Hay una diabólica tendencia en el Hollywood actual de reclutar a jóvenes directores prometedores del cine independiente, para ponerles al frente de sus aparatosas franquicias. La idea es maquiavélica, ya que intenta producir un éxito de taquilla sirviéndose de una fórmula supuestamente probada, pero al mismo tiempo reconoce la necesidad de un toque humano mínimo en el producto para poder conectar con el público. Lo malo es que en este intento de los ejecutivos de inyectarle alma a sus blockbusters, la joven promesa puede acabar perdiendo la suya. Marc Webb, se dio a conocer con la romántica y fresca (500) días juntos (2009), en la que convertía a Zooey Deschanel en la prototípica manic pixie dream girl. Tras este éxito, parecía lógico que se encargarse de hacer lo mismo con una Emma Stone pre-La La Land (2016) encargada de dar vida nada menos que a Gwen Stacy, eterna novia de Peter Parker, en el díptico formado por The Amazing Spiderman (2012) y The Amazing Spiderman 2: El poder de Electro (2014). Si bien Webb consiguió plasmar con acierto el romance pop de los cómics de Stan Lee y John Romita, fracasó finalmente por sobrepoblación de villanos en su segunda película -lo mismo le pasó a Sam Raimi en Spiderman 3 (2007)-. Fue entonces cuando el mencionado Hollywood demostró su cara más voraz al cancelar las futuras películas sobre el superhéroe arácnido, dejando a Webb en el paro y sometiéndonos a un nuevo reboot -el tercero en 15 años- con el inminente estreno de Spiderman: Homecoming. Pero esa es otra historia. La pregunta relevante aquí es si Marc Webb ha perdido su alma tras dos superproducciones o incluso si alguna vez la tuvo como artista. La respuesta es esta Un don excepcional, una pequeña y conmovedora historia humana sobre una niña superdotada y su conflictiva familia. Eso sí, Webb juega ya en otra liga: protagoniza un convincente Chris Evans, a pesar de sus músculos de Capitán América, apoyado por Octavia Spencer, nominada a un Oscar por Figuras ocultas (2016). Con estas estrellas y un guión de Tom Flynn, Webb despliega una puesta en escena francamente convencional, siempre al servicio de la historia, pero también muy efectiva. El director consigue dotar de una gran humanidad a sus personajes, confirmando lo conseguido en sus películas anteriores, incluyendo las de Spiderman. Todos los actores están estupendos, especialmente la niña protagonista, Mckenna Grace, adorable a pesar de buscar nuestra lágrima, creíble como infante aunque demuestre ser capaz de resolver ecuaciones matemáticas imposibles. Un don excepcional es un drama humano que adquiere en cierto momento la forma de un film de género judicial, lo que le permite estructurar sus conflictos familiares. Pero en definitiva, la película nos habla de educación. Todos sus personajes son educadores. ¿Debemos criar a nuestros hijos para ser exitosos o simplemente felices? Esta pregunta se explora sin caer en respuestas fáciles y es un gran mérito del guión el equilibrar la propuesta más demagoga, la del hombre común que disfruta de las cosas sencillas, sin demonizar una postura más elitista de sacrificio privilegiado por un posible legado. Todos tienen su parte de razón, lo que hace que el film mantenga siempre el interés. Y en algún momento de la película, como en la escena de la sala de espera del paritorio, Marc Webb consigue construir un instante verdaderamente emocionante. Quizás, después de todo, el director ha conseguido salvaguardar su alma.
UN DON EXCEPCIONAL: CÓMO EDUCAR A UN GENIO
Hay una diabólica tendencia en el Hollywood actual de reclutar a jóvenes directores prometedores del cine independiente, para ponerles al frente de sus aparatosas franquicias. La idea es maquiavélica, ya que intenta producir un éxito de taquilla sirviéndose de una fórmula supuestamente probada, pero al mismo tiempo reconoce la necesidad de un toque humano mínimo en el producto para poder conectar con el público. Lo malo es que en este intento de los ejecutivos de inyectarle alma a sus blockbusters, la joven promesa puede acabar perdiendo la suya. Marc Webb, se dio a conocer con la romántica y fresca (500) días juntos (2009), en la que convertía a Zooey Deschanel en la prototípica manic pixie dream girl. Tras este éxito, parecía lógico que se encargarse de hacer lo mismo con una Emma Stone pre-La La Land (2016) encargada de dar vida nada menos que a Gwen Stacy, eterna novia de Peter Parker, en el díptico formado por The Amazing Spiderman (2012) y The Amazing Spiderman 2: El poder de Electro (2014). Si bien Webb consiguió plasmar con acierto el romance pop de los cómics de Stan Lee y John Romita, fracasó finalmente por sobrepoblación de villanos en su segunda película -lo mismo le pasó a Sam Raimi en Spiderman 3 (2007)-. Fue entonces cuando el mencionado Hollywood demostró su cara más voraz al cancelar las futuras películas sobre el superhéroe arácnido, dejando a Webb en el paro y sometiéndonos a un nuevo reboot -el tercero en 15 años- con el inminente estreno de Spiderman: Homecoming. Pero esa es otra historia. La pregunta relevante aquí es si Marc Webb ha perdido su alma tras dos superproducciones o incluso si alguna vez la tuvo como artista. La respuesta es esta Un don excepcional, una pequeña y conmovedora historia humana sobre una niña superdotada y su conflictiva familia. Eso sí, Webb juega ya en otra liga: protagoniza un convincente Chris Evans, a pesar de sus músculos de Capitán América, apoyado por Octavia Spencer, nominada a un Oscar por Figuras ocultas (2016). Con estas estrellas y un guión de Tom Flynn, Webb despliega una puesta en escena francamente convencional, siempre al servicio de la historia, pero también muy efectiva. El director consigue dotar de una gran humanidad a sus personajes, confirmando lo conseguido en sus películas anteriores, incluyendo las de Spiderman. Todos los actores están estupendos, especialmente la niña protagonista, Mckenna Grace, adorable a pesar de buscar nuestra lágrima, creíble como infante aunque demuestre ser capaz de resolver ecuaciones matemáticas imposibles. Un don excepcional es un drama humano que adquiere en cierto momento la forma de un film de género judicial, lo que le permite estructurar sus conflictos familiares. Pero en definitiva, la película nos habla de educación. Todos sus personajes son educadores. ¿Debemos criar a nuestros hijos para ser exitosos o simplemente felices? Esta pregunta se explora sin caer en respuestas fáciles y es un gran mérito del guión el equilibrar la propuesta más demagoga, la del hombre común que disfruta de las cosas sencillas, sin demonizar una postura más elitista de sacrificio privilegiado por un posible legado. Todos tienen su parte de razón, lo que hace que el film mantenga siempre el interés. Y en algún momento de la película, como en la escena de la sala de espera del paritorio, Marc Webb consigue construir un instante verdaderamente emocionante. Quizás, después de todo, el director ha conseguido salvaguardar su alma.
