Indiana Jones nació para ser algo así como un juguete para la diversión de Steven Spielberg y George Lucas -y por extensión, de nosotros los espectadores-. Para la pareja de cineastas era su propia versión de las películas de James Bond, mezclada con los seriales cinematográficos y las cintas de aventuras exóticas de su infancia. En busca del arca perdida (1981) es una maravilla -con guión de Lawrence Kasdan-, una obra de entretenimiento perfecta que nos hace soñar y que, creo yo, nunca ha sido superada. Y aún así, está claro que cada una de las entregas de las aventuras del arqueólogo ocupa un lugar especial en nuestra memoria cinéfila: todas son estupendas, incluso, sí, la denostada El reino de la calavera de cristal (2008). Y gran parte del éxito de estas películas es el protagonismo de uno de los actores más queridos de la historia del séptimo arte, Harrison Ford, cuyo carisma irresistible ha impedido -de momento- que Indiana Jones sea interpretado por otros actores, como es habitual en el cine -pensemos en James Bond, Batman, Sherlock Holmes o Drácula-. Indiana Jones y el Dial del destino llega a las salas en 2023 con el gran reclamo de ser la despedida de Ford. Ya no están Spielberg, que ha preferido dedicar sus esfuerzos a otros proyectos; ni George Lucas, que ha vendido los derechos de su obra a Disney. Pero sí está Harrison Ford, empeñado en despedirse de su personaje más querido de forma digna. Y desde luego, lo consigue. Esta nueva película dirigida por James Mangold -que ya despidió a Lobezno en la estupenda Logan (2017)- tiene la complicada misión de recoger el testigo de una saga de otra época, actualizarla para las nuevas generaciones y, ya puestos, despedirla. Una misión imposible. A pesar de estas dificultades, Mangold sale airoso y consigue hacer una película entretenida, emocionante y que en varios momentos captura la magia de las películas originales. Eso sí, primero hay que superar un prólogo que quiere devolvernos a los tiempos de las aventuras originales y que, para mí, es un horror digital, carente de vida. Superado este primer tramo del film, solo hay que dejarse llevar por el encanto de Harrison Ford, que demuestra que el amor -que sentimos por él- no tiene edad. Le acompaña bien Phoebe Waller-Bridge, como una mujer inteligente, graciosa, y amoral, que es el necesario contraste entre la generación anterior, la de Indy, más idealista, y una juventud descreída y materialista -la actual-. La película juega temáticamente con conceptos como el fin de una época, el paso del tiempo, la pérdida de la inocencia y, en definitiva, con la imposibilidad de volver atrás, un mensaje que se ajusta a la perfección al personaje, a la propia saga, e incluso, al cine. Lo mejor -además de la música de John Williams- es un clímax maravilloso, sorprendente, que parece justificar la necesidad de utilizar los efectos especiales digitales. Indiana Jones y el Dial del destino va de menos a más y nos hace sentir, mientras pasan los minutos de su abultado metraje, que el tiempo de disfrutar de las aventuras del héroe del látigo se nos escapa, se agota para no volver nunca más. ¿O sí?
