One Cut of the Dead es una de las películas más originales que he visto en años. Pero es difícil hablar de esta cinta japonesa de zombies sin destripar -nunca mejor dicho- las sorpresas que esconde. Empecemos entonces por la premisa: un equipo de cineastas rueda un film de terror sobre muertos vivientes, cuando aparecen los auténticos monstruos. Esto no parece demasiado original, no lo es, aunque hay que decir que el mérito está en plantear esta historia como un plano secuencia. Es decir, que la acción se desarrolla sin cortes -One Cut-, prácticamente en directo, lo que obliga no solo a coreografiar a los personajes, las apariciones de los muertos y las carreras de las víctimas despavoridas, sino también los efectos especiales prácticos necesarios para mostrar las muertes sangrientas de este tipo de films. La película de Shinichiro Ueda, rodada en apenas 8 días con solo 25 mil dólares de presupuesto, ha sido un éxito de taquilla histórico en Japón. Pero debo decir que me parece una comedia relativamente divertida -no conecto demasiado con su humor, algo inocente-. Además, el fan del cine zombie no encontrará en ella gore ni maquillajes elaborados: apenas hay sangre. El principal atractivo de la propuesta es, como ya he dicho, el reto de contar esto en un solo plano. Llegados a este punto, debo advertir, que One Cut of The Dead esconde giros que paso a contar, avisando que vienen spoilers. No sigáis leyendo si no la habéis visto. Tras el estupendo plano secuencia del ataque, la historia se sitúa un mes antes del rodaje. Comienza entonces un flashback que nos cuenta cómo un director de cine (Takayuki Hamatsu) se embarca en el proyecto de rodar una película de zombies en plano secuencia. Conocemos a su familia y a los que serán sus productores, actores y equipo técnico. Esto está contado con un montaje al uso y me parece lo menos interesante del film. Tras esto, comienza el rodaje, y entonces descubrimos que la película a rodar era literalmente One Cut of the Dead: unos zombies atacan el rodaje de una película de zombies. Lo que vemos a continuación es el making of de esa película -la misma que hemos visto al principio- y en ella hay gags humorísticos sobre cómo se las apañan para rodar el mencionado plano sin cortes. Esto es, hay un plano secuencia dentro de otro plano secuencia. La idea es muy original y, hasta cierto punto divertida. Lamento decir que, a mí, no me ha parecido especialmente graciosa. Y además, me ha decepcionado que los zombies no fueran zombies de verdad. Pero es una película curiosa de ver y sin duda, imprescindible para el fan completista.
ONE CUT OF THE DEAD -PLANO SECUENCIA DE LOS MUERTOS
One Cut of the Dead es una de las películas más originales que he visto en años. Pero es difícil hablar de esta cinta japonesa de zombies sin destripar -nunca mejor dicho- las sorpresas que esconde. Empecemos entonces por la premisa: un equipo de cineastas rueda un film de terror sobre muertos vivientes, cuando aparecen los auténticos monstruos. Esto no parece demasiado original, no lo es, aunque hay que decir que el mérito está en plantear esta historia como un plano secuencia. Es decir, que la acción se desarrolla sin cortes -One Cut-, prácticamente en directo, lo que obliga no solo a coreografiar a los personajes, las apariciones de los muertos y las carreras de las víctimas despavoridas, sino también los efectos especiales prácticos necesarios para mostrar las muertes sangrientas de este tipo de films. La película de Shinichiro Ueda, rodada en apenas 8 días con solo 25 mil dólares de presupuesto, ha sido un éxito de taquilla histórico en Japón. Pero debo decir que me parece una comedia relativamente divertida -no conecto demasiado con su humor, algo inocente-. Además, el fan del cine zombie no encontrará en ella gore ni maquillajes elaborados: apenas hay sangre. El principal atractivo de la propuesta es, como ya he dicho, el reto de contar esto en un solo plano. Llegados a este punto, debo advertir, que One Cut of The Dead esconde giros que paso a contar, avisando que vienen spoilers. No sigáis leyendo si no la habéis visto. Tras el estupendo plano secuencia del ataque, la historia se sitúa un mes antes del rodaje. Comienza entonces un flashback que nos cuenta cómo un director de cine (Takayuki Hamatsu) se embarca en el proyecto de rodar una película de zombies en plano secuencia. Conocemos a su familia y a los que serán sus productores, actores y equipo técnico. Esto está contado con un montaje al uso y me parece lo menos interesante del film. Tras esto, comienza el rodaje, y entonces descubrimos que la película a rodar era literalmente One Cut of the Dead: unos zombies atacan el rodaje de una película de zombies. Lo que vemos a continuación es el making of de esa película -la misma que hemos visto al principio- y en ella hay gags humorísticos sobre cómo se las apañan para rodar el mencionado plano sin cortes. Esto es, hay un plano secuencia dentro de otro plano secuencia. La idea es muy original y, hasta cierto punto divertida. Lamento decir que, a mí, no me ha parecido especialmente graciosa. Y además, me ha decepcionado que los zombies no fueran zombies de verdad. Pero es una película curiosa de ver y sin duda, imprescindible para el fan completista.
HELLBOY -EL DIABLO PROBABLEMENTE
El inglés Neil Marshall es el encargado de resucitar a Hellboy, personaje creado por el artista Mike Mignola para la editorial de cómics Dark Horse, que ya ha sido llevado al cine en dos ocasiones, por Guillermo del Toro. La diferencia entre las dos cintas anteriores y este nuevo reinicio es equiparable a las personalidades de dos realizadores muy diferentes, a pesar de ser ambos apreciables cultivadores del género Fantástico. Mientras el mexicano busca la poesía en la fantasía y la imaginación, Marshall cultiva una estética burra de violencia de videojuego, explosiones de sangre y acción a ritmo de rock pesado. Ninguno de los dos, sin embargo, renuncia a su personalidad, pero quizás Marshal se mantiene más cerca del espíritu aventurero y pulp de los tebeos originales, que bebían de Lovecraft, del ocultismo de los nazis, de las leyendas y el folclore. Este Hellboy ahora lo encarna David Harbour -lo conocéis por Stranger Things- competente, divertido, pero menos hábil en expresar emociones a través de la máscara que Ron Perlman -cuyo rostro necesitaba menos látex-. Aquí el (súper)héroe se enfrenta a un argumento demencial -en el buen sentido- que acumula situaciones y enemigos mezclando fantasmas, gigantes, brujas -estupenda Milla Jovovich, soy fan- licántropos, leyendas artúricas, y por supuesto, demonios salidos del Infierno. Todo enhebrado con mucho humor, acción y efectos especiales digitales, cuando Del Toro apostaba por los efectos prácticos, los tradicionales. Esta Hellboy por tanto, es menos bonita que la del mexicano, pero más dinámica en las peleas y las secuencias de acción. Este Hellboy es de 'serie B' -en el buen sentido- y lo que pierde en belleza plástica y sentido de la maravilla con respecto a las versiones de Del Toro, lo gana en desenfado y diversión descerebrada. Lo que se mantiene siempre, tanto en los cómics como en las versiones cinematográfica, es la humanidad que tiene el personaje debido a su naturaleza monstruosa, lo que le convierte en un marginado con el que resulta imposible no simpatizar.
