Me da miedo pensar que, a los ojos del espectador actual, lo de Romeo por Julieta era realmente una relación tóxica. Que ahora pensemos que Romeo no tenía ninguna razón para quitarse la vida tras la muerte de Julieta y que podría haber rehecho su vida -en la versión original de Shakespeare, de hecho, los famosos enamorados eran solo unos adolescentes-. Al fin y al cabo, si Romeo hubiese decidido no llevar su amor al extremo, habría visto despertar a Julieta y habrían sido felices. Pero eso, quizás, habría decepcionado -aunque sea un poco- a la joven Capuleto y, seguramente, ese final no habría hecho de esa historia una obra inmortal. En esa misma línea de pensamiento, quizás, Orfeo debió aceptar la inevitabilidad de la muerte y no viajar a los infiernos para rescatar a Eurídice. Que vivimos tiempos materialistas es evidente si escuchamos a todos esos graciosillos que insisten en que Jack cabía perfectamente en la tabla con Rose en Titanic (1998). Qué pesados. Por todo esto me parece preciosa la historia que plantea Carlos Marques-Marcet en Polvo serán (2024), en la que el amor que comparten sus protagonistas, Flavio y Claudia, es la gran baza. Ella sufre una enfermedad terminal y él decide acompañarla hasta el final. Tras las magníficas Los destellos y La habitación de al lado, esta es la tercera película española estrenada en 2024 que habla de la muerte y de los conflictos que supone enfrentarse al final de todo. Y no podían ser tres películas más diferentes. Aquí es una pareja que se quiere la que se enfrenta al fin de la existencia y son interpretados por dos actores maravillosos como Ángela Molina y Alfredo Castro, que llenan la pantalla y desarrollan personajes complejos, contradictorios, muy humanos en sus diferentes roles vitales como personas, parejas y padres. Marques-Marcet crea una familia alrededor de ellos, a la que dan vida Mònica Almirall, Alván Prado y Patricia Bargalló, como tres 'hermanos' que han madurado a pesar de los traumas provocados por las decisiones de sus padres. Polvo serán es un drama intenso en el que el director da espacio a los actores para desarrollar escenas de alto voltaje emocional. Y luego están los números musicales, que se van mezclando con la realidad de lo que nos cuentan casi sin que nos demos cuenta -esos sorprendentes sanitarios que se ponen a danzar, como salidos de la nada- y hasta apoderarse de la película en ese fantástico número musical de esqueletos inspirado en los clásicos de la época dorada de Hollywood. Polvo serán es una historia emocionante sobre un tema que sigue siendo tabú y que invita a la reflexión sobre la vida, la muerte y sobre todo acerca del amor. ¿Nos hemos vuelto demasiado cínicos?
POLVO SERÁN -HASTA QUE LA MUERTE NO LOS SEPARE
Me da miedo pensar que, a los ojos del espectador actual, lo de Romeo por Julieta era realmente una relación tóxica. Que ahora pensemos que Romeo no tenía ninguna razón para quitarse la vida tras la muerte de Julieta y que podría haber rehecho su vida -en la versión original de Shakespeare, de hecho, los famosos enamorados eran solo unos adolescentes-. Al fin y al cabo, si Romeo hubiese decidido no llevar su amor al extremo, habría visto despertar a Julieta y habrían sido felices. Pero eso, quizás, habría decepcionado -aunque sea un poco- a la joven Capuleto y, seguramente, ese final no habría hecho de esa historia una obra inmortal. En esa misma línea de pensamiento, quizás, Orfeo debió aceptar la inevitabilidad de la muerte y no viajar a los infiernos para rescatar a Eurídice. Que vivimos tiempos materialistas es evidente si escuchamos a todos esos graciosillos que insisten en que Jack cabía perfectamente en la tabla con Rose en Titanic (1998). Qué pesados. Por todo esto me parece preciosa la historia que plantea Carlos Marques-Marcet en Polvo serán (2024), en la que el amor que comparten sus protagonistas, Flavio y Claudia, es la gran baza. Ella sufre una enfermedad terminal y él decide acompañarla hasta el final. Tras las magníficas Los destellos y La habitación de al lado, esta es la tercera película española estrenada en 2024 que habla de la muerte y de los conflictos que supone enfrentarse al final de todo. Y no podían ser tres películas más diferentes. Aquí es una pareja que se quiere la que se enfrenta al fin de la existencia y son interpretados por dos actores maravillosos como Ángela Molina y Alfredo Castro, que llenan la pantalla y desarrollan personajes complejos, contradictorios, muy humanos en sus diferentes roles vitales como personas, parejas y padres. Marques-Marcet crea una familia alrededor de ellos, a la que dan vida Mònica Almirall, Alván Prado y Patricia Bargalló, como tres 'hermanos' que han madurado a pesar de los traumas provocados por las decisiones de sus padres. Polvo serán es un drama intenso en el que el director da espacio a los actores para desarrollar escenas de alto voltaje emocional. Y luego están los números musicales, que se van mezclando con la realidad de lo que nos cuentan casi sin que nos demos cuenta -esos sorprendentes sanitarios que se ponen a danzar, como salidos de la nada- y hasta apoderarse de la película en ese fantástico número musical de esqueletos inspirado en los clásicos de la época dorada de Hollywood. Polvo serán es una historia emocionante sobre un tema que sigue siendo tabú y que invita a la reflexión sobre la vida, la muerte y sobre todo acerca del amor. ¿Nos hemos vuelto demasiado cínicos?
