VAMPIRES -PARÍS SIGLO XXI



Netflix acaba de estrenar la serie francesa Vampires, y lo primero que llama la atención es que su protagonista, Doina Radescu (Oulaya Amamra) personifica todo lo que no es Drácula. El conde de Bram Stoker, como su antecesor directo, Lord Ruthven -de la seminal creación de John William Polidori, El Vampiro (1819)- representa un orden antiguo, aristocrático, un maligno depredador que se alimenta de campesinos, de pueblerinos -de la clase obrera- y que se enfrenta a la burguesía -agentes inmobiliarios, doctores- y al progreso de los avances científicos -la ciencia del profesor Van Helsing-. Esta oposición se traslada también al ciclo protagonizado -casi siempre- por Christopher Lee en las películas de la Hammer. En ellas, la figura del vampiro no solo representa a la vieja aristocracia, sino también un elemento transgresor de la moral conservadora, que con su sexualidad corrompe a las mujeres, liberándolas de compromisos y matrimonios. Como decía, Doina Radescu no es nada de eso, sino todo lo contrario. Representa a la inmigrante, sin papeles, desfavorecida, marginada, víctima de acoso escolar. También a la chica que vuelve a casa sola. Doina es una adolescente y no una criatura con miles de años a sus espaldas, que encontrará en la sangre su camino a la madurez, en clara referencia a la menstruación, o al pequeño sangrado que supone la pérdida de la virginidad, convertido aquí en abundante fluido hemoglobínico. 

En lo que sí se parece Doina a Drácula es en que es una extranjera, un elemento venido de fuera -cambiemos Transilvania por Argelia- que produce rechazo y miedo. El mayor hallazgo de la serie de Benjamin Dupas e Isaure Pisane-Ferry es situar la historia en París, en la actualidad. En ese París de tensiones sociales, raciales y religiosas. Un escenario interesante para contar, esencialmente, una historia ya conocida en series y películas sobre vampiros. El mundo que dibuja esta ficción tiene mucho de las reglas de True Blood (2008) y aquí, la protagonista, como Sookie Stackhouse (Anna Paquin) o Bella Swan (Kristen Stewart) de Crepúsculo (2008), está dividida entre dos amores. Aquí los pretendientes de Doina representan los dos mundos -el ordinario y el fantástico- entre los que se mueve la heroína, que, por cierto, comparte con Blade su naturaleza mestiza. Tampoco las explicaciones de ciencia ficción sobre la genética de la contaminación vampírica que aparecen en una subtrama de la serie, parecen nuevas. Así, Vampires acumula referentes y transita por lo ya visto: vampiros cool, vampiros de fiesta que bailan a cámara lenta al ritmo de la música electrónica, o la sed de sangre vista como una adicción a las drogas. La serie ganaría enteros si se decidiera a apostar por lo que parecen sus verdaderas intenciones: centrarse en una familia disfuncional, perseguida por la comunidad sobrenatural de no muertos que debería acogerles, y temidos por los seres humanos, ignorantes de su existencia. Pero el guión de Dupas y Pisane-Ferry no acaba de apostar por el tema de la familia, ni por plasmar su cotidianidad. El escenario 'realista' y de contenido social que abre los primeros capítulos de la serie, va dejando paso a giros argumentales cada vez más pulp -algo coherente con la naturaleza del vampiro en la ficción-, quizás más divertidos, más capaces de enganchar al espectador, pero decididamente menos interesantes y originales. 

Los seis episodios de Vampires no aciertan a construir unos personajes atractivos que nos inviten a seguir sus peripecias futuras. Destaquemos el papel de esa madre vampira, que se viste de ninja para salir a al luz del sol, Martha Radescu, interpretada por Suzanne Clément, que quizás habría sido una protagonista más estimulante que la enésima adolescente con problemas. No se puede decir que Vampires sea mala, pero desde luego dista bastante de ser buena.

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