Marshall debutó nada menos que con una película de hombres lobo -Dog Soldiers (2002)- para luego proponerse como una voz prometedora en el cine de terror con The Descent (2005). Solo que enseguida demostró estar más interesado en el pastiche, en el exploit de subgéneros, con películas tan extrañas como divertidas, como son Doomsday (2008) y Centurión (2010). Estas dos últimas comparten con Hellboy un argumento imparable, que avanza saltando de una cosa a otra casi, sin continuidad y con la sola pretensión de entretener. Lo consigue, pero aquí le habría venido bien a Marshall -que no firma el guión- preocuparse un pelín más de sus personajes. Por último, aclaremos que la versión que he visto es la 'censurada', de la que habrían suprimido una buena cantidad de sangre y gore. Imposible opinar al respecto sin haber visto las dos versiones, pero sí se puede decir que en Neil Marshall la violencia y la sangre son una cuestión de estilo. Solo hay que ver la de hemoglobina y decapitaciones que hay en sus películas anteriores, o incluso en los dos episodios de Juego de Tronos dirigidos por él, Blackwater y The Watchers on the Wall, de los mejores de la serie, por cierto
JUEGO DE TRONOS -TEMPORADA 8 -EL TRONO DE HIERRO
El rostro de Tyrion Lannister (Peter Dinklage) es lo primero que vemos del esperado final de Juego de Tronos. La mirada del enano sobre la destrucción provocada por Daenerys Targaryen (Emilia Clarke). Por si alguien no recordaba su conversión en tirana, vemos a Grey Worm (Jacob Anderson) ejecutando a los hombres de la caída Cersei (Lena Headey). La estrategia narrativa aquí es alargar la espera hasta ver por primera vez a Daenerys, cuya conversión en reina genocida todavía no hemos podido comprobar. Escuchamos las pisadas de Tyrion sobre los escombros y la ceniza, y la música no aparece hasta que no vemos la mano falsa de su hermano, Jaime (Nikolaj Coster-Waldau). Solo entonces escuchamos el conocido tema The Light of The Seven. Es una escena dolorosa que sitúa a Tyrion con respecto a Daenerys. Lo mismo ocurre con Arya Stark (Maisie Williams) a la que vemos, apartada, mirando a las tropas vencedoras: quieren que pensemos que ahora su misión es matar a la nueva reina. Pero Arya no cabalga el caballo blanco, que no era el del Apocalipsis. Arya no es la muerte. Las tropas de Daenerys aparecen tras la victoria perfectamente alineadas, en clara referencia al nazismo. Jon Snow (Kit Harington) ve llegar a la reina a lomos de su dragón. Por fin vemos a Daenerys. D.B. Weiss y David Benioff -escriben y dirigen- nos la muestran convertida claramente en una malvada. El estandarte del dragón, rojo sobre negro -como una bandera nazi-, los gritos de los dothrakis, el discurso hitleriano sobre la liberación de los pueblos, todo hace que la madre de los dragones parezca ahora una enloquecida conquistadora. Lo que nos dicen Weiss y Benioff es que Daenerys no ha cambiado. Siempre ha sido así. El gesto de Tyrion, de rebeldía, al decirle a la reina las verdades a la cara, a pesar del miedo, engrandece al personaje del enano. Ahora bien, la siguiente escena entre Jon y Tyrion, revela la debilidad de la última temporada de la serie: su brevedad. El diálogo entre ellos no aporta nada nuevo, más que volver a explicar lo que ya hemos visto, que Daenerys es ahora un peligro. Los dos personajes deben decidir, en una sola escena, que la reina debe ser detenida, algo que merecía un desarrollo más prolongado, de varios capítulos. Algo que se podría haber contado en una temporada entera, aquí ocurre en un solo diálogo, pensado para los espectadores. Tyrion justifica lo que hemos visto en esta polémica temporada, y nos recuerda los momentos de la serie en los que Daenerys se comportó como la tirana que ahora es. La escena es un rollo, solo se salva por la sorpresa de que Jon no se deja convencer por el discurso, impecable, de Tyrion. Pero eso también le hace parecer menos inteligente de lo que pensábamos. Sabedores de la chapa que nos han metido, Weiss y Benioff fabrican enseguida dos imágenes estupendas. Primero, el dragón emerge de la nieve ante Jon Snow, valga la redundancia, expresando su conflicto interior mucho mejor que cualquier línea de diálogo. La siguiente imagen es la de la reina mirando el Trono de Hierro. Sobre una melancólica variación del tema musical principal de la serie, Daenerys se acerca, lo toca, pero no se sienta sobre él. ¿Por qué? Porque lo que viene enseguida es una escena breve, inteligente, completamente inesperada. Quizás algo tramposa. Quizás algo decepcionante. Jon Snow se enfrenta a Daenerys en un diálogo que tiene que ver con el amor entre ambos, pero también con una cuestión política. Daenerys defiende una utopía, pero totalitaria y sangrienta, como ya hemos visto. Jon defiende que el sistema no es el problema, sino los gobernantes, que nunca deben decidir por el pueblo. En mi opinión, Weiss y Benioff se diferencian de George R.R. Martin en que utilizan sus historias como vehículos de temas -la guerra, el poder- mientras el escritor prefiere centrarse en sus -grandes- personajes. La pareja televisiva lleva de la mano a los protagonistas para que expresen ideas, mientras que el escritor literario deja que sus personajes tomen sus propias decisiones, aunque sean contradictorias. Por eso, el beso de Jon, que parece sellar su sometimiento a la causa de Daenerys, se convierte en una puñalada que acaba con su vida. Uno se imagina la reacción mundial de los millones de espectadores que están viendo este momento. Muerta la reina ¿A quién va a obedecer el dragón? En un momento muy loco, la bestia no mata a Jon, sino que derrite con su aliento el Trono de Hierro. Nadie se sentará en él, destrozando todas nuestras expectativas sobre el final de la serie. Todas las apuestas han fallado. Eso cuando quedan unos 40 minutos de episodio: ya no sabemos qué esperar.
