El 7 de septiembre de 2013 tuve que escuchar, por mi trabajo, la grabación de la primera llamada que hizo el maquinista del tren de Santiago tras sufrir el accidente que le costó la vida a 79 personas. Escuché la voz desesperada de ese hombre culpable a primera hora de la mañana. Ese día no pude seguir trabajando.
Se llama empatía. La capacidad de ponernos en la piel de otros y entender cómo se sienten. Sólo que ese día me puse en el pellejo de una persona a la que se le derrumbaba el mundo encima. El peso de la muerte sobre la vida. Pude imaginarme perfectamente a ese hombre, dentro de 10 años, en el salón de su casa, sin poder olvidar todavía la tragedia que había ocasionado su terrible error. Supe perfectamente que la culpa no le abandonaría jamás. Supe que él hubiera preferido morir en lugar de toda esa gente.
Ese día perdí para siempre la fe en que algo tenga sentido. Nuestra felicidad, si es que eso existe, depende demasiado del azar, de cosas que escapan a nuestro control, o de que alguien decida que nos quiere o no. Desde entonces, sabiendo que es imposible ser feliz, mi mente me lleva de vez en cuando a ese lugar oscuro en el que no existe el perdón. Ese lugar en el que debe estar el maquinista del tren de Santiago.
Diez años antes, un 12 de septiembre de 2003, moría Johnny Cash. Yo descubrí al hombre de negro, parcialmente, hace unos pocos meses, al escuchar The man comes around (2002) en la película Killing them softly (Andrew Dominik, 2012). La voz cascada y cargada de Cash me enganchó y me llevó a explorar su música, que conocía más bien poco, aunque el videoclip de su versión de Hurt ya me había conmovido profundamente hace tiempo.
Encontré, entre las canciones de sus últimos años, I Hung My Head. Su letra evocaba un trágico western. El protagonista de la canción, muy cinematográfica, narra cómo cogió prestado el rifle de su hermano y salió a la pradera a matar el tiempo. Jugueteando con el arma, prueba a hacer puntería sobre un hombre que ve pasar cabalgando a lo lejos. Y quiso la fatalidad que se le escapase un tiro mortal que acabó con la vida del jinete. Se había puesto la soga al cuello. Apresado por la Ley, enfrentado a un jurado y obligado a encararse a la viuda y a los huérfanos de su error, el protagonista de la canción tiene la suerte de no tener que vivir el resto de su vida con la culpa: muere en la horca.
Los sentimientos que experimenté gracias a la voz cascada de Johnny Cash recitando I Hung My Head son muy parecidos a los que sentí al escuchar la llamada del maquinista de Santiago. Un simple error que cambia varias vidas. Un error que hace patente la fatalidad de las cosas que pasan: no hay vuelta atrás. Nada podrá reparar la perdida. Y no crean lo que dicen: el tiempo no lo cura todo. Conforme van pasando los años, los errores, lo que perdemos, y las personas que nos abandonan van pesando más y más. Sólo podemos rezar por no equivocarnos demasiado para que el peso no sea excesivo. Para que el dolor nos permita seguir adelante durante el tiempo que nos han prestado hasta morir.
No creo en nada más que en mí. Por eso nunca me ha importado buscar el perdón de otros o de alguna justicia superior. Los errores de los demás, soy capaz de perdonarlos todos. Pero perdonarme a mí mismo, muchas veces sueño con eso.
Y UNA COSA MÁS...
El poder de conmover del I Hung My Head con la voz de Johnny Cash queda completamente anulado si escuchamos la horrible canción original, de Sting. Descubrir esto fue una terrible decepción, incluso para un individuo sin esperanza como yo.
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