COLOSSAL: EL EFECTO ANNE HATHAWAY
El que una chica se rasque la cabeza puede provocar que un monstruo gigante destruya Seúl. No sé si Nacho Vigalondo se habrá inspirado en uno de mis momentos favoritos de la historia del cine, en el que un dinosaurio imposible baila imitando los movimientos de un niño. Esto ocurre en Yongary (Ki Duk Kim, 1967), la versión coreana del Godzilla japonés, en la que el saurio del título hace un alto en la destrucción de Seúl para ejecutar el mencionado baile a ritmo de rock and roll. La escena es absurda, pero mágica. En Colossal, un monstruo gigante también destruye Seúl, pero obviamente, tratándose del director de Los Cronocrímenes (2007), la película no va exactamente de eso. Si ya en Monsters (2010) o en la propia Godzilla (2014) -ambas de Gareth Edwards- la lucha entre colosos permanecía en un segundo plano, a otra escala, aquí la conexión del monstruo gigante con la vida de la protagonista, una inmensa Anne Hathaway -nunca la había visto así de bien- es mucho más directa, aunque igualmente distanciada. Podemos decir que tras Extraterrestre (2011) y Open Windows (2014), en Colossal, Vigalondo confirma que sus protagonistas viven sus historias a través de una pantalla. Una idea que obedece a partes iguales a un original planteamiento de ciencia ficción low cost, y a una forma mucho más cercana de hablarnos de nuestra realidad. Haced balance de cuántas cosas experimentáis directamente cada día y cuántas ocurren a través de un dispositivo. Es la tendencia actual de cierto cine independiente, la de plantear temas humanos, conflictos personales, utilizando elementos del cine de género, aquí el kaiju-eiga, y coartadas fantastique: es el caso de Seguridad no garantizada (2012), Coherence (2013), Personal Shopper (2016) y hasta la tramposa Un monstruo viene a verme (2016). La extraña bestia gigante sirve aquí al director y guionista como excusa para confeccionar una comedia amarga, poco romántica -para mí con un tono parecido al de Young Adult (2011)- que nos habla del amor, de la amistad, del sexo, del chantaje emocional, del control y del monstruo que llevamos dentro. Todo esto con un espíritu feminista y bañado en generosas dosis de alcohol. El cómo se reflejan los conflictos interiores de los personajes en la catástrofe que se ve en los telediarios, es una metáfora hermosa que, aunque abstracta, funciona muy bien: visualmente atractiva, mejora incluso cuando solo escuchamos el sonido de la devastación. Lo mejor es que Vigalondo evita ser pretencioso, con su habitual sentido del humor y con su especial ojo para el detalle humano: eleva a la categoría de imagen cinematográfica el tic nervioso de rascarse la cabeza de su protagonista. Creo que es su película más redonda y seguramente la mejor interpretación que ha conseguido de una actriz. ¿He dicho ya que no había visto a Anne Hathaway así de bien?
FARGO, TERCERA TEMPORADA: LA HISTORIA SE REPITE
No se puede ocultar que la tercera temporada de Fargo parece una reiteración de lo contado en las anteriores entregas (y en el film original), pero tampoco se puede negar su grandísima calidad. El show runner, Noah Hawley -guionista de todos los episodios y director del primero- recupera el tono de la temporada inicial y por tanto el de la película de los hermanos Coen de 1996. Es más, el autor reutiliza prácticamente el mismo esquema argumental, pero se las arregla para que el resultado sea novedoso y hasta sorprendente. Comento a continuación lo último de Hawley -talento a seguir, tras Legion-, aviso, con algunos spoilers y me propongo, incluso, ofrecer una interpretación de su final. Veamos. La narración de Fargo se ocupa de nuevo de crímenes que implican a personas comunes casi por accidente: Ray Stussy (Ewan McGregor) -un pringado en la línea de Jerry Lundegaard (William H. Macy), Lester Nygaard (Martin Freeman) y Ed Blumquist (Jesse Plemons)- forma pareja con Nikki Swango (Mary Elizabeth Winstead) -ambos se conocen, por cierto, como los héroes de Arizona Baby (1987)-. A los dos se les va de las manos lo que tenía que ser un simple robo, por confiar en el típico criminal chapucero (Scoot McNairy). Paralelamente, los empresarios Emmit Stussy (Ewan McGregor) y Sy Feltz (Michael Stuhlbarg) han pedido un préstamo a una entidad desconocida que acaba haciéndoles una OPA hostil, y que se revela como un sombrío imperio criminal capitaneado por el misterioso V.M. Varga (David Thewlis). Tenemos así dos elementos argumentales muy importantes. Por un lado, la casualidad: la mortal confusión de identidades por la coincidencia del apellido Stussy, que desencadena la historia policial; o que Nikki y Ray se dediquen a jugar al póker. Por otro lado, ocurre siempre en Fargo la revelación a personajes de existencia gris, pero tranquila, de un submundo de crimen y muerte que les supera. Hay una secuencia que resume esto en el episodio The Law of Inevitability. Mientras su mujer le desviste cariñosamente, en una escena cotidiana de una normalidad abrumadora, Sy Feltz, rompe a llorar. "El mundo está mal" dice. "Se parece a mi mundo, pero todo es diferente". Los crímenes y las muertes, han abierto los ojos a Sy al horror del vacío de la existencia. El velo de Maya se ha rasgado y Sy ya no podrá volver a sentir el calor de hogar en su chalet adosado lleno de modernos electrodomésticos.