Podíamos esperar la muerte de Tyrion, por ejemplo. Pero tampoco. Los restantes líderes se han quedado sin reina, Jon es un prisionero por su crimen. En una escena que roza el ridículo, queda claro que Grey Worm no debe gobernar, es un militar -una idea estupenda enviarle a él y a sus tropas a una isla-. Por un instante, Samwell (John Bradley) propone la democracia. Todos se ríen de él. Entonces habla Tyrion, cuyo discurso propone que los reyes sean elegidos -entre ellos mismos- y sorprende designando a Bram Stark (Isaac Hempstead Wright), como el nuevo rey. Inconcebible: no me convence el recurso a que todo estaba destinado a ocurrir de esta manera y que Bran, en plan jedi, en plan Doctor Extraño, ya lo sabía. Pero el discurso de Tyrion habla sobre todo de la importancia de las historias -como Juego de Tronos- de cómo influyen en nuestras vidas, dándoles sentido, y de eso que ahora llaman 'el relato'. Sansa Stark (Sophie Turner) se presenta enseguida como la primera separatista, el norte será independiente. Jon, lógicamente, cumple su papel de héroe, que se ha sacrificado por el bien común. Nada de gloria, sino soledad, y dudas. Arya seguirá caminando sin destino, buscando descubrir nuevas fronteras y aventuras -la idea de que el mundo es más grande de lo que pensamos-. Se puede decir que los guionistas no han sabido qué hacer con ella. Es bonito que Brienne (Gwnedoline Christie) siga escribiendo la historia de Jaime hasta completarla. Tras tu esto, Tyrion se sienta en la silla de la 'Mano', que es, en realidad, el equivalente al Trono de Hierro. Es Tyrion el que, al final de esta historia, detenta el poder, en una escena desmitificadora, cargada de humor. Esa historia que trae Samwell, la Canción de Hielo y Fuego, da fe del origen literario de todo esto, reconociendo los méritos de George R.R. Martin. En esa historia, el enano, el personaje más decisivo, no es mencionado, reconociendo que no hemos visto, exactamente, la épica historia que esperábamos, sino algo más parecido a la realidad, a nuestro mundo. Enseguida, como en la vida misma, los nuevos 'ministros' se ocupan de lo económico, de las pequeñas cosas del día a día de la gente corriente. Eso es gobernar de verdad. El sentido épico aparece entonces en las escenas finales, sin diálogo -como un final de Star Wars, el siguiente proyecto de Benioff y Weiss-. En ellas vemos a los tres hermanos Stark, Jon, Sansa y Arya, cada uno comenzando un nuevo camino. No se acaban las historias de estos tres personajes que hemos seguido durante años, sino que continúan en nuestra imaginación. Lo mejor que se puede decir del final de Juego de Tronos, es que es también un comienzo. 8/10
JUEGO DE TRONOS -TEMPORADA 8 -LAS CAMPANAS
AVISO SPOILERS
Una enigmática escena protagonizada por Lord Varys (Conleth Hill) abre el penúltimo episodio de Juego de Tronos. Pero el enigma, es breve: el sujeto de las preocupaciones del consejero es Daenerys (Emilia Clarke) y el conflicto es el mismo que en el episodio anterior ¿Debe reinar ella o Jon Snow (Kit Harington)? Varys enfoca el problema como un asunto político, pero para Snow, es una cuestión sentimental. Es una cuestión de amor. En la escena entre Daenerys y Tyrion (Peter Dinklage), desembocan los conflictos que se han estado gestando en esta corta temporada final: el secreto sobre quién es el heredero legítimo, la lealtad de Jon hacia Daenerys, y que esta se siente una extranjera. Daenerys es una paranoica traicionada. Todo esto ha sido establecido para justificar un giro en nuestra percepción sobre la madre de los dragones. Pero lo que puede parecer un cambio de actitud, no tiene por qué serlo realmente. Reducir Juego de Tronos a un enfrentamiento entre buenos y malos es poco interesante. La serie se ha ocupado de personajes humanos, con defectos y pecados. Personajes, sobre todo, que reaccionan cuando adquieren el poder (político). Daenerys a ha actuado antes como una líder práctica, capaz de tomar decisiones difíciles, aplicando la reprochable filosofía de que el fin -la libertad- justifica los medios. Siempre ha habido en ella, además, una deseo de venganza que corre paralelo a su idealismo. En el desenlace de la serie, con tanto en juego, es normal que el conflicto se centre en si Daenerys se dejará llevar por la idea de la utopía, o por el rencor. Nada que objetar. La ejecución de Lord Varys, un personaje importante, no es la primera sentencia de muerte bajo el mandato de la Targaryen. Lo interesante son las consecuencias de esa decisión: Jon Snow, a pesar de jurarle lealtad a su reina, rechaza un beso, en un gesto melodramático. Esto, de una forma más bien simplista, nos lleva a la siguiente escena, en la que Daenerys se decide. El fin justifica todos los medios. Está dispuesta a sacrificar vidas inocentes para liberar a futuras generaciones de la tiranía de Cersei Lannister (Lena Headey). El mensaje de esta línea narrativa es que, al hacerlo, Daenerys será tan desalmada como Cersei. No habrá diferencia entre ellas. Tyrion, que también lo sabe, habla en nuestro nombre. El enano buscar ser la conciencia de la reina. Los planos siguientes, de una multitud de refugiados, con música triste, colores grises, nos ayuda a entender lo que está en juego. Lo que rompe está dinámica, aparentemente predecible, es la misión secreta de Arya (Maisie Williams) y Sandor Clegane (Rory Mccann), dispuestos a matar a Cersei y acabar con la guerra. Luego descubriremos que este apunte narrativo era humo.
La emotiva escena entre Tyrion y un capturado Jaime Lannister (Nikolaj Coster-Waldau) es preciosa: los futuros que el enano dibuja para sus hermanos si huyen; la confesión sobre la deuda que tiene con él desde su infancia. Un buen cierre para la historia entre ambos. Luego, escenas de tensión por la batalla inminente. Nos enseñan el pánico de la gente dentro de Desembarco del Rey. Víctimas inocentes en la ciudad de los 'malos'. El planteamiento es sin duda interesante. No estamos ante una batalla de fantasía entre humanos y orcos, sino entre personas que morirán por las decisiones de sus monarcas. Lo que, repito, hace tan 'malas' a Cersei como a Daenerys. A cualquiera que detente el poder. Cersei lo demuestra dejando fuera de la protección de las murallas a parte de los habitantes de la ciudad, sobre todo mujeres y niños. El primer ataque de Daenerys sobre el dragón es espectacular. Un ataque devastador que solo podemos comparar con el uso de una bomba atómica. Comparemos con la batalla contra los caminantes blancos: entonces los ejércitos comandados por Daenerys luchaban por su vida. Eran héroes solo por sobrevivir a un ejército inhumano, al horror. Ahora aplastan a sus enemigos, simplemente humanos, en una auténtica masacre. La imagen de Tyrion caminando entre los desastres de la guerra -pienso en Goya- es clara: aquí no hay gloria. La gran sorpresa: Cersei no guarda ningún 'as' bajo la manga. Ha perdido. Está loca. No es la villana prometida, sino una mujer rota por el dolor, por la muerte de sus hijos. La música nos recuerda el tema The Light of Seven -de Ramin Djawadi- del momento más bajo de Cersei en la sexta temporada. El momento en el que lo perdió todo. Presenciamos entonces una rendición que acaba por despojar a la victoria de toda épica. Las campanas doblan -pienso en Hemingway-. Es entonces cuando no entiendo la decisión de D.B. Weiss y David Benioff. Es entonces cuando convierten a Daenerys y su dragón en un bombardeo indiscriminado sobre una población civil. A su ejército de liberadores, en asesinos de mujeres y niños. ¿Por qué? ¿Qué lo justifica? Creo que la muerte de Misandei (Nathalie Emmanuel) no es suficiente. Ni las traiciones antes mencionadas. Solo se puede apelar al linaje de Daenerys, a la genética del 'rey loco'. Pero esta justificación me parece lejana, para entendidos, para fans. A nivel de personajes, me parece que el giro que da Daenerys no está bien contado. Pero hay que esperar al siguiente episodio, claro. Ahora bien, a nivel temático, la idea de no convertir en heroína a Daenerys, por ganar una guerra, me parece rompedora. A nivel temático, la sorpresa del giro que da Daenerys lleva a un comentario crítico sobre la guerra, en mi opinión, el subtexto de este capítulo, que se sobrepone al destino de los personajes (que es lo que desean ver los fans). Una decisión arriesgada y digna de aplauso.