ESCAPE -LA LÓGICA DE LO IMPOSIBLE
JURADO Nº 2 -TAN SIMPLE COMO ESO
EL REINO DE KENSUKE -LA LLAMADA DE LA AVENTURA
MARCO -REFLEJAR LA REALIDAD
En los primeros compases de Marco (2024), un plano subjetivo nos muestra al protagonista, Enric Marco (Eduard Fernández), lavándose las manos en un baño. Luego, la cámara alza la mirada para que el personaje se vea de frente en el espejo. Lo normal es que ningún espectador repare en este plano, cuya naturalidad es incuestionable y que pasa desapercibido en una historia basada en hechos reales. Pero pensemos un poco. Si el actor, Eduard Fernández, está delante del espejo ¿Por qué no se ve la cámara justo detrás de él?. Ignoro la respuesta, pero me puedo imaginar una solución: el actor mira realmente a cámara, mientras el marco del espejo está falseado. Espero que aceptéis esta elucubración como plausible ya que me sirvo de ella para expresar lo que tiene el cine de reconstrucción de la realidad incluso para fabricar los momentos más cotidianos, en los que no nos fijamos, esos que damos por sentado. Esa imagen, la de Enric Marco mirándose al espejo, se repite desde diferentes ángulos a lo largo de una película cuya tesis principal es la distancia que existe entre cualquier persona y su reflejo de cara a los demás, entre el horror de lo que ocurrió en los campos de concentración del nazismo y lo que cuentan los supervivientes, en definitiva, la distancia entre la realidad y la ficción, entre la verdad y el cine. Los directores, Aitor Arregi y Jon Garaño, presentan primero su película como si fuese un documental, con imágenes de archivo y colocándonos en un contexto histórico. Lo siguiente que vemos es la claqueta del rodaje de la propia película, que marca el inicio de la ficción. Durante el metraje veremos entonces a un inmenso Eduard Fernández interpretar a Enric Marco, el famoso impostor que se hizo pasar por un superviviente de un campo de concentración, al que acompaña en cada paso su mujer, Laura, una estupenda Nathalie Poza. La película funciona con un doble dispositivo hitchcockiano: primero nos hace identificarnos con un mentiroso y luego genera suspense sobre en qué momento será descubierto y qué pasará cuando esto ocurra. Arregi y Garaño nos regalan un estupendo film tenso y muy entretenido, que nos mantiene aterrados ante un desenlace inevitable. Y por debajo de esta historia de intriga, realizada con la mayor eficacia, subyacen los temas antes expuestos. ¿No somos todos unos farsantes en mayor o menor medida? Los espectadores con menos imaginación suelen buscar historias basadas en hechos reales para poder suspender su incredulidad, pero aquí, los directores confiesan que aunque han partido de un hecho real, no les ha quedado más remedio que dejarse llevar por la ficción. En el último tercio de la película, los directores introducen de nuevo imágenes reales que se mezclan con su propia recreación, con un Eduard Fernández caracterizado. ¿Y no es parte del juego de la ficción que nos tengamos que creer esa caracterización, por muy conseguida que sea?. En la película hay un momento estupendo -¡Y real!- en el que vemos al escritor Javier Cercas -el verdadero- en la presentación de su novela, El impostor (2014), que interrumpe Enric Marco -el de la ficción-. Valiéndose del plano contra plano, la película nos presenta un diálogo entre lo real -Javier Cercas- y lo simulado -Eduard Fernández- y es justamente el impostor el que acusa de mentiroso al escritor. Cercas dice, estupefacto, que no es usual que un personaje se presente ante el escritor de una novela. Arregi y Garaño convierten así a Enric Marco en una metáfora del cine y rizan el rizo cuando el personaje interpretado por Fernández acude a ver un documental sobre su historia. El Marco de película se ve reflejado en la pantalla, pero el que sale allí es el Marco de la vida real.
