LOS ÚLTIMOS ROMÁNTICOS


¿Qué es la vida en sociedad sino una serie de agresiones a nuestra persona? Irune es una mujer agredida por sus vecinos, por sus compañeros de trabajo, por los plazos de la Sanidad pública y por la precariedad laboral en la magnífica Los últimos románticos (2024) de David Pérez Sañudo, que adapta la novela homónima de Txani Rodríguez. La soledad de esta mujer es tan enorme que se consuela llamando al servicio de atención al cliente de Renfe; haciendo aeróbics con una vieja cinta VHS de Eva Nasarre; o pensando que los reponedores del supermercado cambian los productos de sus estanterías cada cierto tiempo para evitar que la rutina nos ahogue. Irune es un personaje complejo y, aunque en la película no se verbaliza, debe estar en algún lugar del espectro autista, rasgo de su personalidad, sin embargo, que no parece querer llamar la atención sobre el problema de este trastorno, sino plantearlo como una metáfora sobre cómo transitamos por la vida anestesiados, esquivando todas esas agresiones mencionadas al principio, toda esa falta de solidaridad, ese mirar hacia otro lado ante los problemas del prójimo. A Irune la interpreta una fantástica Miren Gaztañaga, que borda un papel de esos que son difíciles de olvidar en la memoria cinéfila: una mujer que parece ajena a todo, pero que no se conforma, que planta cara ante las injusticias. Los últimos románticos es una película que transforma la tristeza en belleza, que propone como lugar soñado a una ciudad tan nostálgica como Lisboa y que utiliza el lamento del fado como la música de los momentos felices. Pérez Sañudo nos invita a acompañar a Irune en su viaje silencioso por la vida, para ver cómo su diferencia la convierte en una compañía incómoda, para ser testigos admirados de su empeño en salvar al trágico personaje de Maica Barroso o lamentar que evite acercarse a un tipo majo y concienciado en la lucha obrera como el que encarna Erik Probanza. Los últimos románticos es una cinta preciosa sobre lo dura que es la vida para los que siempre tienen ganas de escapar o, también, de ver el mundo arder.

GLADIATOR II -LOS VIEJOS TIEMPOS


Son los tiempos que corren y no queda otra. Ridley Scott no puede evitar caer en la tentación de intentar recuperar las buenas sensaciones de una película estupenda como Gladiator (2000) y decide replicar la fórmula en Gladiator II (2024). Esta vez, un nuevo personaje, Hanno (Paul Mescal), tendrá que convertirse en gladiador tras ser convertido en esclavo por los romanos, y luchar a vida o muerte en la arena del coliseo para llevar a cabo una nueva venganza. El argumento es prácticamente calcado al de la primera película porque estamos ante un remake encubierto en forma de tardía secuela cuya única razón de ser puede ser llevar a las salas de cine a una generación que ha visto la película original en formato doméstico. Scott apuesta todas sus cartas a la espectacularidad: el asedio marítimo a la ciudad de Numidia que abre la cinta; la recreación de una batalla naval en el coliseo; las numerosas peleas en la arena, a las que se agrega ahora un enorme rinoceronte. Todos es más grande gracias a unos efectos especiales digitales que han mejorado mucho en los últimos 24 años. La historia, de forma descarada, sigue punto punto, pelea por pelea, la plantilla de la primera cinta. El certificado de legitimidad recae en los hombros de Connie Nielsen, que retoma su papel como Lucilla y un Derek Jacobi que se asoma como el senador Gracchus. Como en la primera película, estamos ante una mezcla de géneros, que van desde el cine histórico épico, al cine de acción con una buena dosis de melodrama en la forma de insidias palaciegas e identidades secretas, todo muy de folletín. En todo esto Gladiator II se iguala a Gladiator, que reemplaza a Joaquin Phoenix por dos perversos hermanos emperadores enloquecidos -Joseph Quinn y Fred Hechinger-. Al propietario de gladiadores que fue Oliver Reed los sustituye un estupendo Denzel Washington. Scott se desmelena mucho más en esta película con macacos salvajes -digitales, eso sí-, los famosos tiburones y el ya mencionado rinoceronte, además de algunos excesos hemoglobínicos. Gladiator II es menos seria y mucho más divertida que su predecesora. Pero donde ambas película no pueden competir es en el carisma y la presencia descomunal de Russell Crowe, que continuamente sobrevuela esta película -lo que impide despegar del todo a Mescal- y que se intenta compensar con un Washington tremendo. Y Scott, casi lo consigue. Este nuevo intento de proponer una metáfora sobre el imperio estadounidense, de hablar del sueño americano en clave romana y de describir el sistema político como el juguete de individuos ambiciosos, sin escrúpulos o directamente dementes que oprimen a una masa enfurecida que se alimenta de pan y circo, no convence demasiado. Por otro lado, Gladiator II es un espectáculo muy disfrutable en una sala de cine, aunque, al salir, se queden en nuestra memoria las imágenes de la primera cinta.