Quizás, precisamente, porque saben que han jugado en contra de nuestras expectativas, los guionistas ofrecen luego un conflicto más personal, más virulento y menos intelectual -también más gratuito- entre Jaime y Euron Greyjoy (Pilou Asbaek). Jaime 'muere' tras matar a otro rey. Pero, de forma coherente con el tema que he apuntado antes, sin gloria ninguna. Tras todo esto, cabe preguntarse qué sentido tiene la venganza de Arya, como expresa Sandor Clegane, en lo que parece una escena forzada, que intenta devolver inocencia y bondad a la endurecida niña de los Stark. No cuela. Pero es que necesitábamos ver ese enfrentamiento entre Ser Gregor Clegane (Hafpór Július Björnsson) -zombificado- y Sandor ¿o no? Pelean en un escenario apocalíptico, de ruinas y aliento de dragón que es Fantasía pura. El desenlace no parece especialmente inspirado, pero sí puede responder también a la idea de fondo sobre la violencia y la venganza: solo puede acabar consumiendo a los dos hermanos. No puede haber un vencedor. Luego, siguen atando cabos Benioff y Weiss: Cersei y Lannister se reencuentran sobre el mapa del mundo que esperaban dominar. Ambos sufren, creo yo, el desenlace que imaginábamos. Un momento humano y hasta tierno, entre los dos 'malvados' de la serie.
Pero hablemos del meollo del capítulo: Arya será testigo, será nuestro punto de vista, del horror de la guerra, en unas escenas poderosas -en las que una madre y una niña le ponen cara a las víctimas del conflicto, a los refugiados- en tres o cuatro secuencias que me parecen lo mejor del episodio. En el momento más ambicioso, quizás de la serie, Arya encuentra un caballo blanco entre los escombros, en medio de la destrucción -¿Estarían los front runners de Juego de Tronos pensando en Guernica? ¿En Picasso?-. Me quito el sombrero. 9/10
THE UMBRELLA ACADEMY -SUPERHÉROES 'EMO'
Sirve The Umbrella Academy -la serie de Netflix- para reflexionar sobre las diferencias entre el cómic y el cine. La primera es obvia: aunque ambas artes se valen de narrativas visuales y secuenciales, leyendo un tebeo debemos 'rellenar' los espacios entre viñeta y viñeta, algo que también ocurre en el cine entre escenas y secuencias, gracias al montaje. Esto puede parecer una tontería pero, en términos de credibilidad, es muy diferente ver a un superhéroe dibujado en enérgicas posturas perfectas, que ver a un actor, disfrazado, moviéndose delante de la cámara. Durante años y hasta Superman (1979) de Richard Donner, los trajes de los superhéroes fueron francamente ridículos, como los primitivos seriales del Capitán América (1944), o la paródica serie de Batman de los años sesenta. Esto produjo un rotundo rechazo a ver el traje de un superhéroe en pantalla: véanse los uniformes negros estilo Matrix (1999) de X-Men (2000), o cómo Oliver Queen (Stephen Amell) evitaba el antifaz -y el color verde- en las primeras temporadas de la prescindible serie Arrow; o lo mucho que tarda Matt Murdock (Charlie Cox) en enfundarse el traje rojo de Daredevil en la serie de Netflix. La gran excepción a este miedo al ridículo, ha sido siempre el traje negro de Batman, convertido en armadura en las películas desde Tim Burton a Christopher Nolan. El punto de inflexión, lo que cambió esta percepción, me parece que fue la adaptación Watchmen (2009) en la que Zack Snyder aprovechaba que Alan Moore y Dave Gibbons ya jugaban, en su serie de 1986, a que los trajes de los superhéroes de los años 40 -la Edad de Oro del comic book- no daban 'el pego'. Según las películas de superhéroes se fueron acumulando en la experiencia de los espectadores, estos fueron aceptando poco a poco las historias sobre estos personajes como parte de un subgénero cinematográfico asentado, con constantes equiparables al western o al cine negro, con sus clichés y convenciones. De pronto, dejó de importar que un traje fuera ridículo, lo que incluso añadía realismo a las adaptaciones. Se hizo conscientemente en Kick-Ass (2010) que aprovechaba el enfoque realista de Mark Millar para decirnos que si los superhéroes existieran en la vida real, serían francamente cutres. Mencionemos también la influencia de las ilustraciones hiperrealistas -usando fotos y modelos- del artista Alex Ross, para hacer verosímiles a unos héroes encuadrados casi siempre en contrapicado, desde el punto de vista del hombre corriente a pie de calle. Una estética que siguió Bryan Hitch en The Ultimates -también de Mark Millar- que actualizaba a los Vengadores, sirviendo de inspiración -solo inicial y luego difuminada- a las películas del Universo Cinematográfico de Marvel. Esta influencia se nota especialmente en el lamentable aspecto en cine de Ojo de Halcón (Jeremy Renner), a pesar de que, en Los Vengadores (2012) ya se jugaba con el look inocente, retro, ridículo y demasiado colorido, del uniforme del Capitán América (Chris Evans). Ahora, parece que el espectador acepta sin prejuicios cualquier traje de superhéroe: nunca pensé que vería a Aquaman (Jason Momoa) de naranja y verde. En 2019 ya hemos visto todo tipo de películas y series de superhéroes. La que nos ocupa, The Umbrella Academy, se vale de todo este recorrido para presentarnos a un grupo de superhéroes post-modernos, en los que algunos abrazan las mallas -Diego (David Castañeda)-, otros prefieren vestir 'de civil' -Allison (Emmy Raver-Lampman)- y alguno, simplemente, prefieren no llevar nada de nada -Klaus (Robert Sheehan)-. Eso sí, en un claro guiño a Watchmen, en su infancia, los protagonistas llevaron antifaces retro, como también lo hicieron Los Increíbles.