QUERER -LA FAMILIA
Querer (2024) de Alauda Ruiz de Azúa supone una nueva aproximación de la directora al tema de la familia tras la aclamada Cinco lobitos (2022). Sin embargo, aquí, la autora coloca en el centro de una unidad familiar tradicional el espinoso tema de la violencia machista y el consentimiento sexual. Miren -estupenda Nagore Aranburu- denuncia por violación a su marido, Íñigo -fantástico Pedro Casablanc-, y la historia se convierte enseguida en un estupendo ejercicio de tensión. Primero, porque de entrada no conocemos a ninguno de los personajes. La directora y guionista ha decidido enseñarnos primero a Jon (Iván Pellicer) haciendo el amor con una chica, de forma tierna y pasional. Pero no sabemos quién es ese joven hasta que se enfrenta a la dolorosa confesión de su madre. Al hermano de Jon, Aitor (Miguel Bernardeau), nos lo presentan precisamente por cómo reacciona a la noticia. Por último, la aparición del acusado, de Íñigo, se retrasa disparando nuestra curiosidad. ¿Quién es ese marido capaz de violar, presuntamente, a su mujer durante 20 años? El manejo de la tensión y de lo incómodo es estupendo en el primer episodio de la serie. La segunda entrega se dedica a despejar, muy poco a poco, las interrogantes planteadas. El guión pone en situaciones cotidianas a los protagonistas para que su verdadera naturaleza y sus intenciones se vayan despejando. Cuando Íñligo reúne a sus hijos para leer la denuncia de su mujer ¿Hace lo que haría cualquier padre dolido? ¿O está manipulando a sus hijos? El guión es modélico en la sutileza con la que nos va diciendo cómo puede ser realmente Ílñigo y da indicios de cómo ejerce su poder sobre su familia. Querer despliega todas las constantes de un caso de violencia machista en la vida real: las dudas sobre los hechos, el aislamiento de la víctima, su cuestionamiento y victimización; el que todo el entorno sospechara que se estaba produciendo una situación de agresión machista pero nadie hiciera nada al respecto. Lo más siniestro es cómo se insinúa que el personaje de Aitor pueda llegar a ser el continuador de una terrible herencia. Necesariamente, el tercer episodio se convierte en tones en cine judicial. Con rigor quirúrgico, Alauda Ruiz de Azúa nos presenta los dos testimonios enfrentados. Íñigo hace su relato y Miren el suyo. La directora nunca cae en la tentación del flashback, de enseñarnos lo que ocurría de puertas para dentro en el matrimonio protagonista. Es la palabra de uno contra la del otro, como en la vida real. Y viendo ese tercer capítulo no se puede evitar pensar si algún espectador ha decidido creer a Íñigo en lugar de a la víctima. El guión se mantiene en una relativa ambigüedad, en el sentido de que nunca muestra nada que decante evidentemente la balanza. Nos proporciona únicamente los indicios necesarios, lo que se podría ver desde fuera. Y si la interpretación de Nagore Aranburu es fantástica por cómo consigue que su personaje cargue con su dolor en silencio, resultando incluso antipática, la actuación de Pedro Casblanc es portentosa al crear a un villano cuya oscuridad solo podemos adivinar porque nunca sale a flote de cara al público. Sin embargo, Alauda Ruiz de Azúa tampoco cede a la tentación de crear un monstruo, porque prefiere cargar las tintas en su entorno familiar y social, en cómo en aras de una tóxica idea de la familia como status quo, la mayoría prefiere callar, hacer la vista gorda e incluso negar el horror. Una de las series del año.
STOP MOTION -TERROR FOTOGRAMA A FOTOGRAMA
El stop motion es una cuestión de textura. Mi fascinación por esta técnica cinematográfica tiene mucho que ver con la piel de oso que recubre la armadura del simio gigante en King Kong (1933) o con la epidermis de caucho de los dinosaurios y monstruos animados por Ray Harryhausen, incluso con el fieltro del reno de Rudolph the Red-Nosed Reindeer (1964). Esa fisicidad de las figuras que se mueven fotograma a fotograma, unida a cómo incide en ellas la luz, es lo que le da al stop motion una cualidad única. Hay otro misterio, el del imperceptible salto entre fotograma y fotograma, esa pequeña imperfección que crea una magia muy particular que no tiene la animación tradicional ni la generada por ordenador, mucho más fluidas y perfectas. Sobre ideas similares gira la estupenda Stop Motion (2023) del británico Robert Morgan, que nos presenta a una joven animadora, Ella Blake (Aisling Franciosi), marcada por su amor al absorbente, paciente y solitario arte de la animación artesanal, marcada por una madre terrible (Stella Gonet), también animadora, que ha decidido convertir a su hija en sus ‘manos’ para poder seguir creando tras sufrir artritis. La vida de Ella cambia tras el encuentro con una misteriosa niña (Caoilinn Springall) que será capaz de desbloquear su creatividad. La película es un oscuro drama de terror psicológico, en el que Ella intenta llevar a cabo una película de terror que parece salida de la mente del Phil Tippett de Mad God (2021). Poco a poco, las fronteras entre la realidad, la fantasía y la locura se van difuminando para llevarnos a territorios de horror puro en los que Morgan juega con la idea de cómo la creatividad artística puede surgir de los rincones más oscuros de la mente, poniendo en peligro la cordura y de cómo de lo inerte puede surgir algo parecido a la vida. Morgan crea escenas oníricas que rozan lo lyncheano, pero sobre todo incide en la fisicidad del stop motion para crear momentos de body horror en los que la carne se funde en una pesadilla en la que la degeneración psíquica va a la par de la orgánica. Stop Motion es oscura y está llena de ideas e imágenes inquietantes, una propuesta original y macabra muy recomendable.