INDIANA JONES Y EL DIAL DEL DESTINO -EN BUSCA DE LA MAGIA PERDIDA
Indiana Jones nació para ser algo así como un juguete para la diversión de Steven Spielberg y George Lucas -y por extensión, de nosotros los espectadores-. Para la pareja de cineastas era su propia versión de las películas de James Bond, mezclada con los seriales cinematográficos y las cintas de aventuras exóticas de su infancia. En busca del arca perdida (1981) es una maravilla -con guión de Lawrence Kasdan-, una obra de entretenimiento perfecta que nos hace soñar y que, creo yo, nunca ha sido superada. Y aún así, está claro que cada una de las entregas de las aventuras del arqueólogo ocupa un lugar especial en nuestra memoria cinéfila: todas son estupendas, incluso, sí, la denostada El reino de la calavera de cristal (2008). Y gran parte del éxito de estas películas es el protagonismo de uno de los actores más queridos de la historia del séptimo arte, Harrison Ford, cuyo carisma irresistible ha impedido -de momento- que Indiana Jones sea interpretado por otros actores, como es habitual en el cine -pensemos en James Bond, Batman, Sherlock Holmes o Drácula-. Indiana Jones y el Dial del destino llega a las salas en 2023 con el gran reclamo de ser la despedida de Ford. Ya no están Spielberg, que ha preferido dedicar sus esfuerzos a otros proyectos; ni George Lucas, que ha vendido los derechos de su obra a Disney. Pero sí está Harrison Ford, empeñado en despedirse de su personaje más querido de forma digna. Y desde luego, lo consigue. Esta nueva película dirigida por James Mangold -que ya despidió a Lobezno en la estupenda Logan (2017)- tiene la complicada misión de recoger el testigo de una saga de otra época, actualizarla para las nuevas generaciones y, ya puestos, despedirla. Una misión imposible. A pesar de estas dificultades, Mangold sale airoso y consigue hacer una película entretenida, emocionante y que en varios momentos captura la magia de las películas originales. Eso sí, primero hay que superar un prólogo que quiere devolvernos a los tiempos de las aventuras originales y que, para mí, es un horror digital, carente de vida. Superado este primer tramo del film, solo hay que dejarse llevar por el encanto de Harrison Ford, que demuestra que el amor -que sentimos por él- no tiene edad. Le acompaña bien Phoebe Waller-Bridge, como una mujer inteligente, graciosa, y amoral, que es el necesario contraste entre la generación anterior, la de Indy, más idealista, y una juventud descreída y materialista -la actual-. La película juega temáticamente con conceptos como el fin de una época, el paso del tiempo, la pérdida de la inocencia y, en definitiva, con la imposibilidad de volver atrás, un mensaje que se ajusta a la perfección al personaje, a la propia saga, e incluso, al cine. Lo mejor -además de la música de John Williams- es un clímax maravilloso, sorprendente, que parece justificar la necesidad de utilizar los efectos especiales digitales. Indiana Jones y el Dial del destino va de menos a más y nos hace sentir, mientras pasan los minutos de su abultado metraje, que el tiempo de disfrutar de las aventuras del héroe del látigo se nos escapa, se agota para no volver nunca más. ¿O sí?
BLACK MIRROR -TODO EL MUNDO OCULTA ALGO
Loch Henry es un absorbente episodio sobre una pareja de jóvenes estudiantes de cine que pasan una noche en el pueblo de uno de ellos, en casa de su madre, de camino a realizar un documental de corte ecologista. El pueblo está casi completamente vacío y sorprendentemente ignorado por los turistas, una situación que se explica al desvelarse unos terribles asesinatos ocurridos hace décadas. Esto da pie a Charlie Brooker a utilizar registros del cine de terror y concretamente del found footage -se menciona explícitamente El proyecto de la bruja de Blair (1999)-, además de introducir la temática de los asesinos en serie y, sobre todo, del true crime. Y es que Loch Henry es, en realidad, una reflexión sobre el espectador y su relación con la realidad y la ficción. Y como en Joan is Awful, Brooker se atreve a reflexionar sobre ese espectador que ya no va al cine, ya no ve la televisión, pero consume 'contenidos' de Netflix y ha perdido contacto con la realidad. Todo le parece una ficción. La generación anterior, la del VHS, no se salva: debajo de las grabaciones de una pulcra serie policiaca se esconde el horror de una película snuff. Brooker cierra el capítulo señalando la hipocresía de la industria audiovisual, nada menos que en la ceremonia de los Bafta.