Hablemos también del tono tan especial de lo que se cuenta en Fargo, producido por la contradicción entre lo narrado -muertes violentas, personajes enfrentados al fracaso y la soledad- que es absolutamente trágico, y la forma en la que suceden los hechos -a alguien le cae un aire acondicionado en la cabeza- y lo estrafalario de sus personajes -Ewan McGregor desdoblado en dos hermanos gemelos- que resulta más bien cómico. Conforme avanzan los episodios, el tono de farsa se va diluyendo según el conflicto entre los personajes se recrudece -explosiones de violencia, la paliza que recibe Nikki- y humillaciones varias -Sy obligado a beber orina por Varga-. Hawley, como los Coen, utiliza un relato criminal para contarnos algo más profundo, cuyo significado debemos esclarecer a pesar de las pistas falsas. Ese sentido oculto del relato suele personificarse en el antagonista. Aquí, el mencionado V.M. Varga es otro estupendo villano con coartada filosófica -como Lorne Malvo (Billy Bob Thornton)- la constatación descarnada de nuestra mortalidad -con un afilado discurso aristocrático- propenso a describir cada situación con deliciosas anécdotas supuestamente históricas. Varga, personaje de detalles sorprendentes -es bulímico- aparece de la nada como el demonio, se apodera de la vida de Emmit Stussy y acaba incluso abriendo sus regalos de Navidad, en la mayor violación concebible de la intimidad. Varga es un personaje muy superior a los que le rodean, a veces parece equiparable al narrador: tal es su conocimiento de lo que ocurre a su alrededor. En una escena significativa, Varga exige a un empleado de seguridad de pocas luces que le permita la entrada a las instalaciones, argumentando que el logo de la empresa de Stussy en la puerta de su vehículo es idéntico al que está impreso en la caseta del propio vigilante. En Fargo, los personajes capaces de atar cabos, de ver relaciones donde los demás perciben hechos aislados, se convierten en dueños de su destino (y suelen sobrevivir al final de la historia).
"Solo un intelectual puede creer en algo así de estúpido". Lo dice el policía Moe Dammick (Shea Whigham) el recurrente jefe de policía incompetente, limitado y machista. La frase resume el espíritu de esta ficción, en la que una mujer -Marge Gunderson (Frances Macdormand), Molly Solverson (Allison Tolman) y ahora Gloria Burgle (Carrie Coon)- es la única capaz de resolver el crimen, mientras todos a su alrededor se mueven como dormidos sin enterarse de que viven una existencia absurda, como diría Albert Camus. Burgle ve un patrón en la muerte de personas con apellido Stussy, aunque sea la casualidad la que la ponga sobre la pista definitiva, como es el encuentro con la policía Winnie López (Olivia Sandoval), que investiga un accidente de tráfico relacionado. Esta idea de la casualidad se verbaliza, creo yo, cuando el poco fiable productor cinematográfico del flashback del tercer episodio, explica su teoría sobre la vida. Howard Zinneman, interpretado por Fred Melamed -que aparece en otros Coen como ¡Ave, César! (2016) y Un tipo serio (2009)- explica que somos partículas y que solo existimos cuando chocamos con otros. Y es verdad que en Fargo la trama avanza sobre todo cuando se produce el hallazgo accidental de una pista, como el apellido Stussy en la taza de un WC. A pesar de su mayor capacidad intelectual, Gloria tendrá que sobreponerse a todo tipo de obstáculos, ya que los que la rodean son tan estúpidos que no reconocen su inteligencia: es el hilarante efecto Dunning-Kruger. La baja autoestima de Gloria se representa metafóricamente con su invisibilidad: por alguna razón no la detectan los sensores ópticos, las puertas automáticas no se abren a su paso.
Con estos personajes principales, la verdad es que Fargo se desarrolla de forma similar a las temporadas anteriores y a la propia película. Lo que no impide que la serie esté repleta de ideas y momentos brillantes. Como la utilización de Pedro y el lobo de Prokofiev que asigna a cada personaje de la serie uno del cuento -y un instrumento musical-. Así, el letal Yuri Gurka (Goran Bogdan) se identifica con el lobo -lleva una cabeza de dicho animal como sombrero-. Recordemos que el Lorne Malvo de la primera temporada también era identificado con ese depredador. No es el único guiño a la primera temporada, señalemos también que nombran a Sam Hess (Kevin O'Grady) y obviamente la reaparición de Mr. Wrench (Russell Harvard). Resaltemos además, el ya mencionado tercer episodio, que se desvía de la historia principal, para seguir una pista falsa, la del misterioso pasado del escritor Thaddeus Mobley (Thomas Mann), que en 1975 escribía novelas de ciencia ficción -ya salían OVNIS en la segunda temporada- de una space opera pre-Star Wars. Un episodio delicioso que recuerda a Gentleman Broncos (2009) y a la película dentro de la película de Argo (2012). Esto sin olvidar la fantástica -y triste- animación que recrea la novela de Mobley, sobre un robot solitario. Resaltan también los valores cinematográficos de la espectacular secuencia ralentizada de la emboscada al autobús de la prisión en Who rules the land of denial?. La tensa persecución posterior por un bosque nevado, un mini-film de supervivencia con Nikki y Wrench compartiendo destino al estar esposados el uno al otro. Los remordimientos de Emmit Stussy en una secuencia que recuerda a El corazón delator de Poe en Aporia. El tono kafkiano del tenso encuentro entre Nikki y Varga, situado en un hotel impersonal, destacando la imagen de esos hombres de negocios que llevan exactamente el mismo abrigo y maletín que él. Varga sabe camuflarse con la mediocridad, es como un fantasma. La idea febril de fabricar un falso asesino en serie, con dos modus operandi, que mata a los que lleven el apellido Stussy. Finalmente, la hermosa escena que resuelve el conflicto entre Nikki y Emmit Stussy, en el escenario de una solitaria carretera en mitad de la nada, deja muy claro el mensaje de Fargo (de la serie y de la película). En palabras de Gloria Burgle, el mundo no tiene sentido. Sin nosotros, esa carretera solitaria y ese paisaje desierto seguirían existiendo absurdamente. El único consuelo que encuentra Gloria ante esta constatación es la compañía -y el afecto- de otros en idéntica situación.