ODDITY -¡SUSTOS!


¿Por qué vemos películas de terror? Porque no hay nada más divertido que un buen susto. Lamentablemente, en España, el aficionado al cine de miedo tiene pocas oportunidades de experimentar su género favorito como debe ser, en una sala en la que la oscuridad permite la atmósfera y la concentración adecuadas; y en la que la presencia de otros espectadores contagia y multiplica la tensión, los sobresaltos y los gritos tras cada susto. 
Y de sustos va bien servida la eficaz Oddity, escrita y dirigida por el irlandés Damian McCarthy, que de forma inteligente va acumulando motivos del cine de terror en una historia que se desarrolla de forma enigmática: una casa aislada en la naturaleza -¡Sin cobertura!-; un hospital psiquiátrico; un extraño que llama a la puerta; una médium ciega (Carolyn Bracken) que guarda una colección de objetos malditos; y un extraño maniquí de madera, de rostro aterrador, una suerte de golem de origen desconocido. McCarthy se sirve juguetonamente de estos elementos para engancharnos con una serie de set pieces cuyo único objetivo es generar inquietud y, claro, pegarnos un buen susto. La película transita por subgéneros como el de las casas encantadas, el home invasion, el slasher y el terror psicológico casi sin que nos demos cuenta y manteniéndonos siempre intrigados. El diseño de producción es estupendo: la casa, entre la modernidad y la decadencia, es un escenario perfecto para el terror; el extraño muñeco de madera, con su boca muy abierta, produce una inquietud innegable; y la tienda de objetos antiguos de la médium es tan macabra como preciosa. Cada escena de la película está diseñada para el sobresalto, pero, al mismo tiempo, es la pieza de un puzle más o menos complicado que se va ordenando hasta revelar sus enigmas. Que Oddity haya recibido el premio del Público en la Semana de Cine de Terror de San Sebastián certifica la voluntad de McCarthy de hacer un 'tren de la bruja' que es pura diversión, lo que no impide una puesta en escena elegante y una estética oscura y clásica. Con referentes argumentales tan nobles como El golem (1920) y El gabinete del doctor Caligari (1920) del llamado cine expresionista alemán, Oddity es una experiencia en cines más que apetecible. Y no cuesta demasiado pensar que este puede ser el inicio de una saga de casos investigados por esa médium ciega coleccionista de objetos malditos.