Beyond the Sea parte de una idea poderosa: en un 1969 alternativo, los astronautas que realicen largos viajes estelares contarán con réplicas robóticas que les permitirán seguir estando presentes en la Tierra y junto a sus familias. El argumento plantea como protagonistas a una pareja de pilotos -un estupendo Aaron Paul y Josh Harnett- que viajan por el espacio mientras sus réplicas viven una existencia idílica con sus familias. Pero Charlie Brooker introduce entonces una referencia a otro suceso histórico ocurrido en 1969: el asesinato de Sharon Tate por parte de la 'familia' de Charles Manson. Esto provoca una situación interesante que lleva a que los dos astronautas, de personalidades muy diferentes, acaben habitando la misma réplica y relacionándose con la mujer de uno de ellos (Kate Mara). Brooker explora, de una forma muy original, el tema del doble y del lado oscuro de cualquier ser humano, una idea presente en todos los episodios. En esta temporada de Black Mirror, Brooker ha decidido cambiar el foco argumental de la tecnología a la naturaleza humana. En este episodio, el conflicto no está en las réplicas de los astronautas -que solo son malignas para un grupo de hippies alucinados- sino en el lado violento de los dos hombres que protagonizan el relato. Es interesante pensar que este capítulo recuerda vivamente a un clásico de la ciencia ficción como 2001: Una odisea del espacio (1968), influencia obvia y lógica en todo relato sobre el viaje espacial. Pero ¿Qué elemento de la obra maestra de Stanley Kubrick ha sido eliminado por Brooker? La Inteligencia Artificial. Aquí no hace falta un demente HAL 9000 para desencadenar la tragedia. La raza humana se basta por sí sola.
Mazey Day es el episodio más sorprendente de Black Mirror, proponiéndose como un salto de la ciencia ficción distópica habitual de la serie, a otro subgénero del fantástico que no desvelaré para evitar el temido spoiler. Quizás por ello, el guión de Brooker nos lleva al pasado reciente, cuando todavía las redes sociales y los smartphones no dominaban nuestras vidas. La historia nos presenta a dos mujeres en lugares opuestos del mundo del espectáculo: una paparazzi, Bo (Zazie Beetz), que persigue a los famosos para ganar dinero desvelando sus secretos; y Mazey Day (Clara Rugaard), una estrella de cine que se ve envuelta en un oscuro incidente que no quiere hacer público y que la convierte en el objetivo de la prensa del corazón más despiadada. Brooker explora de nuevo temas sociológicos como el derecho a la intimidad y a la 'información', la hipocresía y el morbo con el que funcionan los tabloides, las webs de cotilleos y la televisión, y cómo todo se justifica por una mentalidad de mercado. Vender tu alma para dar el pelotazo. El episodio es eficaz, muy breve, y su final es absolutamente sorprendente. Para mí es un sí.
Todo lo visto en los episodios anteriores de la sexta temporada de Black Mirror, cristaliza en Demon 79, una comedia de terror de corte moral, en la que una dependienta de una zapatería, Nida (Anjana Vasan), encuentra un pequeño amuleto con el que convoca accidentalmente a un demonio que la pone a prueba: debe asesinar a tres personas para evitar el apocalipsis. Charlie Brooker se introduce así en el género de terror fantástico, bajo el título de Red Mirror, aunque no se puede decir que sus intenciones temáticas cambien demasiado. Una vez más, descubriremos que la protagonista y todos los que la rodean, esconden un lado oculto y son capaces de perpetrar los peores crímenes -asesinatos, abusos sexuales, desencadenar guerras-. Pero el verosímil para descubrir las sombras de la naturaleza humana ya no es una nueva tecnología, sino un elemento mágico, en este caso, un amuleto o la capacidad de un demonio (Paapa Essiedu) para conocer toda la historia -e incluso el futuro- de los que lo rodean. Brooker adereza su argumento, como siempre, con elementos de crítica social, y nos habla de racismo y machismo situando la historia justo en el comienzo del período de Margaret Thatcher como Primer Ministro, y con la Guerra Fría y el pánico nuclear como trasfondo. Un episodio bastante redondo que, por su duración, es prácticamente una película en sí misma.