Para terminar, hay que hablar del gato de Shrödinger, teoría científica presente en el universo de los Coen de forma explícita en la película Un tipo serio (2009) -de la que Michael Stuhlbarg era protagonista- y sugerida en A propósito de Llewyn Davis (2013). El tema es introducido en esta temporada de Fargo por el fugaz personaje interpretado por Ray Wise -el padre de Laura Palmer en Twin Peaks-. Wise cuenta a Gloria una extraña anécdota sobre un soldado que, al partir al frente, firma un contrato con su novia, según el cual estarán casados durante un año siempre y cuando él vuelva con vida. De morir en combate, se haría efectivo el divorcio de forma retroactiva. Así, la mujer de la anécdota estaría casada y divorciada al mismo tiempo, durante un año, como el gato de Shrödinger está vivo y muerto dentro de la caja mientras esta no se abra. La última y preciosa escena de esta temporada, que enfrenta a Gloria y a Varga, acaba con el plano de una puerta que puede abrirse o no, lo que significa que tenemos un final feliz y uno amargo, al mismo tiempo.
SELFIE: COMEDIA DE LAS DOS ESPAÑAS
Quiere ser Selfie un retrato de las dos Españas, la de las tramas de corrupción y la de las plataformas antidesahucio. A eso remite el título, no solo a la costumbre más egocéntrica del millennial, sino al intento de describir a los votantes del PP y de Podemos, dos grupos muy diferentes, igualados por la mirada del autor, Víctor García León, que, básicamente, nos dice que todos son -somos- igual de idiotas. Con esta idea, que se podría prestar al chiste fácil, al estereotipo y a lo manido, García León vence dichas tentaciones adscribiéndose al falso documental según Ricky Gervais -The Office (2001)- con vocación de cámara oculta al estilo de Sasha Baron Cohen -Borat (2006)- como demuestra el afortunado cameo de Esperanza Aguirre. En esta historia, Bosco (Santiago Alverú) es el hijo de un imputado que lo pierde todo y se ve obligado a vivir en "territorio enemigo", en Lavapiés, multicultural barrio madrileño de okupas y perroflautas. Lo bueno es que García León no se conforma con caricaturizar al pijo de las juventudes peperas, sino que también tiene mala leche para los podemitas -ahí está la ridícula escena en la que el peterpanesco personaje de Javier Caramiñana juega al rol-. Sabemos que los retratos son fieles, pero al mismo tiempo el director y guionista busca personajes concretos, evitando generalizar. Estamos ante una comedia de la vergüenza ajena -no de la carcajada- que no tiene reparos en hacernos sentir incómodos: Bosco pasará de lo risible a lo miserable. Nos preguntaremos qué tan bajo puede llegar a caer. Lo que nos hará temblar cuando se crucen, en la vida del joven, un grupo de discapacitados, que aparecen protegidos por una ternura y un buen humor dignos de los mejores hermanos Farrelly. Selfie no puede ser más actual, y ese aire de inmediatez se consigue con la estrategia mencionada del falso documental, que aporta espontaneidad y frescura: incluso aprovecha momentos reales, dos o tres mítines políticos, lo que le da un aire de happening francamente estimulante. La única pega que podemos poner es la innecesaria justificación de la presencia de las cámaras, de un supuesto equipo de rodaje que sigue las andanzas del protagonista. Estamos ante una comedia que representa una pequeña tregua ante el aluvión de propuestas costumbristas de trazo grueso sobre las diferentes idiosincrasias españolas post Ocho apellido vascos (2014).
WONDER WOMAN: EN TIERRA DE HOMBRES
Lo que consigue Wonder Woman para las películas de superhéroes de DC Comics es tan importante como sencillo: recuperar el sentido de la diversión. Si la presencia de la amazona (Gal Gadot) fue lo más refrescante de la espesa Batman v. Superman (Zack Snyder, 2016), en su primer largometraje -habrá secuela- la historia de esta heroína consigue que volvamos a pasárnoslo bien. Wonder Woman es lo mejor que ha estrenado DC desde la estupenda -pero fría- trilogía de El caballero oscuro (2005-2012) de Christopher Nolan y un gran paso adelante con respecto a la decepcionante Escuadrón suicida (David Ayer, 2016). De hecho, yo no disfrutaba tanto desde la prehistórica Superman II (Richard Donner, 1980). Pasar un buen rato en el cine es algo que se le había olvidado a DC, mientras en la pequeña pantalla, las versiones catódicas de héroes menores -véanse The Flash y Supergirl- sí parecen tener clara la fórmula. Eso sin mencionar que Marvel Studios ha conseguido divertirnos -al menos- película tras película, y eso que van 15. De hecho, algo se fija esta Wonder Woman en sus rivales por la taquilla friki. La primera aventura de la guerrera, situada en la primera guerra mundial, parece una remezcla pulida y muy mejorada de Capitán América: El primer vengador (Joe Johnston, 2011) por su tono pulp de aventura retro; también de Thor (Kenneth Branagh, 2011) por colocar a un personaje mitológico entre mortales; sin olvidar el feminismo situado en una época machista que recuerda a la serie Agent Carter (2015-2016). También hay que decir que Wonder Woman no necesita mirarse en otros héroes. El personaje original tiene solera suficiente. Creada en 1941 por el psicólogo William Moulton Marston -y por su mujer- como un diáfano icono feminista, compitió cara a cara con Batman y Superman en cuanto a ventas y es de los pocos tebeos que se ha publicado casi ininterrumpidamente desde la llamada Edad de Oro del comic book. Debería resultarnos chocante que esta sea la primera película sobre el personaje tras 76 años de historia.
Y esta primera traslación de Wonder Woman a la pantalla grande es francamente estupenda. En gran parte debido al buen hacer de Patty Jenkins, que dirige su segundo largometraje tras Monster (2003). Si aquella era una aproximación femenina sobre los siempre masculinos asesinos en serie, esta se convierte en el primer gran éxito cinematográfico con superheroína al frente, tras fracasos sonados como Catwoman (2004) o Elektra (2005). Hablemos también del guionista: Allan Heinberg estaba predestinado a escribir esto. Heinberg tiene una fructífera carrera televisiva que incluye las mejores temporadas de Anatomía de Grey (2005); pero mencionemos también que su trabajo en Sexo en Nueva York (1998-2004) incluía un episodio que dejaba entrever su pasión por los cómics. En este, Carrie Bradshaw (Sarah Jessica Parker) se ligaba a un joven dibujante de tebeos y llegaba a comentar de Wonder Woman que le encantaba porque "incluso sus accesorios tienen superpoderes". Este interés de Heinberg por los superhéroes se tradujo en su participación directa en cómics como la estupenda Jóvenes Vengadores (2005) para Marvel y en la cabecera de la propia Wonder Woman para DC, aunque apenas escribiera cuatro números por sus compromisos televisivos. Por si fuera poco, Heinberg produjo un piloto para una serie de televisión en 2012, titulado Amazon, que no llegó a concretarse, pero que habría reunido a Diana Prince con Arrow en la cadena CW. Así que podemos decir que este film era para su guionista una cuenta pendiente.
