Es fácil menospreciar la lucha libre, en inglés wrestling (también conocida en España como pressing catch) como un entretenimiento infantil (o de paletos). Pero es probablemente el único espectáculo que convierte al público en un actor más de la representación: sus abucheos y vítores son tan necesarios como las acrobacias sobre el ring. En Estados Unidos la lucha libre es un negocio millonario; en México, una tradición entrañable. Un forma de entretenimiento que toma prestada la idea de la gloria y el esfuerzo del boxeo, el colorido de los superhéroes, los giros de los culebrones y el sensacionalismo de la prensa amarilla. Una mezcla irresistible cuyo disfrute depende de algo tan bonito como dejarse llevar por el niño que llevamos dentro. Glow, disponible en Netflix, es muy consciente de todo esto. Su planteamiento es francamente original: una actriz fracasada se apunta al casting de una liga de lucha libre femenina, cuyos combates serán emitidos por televisión, y de cuya gestación seremos testigos. Sin embargo, el desarrollo se corresponde con lo que podemos llamar el arquetipo de una 'película ochentera': un grupo de perdedoras, marginadas, inadaptadas y frikis luchan por cumplir su versión del 'sueño americano'. El modelo sería el de El pelotón chiflado (Ivan Reitman, 1981), La revancha de los novatos (Jeff Kanew, 1984), o Loca academia de policía (Hugh Wilson, 1984). La historia está ambientada precisamente en la década de los 80, con sus colores chillones, sus neones, pantalones de licra, peinados cardados, hombreras y una banda sonora de temas pop de la época. Todo esto nos transporta con bastante efectividad a las comedias de esa década. Glow tiene la inocencia, pero también el encanto de aquellas películas.
El segundo elemento importante en Glow es el feminismo. La serie ha sido creada por Liz Flahive -guionista con experiencia en Nurse Jackie y Homeland- y Carly Mensch -Weeds, Nurse Jackie, Orange is the New Black- y producida por Jesse Peretz -Girls- que dirige algunos episodios. No debe ser casualidad que la historia transcurra en la conservadora y machista era Reagan. Debbie (Betty Gilpin) es una ama de casa perfecta, que ha dejado su exitosa carrera como actriz de culebrones para dedicarse a la maternidad, mientras el padre de su hijo la mantiene. El problema es que su mejor amiga, Ruth (Alison Brie), protagonista de la serie, le ha puesto los cuernos con su marido. Este, Mark (Rich Sommer) es retratado como el típico machista condescendiente, incapaz de apoyar a su pareja y muy capaz de ponerle los cuernos en cuanto ella le presta algo menos de atención (además, no parece demasiado apto para cuidar a su hijo). La serie establece como conflicto inicial si vale la pena que Ruth y Debbie rompan su amistad por semejante sujeto. Además, la historia presenta continuamente situaciones discriminatorias: en una audición, Ruth lee un papel masculino, porque el femenino no tiene ninguna enjundia. Eso por no hablar de los comentarios acerca de su físico, que le impide acceder a mejores papeles. Glow aborda además la solidaridad entre mujeres -las luchadoras acabarán por unirse para lograr sus objetivos-, pero también toca temas espinosos, como el aborto. En general, la serie expresa la idea del derecho de cualquier mujer a salirse del molde de esposa, ama de casa y madre perfecta.
El tercer elemento para construir Glow son unos conflictos personales cercanos al melodrama: ya hemos hablado de infidelidades, pero también hay enamoramientos varios y hasta paternidades secretas. El guión no esconde la relación entre la lucha libre y la soap opera. Creo que estas tramas personales son lo más débil del argumento, mientras que todo lo que tiene que ver con la creación del espectáculo de lucha libre femenina resulta fresco, interesante y divertido. Por último, el otro punto fuerte de la serie son sus actores y personajes. Ruth es la típica heroína de comedia romántica (aunque aquí el amor no sea su objetivo) pero está deliciosamente interpretada por una estupenda Alison Brie -Mad Men, Community- que se permite derrochar comicidad: su imitación del acento ruso es adorable, como también lo patosa que resulta al principio sobre el cuadrilátero. Y hasta canta por Barbra Streisand. El otro gran hallazgo de la serie es Sam Sylvia (Marc Maron) un director de cine de bajo presupuesto, en la línea de Russ Meyer, de ideas progresistas, pero borde, cocainómano y con tendencia a los líos de faldas. Con todos estos elementos, Glow construye una primera temporada tan original como simpática.
Si la primera temporada de Glow se puede considerar como la preproducción del programa de lucha libre, en la segunda entrega nos muestran el día a día del show en emisión. Cada episodio de la segunda temporada intenta equilibrar los elementos de comedia, feminismo y melodrama ya comentados. Además, se añaden temáticas sobre las minorías: raciales y homosexuales (hay un personaje en el armario y una nueva luchadora lesbiana). El primer capítulo, Viking Funeral -cuyo título es un spoiler- propone a Sam Sylvia como el nuevo antagonista de la historia: más borde, machista y amargado, se enfrentará a Ruth y a su exceso de entusiasmo, que la lleva a grabar una cabecera, buen ejemplo de esa inocencia chorra ochentera, en un lugar muy de la época: un centro comercial.
