Succession es probablemente la mejor serie que se puede ver actualmente. De las que te hacen pagar la suscripción a una plataforma. La ficción creada por Jesse Armstrong es una ácida sátira de los poderes económicos, políticos, mediáticos y sociales de Estados Unidos, que arrancó en plena era Trump. El retrato del clan familiar Roy se basa en la vergüenza ajena que sentimos, de forma muy satisfactoria, al contemplar el comportamiento inseguro, infantil y directamente imbécil de personajes que vuelan continuamente en helicópteros y aviones privados. El conflicto inicial nos planteaba que al peligrar la vida del patriarca Logan Roy -magnífico Brian Cox-, inspirado en el magnate Rupert Murdoch dueño de Fox News, comenzaría una guerra fratricida entre sus hijos -Connor, Roman, Shiv y Kendall- para hacerse con el poder del imperio empresarial. En la segunda temporada de esta serie, disponible en HBO, el tono de humor satírico se rebajaba -o se hacía más sutil- para favorecer la gravedad y el drama shakesperiano. En esta tercera entrega nos encontramos entonces con el enfrentamiento directo, de tintes freudianos, entre Logan Roy y su primogénito Kendall -fantástico Jeremy Strong-. Una batalla padre/hijo con repercusión en la bolsa de valores y que nutre de cotilleos morbosos a los medios y a las redes sociales. Hay que decir de Succession que sigue la premisa que hiciera famosa David Simon en la mítica The Wire, aquello de "que se joda el espectador medio". La tercera temporada de las peripecias de la familia Roy no hace ningún esfuerzo por refrescarnos la memoria sobre lo ocurrido en anteriores episodios, ni nos pone en situación, ni hay personajes haciendo preguntas oportunas para que el espectador despistado no se pierda. Cada escena de Succession es como espiar una conversación ajena: los diálogos dan por sentado que todos sabemos de lo que se habla y no escatiman en utilizar frases hechas, jerga o ingeniosas metáforas para que los personajes se expresen. Nada de explicaciones ni resúmenes. Esto aporta realismo, claro, pero también exige al espectador. Y si somos capaces de seguir el juego y estar a la altura, acabaremos inevitablemente enganchados.
Como sátira de los poderes, Succession es magnífica y muy satisfactoria. Pero creo que su auténtico triunfo está en que, al fin y al cabo, los personajes, por muy ruines, egoístas y falsos que sean, por mucho que luchen por sus propios intereses y estén dispuestos a traicionarse los unos a los otros, forman parte de una familia. Y se quieren, a pesar de todo. Y si esa sátira de los ricos -marca de la casa del Adam Mckay de La gran apuesta (2015) y Vice (2018) que aparece aquí como productor ejecutivo junto a Will Ferrell- puede resultarnos lejana y hasta fría, los problemas entre padres e hijos, entre hermanos, sí que consiguen hacernos sentir plenamente identificados. Por ejemplo, en el cuarto episodio de esta temporada, Lion In The Meadow, hay una escena soberbia entre Logan y Kendall Roy -compartida con la estrella invitada, Adrien Brody- en la que el magnífico Brian Cox consigue emocionarnos dedicándole unas palabras a su hijo, que pueden ser otra mentira manipuladora, o pueden salir directamente de su corazón. Es un momento breve que consigue que todo lo visto hasta ahora encaje y cobre otra dimensión. Succession es una serie de personajes: no se trata de quién va a heredar el imperio empresarial -eso es solo una excusa- sino de los conflictos emocionales entre los miembros de esta familia. La gracia, como ya he dicho, es asomarse a la realidad de estos niños ricos que se creen superpoderosos, de ahí su arrogancia de dioses griegos, pero que cometen errores tremendos que los ridiculizan y los humanizan hasta hacerlos, incluso, entrañables. La mejor muestra de esto es el tremendo clímax del último episodio -All The Bells Say-, que retrata perfectamente a cada uno de los personajes implicados en una escena intensa, trágica y cómica, y sobre todo, memorable.
Lo mejor de esta serie son sus personajes -y sus intérpretes-: ese Zeus iracundo que es Logan, con la capacidad, también, de mostrarse muy frágil, débil y envejecido; ese Prometeo castigado, Kendal, el más humano de todos, una crítica a la generación X y su nostalgia de los 80 y su síndrome de Peter Pan -el estupendo episodio Too Much Birthday-; Shiv (Sarah Snook), un personaje que combina de forma maliciosa el alegato feminista con inseguridades muy humanas y con un punto chungo de ambición; y por supuesto Roman (Kieran Culkin), un retorcido psicópata o quizás, alguien que utiliza su sentido del humor como escudo pero que es el más desvalido de todos, armado con diálogos brillantes. No olvidemos dos personajes también soberbios como el arribista pero romántico Tom (Matthew Macfayden) y su escudero Greg (Nicholas Braun), el más patético de todos, que sin embargo se revela también capaz de cualquier cosa en cuanto tiene la más mínima oportunidad de trepar. ¿Con cuál de ellos podemos identificarnos? Con ninguno, como ocurre con otras grandes series como Los Soprano, Breaking Bad o Mad Men, con las que Succession ya puede empezar a codearse.
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