Pero la verosimilitud no es el único escollo a salvar al adaptar una historieta al cine o a la televisión. Los medios son diferentes en su narrativa. Como ya he dicho, en el cómic el lector debe completar las acciones entre viñeta y viñeta, pero además, en el caso de The Umbrella Academy, Gerard Way -vocalista de My Chemical Romance- propone una narrativa fragmentada, en la que no necesariamente hay continuidad entre una viñeta y la siguiente. Esto es así sobre todo en el primer número del cómic, en el que Way presenta a grandes rasgos un universo de ficción, estableciendo un marco muy amplio sin entrar en detalles. El origen de los personajes, siete bebés que nacieron inexplicablemente de improviso, se narra en unas pocas viñetas, apoyándose en un texto -literario- que en cine equivaldría a una voz en off. En esta adaptación televisiva, Steve Blackman y el guionista Jeremy Slater se ven obligados a inventarse una secuencia sobre el nacimiento, en Rusia, de uno de esos bebés, Vanya (Ellen Page), cuya madre se lanza a nadar en una piscina justo en el momento de dar a luz. Esta necesaria dramatización, en términos visuales, de lo que hemos imaginado en el cómic gracias a la narrativa elíptica de Way, es la más clara demostración de las diferencias del cine con respecto al cómic. En el caso que nos ocupa, la narrativa se vuelve más convencional con respecto a una historieta gráfica que es mucho más libre, creativa -también más confusa- y estimulante. Curiosamente, la adaptación audiovisual del cómic de superhéroes conlleva casi siempre su simplificación -por no decir infantilización-. Necesariamente, hay que podar las complejidades de unos tebeos que llevan publicándose décadas, para el espectador que carece de los conocimientos del lector de cómics, que ha seguido una serie durante años. Esto es así incluso en una ficción de nuevo cuño como The Umbrella Academy, que apela a arquetipos conocidos por el lector de tebeos de superhéroes y de la ciencia ficción, para luego replantearlos.
La serie de The Umbrella Academy toma las ideas del cómic -que son muchas- y las comprime dentro de la estructura de una serie de televisión, con sus giros, sorpresas y el desarrollo de personajes necesario para que el espectador se identifique con ellos. Todo debe estar bien atado. Curiosamente, esta labor de 'limpieza' de elementos que puedan resultar extraños para el seriéfilo, hace que la narración se centre en la dinámica entre los personajes. El resultado es, sorprendentemente, la película de superhéroes que hubiera hecho Wes Anderson -Los Tenenbaums: una familia de genios (2001)-. Los guionistas televisivos tienen la virtud de hacer sobresalir los conflictos emocionales de los siete protagonistas, individuos extraordinarios, y de la problemática figura de su padre adoptivo, Sir Reginald Hargreeves (Colm Feore). Poco queda del tono pulp, retro y de sci-fi blanda, del cómic, potenciado por el estilo de dibujo del brasileño Gabriel Bá, en el que veo a un estupendo seguidor de Mike Mignola -Hellboy-. Otra pérdida: mientras en el cómic todo fluye de una idea a la otra, la serie ve la necesidad de explicar y desarrollar cada trama con su principio, su desarrollo y su final, lo que lleva a algunas escenas de transición, supongo que necesarias e inevitables. Comparaciones aparte, la serie funciona bastante bien. Sin llegar a tener una verdadera personalidad visual, ya que varios directores se encargan de la realización y no hay un solo autor detrás de la cámara, el diseño de producción es fantástico en personajes, vestuario, y escenarios, lo que acaba generando un look muy atractivo.
La serie de The Umbrella Academy toma las ideas del cómic -que son muchas- y las comprime dentro de la estructura de una serie de televisión, con sus giros, sorpresas y el desarrollo de personajes necesario para que el espectador se identifique con ellos. Todo debe estar bien atado. Curiosamente, esta labor de 'limpieza' de elementos que puedan resultar extraños para el seriéfilo, hace que la narración se centre en la dinámica entre los personajes. El resultado es, sorprendentemente, la película de superhéroes que hubiera hecho Wes Anderson -Los Tenenbaums: una familia de genios (2001)-. Los guionistas televisivos tienen la virtud de hacer sobresalir los conflictos emocionales de los siete protagonistas, individuos extraordinarios, y de la problemática figura de su padre adoptivo, Sir Reginald Hargreeves (Colm Feore). Poco queda del tono pulp, retro y de sci-fi blanda, del cómic, potenciado por el estilo de dibujo del brasileño Gabriel Bá, en el que veo a un estupendo seguidor de Mike Mignola -Hellboy-. Otra pérdida: mientras en el cómic todo fluye de una idea a la otra, la serie ve la necesidad de explicar y desarrollar cada trama con su principio, su desarrollo y su final, lo que lleva a algunas escenas de transición, supongo que necesarias e inevitables. Comparaciones aparte, la serie funciona bastante bien. Sin llegar a tener una verdadera personalidad visual, ya que varios directores se encargan de la realización y no hay un solo autor detrás de la cámara, el diseño de producción es fantástico en personajes, vestuario, y escenarios, lo que acaba generando un look muy atractivo.
La gran influencia temática y argumental me parecen los X-Men: jóvenes inadaptados, con un mentor algo distante, reunidos en una mansión -aunque Gerard Way cita un referente anterior, los menos conocidos personajes de DC, La Patrulla Condenada (que por cierto ya cuentan también con su propia serie televisiva)-. Mencionemos ideas de The Umbrella Academy presentes en los cómics de los mutantes de Marvel: el descubrimiento de un futuro apocalíptico que debe ser evitado -como en Días del futuro pasado-, el personaje infantil que se ve separado de su 'familia' y es obligado a madurar en soledad, aquí Número 5 (Aidan Gallagher) en aquellos cómics Kitty Pryde, Rachel Summers, e incluso Nathan Summers/Cable. Por no mencionar que el poder teletransportador de este -francamente bien plasmado en la pantalla en sus saltos temporales- recuerda, en las escenas de acción, al de Rondador Nocturno -Alan Cumming en X-Men 2 (2003)-. Por último, el argumento de esta primera temporada hace pensar en la saga de Fénix Oscura -de hecho, Ellen Page fue Kytty Pryde en la película que adaptaba esta historia, X-Men 3 (2006), que, por cierto, será utilizada de nuevo en X-Men: Fénix Oscura-.
