Poco puedo decir yo sobre un clásico del cine de terror como Demons. El espectador desprevenido -ignorante- puede confundirla con una casposa Serie B. En parte lo es. Esos demonios que atacan a los protagonistas parecen salidos de un exploitation de Posesión Infernal (Sam Raimi, 1981), cambiando la cabaña en el bosque por un cine -el Metropol- y el lovecraftiano Necronomicon por una máscara, en lo que seguramente es un guiño del director, Lamberto Bava, a una de las grandes películas de su padre, La máscara del Demonio (Mario Bava, 1960).
Sí, los demonios de Bava recuerdan a los deadites de Raimi, pero hay más semejanzas. La aproximación de ambos directores al género parece ser la misma: los dos se sirven de los clichés del cine de terror -gastados ya en los años 80- para hacer obras autoconscientes, postmodernas. Raimi lo consigue en parte por la vía del exceso, pero sobre todo con la utilización del lenguaje cinematográfico. Sirviéndose de todos los trucos de cámara y de montaje que le permite su bajísimo presupuesto, Posesión Infernal dice a gritos "esto es una película". Curiosamente, Demons hace lo mismo utilizando la metaficción: las víctimas de la historia son espectadores que asisten a un cine en el que se proyecta una película de terror. Concretamente, lo que parece un giallo. No es casualidad, ya que detrás de la producción está nada menos que Darío Argento. El giallo se había inaugurado con La muchacha que sabía demasiado (Mario Bava, 1962) y para 1985, Argento había firmado sus mejores obras: ese mismo año estrenaba la cumbre, Phemomena. Es quizás Demons el epílogo de un subgénero en decadencia que ya había sido absorbido por el slasher estadounidense de La noche de Halloween (John Carpenter, 1978) y Viernes 13 (Steve Miner, 1980) con sus innumerables secuelas. En esta línea, Demons parece hablar de un cambio generacional. Primero nos muestran a la chica protagonista, Cheryl (Natasha Hovey), rodeada de ancianos en el metro y al final la vemos morir -algo inaudito- a manos de un niño. El terror sobrenatural, inexplicable, infeccioso -como el cine zombie- parece sustituir al final explicativo y racional que desvelaba la identidad del asesino en el giallo. Precisamente, ese asesino ya no es la amenaza (externa), ahora son los propios protagonistas -los espectadores- los que se convierten en monstruos. Curiosamente, el final apocalíptico de Demons -ahí están las alusiones a las profecías de Nostradamus- con sus toques pulp o, más bien, auténticamente grindhouse -el héroe subido a una moto decapitando demonios dentro del cine con una espada samurái- prefigura los finales de las siguientes aventuras del Ash de Posesión Infernal: Terroríficamente muertos (Sam Raimi, 1987) y El ejército de las tinieblas (Sam Raimi, 1992).
Demons es cine dentro del cine y por eso hay que dar las gracias al Festival de Cine Fantástico de Madrid, Nocturna, por permitirnos verla en una pantalla grande. Para completar la magia, los que asistimos al pase recibimos una réplica de la entrada con la que los protagonistas acceden en la película al cine Metropol. A la salida, quizás, nosotros nos encontramos también con el fin del mundo.