UNA VIDA NO TAN SIMPLE -CASADO CON HIJOS
FLASH -CORRE, FLASH, CORRE
ASTEROID CITY -UNIVERSO CERRADO
BARRY -TEMPORADA FINAL -FICCIONES
Esta idea de que la realidad y la personalidad propias no son más que construcciones, se refuerza con los otros personajes de la historia que, como Barry, se han ido transformando para enfrentar sus propios conflictos. Veamos. Sally se define primero como una aspirante a actriz -algo inocente, pero egoísta y ambiciosa- que encuentra que puede triunfar si vende su propio 'personaje' de mujer maltratada. Pero es que luego se convertirá en guionista de éxito, en víctima de la cultura de la cancelación, en novia engañada, y por último, en madre y camarera -como fugitiva de la ley- que incluso cambia su aspecto físico con una peluca. Paralelamente, Gene Cousineu, el profesor de interpretación, es presentado como un charlatán que sobrevive gracias a su personaje de 'vieja gloria' del cine y del teatro, que utiliza para convencer a jóvenes ilusos de que se apunten a su taller. La incapacidad de Cousineau para la 'vida real' queda demostrada en dos momentos de esta temporada: cuando le cuenta su experiencia con Barry -y la muerte de su pareja- a un periodista haciendo una representación teatral, y cuando intenta hacerse un sandwich pero, sorprendentemente, no sabe siquiera abrir el paquete de pan de molde. Eso por no hablar del personaje más caricaturesco de la serie, NoHo Hank, que va adoptando varios roles en cada temporada: violento mafioso, amante homosexual que persigue la paz, emprendedor visionario y, de nuevo, un desalmado criminal. Pero quizás la transformación más divertida de la serie es la de Monroe Fuches, que acaba creyéndose su personaje del 'Cuervo' y tras pasar por prisión se convierte en el líder de una peligrosa banda criminal, transformando también su aspecto físico. En el último episodio, Fuches verbaliza esta transformación asegurando que antes toda su vida era una pose, pero que, tras vivir el infierno carcelario, se ha encontrado a sí mismo, ha descubierto a su verdadero yo. Y le exige a NoHo que haga lo mismo, que reconozca sus errores, que deje de fingir. Un diálogo que resume el subtexto de toda la serie justo antes de un explosivo clímax que cambia lo dramático por lo ridículo. En el desenlace de la serie, ciertas decisiones creativas refuerzan esta idea de que Barry habla sobre la relación entre la realidad y la ficción: sobre el plano que marca el destino del protagonista, escuchamos aplausos -en off- como diciéndonos que todo, en el fondo, es representación. En el epílogo se nos muestra una película -su título es, significativamente, El coleccionista de máscaras- que narra los hechos que hemos visto en la sefie: ficción dentro de una ficción, pero, además, tergiversando todo lo que hemos visto de una forma muy divertida. Y el resultado de esa 'mentira' es, para su único espectador -cuya identidad no revelaré- reconfortante. Creamos personajes para no enfrentarnos a nosotros mismos y consumimos ficción para lidiar con la realidad. ¿Quién lo puede negar?