Si antes he dicho que lo importante de esta serie son los conflictos entre personajes, eso no significa una renuncia a lo espectacular. Hay secuencias de acción en cada episodio, todas bastante logradas. Apuntemos también momentos muy inspirados como la secuencia de las niñeras de Vanya; el siniestro uso de los poderes de Allison/Rumor (Emmy Raver-Lampman) en su propia hija; el rebobinado temporal que permite que ocurran giros radicales en la trama para reinterpretarlos enseguida; o elementos muy locos, que sí mantienen el espíritu de los cómics, como que los 'sirvientes' de la mansión de la Academia sean un chimpancé inteligente (Adam Godley) y una robot (Jordan Claire Robbins), sin dar demasiadas explicaciones.
En mi opinión, lo que evita que esta serie sea de primera categoría es, además de arriesgar menos que en los tebeos, el habitual estiramiento de las tramas que suelen sufrir las ficciones de Netflix. Por ejemplo, la historia de los matones a sueldo, Hazel (Cameron Britton) y Cha-Cha (Mary J. Blige), mucho más escueta en el original, aquí acaba perdiendo interés. Tampoco me entusiasma el casting de la serie. No me convencen, sobre todo, Robert Sheehan como el carismático Klaus, ni Emmy Raver-Lampman como Allison. Y a título personal, encuentro que cada capítulo -todos de casi 60 minutos- está saturado de canciones y temas musicales. Sobre todo porque la selección del playlist de The Umbrella Academy no me parece demasiado original: pienso en la machacada Don´t Stop Me Now de Queen utilizada durante el tiroteo de Hasel y Cha-Cha. Esto, a pesar de momentos afortunados, como la secuencia musical del primer episodio, en la que todos bailan con el I Think We Are Alone Now de Tiffany, que dota al relato de un tono más personal, por la vía de la nostalgia. Pero, en general, veo canciones demasiado conocidas, insertadas de forma desacertada y gratuita, como cuando, de nuevo, Cha-Cha y Hazel pelean al ritmo de Sunshine Lollipops and Rainbows de Lesley Gore. La canción ha sido utilizada en otras ocasiones -en series como Los Simpsons, Please Like Me, y en películas como Lluvia de albóndigas (2009)-; pero creo que mi problema es que se trata de música extradiegética, lo que la hace gratuita, artificial. Me explico. En el mencionado tiroteo que usa el Don´t Stop Me Now, este tema comienza a escucharse sin ninguna justificación -aunque podamos imaginarnos que forma parte del hilo musical de la tienda que sirve como escenario-. Comparemos esto con el uso de la misma canción en Zombies Party (2004) en la que el director Edgar Wright hace que sea reproducida accidentalmente en la rockola del bar, introduciéndola en la acción con un mecanismo argumental. Otro ejemplo del buen uso de la música diegética: en la reciente Nosotros, la familia blanca escucha a los Beach Boys en su equipo de alta fidelidad cuando los masacran los extraños dobles, creando un contraste muy poderoso. Y ¿Cómo habría sido la escena más famosa de La Naranja Mecánica (1971) si Stanley Kubrick nos hubiese hecho escuchar a Gene Kelly en lugar de permitir que Alex (Malcolm MacDowell) interprete él mismo Cantando bajo la lluvia?
LOS HERMANOS SISTERS -DOS CABALGAN JUNTOS
El director francés Jacques Audiard -Un profeta (2009)- aborda siempre los géneros cinematográficos desde la mirada del cine de autor, mezcla a la que suele añadir, como texto de fondo, una postura política, una denuncia social -Deephan (2015)-. Su forma de dirigir es realista, su cámara suele enfrentarse al espectador, sus historias incluyen escenas muy duras, pero también poesía. El cine de Audiard es potente y su nueva película, Los hermanos Sisters, por tanto, era muy esperada. No ha decepcionado: ha ganado cuatro premios César y el León de Plata al mejor director en el festival de Venecia. Primera sorpresa: se trata de un western, género, por definición, estadounidense -a pesar del prolífico y valioso eurowestern-. Más sorprendente todavía, esta nueva película tiene mucho humor, cuyo origen hay que rastrear en la figura del actor John C. Reilly, al parecer uno de los motores del proyecto, empeñado en encarnar el personaje de Eli Sisters, de la novela original de Patrick deWitt. Reilly, maravilloso intérprete, encarna a su personaje más habitual, un tipo entrañable, tierno, pero con sus sombras de inmadurez, y conflictivo, aquí, nada menos que un expeditivo pistolero. Su hermano, Charlie Sisters, es un Joaquin Phoenix que también mantiene su registro más conocido, interpretando a otro ser atormentado, torturado, cercano a la psicopatía. Con estos dos personajes juega Audiard y el guionista Thomas Bidegain, que se centran antes en sus protagonistas y en la relación entre ellos, que en la peripecia, con la firme convicción de convertirles en personas de carne y hueso, trascendiendo los arquetipos del cine del Oeste. Charlie y Eli serían los villanos de un western clásico, o los pícaros antihéroes de un espaghetti western. Imposible no quererlos, gracias a la mirada de Audiard, que dedica el film a su hermano fallecido. Pero ojo, porque la historia propone a otros dos personajes, John Morris -encantador Jake Gyllenhaal- y un buscador de oro, Hermann Kermit Warm -estupendo Riz Ahmed- que dan buena réplica a los protagonistas. No estamos ante un western al uso, pero ahí están los temas recurrentes del género: la violencia -siempre presente en la obra de este autor- de una tierra sin Ley; el tono crepuscular de un mundo que se acaba: la película realiza un viaje progresivo hacia el oeste geográfico -esa hermosa imagen del océano, pura poesía- y hacia la civilización, de modales refinados y lujos capitalistas. En este contexto, los hermanos Sisters, más que malvados, son sanguinarios por primitivos, por salvajes. No encajan en el nuevo mundo, pero Audiard se permite sorprendernos reemplazando el motor argumental de la pura avaricia, nada menos que por una utopía -ahí está el subtexto político- y con un final inesperado en el que los hermanos hacen un trayecto inverso al de la propia película. Mencionemos que en el preestreno organizado por la productora Apache Films y la distribuidora Avalon, Audiard y Bidegain presentaron la película al público y tuvieron la oportunidad de contar algún secreto, como que la breve aparición de la actriz Carol Kane es un entrañable guiño a Lillian Gish y a La noche del cazador (1955).
JUEGO DE TRONOS -TEMPORADA 8 -LOS ÚLTIMOS STARK
Era lógico sentir curiosidad por ver cómo continúa la historia de Juego de Tronos tras la batalla definitiva del episodio anterior, y este episodio tiene un título morboso -¿deudor de Los últimos Jedi?-. Como es coherente y necesario, tras una batalla, duelo, incluso a pesar de la victoria. Daenerys (Emilia Clarke) llora la muerte de Jorah Mormont (Iain Glen), Sansa (Sophie Turner) la de su hermano, Theon Greyjoy (Alfie Allen). La imagen de las multitudinarias piras funerarias de los caídos, marca lo que parece un buen arranque para la historia. No es casualidad que el discurso en el funeral lo haga Jon Snow (Kit Harington) y que su contenido haga referencia a la unión durante la batalla para derrotar al enemigo común. La escena es larga, dura casi 7 minutos, pero parece un mero trámite. Que no se diga que los personajes fallecidos han sido olvidados.