YO, ADICTO -CAER PARA VOLVER A LEVANTARSE


Autorretratarse y desnudarse casi siempre acaba siendo irresistible en literatura, teatro, cine o incluso en televisión. Eso es lo que hace Javier Giner, jefe de prensa y responsable de comunicación, que plasmó su experiencia como adicto -al alcohol, a las drogas, al sexo- en su libro Yo, adicto, con la serie que ahora adapta él mismo, como guionista y director, al audiovisual para Disney Plus. Giner se desnuda en la ficción y el espectador no puede resistirse a asomarse a ese abismo en el que inevitablemente nos vemos reflejados. Yo, adicto tiene algo de vértigo, que nos invita a lanzarnos al vacío con su protagonista. La miniserie está compuesta por seis episodios en los que Javier cuenta, en primera persona, su vida, su problema con las adicciones y su proceso de rehabilitación. La primera clave de la eficacia de la serie es su subjetividad: el punto de vista del protagonista marca el desarrollo de la trama, pero, al mismo tiempo, la narración sabe alejarse del personaje para mostrarnos, desde fuera, en tercera persona, sus desgracias y sus defectos. Javi, inseguro, desubicado, incapaz de dar un paso atrás en ninguna situación, es un capullo. Para que este retrato funcione es clave la interpretación del actor Oriol Pla, que crea al personaje hasta en sus más mínimos detalles: su forma de hablar, de gesticular, de estar de pie, de comer y de fumar. La mecánica de la serie es enfrentar al protagonista, en cada capítulo, a un personaje diferente que representa un conflicto personal. El primer episodio es fantástico y está marcado por el consumo de alcohol y drogas, y por el sexo compulsivo. Una voz en off deslenguada y omnipresente marca el recorrido del protagonista, con un montaje frentético, un torrente de imágenes que expresan muy bien el desenfreno de una juerga a muerte, que funciona como un descenso a los infiernos. Adivinamos que el autor de esta ficción está muy influido por Pedro Almodóvar y su cine, lo que se traduce en la estética del episodio, en la decoración del piso de Javi y en varias referencias directas. Pero hay también influencias de Scorsese, en esa narrativa obsesiva, o de títulos sobre el mundo de la droga, como Trainspotting (1996), también contado en primera persona. El tono de 
Yo, adicto cambia radicalmente a partir del segundo episodio, cosa lógica, ya que Javi ingresa en la clínica de desintoxicación y la droga ya no fluye por sus venas. La voz en off del primer capítulo también se reduce significativa y afortunadamente. La clínica es un lugar de paz, insertado en un ambiente de naturaleza, en el que los personajes se enfrentan al dolor, a la soledad, a la dificultad de seguir luchando. En los siguientes capítulos -dirigidos por Javier Giner y Elena Trapé-, Javi encara un conflicto diferente cada vez: primero, contempla cuál puede ser el futuro si no supera su depresión y sus adicciones en el personaje de Rui, a la que da vida una irreconocible Victoria Luengo; en El monstruo, Javi se enfrenta a su peor cara cuando el 'mono' le pone las cosas difíciles; en el tercer episodio, Los vínculos, la llegada de un nuevo paciente, Iker (Omar Ayuso), coloca a Javier frente a su propio reflejo -destaquemos la forma en la que Iker sube las escaleras con sus maletas para entrar en la clínica, idéntica a como lo hizo Javier- un personaje más joven que va un paso por detrás en la rehabilitación o uno por delante en una posible recaída; y el inevitable cara a cara con la familia, que incluye un recital interpretativo de Pla ante un Ramón Barea tan sobrio como estupendo. Mencionemos además dos personajes fantásticos como el terapeuta que encarna Alexander Brendemühl y sobre todo, una fantástica Nora Navas como la orientadora que todos querríamos tener en nuestras vidas. Yo, adicto nos cuenta una historia emotiva y humana que aporta una perspectiva personal y fresca sobre la adicción, pero sobre todo triunfa gracias a la creación de un personaje memorable y de su mundo, que al acabar la serie echaremos de menos.

POLVO SERÁN -HASTA QUE LA MUERTE NO LOS SEPARE


Me da miedo pensar que, a los ojos del espectador actual, lo de Romeo por Julieta era realmente una relación tóxica. Que ahora pensemos que Romeo no tenía ninguna razón para quitarse la vida tras la muerte de Julieta y que podría haber rehecho su vida -en la versión original de Shakespeare, de hecho, los famosos enamorados eran solo unos adolescentes-. Al fin y al cabo, si Romeo hubiese decidido no llevar su amor al extremo, habría visto despertar a Julieta y habrían sido felices. Pero eso, quizás, habría decepcionado -aunque sea un poco- a la joven Capuleto y, seguramente, ese final no habría hecho de esa historia una obra inmortal. En esa misma línea de pensamiento, quizás, Orfeo debió aceptar la inevitabilidad de la muerte y no viajar a los infiernos para rescatar a Eurídice. Que vivimos tiempos materialistas es evidente si escuchamos a todos esos graciosillos que insisten en que Jack cabía perfectamente en la tabla con Rose en Titanic (1998). Qué pesados. Por todo esto me parece preciosa la historia que plantea Carlos Marques-Marcet en Polvo serán (2024), en la que el amor que comparten sus protagonistas, Flavio y Claudia, es la gran baza. Ella sufre una enfermedad terminal y él decide acompañarla hasta el final. Tras las magníficas Los destellos y La habitación de al lado, esta es la tercera película española estrenada en 2024 que habla de la muerte y de los conflictos que supone enfrentarse al final de todo. Y no podían ser tres películas más diferentes. Aquí es una pareja que se quiere la que se enfrenta al fin de la existencia y son interpretados por dos actores maravillosos como Ángela Molina y Alfredo Castro, que llenan la pantalla y desarrollan personajes complejos, contradictorios, muy humanos en sus diferentes roles vitales como personas, parejas y padres. Marques-Marcet crea una familia alrededor de ellos, a la que dan vida Mònica Almirall, Alván Prado y Patricia Bargalló, como tres 'hermanos' que han madurado a pesar de los traumas provocados por las decisiones de sus padres. Polvo serán es un drama intenso en el que el director da espacio a los actores para desarrollar escenas de alto voltaje emocional. Y luego están los números musicales, que se van mezclando con la realidad de lo que nos cuentan casi sin que nos demos cuenta -esos sorprendentes sanitarios que se ponen a danzar, como salidos de la nada- y hasta apoderarse de la película en ese fantástico número musical de esqueletos inspirado en los clásicos de la época dorada de Hollywood. Polvo serán es una historia emocionante sobre un tema que sigue siendo tabú y que invita a la reflexión sobre la vida, la muerte y sobre todo acerca del amor. ¿Nos hemos vuelto demasiado cínicos?