En cuanto al casting, Gal Gadot encarna a perfección la belleza -sin duda- de la heroína, pero también cierta inocencia y su naturaleza de símbolo de todo lo "bueno" -la verdad, la paz, la libertad, el amor- aportando la dosis justa de humanidad. Igual de importante es su coprotagonista, Steve Trevor, interpretado por Chris Pine -el capitán Kirk del nuevo Star Trek- que habría sido un perfecto Capitán América y que aquí cumple como un héroe más mundano, con defectos y dudas humanas. A la pareja protagonista la secundan un grupo de mercenarios variopintos, algo así como unos Comandos aulladores -los de Nick Fury- o si lo preferís, unos Malditos bastardos (Quentin Tarantino, 2009) de tebeo. Como suele ser habitual, actores veteranos y solventes completan el reparto en pequeños papeles: Robin Wright, Danny Huston, y David Thewlis. No olvidemos a Elena Anaya en un rol que le exige ocultar su belleza. Todos estos son los ingredientes de cualquier blockbuster, pero aquí se mezclan con gracia, desenfado e incluso con algo de alma. Lo mejor de Wonder Woman es cómo transita del peplum -con sus referencias a la mitología griega- para pasar luego a la comedia romántica -con un punto de My Fair Lady (1964)- y continuar con el género bélico -ahí están las trincheras de Senderos de gloria (1957)- salpicado todo con mucho humor y con logradas escenas de acción ralentizadas a lo 300 (2006) -recordemos que Zack Snyder produce esto-. Es en el tramo estrictamente superheroico cuando el film decae un poco, en el enfrentamiento final con el gran enemigo misterioso que había permanecido en las sombras. Pero la película sobrevive gracias a su mensaje de amor -naive pero coherente con la idea original de Moulton- que conecta con el espíritu setentero y pop de la famosa serie de televisión: solo ha faltado un cameo de la espectacular Lynda Carter para que esto sea perfecto.
LA MOMIA: UNIVERSO ABORTADO
La momia es nada menos que la primera piedra de un proyecto que parecía entrañable, el del Dark Universe. La idea es reunir en una sola ficción a los monstruos clásicos de la Universal: Drácula, Frankenstein y su criatura, el hombre lobo, el hombre invisible, la criatura de la laguna negra y hasta el fantasma de la ópera. Un empeño más que apetecible que tiene un precedente obvio en los cócteles de monstruos de los años 40 que produjo la propia Universal -La zíngara y los monstruos (1940)- que también cultivó nuestro Paul Naschy -Los monstruos del terror (1970)- sin olvidar la divertida Una pandilla alucinante (1987) o incluso un intento reciente -y fallido- como Van Helsing (Stephen Sommers, 2004). Así nace esta nueva momia, por el interés -comercial- de generar un universo cinemático siguiendo el exitoso modelo de los superhéroes de Marvel -Guardianes de la galaxia Vol. 2 (2017)- el más discreto pero igualmente rentable de DC -Batman v. Superman (2016)- el recién nacido MonsterVerse que enfrentará a Godzilla y a King Kong tras Kong: La isla calavera (2017) sin olvidar la creciente franquicia de Star Wars, Cloverfield o el televisivo Arrowverso. El problema es que todo el entramado depende, siempre, del éxito de la primera película y, en este caso, hay que decir que La momia ha fallado artística y comercialmente, poniendo en peligro las siguientes entregas, que incluyen una novia de Frankenstein dirigida por Bill Condon, autor de la estupenda Dioses y monstruos (1998) -frase recurrente, por cierto, en esta cinta- sobre los últimos años de James Whale, director de El doctor Frankenstein (1931)- y que contará con Javier Bardem como la criatura. También espera turno Johnny Deep para encarnar al hombre invisible de H.G. Wells, cuya película original fue dirigida también por Whale en 1933. Peligra el Dark Universe y eso que habían confiado el proyecto en Tom Cruise, actor y productor incombustible cuyos últimos estrenos son más que interesantes: Jack Reacher (2012), Oblivion (2013), Al filo del mañana (2014) y la saga Misión Imposible. El actor afronta aquí la empresa con su habitual entusiasmo e intensidad, interpretando a un antihéroe llamado Nick Morton, más humano que Ethan Hunt y que habría sido un perfecto Nathan Drake de la saga de videojuegos Uncharted (2007-2016). Esta momia poco tiene que ver con el clásico del terror protagonizado por Boris Karloff, atmosférica y en un blanco y negro expresionista, dirigida por Karl Freund en 1932. Tampoco se parece a la revisión que hizo Terence Fisher para la Hammer en 1959, con los habituales Peter Cushing y Christopher Lee. Estamos aquí prácticamente ante una nueva versión de la simpática trilogía sobre la momia iniciada por Stephen Sommers en 1999 -protagonizada por Brendan Fraser y Rachel Weisz- que tenía como referente claro a Indiana Jones. Hablamos entonces de aventura y acción antes que de terror.