Candy of the year propone que Glow ha dejado de ser el sueño de un grupo de chicas para convertirse en un producto sujeto a las reglas de una cadena de televisión. Sam decide que las chicas tendrán que competir para salir en el programa -puro capitalismo- y Debbie, que ha utilizado su poder como estrella para convertirse en productora, choca de frente con el machismo: no la dejan participar en las reuniones por ser mujer, y madre.
Concerned Women of America se refiere a otro escollo para el programa, la censura de un lobby femenino y conservador que pone el grito en el cielo por el sexo, la violencia ¡y el ocultismo! Esto le da una oportunidad a Debbie de producir y dirigir un anuncio de educación sexual que propone que la mejor forma de evitar un embarazo adolescente es mantenerse virgen. Además, Ruth descubre que el cámara que le ha estado tirando los tejos, no respeta la importancia de su trabajo.
Mother of all matches es para mí el mejor episodio de la serie hasta ahora, al introducir el tema de la discriminación y la falta de oportunidades de los afroamericanos. La luchadora Wellfare Queen representa la mentalidad liberal que culpa a los desfavorecidos de su propia situación: no es que tengan menos oportunidades, sino que no se esfuerzan lo suficiente. Esa imagen del afroamericano vago que se aprovecha de los subsidios que pagan con sus impuestos los blancos, contrasta con la realidad de Tammé Dawson (Kia Stevens) cuyo hijo ha conseguido acceder a una prestigiosa universidad, mientras ella se dejaba la vida en trabajos precarios. Apuntemos también la lógica elección de John Cameron Mitchell -How to talk to girls at parties (2017)- como co-director de un capítulo que además ofrece el mejor combate de la serie.
Perverts are people too se refiere a los frikis que suelen apoyar shows como Glow -o Star Trek-, esos fans que se disfrazan de sus personajes favoritos, pero que también hacen posible la existencia de contenidos diferentes y de mayor calidad en la conservadora televisión. Pero la verdadera clave del capítulo es que Ruth se enfrenta a una situación de acoso por parte de un ejecutivo de la cadena y no recibe el apoyo de Debbie -cuyo arco de personaje esta temporada consiste en superar su divorcio y ser independiente-. Debbie se ha pasado toda la vida haciendo creer a los hombres que se acostaría con ellos para conseguir lo que quiere.
En Work the Leg, las luchadores reciben la mala noticia de que han sido sustituidas por un programa de lucha libre masculina, por lo que deciden esforzarse al máximo para recuperar su espacio en la parrilla y de paso probar que pueden ser luchadoras tan hábiles como ellos. Esto da pie a las clásicas escenas de aprendizaje y entrenamiento, con su correspondiente tema musical, Far From Over, canción escrita nada menos que por el hermano pequeño del mismísimo Rocky, Frank Stallone, para el film La fiebre continúa (1983). Esta fórmula funciona y el capítulo es francamente divertido: los entrenamientos y combates molan; Sam Sylvia asiste al pase de una de sus películas de terror y se redime como personaje; Debbie toca fondo por su divorcio y eso, sumado al consumo de cocaína, no es bueno. El cliffhanger de este episdio, con Ruth chillando de dolor, marca el punto más alto de Glow. A partir de aquí, la serie va cuesta abajo.
Nothing Shattered ocurre en un hospital, escenario en el que los conflictos personales de los personajes afloran. Pero todo parece de cartón piedra, en el mal sentido. Destaquemos la secuencia en la que las luchadoras intentan animar a Ruth con gracietas varias -más inocencia ochentera- que no me parecen ingeniosas.
A continuación, The Good Twin es una idea estupenda: simula ser una emisión completa de Glow, del programa en sí. En tono de parodia veremos sketches con risas enlatadas de sitcom, un videoclip, una referencia al famoso We are the World, y, lo mejor, un par de combates, enteros, de wrestling. La idea es buena, pero no aguanta la duración de un episodio completo y acaba agotándose.
Rosalie es un episodio francamente innecesario que se ocupa de la paternidad de Sam sobre Justine. Incluye una decisión desastrosa -que por suerte no va a más- entre los personajes de Sam y Ruth. Además, una subtrama bastante pobre en la que Debbie y Bash (Chris Lowell) intentan vender su programa a otros productores. En sus peores momentos, esta serie parece Salvado por la campana. Además, estos últimos capítulos introducen, como subtexto, la epidemia del SIDA y la discriminación hacia los homosexuales.
Por suerte, el final de temporada, Every Potato Has a Receipt vuelve a la esencia de esta ficción, a la lucha libre. Una boda sobre el escenario y la resolución de varias tramas sentimentales confirman la vocación de comedia romántica de Glow.
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