ESCAPE -LA LÓGICA DE LO IMPOSIBLE


Producida por Martin Scorsese, dirigida por Rodrigo Cortés y protagonizada por Mario Casas, Escape (2024) tiene todos los ingredientes a priori para generar una expectativa tremenda. Eso, quizás, da todavía más valor a que el director de Buried (2010) se haya arriesgado con una película a contracorriente que se antoja muy personal. La historia adapta "libremente" la novela de Enrique Rubio y plantea algo así como un film de fugas carcelarias, pero al revés. El protagonista es 'N', un misterioso personaje, callado y un manojo de tics, que parece ido, que se dedica a quebrantar la ley con el fin de ser encarcelado. Lo interpreta un Mario Casas entregado que cumple a la perfección. El por qué 'N' quiere ser apresado es lo que el espectador va descubriendo poco a poco, pero me atrevo a decir que lo más importante de Escape no es lo que cuenta, sino cómo se cuenta. Rodrigo Cortés utiliza todos los recursos cinematográficos para expresar ideas y temas como la pérdida y la culpa en un relato de tono kafkiano y surrealista que alcanza sus mejores momentos en los choques entre personajes. Ana Castillo es creíble incluso en situaciones que escapan a la lógica y la relación de su personaje con el de Casas sostiene gran parte de la película. Pero las escenas del juicio que comparten Mario Casas y un enorme José Sacristán, en el papel de un juez estupefacto pero consecuente, son brillantes. El reparto se completa con actores eficientes como Juanjo Puigcorbé, Blanca Portillo, Albert Pla, David Lorente o Willy Toledo. Siendo puramente cinematográfica, Escape tiene algo de relato literario, con un humor del absurdo más bien intelectual. Su mayor acierto es conseguir introducir al espectador en su premisa imposible, consiguiendo esa siempre deseada suspensión de la incredulidad. Plásticamente es una cinta estupenda en cuanto a la planificación, la fotografía de Rafa García, el montaje -que también firma Cortés- y la música, obra de Víctor Reyes. Y aunque la historia puede que pierda algo de tensión hacia el final, creo que Escape es de esas obras atrevidas y divertidas que acaban generando culto.

JURADO Nº 2 -TAN SIMPLE COMO ESO


Los más viejos del lugar recordaréis en qué consistía la experiencia de ir al cine hasta hace -más o menos- un par de décadas: sentarse en la oscuridad para dejarse llevar por una historia con planteamiento, nudo y desenlace, que nos mantiene pegados a la butaca, que nos emociona, y que, al salir de la sala, provoca la conversación sobre lo que se acaba de ver en la pantalla grande. No se trata de ser nostálgicos, nos gusta la Nouvelle Vague, la serie B y hasta el cine de arte y ensayo, pero es verdad que también nos gusta el cine clásico y que Clint Eastwood se ha erigido como el último de una estirpe nacida con D.W. Griffith y cuyos máximos representantes fueron John Ford y Howard Hawks. La escritura invisible. Ver una película en la que el director nunca te dice “aquí estoy yo”. Porque la cámara siempre está colocada en el lugar preciso para contar la historia, sin que se note, sin estorbar, y el montaje se encarga de cortar la escena en el momento justo para pasar a lo siguiente sin que nos demos cuenta. Esto es lo que siempre consigue Eastwood en cada una de sus películas y que, a sus 94 años vuelve a lograr en Jurado nº 2 (2024). El planteamiento es tan inverosímil como irresistible: Justin Kemp (Nicholas Hoult) parece el americano medio ideal, un fantástico marido y futuro padre, un ciudadano cabal y razonable, que es citado para ser jurado en un caso de asesinato. La casualidad dicta que Justin esté implicado en ese mismo crimen de una forma sorprendente, por lo que el veredicto final del juicio puede ser decisivo no solo para el sospechoso, sino también para él mismo. Eastwood cuenta esta intriga con la sencillez de los maestros de su oficio. Resulta didáctico al contarnos cómo se forma un jurado y cómo se desarrolla el juicio; es preciso en el dibujo de los personajes que forman ese jurado y mantiene el equilibrio justo entre la trama principal que implica a Justin Kemp y la historia paralela de la fiscal a la que da vida una estupenda Toni Collette. Eastwood nos engancha a su historia y a sus personajes sin grandes movimientos de cámara, con una música minimalista -de Mark Mancina-, sin preciosismo en la fotografía -Yves Belánger-, y sin aspavientos histriónicos de sus actores -J.K. Simmons, Kiefer Sutherland y Chris Messina aparecen en roles secundarios y como únicas caras conocidas en un reparto sin estrellas-. Jurado nº 2 parece una película sin pretensiones que, sin embargo, deja en el espectador profundas reflexiones sobre la justicia, sobre el bien y el mal, sin olvidar que toda cuestión moral tiene, necesariamente, una repercusión política.