Esta nueva momia tiene un marcado sabor a serie B, que es lo mejor de la propuesta, pero también una gran desvergüenza para mezclar elementos de Fuerza Vital (Tobe Hooper, 1985), Un hombre lobo americano en Londres (John Landis, 1981), de los momentos álgidos de la propia filmografía de acción de Cruise y copiando la imagen más duradera de la referida momia de Sommers: la tormenta de arena que dibuja el rostro del monstruo. No hay atmósfera terrorífica en este film, sino enfrentamientos muy físicos con las criaturas sobrenaturales, casi como los mamporros que usa Sam Raimi en su trilogía de Evil Dead (1981-1992). Hay también mucho sentido del humor, aunque a veces algo simple, con constantes alusiones al desempeño sexual del personaje de Cruise. También aparecen zombies en masa como los de Guerra mundial Z (Marc Foster, 2013) y hasta templarios muertos vivientes: recordemos la tetralogía del gallego Amando de Ossorio sobre los Templarios ciegos. La gran innovación podría ser el protagonismo de una momia femenina, pero no olvidemos el precedente de Patricia Velásquez en las películas de Sommers. Aquí es innegable el atractivo de Sofia Boutella -Kingsman: Servicio secreto (2014)- que trasciende el esquematismo de un personaje que solo gana algún interés cuando se desvelan hechos de su pasado en el imprescindible flashback situado en el antiguo Egipto. Para enfrentarse a su amenaza, tenemos, primero, a la recurrente organización secreta tipo Hombres de negro (1997) y luego la idea de que para combatir un monstruo hace falta otro, como en Blade (1998), Hellboy (2004) o Yo, Frankenstein (2014). Tras hacer recuento de todos los elementos de La momia, encuentro que su gran debilidad es su incapacidad para resultar no ya original, sino, al menos, fresca. El guión tiene un ritmo ciertamente frenético, la historia no tiene pausa, pero quizás justamente por eso es incapaz de generar la atmósfera adecuada para el terror. Pero sobre todo debo criticar unos efectos especiales digitales poco convincentes que convierten a los monstruos en seres sin entidad y a sus héroes en personajes de videojuego. El principal responsable de todo esto es el director -y autor de la historia-, Alex Kurtzman discípulo de J.J Abrams que ha participado en Alias (2001), que ha creado Fringe (2008) pero también Sleepy Hollow (2013) y desarrollado Hawai 5.0 (2010) en televisión y guionista en cine de Mision Imposible III (2006), Transformers (2007), y Star Trek (2009), por mencionar sus mejores logros. En su primer largometraje como director, con el peso de tener que levantar el mencionado Dark Universe, creo que Kurtzman falla. Eso a pesar de buenas ideas, como la de un doctor Jekyll (Russell Crowe) que no se convierte en el malvado Mr. Hyde gracias a un suero, como en la versión clásica de Stevenson, sino justo lo contrario: debe inyectarse constantemente una droga para evitar que aflore su lado oscuro.
I AM NOT A SERIAL KILLER (BILLY O'BRIEN, 2016)
Tiene I Am Not A Serial Killer todos los elementos de una película de género -terror, fantástico, ciencia ficción- de los años 80. Un protagonista adolescente, friki -víctima de bullying en el cole- con un amiguete gracioso y con algo de sobrepeso, una madre divorciada y un padre ausente. El chaval vive en un pueblo pequeño y da largos paseos en bicicleta. Se disfraza en Halloween. Asiste a familiares fiestas navideñas. Acaba enfrentándose a una amenaza fuera de lo ordinario, que nadie a su alrededor se cree, lo que le permitirá descubrir algo sobre sí mismo, madurar y, de paso, echarse novia. Este esquema argumental describe películas como E.T., el extraterrestre (Steven Spielberg, 1982), Gremlins (Joe Dante, 1984) o Los Goonies (Richard Donner, 1985). Incluyamos además la presencia del actor Christopher Lloyd y tendremos el último ingrediente para ese sabor ochentero. Pero I Am Not A Serial Killer va un paso más allá. A pesar de este esquema de probado éxito, no estamos ante un revival. La película no se apoya en la nostalgia ni en los guiños a los títulos que he mencionado. De hecho, actualiza sus referentes. Basada en la novela de Dan Wells, aquí el protagonista, John Wayne Cleaver (Max Records), no cree en extraterrestres o vampiros -aunque su mejor amigo contemple la posibilidad de que existan los hombres lobo- sino que está obsesionado con los asesinos en serie, un monstruo mucho más contemporáneo que los clásicos antes mencionados. La razón de su obsesión es que él mismo podría ser un sociópata, lo que significa que estamos ante una película que coloca a un joven Dexter (2006-2013) en una aventura iniciática con toques del género americana a lo Stephen King. La falta de empatía del protagonista enrarece el film, que en algunos momentos puede resultar algo frío, a pesar de un negrísimo sentido del humor. Visualmente, el director, Billy O'Brien no apuesta por lo obvio, copiar a Spielberg -como sí hacen los hermanos roba-planos Duffer en Stranger Things (2016)- sino que opta por una planificación más propia del cine indie, pero con tendencia a la distancia, al plano general, decisión coherente con la personalidad distanciada de su protagonista y con su carácter de mero testigo, casi voyeur, ante los extraños sucesos que ocurren frente a él. Por esto creo que aunque el referente obvio de esta estupenda película pueda parecer ese pequeño clásico ochentero que es Noche de Miedo (Tom Holland, 1985), no hay que perder de vista otro precedente visual y tonal: Phantasm (Don Coscarelli, 1979).
LOVE: EL BACKSTAGE DEL AMOR
Planteada como una comedia romántica de sensibilidad indie, la primera temporada de Love se extendía en una larga presentación de sus personajes principales, Mickey (Gillian Jacobs) y Gus (Paul Rust), que no cruzaban sus destinos sentimentales hasta bien avanzada la trama. Un beso sellaba el final de esa primera entrega de la serie creada por Judd Apatow, por el propio Paul Rust y junto a la guionista Lesley Arfin. Esta segunda tanda de episodios, por tanto, es lo que ocurre después de ese beso. Y lo que nos cuentan no es precisamente un happy end, si no más bien su continuación lógica y realista: los siempre complicados comienzos de una relación. Porque el amor, el de verdad, es un montón de inseguridades, broncas, mentiras, un tira y afloja egoísta, una competición por quién está más comprometido en la relación o el agobio del que siente que le falta espacio. Si en la ficción nos suelen contar cómo nace el amor, en la vida real lo usual es ver cómo se acaba. Esta aproximación de Love desactiva el posible aburrimiento de ver una segunda temporada en la que los protagonistas ya están juntos. La estrategia es bombardear una relación incipiente utilizando las inseguridades de él y las adicciones de ella. El concepto es sencillo, detrás del amor está siempre el conflicto.