El dolor del funeral se convierte en tensión en la siguiente escena, espléndidamente iluminada con una gran cantidad de velas. En ella, los personajes comen casi sin mirarse entre ellos. Gendry (Joe Dempsie) se convierte en el protagonista inesperado, como aparente primer blanco de Daenerys, la primera en romper la tregua anterior y abrir fuego por rencores del pasado. Pero lo que hace es nombrarle señor del Bastión de las Tormentas, en un giro inesperado. Daenerys utiliza ese rencor para hacer algo positivo, que, sin embargo, maquiavélicamente, le sirve para marcar su poder y crear una nueva alianza. Pero también para despertar la desconfianza de Sansa Stark. De todo esto se da cuenta el personaje más inteligente, ya lo sabemos, que es Tyrion Lannister (Peter Dinklage), que aclara, innecesariamente lo está ocurriendo -lo hace para el espectador- con la excusa de rebajar la tensión -para Ser Davos (Liam Cunningham)-. Tyrion abre enseguida el melón del liderazgo de los Stark, que Bran (Isaac Hempstead Wright), por supuesto, no desea en absoluto. Por no desear, Bran, no desea nada. El que realmente rompe el hielo es Tormund (Christopher Hivju) con su simplicidad bárbara. Su exaltación de la heroicidad de Jon Snow convierte el conflicto por el poder en una cuestión de género: Snow puede tener el mismo mérito que Daenerys, pero al ser esta una mujer, quedará siempre por detrás de él. A esta problemática hay que añadir su soledad, como extranjera. Hay también un momento, aparentemente trivial, en el que Jaime Lannister (Nicolaj Coster-Waldau), Brienne (Gwendoline Christie) y Tyrion -¿No estaba el enano muy preocupado?- participan en un juego de beber, que consiste en adivinar datos biográficos del otro. Esto lleva a desvelar las heridas psicológicas de tres personajes: Brienne -que luego participa en la primera escena de sexo gay entre un hombre y una mujer-, Sandor Clegane (Rory McCann) y, sorprendentemente, Sansa Stark. Estos dos últimos mantienen un diálogo que, una vez más, solo sirve a los guionistas -D.B. Weiss y David Benioff- para resumir la trayectoria de estos personajes durante la serie, de una forma, en mi opinión, poco natural. Tampoco veo ingenio en la actitud de Arya Stark (Maisie Williams) tras la victoria -que sigue haciendo tiro a blanco con su arco, como una máquina de matar obsesionada- que rechaza la abrupta declaración de amor de Gendry. El “no soy una dama” se puede leer como un nuevo apunte feminista.
Luego, lo que prometía ser una escena de amor entre Daenerys y Jon Snow, se interrumpe por el conflicto que comienza a crecer entre ellos, de carácter político. No hay rivalidad entre ambos, sino que el problema se plantea como exterior: la admiración del Norte hacia Jon, la ambición de Sansa. Estos elementos funcionan como un destino inevitable que hace que el amor entre ambos parezca imposible. Prácticamente, Romeo y Julieta, con sus familias, o clanes, o reinos, enfrentados, impidiendo su unión. Eso sí, Daenerys muestra el colmillo, al pedirle a Jon que no revele la verdad sobre su derecho al trono. Señoras y señores, estamos en el cuarto capítulo de la última temporada de Juego de Tronos, justo después de una batalla decisiva, y lo que estamos viendo es el planteamiento de nuevos conflictos, que llevan, otra vez, a la unión ante un enemigo mayor: Cersei Lannister (Lena Headey), que hasta ahora había estado convenientemente ‘aparcada’. También resulta conveniente todo lo que ocurre a continuación: la nueva batalla que se va a librar divide a todos. A los Stark con respecto a Daenerys y a los propios Stark entre ellos. Lo que lleva a una conveniente muestra de fraternidad de los legítimos hijos de Ned Stark (Sean Bean) que aceptan al bastardo Jon Snow como uno de los suyos. Es un momento que llevamos ocho años esperando. Pero su verdadera función dramática es, ahora, otra: poner inmediatamente a prueba a Snow. ¿Revelará su verdadero linaje a sus hermanos, traicionando la confianza de Daenerys? También resulta muy conveniente que Bran, que sigue en plan 'jedi', le asegure a Jon Snow que no revelará su secreto porque ‘la decisión es suya’. Todo esto porque los guionistas necesitan que la historia se mueva rápido y hacia una dirección preestablecida.
¿No es también gratuita la aparición repentina de Bronn (Jerome Flynn)? Su amenaza contra los hermanos Lannister no es demasiado creíble, por lo que es normal que el guión se permita la licencia de no explicarnos cómo ha conseguido infiltrarse en Invenarlia. Lo que Bronn aporta como personaje es, sin embargo, interesante: conciencia de clase. Bronn pertenece a las clases bajas, que en esta suerte de sociedad feudal no tienen ninguna oportunidad de trascender sus orígenes ni de acceder a los privilegios que sí tienen, de nacimiento, incluso un enano como Tyrion. Y eso hace a Bronn muy atractivo. Su pequeño momento, sin embargo, se cierra en falso.
Una escena entre Sandor Clegane y Arya Stark; otra en la que vemos volar a los dragones; una más entre Sansa Stark y Tyrion Lannister -que en este episodio se multiplica, gana protagonismo, para hacernos creer que nos tendremos que despedir de él- que sigue girando sobre el mismo tema ¿Debe reinar Daenerys o Jon Nieve? Lo que empezó siendo un secreto entre tres o cuatro personas, comienza a multiplicarse. La información del linaje de Jon Nieve se convierte poco a poco en una amenaza que empieza a recordar a los Caminantes Blancos. Solo que el boca a boca va mucho más rápido que los muertos vivientes. Tras las despedidas de Tormund, y de Samwell (John Bradley) y Gilly (Hannah Murray), todo se precipita.
El viaje hacia Desembarco del Rey comienza y enseguida nos encontramos en una batalla naval -¿Alguien se acuerda de las teletransportaciones de la temporada anterior?- y, atención, porque muere un dragón. Un giro sorprendente, como poco, que confirma que los front runners de la serie tienen la firme convicción de alejar la trama de la fantasía -eliminados ya los caminantes blancos, los zombies, los gigantes, la bruja roja- para que la historia se resuelva en un conflicto puramente humano. Así, nos reencontramos con Cersei, aliada con Euron Greyjoy (Pilot Asbaek), auténticos villanos de la función, inteligentes estrategas que colocan a Daenerys en un dilema moral que la pone a prueba como gobernante. Tendrá que demostrar si es la reina que todos desean. El rapto de Missandei (Nathalie Emmanuel) es otro de esos giros argumentales ‘convenientes’. ¿Se convertirá Daenerys en otra tirana como las que ya hemos conocido en la serie, permitiendo la muerte de miles de inocentes para conseguir sus objetivos? Tyrion y Lord Varys (Conleth Hill) discuten este dilema -y reaparece la cuestión de género- por enésima vez durante el capítulo.