EL REINO DE KENSUKE -LA LLAMADA DE LA AVENTURA


Que preciosa película es El reino de Kensuke (2024), producida por la británica Lupus Films y adaptando el libro de Michael Morpurgo. El protagonista es un adolescente, Michael, que se embarca en un viaje en velero alrededor del mundo con su familia. Un viaje iniciático en toda regla para Michael que, como cualquier chaval, choca con sus padres mientras intenta adaptarse a nuevas circunstancias y a las responsabilidad que se le exigen en el tránsido hacia la vida adulta. Todo cambiará cuando Michael acabe como un náufrago solitario en una isla desierta, en la que aprenderá lecciones que le cambiarán la vida para siempre. Los directores Neil Boyle y Kirk Hendry han creado una película con el aliento del cine de aventuras clásico, que puede recordar a historias como Capitanes intrépidos de Rudyard Kipling y, por supuesto, a Robinson Crusoe de Daniel Defoe. La animación, tradicional, es estupenda y expresiva: un gran tramo de la narración prescinde de los diálogos, permitiendo que la historia se cuente de una forma muy visual. La acción es trepidante según Michael va descubriendo nuevos escenarios con un gran sentido de la maravilla que podemos descibrir como spielbergiano -al menos yo encuentro estupendos ecos de John Williams en la banda sonora de Stuart Hancock- lo que no impide que en algunos momentos nos encontremos con momentos más existenciales -en los que Michael se enfrenta a la naturaleza- que pueden recordar incluso a Kubrick. Con las voces, en la versión original, de Cillian Murphy, Sally Hawkins y Ken Watanabe, El reino de Kensuke consigue dar vida a sus personajes, maravillarnos y concienciarnos con su representación de la naturaleza -la fuerza del mar, el misterio de la selva y sus animales- además de emocionarnos y hacernos reflexionar sobre la actitud despiadada de la raza humana con su entorno. Una película para toda la familia en la que los mensajes importantes se ponen al servicio de una historia estupenda.

MARCO -REFLEJAR LA REALIDAD


En los primeros compases de Marco (2024), un plano subjetivo nos muestra al protagonista, Enric Marco (Eduard Fernández), lavándose las manos en un baño. Luego, la cámara alza la mirada para que el personaje se vea de frente en el espejo. Lo normal es que ningún espectador repare en este plano, cuya naturalidad es incuestionable y que pasa desapercibido en una historia basada en hechos reales. Pero pensemos un poco. Si el actor, Eduard Fernández, está delante del espejo ¿Por qué no se ve la cámara justo detrás de él?. Ignoro la respuesta, pero me puedo imaginar una solución: el actor mira realmente a cámara, mientras el marco del espejo está falseado. Espero que aceptéis esta elucubración como plausible ya que me sirvo de ella para expresar lo que tiene el cine de reconstrucción de la realidad incluso para fabricar los momentos más cotidianos, en los que no nos fijamos, esos que damos por sentado. Esa imagen, la de Enric Marco mirándose al espejo, se repite desde diferentes ángulos a lo largo de una película cuya tesis principal es la distancia que existe entre cualquier persona y su reflejo de cara a los demás, entre el horror de lo que ocurrió en los campos de concentración del nazismo y lo que cuentan los supervivientes, en definitiva, la distancia entre la realidad y la ficción, entre la verdad y el cine. Los directores, Aitor Arregi y Jon Garaño, presentan primero su película como si fuese un documental, con imágenes de archivo y colocándonos en un contexto histórico. Lo siguiente que vemos es la claqueta del rodaje de la propia película, que marca el inicio de la ficción. Durante el metraje veremos entonces a un inmenso Eduard Fernández interpretar a Enric Marco, el famoso impostor que se hizo pasar por un superviviente de un campo de concentración, al que acompaña en cada paso su mujer, Laura, una estupenda Nathalie Poza. La película funciona con un doble dispositivo hitchcockiano: primero nos hace identificarnos con un mentiroso y luego genera suspense sobre en qué momento será descubierto y qué pasará cuando esto ocurra. Arregi y Garaño nos regalan un estupendo film tenso y muy entretenido, que nos mantiene aterrados ante un desenlace inevitable. Y por debajo de esta historia de intriga, realizada con la mayor eficacia, subyacen los temas antes expuestos. ¿No somos todos unos farsantes en mayor o menor medida? Los espectadores con menos imaginación suelen buscar historias basadas en hechos reales para poder suspender su incredulidad, pero aquí, los directores confiesan que aunque han partido de un hecho real, no les ha quedado más remedio que dejarse llevar por la ficción. En el último tercio de la película, los directores introducen de nuevo imágenes reales que se mezclan con su propia recreación, con un Eduard Fernández caracterizado. ¿Y no es parte del juego de la ficción que nos tengamos que creer esa caracterización, por muy conseguida que sea?. En la película hay un momento estupendo -¡Y real!- en el que vemos al escritor Javier Cercas -el verdadero- en la presentación de su novela, El impostor (2014), que interrumpe Enric Marco -el de la ficción-. Valiéndose del plano contra plano, la película nos presenta un diálogo entre lo real -Javier Cercas- y lo simulado -Eduard Fernández- y es justamente el impostor el que acusa de mentiroso al escritor. Cercas dice, estupefacto, que no es usual que un personaje se presente ante el escritor de una novela. Arregi y Garaño convierten así a Enric Marco en una metáfora del cine y rizan el rizo cuando el personaje interpretado por Fernández acude a ver un documental sobre su historia. El Marco de película se ve reflejado en la pantalla, pero el que sale allí es el Marco de la vida real.

