frente al mar Báltico -también apta para el romanticismo- este ligero relato de espíritu veraniego se desarrolla pausadamente, con una (media) sonrisa en el rostro. Cuando parece claro que Petzold ha hecho una película menor, un giro dramático nos lleva a ideas y emociones mucho más profundas sobre el amor, la vida y la muerte. La película se vertebra desde la mirada de un protagonista especialmente pasivo y observador ante cuya mirada los otros personajes se van revelando con más de una -humillante- sorpresa. El pobre Leon descubre que es mejor encontrar el amor en la vida real que tener éxito como autor -literario- pero también que el arte verdadero se nutre, sobre todo, de la vida misma. Petzold nos entrega imágenes de gran belleza cuando ese paraíso que nos presenta al principio de la historia se ve amenazado por el cielo rojo que da título a su película.
EL 47 -EL AUTOBÚS QUE SÍ PUDO
La película neorrealista El techo (1956) de Vittorio De Sica narra cómo una pareja joven sin recursos aprovecha una ley italiana de la época que reza que si una casa tiene techo, sus habitantes no pueden ser desahuciados, lo que lleva a los protagonistas a intentar levantar una casa, de la nada, durante la noche, para tenerla terminada antes del amanecer. Un relato idéntico sirve de arranque para El 47 (2024) de Marcel Barrena, director interesado en el hecho real como materia prima para luego convertirlo en cine estilizado y hasta preciosista de vocación concienciadora. El realizador de Mediterráneo (2021) vuelve a contar con el brillante Eduard Fernández como protagonista absoluto para contar la historia verídica de Manolo Vital, vecino fundador del barrio de Torre Baró, al que veremos luchar por conseguir que llegue hasta allí la línea de autobús municipal, de la que él mismo es conductor. Considerando que la historia arranca a finales de los años 50 en Barcelona y culmina en los 70, no queda otra que constatar que Barrena apuesta por el trazo grueso, por abarcar la mayor parte posible de la vida de su personaje principal, apostando por el biopic como subgénero dramático para fabricar un relato inspirador -al más puro estilo Hollywood-, con elementos de crítica social y sin renunciar al pronunciamiento ideológico. La película aborda temas como las dificultades de la inmigración en Cataluña de españoles de otras provincias; la falta de interés de los políticos por los problemas reales de la gente -el personaje de David Verdaguer-; los remanentes fascistas de la dictadura -el agente que encarna Vicente Romero Sánchez-; la lucha obrera por unas mejores condiciones laborales -el personaje de Aimar Vega-; o el analfabetismo -la escuela que lleva el personaje interpretado por la estupenda Clara Segura-. La película se desarrolla con una narrativa eficaz pero diáfana hasta lo obvio: en la secuencia del incendio, que se presupone tensa, no sé cuántas veces repiten los personajes la línea de diálogo “¿Por qué no suben los bomberos?”. A pesar de esta exagerada claridad expositiva, la película tropieza con momentos algo confusos, o que merecían un desarrollo más pausado, como el destino del personaje que encarna Salva Reina. El 47 es una película con buenas intenciones que creo que cae en el buenismo, que aspira a ser cine de calidad para todos los públicos, con grandes actores en el reparto, pero en pequeños papeles -mencionemos también a Óscar de la Fuente-, que sin embargo no puede evitar el acartonamiento. Barrena, competente realizador, busca el verismo en los detalles, en la inclusión de actores no profesionales para inyectar realidad a su película, y mezcla lo filmado con imágenes de archivo de la época, recurso que ya hemos visto, por ejemplo, en la serie Cuéntame (2001-2023).
SIDONIE EN JAPÓN -CHOQUE CULTURAL
BITELCHÚS BITELCHÚS -UNA NUEVA GENERACIÓN
Bitelchús Bitelchús (2024) arranca con la cámara volando sobre un pueblo que enseguida descubrimos como una maqueta, unas imágenes acompañadas por el vibrante tema musical de Danny Elfman. Y entonces sabemos que hemos caído en la trampa de la nostalgia: este inicio, idéntico al de la película de 1988, revela que lo que realmente deseamos como espectadores es volver a sentir lo mismo que con la que fue la carta de presentación de Tim Burton. Lamentablemente, aunque el espíritu de las dos películas pueda ser similar, los años no han pasado en balde: Wynona Rider está guapísima, pero Michael Keaton -73 años- ha perdido esa hiperactividad que lo caracterizaba en el personaje y, sobre todo, Burton no consigue imprimir la frescura y el entusiasmo que despertaba la cinta original. Y lo que es peor, Burton parece haber sucumbido a las formas televisivas, con una puesta en escena deslucida y carente de fuerza. El argumento -que firman Alfred Cough, Miles Millar y Seth Grahame-Smith- es más bien disperso, carece de protagonistas claros -como fueron antes los personajes de Alec Baldwin y Geena Davis- y se debate entre el personaje de Wynona Rider, Lydia, convertida ahora en una vidente televisiva, y su hija, interpretada por una Jenna Ortega que se presenta como la heredera natural de las chicas raras e inadaptadas que encarnaba Rider en los 90. La historia se desencadena de forma algo azarosa y abre demasiados frentes, y solo encuentra consistencia cuando se decide por el melodrama juvenil romántico que empareja a Ortega con el misterioso Jeremy (Arthur Conti). Por otro lado, resulta llamativa la importancia que se le da al personaje de Jeffrey Jones, ausente en esta secuela tras ser justamente cancelado por su arresto, en 2002 por posesión de pornografía infantil. Curiosamente, las decisiones de guión para esquivar esta ausencia, acaban haciéndolo muy presente en la trama. Hay que decir, eso sí, que Catherine O´hara está brillante, pero la participación de Michael Keaton es reducida y el interesante papel de Monica Bellucci como una fantasma reconstruida, se desinfla sin cumplir las expectativas. Lo peor de la película es, seguramente, cómo falla en la sátira que caracterizó la cinta de 1988: los personajes de Justin Theroux y Willem Dafoe no resultan divertidos en sus respectivas parodias. Aún así, hay elementos de interés: el homenaje explícito a Mario Bava -la secuencia en blanco y negro narrada en italiano- que impregna de colores lechosos la fotografía de los decorados expresionistas del más allá y contamina la música de Elfman; el giro terrorífico y gore que adquiere la imaginería fantástica de la película, que en la original era más cartoon -guiño incluido al Estoy vivo (1974) de Larry Cohen-; y la estupenda escena en la iglesia en la que los asistentes son absorbidos por las pantallas de sus teléfonos móviles.