Love se presenta, además, como una radiografía actual y cercana de lo que significa enamorarse hoy. Si habéis tenido la suerte de tener la misma pareja desde hace más de diez años, no habréis experimentado el horrible flirteo vía Whatsapp, pero esta serie hace el retrato definitivo: la espera de ese mensaje que no llega; el desconectarse del mundo real para mirar la pantalla del móvil como un zombie; el traicionar la promesa de no escribir al otro con cualquier excusa (como la aparición de Michael Landon en la tele). En Friends Night Out, se describe, además, la vergüenza de estar enamorado de alguien mientras tus amigos se van de bares a ligar o, peor aún, están casados y tienen hijos. A Day es la dulce crónica de una primera cita cuando la pareja se está formando, con sus grandes interrogantes, como cuánto se puede mensajear al otro sin agobiarle o en qué momentos deben separarse los amantes para ir cada uno a su casa. Sin mencionar el encuentro casual con una expareja (Rich Sommer) que, en ese momento, conoce a Mickey mejor que Gus. The Work Party es la siempre incómoda presentación en sociedad de la pareja, a los compañeros de trabajo, con el desagradable encontronazo con otro ex (encima jefe) medio desquiciado -Brett Gelman como el doctor Greg Colter- y la superación del "qué dirán" a través de la liberación del baile. La serie intercala episodios sobre la relación amorosa principal, con tramas menores, menos logradas, como el coqueteo con las drogas, extraños episodios relacionados con el trabajo y compañeros de piso. En Forced Hiatus nos hablan sobre la dependencia económica, entre Gus y la niña actriz Arya -interpretada por Iris Apatow- y los padres de esta -uno de ellos es David Spade- o entre Randy (Mike Mitchell) y su novia Bertie (Claudia O´Doherty) compañera de piso de Mickey. Pero Love es, sin duda, Mickey y Gus. En Marty Dobbs asistimos al primer encuentro con el padre de ella -está genial Daniel Stern como el progenitor capullo-. En los capítulos siguientes, los guiones siguen explorando esos primeros -y aquí traumáticos- compases del amor: la primera bronca importante; el conflicto de intereses entre el proyecto individual y el de la pareja; las primeras decepciones entre ambos. La verdadera prueba de fuego llega en Liberty Down, que trata sobre una separación temporal de Mickey y Gus. The Long D deja claro que el afecto pierde su jurisdicción a determinadas distancias -Los Ángeles y Atlanta- lo que nos lleva a las posibles infidelidades. El final de la temporada, Back in Town, propone sin amargura que la mentira es necesaria para que exista la pareja. Lo que me lleva a reformular la primera frase de este artículo: Love es una comedia sobre el amor, pero quizás no es romántica.
THE LEFTOVERS: CREER O NO CREER, ESA ES LA CUESTIÓN
Se despide The Leftovers, la serie creada por Damon Lindeloff y Tom Perrotta -autor de la novela original- cuya premisa es la desaparición de un 2% de la población mundial. Un planteamiento que llevaría implícita la promesa de despejar la incógnita de a dónde ha ido toda esa gente. Pero seamos inteligentes. No caigamos de nuevo en el síndrome del final de Perdidos (2004-2010). El título de esta ficción da pistas de que esto va de los que se han quedado, no de los que han partido. Vayamos más allá: la ausencia inexplicable de seres queridos, familiares y amigos es una mera excusa argumental para situar a los personajes en un estado emocional concreto, en una angustia existencial que se traduce en una crisis de fe o en la necesidad de buscar consuelo en lo sobrenatural. The Leftovers habla de creer -o no- en algo. Apoya el interés de lo contado, en gran medida, en si lo que ocurre es real o falso. Y esta premisa se mantiene hasta la última frase del último episodio. Es más, podemos decir que esta es la serie de los personajes ausentes y de lo no contado. En esta temporada final, esta ficción sigue siendo una de las más ingeniosas y emotivas que yo haya visto. Aunque también es cierto que la fórmula de su estructura comenzaba a hacerse evidente: episodios dedicados a personajes individuales -herencia de Perdidos- por lo que el clímax de cada entrega es una escena intimista en la que el protagonista episódico se "desnuda" en un monólogo, siempre apoyado por los temas musicales recurrentes -November o The Departure- del genial Max Ritcher. Lo que importa aquí son los personajes, bastante más que los misterios. Pasemos ahora a analizar las últimas 8 entregas de la serie, pero, aviso, con algunos spoilers menores.
Como he dicho, el único tema es el de la fe: la secta del siglo XIX que espera que su Dios se los lleve en el estupendo prólogo del primer episodio; el fanatismo del Guilty Remnant, cuyo destino final descubrimos tras una transición temporal digna de 2001: Una odisea del espacio (1968); los desesperados que acuden al pueblo Milagro de Jarden, Texas, convencidos de que algo va a pasar; los idiotas que creen que Gary Busey bajará de los cielos; el pastor Matt Jamison (Christopher Eccleston) que predica milagros y espera una nueva desaparición masiva; el paranoico Dean (Michael Gaston), que teme que los perros hayan evolucionado para infiltrarse en el Gobierno; los clientes de John Murphy (Kevin Carroll) dispuestos a pagarle por su don para comunicarse con parientes fallecidos utilizando impresiones de manos manchadas de pintura; la mujer que oculta la verdad sobre su pareja, el hombre de la columna -referencia a Simón el Estilita que inspiró a Luis Buñuel-. Quieren creer también las misteriosas mujeres que buscan a Kevin Garvey (Justin Theroux) en Australia, lo que provoca la reaparición del padre de este (Scott Glenn); que protagoniza su propio episodio en solitario, en el que le vemos vivir una travesía del desierto literal y figurada -que me ha hecho pensar en La balada de Cable Hogue (Sam Peckinpah, 1971)-.