QUERER -LA FAMILIA

Querer (2024) de Alauda Ruiz de Azúa supone una nueva aproximación de la directora al tema de la familia tras la aclamada Cinco lobitos (2022). Sin embargo, aquí, la autora coloca en el centro de una unidad familiar tradicional el espinoso tema de la violencia machista y el consentimiento sexual. Miren -estupenda Nagore Aranburu- denuncia por violación a su marido, Íñigo -fantástico Pedro Casablanc-, y la historia se convierte enseguida en un estupendo ejercicio de tensión. Primero, porque de entrada no conocemos a ninguno de los personajes. La directora y guionista ha decidido enseñarnos primero a Jon (Iván Pellicer) haciendo el amor con una chica, de forma tierna y pasional. Pero no sabemos quién es ese joven hasta que se enfrenta a la dolorosa confesión de su madre. Al hermano de Jon, Aitor (Miguel Bernardeau), nos lo presentan precisamente por cómo reacciona a la noticia. Por último, la aparición del acusado, de Íñigo, se retrasa disparando nuestra curiosidad. ¿Quién es ese marido capaz de violar, presuntamente, a su mujer durante 20 años? El manejo de la tensión y de lo incómodo es estupendo en el primer episodio de la serie. La segunda entrega se dedica a despejar, muy poco a poco, las interrogantes planteadas. El guión pone en situaciones cotidianas a los protagonistas para que su verdadera naturaleza y sus intenciones se vayan despejando. Cuando Íñligo reúne a sus hijos para leer la denuncia de su mujer ¿Hace lo que haría cualquier padre dolido? ¿O está manipulando a sus hijos? El guión es modélico en la sutileza con la que nos va diciendo cómo puede ser realmente Ílñigo y da indicios de cómo ejerce su poder sobre su familia. Querer despliega todas las constantes de un caso de violencia machista en la vida real: las dudas sobre los hechos, el aislamiento de la víctima, su cuestionamiento y victimización; el que todo el entorno sospechara que se estaba produciendo una situación de agresión machista pero nadie hiciera nada al respecto. Lo más siniestro es cómo se insinúa que el personaje de Aitor pueda llegar a ser el continuador de una terrible herencia. Necesariamente, el tercer episodio se convierte en tones en cine judicial. Con rigor quirúrgico, Alauda Ruiz de Azúa nos presenta los dos testimonios enfrentados. Íñigo hace su relato y Miren el suyo. La directora nunca cae en la tentación del flashback, de enseñarnos lo que ocurría de puertas para dentro en el matrimonio protagonista. Es la palabra de uno contra la del otro, como en la vida real. Y viendo ese tercer capítulo no se puede evitar pensar si algún espectador ha decidido creer a Íñigo en lugar de a la víctima. El guión se mantiene en una relativa ambigüedad, en el sentido de que nunca muestra nada que decante evidentemente la balanza. Nos proporciona únicamente los indicios necesarios, lo que se podría ver desde fuera. Y si la interpretación de Nagore Aranburu es fantástica por cómo consigue que su personaje cargue con su dolor en silencio, resultando incluso antipática, la actuación de Pedro Casblanc es portentosa al crear a un villano cuya oscuridad solo podemos adivinar porque nunca sale a flote de cara al público. Sin embargo, Alauda Ruiz de Azúa tampoco cede a la tentación de crear un monstruo, porque prefiere cargar las tintas en su entorno familiar y social, en cómo en aras de una tóxica idea de la familia como status quo, la mayoría prefiere callar, hacer la vista gorda e incluso negar el horror. Una de las series del año.