EL MAESTRO JARDINERO -CENTAUROS DEL DESIERTO
En El maestro jardinero (2022), Paul Schrader vuelve a Centauros del desierto (1956). La obra maestra de John Ford ha obsesionado al director desde hace décadas: el guión de Taxi Driver (1976), y en menor medida, también el de Rolling Thunder (1977), nos motraban a un veterano de guerra, conservador y racista, relacionado con una mujer joven a la que debe salvar, y que acaba implicándose en una misión de venganza contra un submundo criminal que sutituía a los temibles -y odiados entonces- indios. Los personajes de Schrader en estas películas son individuos solitarios y consumidos por el odio. También es el caso del padre coraje interpretado por George C. Scott en Hardcore (1979) que intenta rescatar a su hija del mundo del porno. Décadas después, Schrader es un artista maduro que ha conseguido alcanzar la sencillez narrativa y expositiva de un maestro del cine clásico. Todo lo que nos cuenta lo hace con una calma zen, y en El maestro jardinero esa forma reposada de planificar y montar contrasta con la violencia que esconde el personaje protagonista, Narvel Roth -estupendo Joel Edgerton-, un tipo que, por fuera, es un pacífico experto en botánica, pero que oculta, bajo sus ropas, las cicatrices del odio en forma de terribles tatuajes. El jardín que ha cuidado y perfeccionado Roth es una metáfora de su dominio sobre su naturaleza violenta, sobre sus peores instintos. Como un samurái, Narvel se ha convertido en el jardinero de su propio espíritu. Como personajes anteriores de Schrader, Narvel lleva un diario íntimo de su existencia, como ya hiciera el Travis Bickle que fue Robert De Niro, o el reverendo Toller (Ethan Hawke) en la magnífica First Reformed (2017). Todos ellos remiten, claro, a Diario de un cura rural (1951) del admirado Robert Bresson. Y como el Ethan Edwards al que dio vida John Wayne, Narvel también tendrá que rescatar a una joven -Quintessa Swindell- del camino torcido. El maestro jardinero es la increíble constatación de que la repetición de los mismos temas, ideas y obsesiones, puede dar lugar a nuevas obras de gran calidad artística.
TRANSFORMERS: EL DESPERTAR DE LAS BESTIAS -ESTOS SON MIS TRANSFORMERS
Creo que nadie esperaba nada más de Transformers, y precisamente por eso El despertar de las bestias es una muy agradable sorpresa. Una entretenida película de ciencia ficción, en la que los protagonistas vuelven a ser los robots transformables con los que muchos niños jugamos en los años 80 y 90. Precisamente, tras el acostumbrado prólogo que sitúa la historia y presenta un nuevo McGuffin, nos trasladamos a la década de los 90 para conocer a nuevos protagonistas humanos, Noah Diaz (Anthony Ramos) y Elena (Dominique Fishback), que descubrirán la existencia de los Transformers y se verán implicados en su guerra cósmica. El principal aliciente de la película es la aparición de nuevas facciones de robots: los Maximals, liderados por un simio metálico, Optimus Primal (Ron Perlman) y los malvados Terrorcons, con Scourge (Peter Dinklage) al frente. Con estos elementos, la película reitera en los elementos básicos de la saga: un enfrentamiento entre el bien y el mal, batallas espectaculares entre los enormes robots en un despliegue de efectos digitales y una buena dosis de humor en una cinta repleta de acción y aventura para todos los públicos. ¿Se puede pedir más? Yo creo que no. Dirigida por Steven Caple Jr. -Creed II (2018)-, las principales virtudes de la película son su frescura, sobre todo teniendo en cuenta que estamos ante la séptima entrega de la franquicia; el esfuerzo argumental para desarrollar a los personajes humanos, especialmente al protagonista; su falta de pretensiones, dejando atrás la fatigosa épica de las 5 películas de Michael Bay; y que siga la línea de la estupenda Bumblebee (2018) -mi preferida-, de la que esta sería una secuela, recuperando los diseños y el espíritu de la serie de dibujos animados original -Transformers: Generación 1 (1984)-, alejándose del supuesto realismo de las ya mencionadas películas de Bay. Transformers: El despertar de las bestias es diversión desenfadada que consigue escapar del peso mastodóntico de las entregas anteriores con simpáticos guiños cinéfilos -a King Kong (1933), a El halcón Maltés (1941) o a las aventuras de Indiana Jones- y también nostálgicos, a la década de los 90 -la tele por cable, los videojuegos, el hip hop en la banda sonora, el chiste a costa de Mark Wahlberg-. El espectador infantil y juvenil se lo pasará pipa, pero creo que muchos de los que fueron niños en los 80 no podrán más que emocionarse con la promesa de la escena postcréditos.