Pero lo menos convincente, en mi opinión, es la subtrama de Jaime Lannister, durante esta breve temporada. Podíamos aceptar su giro hacia la nobleza. Pero su relación sentimental instantánea con Brienne, para enseguida recuperar su maldad y su amor por Cersei, todo eso resulta, como poco, precipitado.
El momento más tenso del capítulo llega, cómo no, al final, cuando Tyrion decide ponerse a merced de Cersei, a la que creemos muy capaz de matarle. Es la gran fortaleza de Juego de Tronos hacernos creer que cualquier personaje puede morir en cualquier momento. Pero es también la mayor debilidad de la serie, ya que una y otra vez se debe recurrir a una muerte para provocar impacto. Sin embargo, el enfrentamiento aquí, entre hermanos, es emotivo, tenso y, además, recoge el juego de la bebida que hemos visto antes: Tyrion adivina que Cersei está embarazada. Ahora bien, de todo lo que podía ocurrir en esta escena, de todas las posibilidades -que Tyrion muera, que Cersei se rinda- lo que ocurre, lamentablemente es lo más predecible y lo menos estimulante. Missandei muere. Esto convierte a Cersei en una villana que es más fácil de odiar, pero que, también, resta complejidad a su personaje. 6/10
GRACIAS A DIOS -CINE DENUNCIA
Entender el cine como la denuncia de una realidad indignante. Eso es lo que hace François Ozon en Gracias a Dios, que le valió el Gran Premio del Jurado en el Festival de Berlín. La película se ocupa de las denuncias -reales, ocurridas en Lyon en 2016- por abusos sexuales contra un cura, que posiblemente agredió a decenas de niños durante décadas. Y esto se narra sin ningún tipo de concesión al espectáculo o al espectador. La película es durísima desde los primeros minutos, y se mantiene incómoda durante todo su desarrollo y hasta el final. El tema que trata no es para menos. Tres protagonistas, tres víctimas, Alexandre, François y Emmanuel -interpretados por unos estupendos Melvil Poupaud, Denis Menóchet y Swann Arlaud- dividen el film para contarnos, cada uno, su historia. Son personajes muy diferentes entre sí, a pesar de que han sufrido el mismo hecho traumático. El primer relato es el más claro, en el sentido de establecer dónde está el bien y el mal. Tiene un carácter casi epistolar, por el intercambio continuo de cartas -correos electrónicos- entre la víctima que denuncia y los diferentes miembros de la Iglesia que le responden. La segunda historia es más emotiva y comienza a añadir tonos grises al relato, que se vuelve decididamente oscuro e insoportablemente incómodo en el tercer caso. El mérito de Ozon es emocionar -mucho- evitando la manipulación y el tremendismo, gracias a un guión muy pegado a los hechos y al rigor de una puesta en escena sobria. Lo que no quiere decir que no tome partido, si es que en una denuncia como esta puede haber bandos. Ozon señala, primero, al cura pederasta -por supuesto- pero incluso lo humaniza, a pesar de unos inquietantes flashbacks sobre los abusos pasados. Pero Ozon acusa sobre todo a la sociedad y a la cultura del silencio: a la iglesia que tapa y calla, a los padres de las víctimas que hicieron la vista gorda, a los familiares incómodos que piden a las víctimas que olviden. Una falta de empatía que debe avergonzar a toda una sociedad. Pero tampoco cae Ozon en la tentación de mostrar a las víctimas como santos: los muestra como seres muy humanos, con dudas, contradicciones, defectos, que muchas veces no consiguen ponerse de acuerdo entre sí, a pesar de perseguir un fin común, el de la justicia. El retrato que acaba haciendo Ozon de los hechos es complejo y brilla sobre todo en el manejo de cómo las víctimas y sus entornos, manejan el dolor y sobre todo, la culpa. Gracias a Dios es una obra tan admirable como dura de ver.
DOBLES VIDAS -FICCIÓN O NO FICCIÓN
En Personal Shopper, Olivier Assayas proponía a un fantasma que se comunicaba desde el más allá a través del chat de un teléfono móvil. En Dobles Vidas, el autor francés vuelve a preocuparse por cómo las nuevas tecnologías influyen en nuestras vidas: en lo económico, en la forma de ver el arte y en la percepción misma de la realidad. Cinco personajes protagonizan la historia. Alain (Guillaume Canet) es un editor literario que se ha subido al carro del libro electrónico; Selena (Juliette Binoche) es una actriz cansada de hacer series de televisión de consumo fácil -léase Netflix-; Léonard (Vincent Macaigne) es un escritor que ve peligrar la publicación de su nueva obra, en esta época de blogs y tuits; Valérie (Nora Hamzawi) es la asistente de un político honesto; y Laure (Christa Théret) es una joven ambiciososa que cree en el futuro por encima de todo. Assayas plantea su película como si fuera una comedia romántica, en la que estos personajes discuten continuamente en dinámicos diálogos. El problema es que los temas de conversación son las fake news, la posverdad, la muerte del papel en favor de lo digital ¿Leemos menos libros? ¿O leemos más que nunca porque las redes sociales han democratizado la escritura en blogs y tuits? Son temas interesantes, sin duda, y muy actuales. Pero personalmente los encuentro muy gastados y tratados aquí con poca profundidad y sin argumentos novedosos. Esto para mí significa un desarrollo bastante aburrido, que pretende ser inteligente, pero que resultará redundante para los lectores más informados. Lo más interesante de la película es esa ‘doble vida’ que propone Assayas: aunque sus personajes hablen de estos asuntos, lo que realmente nos interesa de ellos son las relaciones entre ellos, sus secretos, sus sentimientos. Una vida oculta como la que tienen, por ejemplo, los protagonistas de Perfectos desconocidos (2017), film con menos pretensiones, pero que aborda los mismos temas. Sí que acierta Assayas en mostrarnos las contradicciones de nuestro tiempo: Alain es un editor que se pasó al e-book cuando las ventas de los libros digitales se estancan, y los libros en papel no acaban de desaparecer, mientras todo el mundo sigue esperando que llegue el futuro anunciado; Valérie asiste a un político honesto, pero parece que todos preferirían que se dedicase más a vender su imagen; Selena trabaja en una serie muy popular, que todo el mundo dice ver, pero cuyo nombre nadie acierta y cuyo personaje tampoco entienden; y el mejor de todos es Léonard, cuyas novelas, basadas, como toda la vida, en sus propias experiencias, despiertan el morbo de sus lectores, que se esmeran en distinguir lo real de lo ficticio, cuestionándose la ética del autor. Lo dicho fake news y posverdad.
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