STOP MOTION -TERROR FOTOGRAMA A FOTOGRAMA


El
stop motion es una cuestión de textura. Mi fascinación por esta técnica cinematográfica tiene mucho que ver con la piel de oso que recubre la armadura del simio gigante en King Kong (1933) o con la epidermis de caucho de los dinosaurios y monstruos animados por Ray Harryhausen, incluso con el fieltro del reno de Rudolph the Red-Nosed Reindeer (1964). Esa fisicidad de las figuras que se mueven fotograma a fotograma, unida a cómo incide en ellas la luz, es lo que le da al stop motion una cualidad única. Hay otro misterio, el del imperceptible salto entre fotograma y fotograma, esa pequeña imperfección que crea una magia muy particular que no tiene la animación tradicional ni la generada por ordenador, mucho más fluidas y perfectas. Sobre ideas similares gira la estupenda Stop Motion (2023) del británico Robert Morgan, que nos presenta a una joven animadora, Ella Blake (Aisling Franciosi), marcada por su amor al absorbente, paciente y solitario arte de la animación artesanal, marcada por una madre terrible (Stella Gonet), también animadora, que ha decidido convertir a su hija en sus ‘manos’ para poder seguir creando tras sufrir artritis. La vida de Ella cambia tras el encuentro con una misteriosa niña (Caoilinn Springall) que será capaz de desbloquear su creatividad. La película es un oscuro drama de terror psicológico, en el que Ella intenta llevar a cabo una película de terror que parece salida de la mente del Phil Tippett de Mad God (2021). Poco a poco, las fronteras entre la realidad, la fantasía y la locura se van difuminando para llevarnos a territorios de horror puro en los que Morgan juega con la idea de cómo la creatividad artística puede surgir de los rincones más oscuros de la mente, poniendo en peligro la cordura y de cómo de lo inerte puede surgir algo parecido a la vida. Morgan crea escenas oníricas que rozan lo lyncheano, pero sobre todo incide en la fisicidad del stop motion para crear momentos de body horror en los que la carne se funde en una pesadilla en la que la degeneración psíquica va a la par de la orgánica. Stop Motion es oscura y está llena de ideas e imágenes inquietantes, una propuesta original y macabra muy recomendable.

