Vuelve Black Mirror con una quinta temporada en Netflix, lejos sin duda del impacto de las primeras entregas, pero manteniéndose el interés de las ideas y propuestas de su creador y guionista, Charlie Brooker. Solo tres episodios configuran esta nueva tanda, eso sí, de más de una hora de duración, característica que, en mi opinión, juega en contra de la calidad de los mismos. Aun así, estos tres pequeños films tienen un nivel medio-alto y no desmerecen de lo que ha sido la serie. Un tema parece recorrer las tres historias, el de la doble vida de los protagonistas, en un intento de escapar de una realidad poco satisfactoria, generando avatares y dobles virtuales creados, cómo no, por las nuevas tecnologías, que acaban teniendo consecuencias, a veces dramáticas, en la vida real. Paso al análisis de cada episodio.
Striking Vipers es una joya. Un clásico instantáneo de Black Mirror que reincide en uno de los temas que mejores episodios ha dado a la serie, las relaciones de pareja -véase Be Right Back o Hang The DJ-. Aquí Brooker se ríe del bromance -más de uno se habrá sentido incómodo- utilizando la típica amistad masculina de juventud -Anthony Mackie y Yahya-Abdull Mateen II- que se queda atrás en un proceso de maduración que nunca es del de todo satisfactorio. El episodio explora las frustraciones de la generación X, esos que tienen casi 40 y que se han quedado obsoletos con la llegada de los millennials, a pesar de que siguen siendo jóvenes. Para Brooker la brecha generacional tiene que ver sobre todo con la tecnología: los protagonistas -incluida la tercera en discordia, Nicole Beharie- no tienen Facebook, ni están enganchados al móvil. Pero la tecnología sigue estando presente en sus vidas, claro, y lo que se inventa Brooker aquí vuelve a ser el desencadenante de la historia: una realidad virtual capaz de hacernos trascender nuestro género para afrontar una sexualidad completamente abierta. La historia es atrevida, graciosa, algo incómoda y sobre todo impredecible. El final, una declaración de intenciones acerca de la obsolescencia de la monogamia y una defensa de la fantasía (sexual) como paliativo. 9/10
Todo el interés que tiene Smithereens gira alrededor de la intriga que genera su argumento. Charlie Brooker apuesta por dosificar la información y arranca su historia sin desvelar absolutamente nada. Poco a poco iremos descubriendo quién es el personaje protagonista, Chris (Andrew Scott), cuáles son sus intenciones y sobre todo, como es habitual en Black Mirror, qué debilidades humanas esconde. Esta estrategia narrativa diseñada para mantenernos pegados a la pantalla funciona relativamente: la falta de información, que debe despertar nuestra curiosidad, evita también que nos comprometamos emocionalmente con un personaje al que no conocemos. Además, la duración del episodio me parece francamente estirada: sus 70 minutos se antojan excesivos para lo que se cuenta y para cómo se cuenta. No es que se haga largo este capítulo, pero sí tengo la sensación de que el relato se diluye y pierde tensión en lo que debe ser un thriller. Por otro lado, el éxito del mecanismo narrativo de la intriga depende de una revelación final contundente. Creo que no es el caso. La típica denuncia sobre el lado oscuro de la tecnología, que suele hacer esta serie, parece aquí demasiado obvia, ya superada, como del año pasado. Precisamente, Brooker sitúa su historia en el año 2018. Un último apunte: lejos del habitual retrato crítico y misántropo de la sociedad, aquí todos los personajes parecen bienintencionados y solidarios, lo que me produce la sensación de haber visto un episodio descafeinado de Black Mirror. 6/10
En Rachel, Jack and Ashley Too, Charlie Brooker despista mezclando ideas de episodios anteriores, por ejemplo, sobre la tecnología como muleta para la soledad individual en la sociedad actual; la inteligencia artificial y la identidad personal -pienso de nuevo Be Right Back-. Esto aparece contado en dos historias paralelas, primero la de Rachel (Angourie Rice), adolescente marginada en su instituto que encuentra consuelo y compañía en ser fan de Ashley O, una superestrella pop para teenagers. Por otro lado nos cuentan la historia, precisamente, de esa cantante, que se siente atrapada por su personaje mediático, por su mánager -su tía (Susan Pourfar)- en un rol que aprovecha la carga biográfica de su intérprete, Miley Cyrus, que de 'chica buena Disney' ha pasado a niñata rebelde que busca el escándalo. Brooker llevará la idea de que un artista puede ser un producto hasta el extremo, reciclando también conceptos ya vistos en San Junipero. Las dos historias se conectan a través de un pequeño robot de juguete, entre Siri y un Furby, con la personalidad de Ashley O, el Ashley Too -'también'- del título. Con estos elementos, en realidad, lo que construye Brooker es una comedia adolescente con sabor a los años ochenta, en la que Rachel tiene como compañera a su amargada hermana Jack (Madison Davenport), rockera fan de los Pixies, y a un padre inventor excéntrico (Marc Menchaca). En clave feminista -dirigido por la noruega Anne Sewitsky- esta mini película es un puro divertimento, que aprovecha las capacidades de Cyrus para hacer el payaso. Aunque está muy lejos del shock y el nihilismo de los episodios más recordados de Black Mirror, encuentro su desenfado francamente refrescante. 8/10
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