MAMÍFERA -SER O NO SER... MADRE
¿Cuál es el sentido de nuestra existencia? En el fondo, eso es lo que se plantea Mamífera (2024) de Liliana Torres, una película dramática y de ficción que expone con ojo clínico y documental, sin renunciar a lo emotivo, el extraño caso de una mujer que ha decidido no tener hijos. La protagonista es una estupenda María Rodríguez -acompañada de Enric Auquer- como Lola, una mujer de más de cuarenta años que se enfrenta a las consecuencias de una decisión vital de trascendencia considerable: no ser madre. Esta opción de vida, obviamente válida, es explorada por Torres en una situación límite ¿Y si Lola se quedase embarazada? El servicio sanitario obliga a Lola a meditar su decisión -abortar o no- durante tres días. 72 horas que se convierten para ella en una travesía por el desierto en la que sus convicciones se pondrán a prueba. La película analiza a fondo la definición social de lo que significa ser mujer, concepto que parece llevar asociado inevitablemente el de la maternidad. El entorno social de Lola -sus amigas- ejerce -un poco sin querer- una presión tremenda sobre ella -la mayoría ya son madres-; pero también la pareja de Lola (Auquer) acaba presionándola, lo que plantea el conflicto desde la perspectiva masculina, del hombre obligado a apoyar pero sin poder real de decisión. Lo mejor de Mamífera es que Torres mantiene el equilibrio, no toma partido, aunque respeta la decisión final de su protagonista. Torres entiende el derecho individual de cualquier mujer a decidir sobre su vida, pero no es ajena al hecho de que un hijo es una fuente de amor y felicidad. Lo que no quiere decir que ambas opciones no conlleven, claro, sus sacrificios, que la directora también explora, como el que la sociedad esté construida -inevitablemente, quizás- alrededor de la unidad familiar. ¿Es posible ser feliz sin formar una familia? ¿O estamos ante un imperativo biológico ineludible? Torres no ofrece más respuesta que la evidencia: haga lo que haga Lola, tendrá que renunciar a algo.
VOLVERÉIS -LA REPETICIÓN
En Volveréis (2024), Jonás Trueba cita nada menos que a Kierkegaard para introducir el concepto de la repetición, que el director considera capital en su cine -y en la vida-. No en balde, en su obra encontramos la repetición de temas: el amor, el sexo, la ruptura y en resumen, la pareja, entendida también como esos que se han comprado una casa en las afueras y se meten en una hipoteca; la repetición de rostros: los de Itsaso Arana y Vito Sanz, más que actores, participantes de la obra, coautores del guión; la repetición de lugares, siempre los mismos escenarios del Madrid de los últimos 10 o 15 años; la repetición incluso de momentos, como esa misteriosa escena en la que una pareja que se separa discute por un cochecito de juguete, que vimos ya en Todas las canciones hablan de mí (2010), y que encuentra aquí su remake; o la repetición de preocupaciones triviales, como que los personajes discutan sobre una comedia como 10 (1979) de Blake Edwards, cuando ya lo habían hecho otros en La Reconquista (2016). Esas repeticiones, como variaciones de un tema musical en una sinfonía, marcan decididamente -y así lo explicita la propia película- el desarrollo argumental de Volveréis, una película anclada felizmente en su planteamiento: Ale y Alex han decidido separarse -pero están bien- y celebrarlo con una fiesta. Ambos explican esta ocurrencia una y otra vez durante la película, porque lógicamente nadie comprende, de primeras, el singular concepto. Así se lo trasladan los dos a sus amigos, vecinos, compañeros de trabajo y familiares, y eso es la película, una comedia en la que veremos las reacciones de los personajes del entorno a la ruptura de una pareja que parecía perfecta. El atractivo irresistible de la cinta es la complicidad de la pareja protagonista -como de cine clásico- y cómo hacen equipo con el objetivo paradójico de separarse. No hay dramas, ni malos rollos y eso es original y refrescante. Itsaso Arana y Vito Sanz están fantásticos, y el universo que crea Trueba a su alrededor es personal, divertido e interesante. Volveréis es de esas películas en las que te quedarías a vivir. Un mundo en el que los personajes leen, ven películas -y las discuten-, hablan de Bergman y Truffaut, escuchan canciones y parecen felices -aunque beban y fumen mucho, porque la procesión va por dentro-. Trueba se siente libre para experimentar, juega a hacer cine dentro del cine y de paso le rinde un precioso homenaje a su padre: Fernando Trueba está muy divertido, filosófico, y es el típico secundario roba-escenas de las mejores comedias románticas. Jonás Trueba firma en Volveréis su película más redonda, vitalista y divertida, una feel good movie con poso, que no hay que perderse en cines.