SMILE 2 -FENÓMENO FAN


Qué larga es la sombra de Stanley Kubrick. En la memoria cinéfila está grabada la mirada aterradora y la sonrisa demente de personajes como Alex DeLarge (Malcolm McDowell) en La naranja Mecánica (1972), del recluta ‘Patoso’ (Vincent D’Onofrio) en La chaqueta metálica (1987) y, por supuesto, la de Jack Torrance (Jack Nicholson) en El resplandor (1980). El director y guionista Parker Finn hizo de esa mirada la premisa de la eficaz Smile (2022), que se valía del mecanismo de una extraña maldición con reglas -más o menos- concretas para generar terror, siguiendo la estela de cintas como la japonesa The ring (1998), Destino final (2000) o It Follows (2014). Ahora, Finn parece hacer explícita esa influencia de Kubrick al contar nada menos que con el hijo de Jack Nicholson, Ray, cuya sonrisa diabólica es idéntica a la del padre, en la magnífica Smile 2 (2024). Aquí, como en la primera película, Finn vuelve a hablar de la salud mental, pero esta vez decide hacerlo a través de una estrella de la música pop, Skye Riley, a la que da vida una tremenda Naomi Scott -con un look post-Madonna que me recuerda a la Marta Sánchez de los 80-. Mientras Lady Gaga desperdicia su talento en Joker: Folie à Deux (2024), Taylor Swift revoluciona el planeta entero llenando estadios, y el documental sobre Bad Gyal rompe la taquilla española en salas, el cine busca, quizás, replicar el atractivo de las estrellas femeninas de la música popular y el fenómeno fan. Lo ha hecho este año M. Night Shyamalan con su propia hija en La trampa (2024) y ahora lo hace Finn con esta secuela en la que, de forma muy ambiciosa, explora la presión mediática, personal y económica a la que se enfrenta una artista de fama mundial. El resultado es fascinante, tanto que en algunos momentos nos dejamos atrapar por los conflictos de Skye Riley y se nos olvida que estamos viendo una cinta de sustos. Por suerte, Finn sabe mantenernos atrapados a través de una aproximación muy física al gore, haciendo que el espectador sufra en sus propias carnes los golpes, las heridas y las roturas de huesos y cartílagos. Smile 2 es tremendamente violenta y sangrienta, en un claro intento de mantener contento al aficionado al terror más duro. Pero en esta película el director eleva la ambición artística con un potente planteamiento visual que nos mete dentro de la historia y que juega a mantener al espectador siempre desequilibrado. Desde esos planos preciosos de la ciudad invertida, a los constantes juegos para desorientarnos y que no sepamos si lo que vemos es ‘real’ o está en la imaginación de la protagonista. Finn se deja llevar y consigue que su película sea una crítica despiadada de la industria del entretenimiento, lo que conecta su obra con otra película importante este año, La sustancia (2024), que también está claramente influida por Kubrick y que también establece como la máxima opresión del sistema la obligación de sonreír. Lo mejor de Smile 2 es cómo no tiene problemas para mutar de un género a otro: empezando por el terror, sobretodo el psicológico, claro, pero también con momentos de cine fantástico, de acción, del musical e incluso de la comedia. Una de las grandes películas del año con momentos tan potentes como el discurso de la protagonista en un acto benéfico, las dos escenas-espejo de Skye y sus bailarines o ese divertidísimo desenlace que redondea el relato y lo multiplica al máximo.

ANORA -LOS CUENTOS DE HADAS NO EXISTEN


La Palma de Oro en el Festival de Cannes de Anora (2024) confirma a Sean Baker como un director importante que ha crecido película a película desde la ya lejana Four Letter Words (2004), su ópera prima estrenada hace 20 años. Si aquella era una cinta modesta en la que se daba protagonismo a lo masculino, con personajes inmaduros, obsesionados con el sexo y existencialmente desorientados, el Baker maduro de sus últimos films se ha caracterizado por personajes femeninos poderosos. Su cine expresa una clara preocupación social, una denuncia de la desigualdad como consecuencia del capitalismo salvaje, lo que no impide que tenga un talento inaudito para crear personajes carismáticos aunque reprobables en sus actitudes, que escapan a los juicios morales gracias a la mirada humanista del director estadounidense. En Anora, la protagonista es una bailarina erótica, Ani -una espléndida Mikey Madison- cuyo camino se cruza con el hijo de una familia multimillonaria rusa, Ivan (Mark Eidelstein), con mucho dinero para gastar y ninguna responsabilidad -la imposibilidad de acceder al lujo de los favorecidos es otro tema recurrente en Baker, véase Prince of Broadway (2008)-. La película comienza como una actualización del cuento de La Cenicienta, o, más bien, una puesta al día del clásico del cine romántico, Pretty Woman (1990), abrazando de forma consciente todo lo problemático que hay detrás de la idea de que un hombre adinerado -un príncipe- se enamore de una prostituta, llevando el planteamiento hacia un mayor realismo. Baker juega con la idea de hacernos dudar de si Ani es una mujer empoderada que vende su cuerpo para sobrevivir o una mujer explotada sexualmente por el sistema cuya precariedad obliga a trabajar en el negocio del sexo y que necesita ser rescatada. Pero enseguida la película muta a una comedia gamberra de mafiosos rusos -liderados por un actor habitual en la filmografía de Baker, Karren Karagulian, que está brillante- que se lanzan en una búsqueda por toda la ciudad -en plan Jo, ¡qué noche! (1985)- para luego virar una última vez hacia el drama, en un tramo final en el que Baker revela sus cartas y cierra la película con una fuerza extraordinaria que lleva a la reflexión. El director de la estupenda The Florida Project (2017) siempre ha mantenido un discurso crítico hacia la industria del entretenimiento como responsable de vender un sueño americano que nunca ha existido, con Disney como blanco preferido incluso desde su mencionada primera obra y hasta Anora: por si hacía falta, Baker nos dice que los cuentos de hadas no existen, y que mientras los príncipes azules viven sin reparar en gastos, hay mujeres que necesitan vender su dignidad para sobrevivir. Una de las mejores películas del año.