Repasemos entonces la trayectoria de los personajes principales. Rodeado de creyentes está el protagonista, Kevin, que en principio no tiene fe -es un tío simple y tatuado- pero respeta la de los demás, para que haya armonía en la comunidad que debe proteger como policía. Kevin piensa que las mentiras son necesarias para preservar la paz. Por ejemplo, le vemos insistir en la versión oficial sobre lo ocurrido con la secta del Guilty Remnant. Kevin es un escéptico, pero también es el héroe de la historia. Ha vivido -y sufrido- todo tipo de hechos inexplicables y sobrenaturales, incluyendo su propia resurrección. Hechos que han llevado al pastor Matt a escribir un nuevo nuevo testamento centrado en él -El libro de Kevin- como si fuera el mesías. Y Kevin acaba asumiendo el papel de "elegido" que le imponen. Es decir, se lo acaba creyendo. Justamente por eso, se retoman los supuestos problemas mentales de Kevin, esas alucinaciones que nos hacen dudar de todo lo que vemos, cuando es su punto de vista el predominante. Esto ocurre en un cuarto episodio ubicado también en Australia, que tiene como escenarios los no-lugares recurrentes de esta serie -y de Perdidos- como autobuses, aeropuertos y hoteles. Más tarde, el penúltimo capítulo ocurre, de nuevo, en el lugar indeterminado -el más allá- al que viajaba Kevin -tras morir- en International Assasin, en la segunda temporada. Esta historia tiene el mismo tono surrealista, buñueliano, similar al del cine del griego Yorgos Lanthimos, con referencias a los films de James Bond, un claro reflejo de las fantasías masculinas de Kevin (incluyendo chistes privados sobre su polla). Lo importante es que no sabemos si todo ocurre en la mente de Kevin.
El hermano de Nora, Matt Jamison, como en cada temporada, protagoniza su propio -y estupendo- episodio -It´s a Matt, Matt, Matt, Matt World- basado en un tema bíblico -aquí encontramos reminiscencias de Sodoma y Gomorra y del culto del becerro de oro- en el que se enfrenta a su propia crisis de fe: ¿Sufre alucinaciones Kevin? ¿Es un misterioso nuevo personaje, realmente, Dios? El diálogo que mantiene Matt con el supuesto Dios (Bill Camp) funciona dramáticamente para desnudar a su personaje, sin importar si este es realmente el todopoderoso o no, en una escena que es la esencia de The Leftovers. En cuanto a Laurie Garvey (Amy Brenneman), la fe también es el tema central, aunque sea por su ausencia. La terapeuta es la gran escéptica entre los personajes protagonistas y su falta de esperanza acaba marcando sus decisiones. ¿Cómo se explican si no sus tendencias? Laurie es la que ayuda a todos, pero también es un personaje roto, y ella no recibe ayuda de nadie.
Por último, Nora Durst -fantástica Carrie Coon- se protege del dolor de la pérdida de su familia con una coraza descreída. Su postura, además, es combativa. Nora se enfrenta, se burla de los que creen, pero cuando la esperanza es reencontrarse con sus hijos desaparecidos, incluso ella se deja llevar por la ilusión: en el primero de los dos episodios que protagoniza, aparece el protagonista de la sitcom Primos lejanos (1986) -reconoceréis su sintonía en la cabecera- Mark Linn-Baker, que introduce de la forma más original posible una organización misteriosa que recuerda bastante a la Iniciativa Dharma. Lo que nos llevará al gran final, soberbio, inteligente, lleno de intriga y sobre todo emocionante. The Book of Nora es el mejor cierre posible para una gran serie. ¿Responde a la premisa inicial? Sin duda, pero lo hace de una forma completamente inesperada, con una historia en la que no pasa casi nada, minimalista, hermosa -dirigida por Mimi Leder- que juega con nuestras expectativas y que responde al estilo de ciencia ficción low cost practicado, otra vez, en Perdidos. En la intensa escena final, Damon Lindeloff cumple dando la respuesta a la pregunta de a dónde ha ido toda esa gente. Pero no se traiciona, porque hace algo muy similar al odiado final de la serie sobre la isla. Lindeloff concede la solución al enigma, y es preciosa, poética, perfecta. Pero nos toca a nosotros decidir si creemos en ella... o no.
LADY MACBETH: CRÍMENES DE UNA MUJER BURGUESA
Si resulta complicado no ver a la Lady Macbeth de Shakespeare como una malvada, por su ambición y habilidad para manipular a su marido, otros personajes femeninos de la literatura clásica, enfrentados a la moral de su época -como Madame Bovary- son interpretadas hoy como heroínas pre feministas. Lady Macbeth, basada en la novela corta Lady Macbeth de Mtsenk (1865) del escritor ruso Nicolái Leskov, -convertida en ópera en 1934- nos muestra a una mujer dispuesta a todo para liberarse de las ataduras de la sociedad de su época. El británico William Oldroyd, que se estrena como director con este largometraje, y su guionista, Alice Birch, nos obligan a adoptar una mirada contemporánea sobre unos hechos narrados en el siglo XIX. Así, debemos entender las terribles decisiones de la protagonista, Katherine -una rotunda Florence Pugh- teniendo en cuenta los abusos que sufre a manos de su marido (Paul Hilton), su suegro (Christopher Fairbank) y de una sociedad que concibe a la mujer como algo parecido a una propiedad. A Katherine, su marido le dice que es parte de la compra de una casa y una tierra; y su sirvienta, Anna (Naomi Ackie), lejos de solidarizarse como mujer, la compara con los perros de su señor, que llevan demasiado tiempo atados. Oldroyd nos cuenta esta historia shakespereana de sexo y violencia en escenarios que recuerdan a Cumbres borrascosas, cuyo aislamiento aporta unidad y concreción al relato. No hay prácticamente banda sonora, sino un silencio sepulcral que acompaña rígidas composiciones visuales que hacen pensar en Vermeer. Los actores, defienden interpretaciones contenidas, evidenciando el origen teatral de Oldroyd. El tono general del relato es seco, compensando la pasión y la furia de lo que nos cuentan. A esto hay que sumar un personaje protagonista con la que resulta difícil identificarse. Lady Macbeth es un film áspero cuya mayor virtud es su trasfondo. Hoy, Katherine, sería sin duda una víctima, una mujer maltratada. Durante la historia, rechaza los roles impuestos a su género -vigentes todavía hoy- de esposa, madre e incluso de amante. Pero en la época que le ha tocado vivir, rebelarse a esas imposiciones significa enfrentarse a todos e incluso despertar nuestro rechazo como espectadores. Creo que dos decisiones dejan claras las intenciones de los autores. La primera, la modificación del final de la historia en la película con respecto al original literario. La segunda, ese plano final de la mirada desafiante, directamente a cámara, de Katherine, retándonos a juzgarla.
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