El rostro de Tyrion Lannister (Peter Dinklage) es lo primero que vemos del esperado final de Juego de Tronos. La mirada del enano sobre la destrucción provocada por Daenerys Targaryen (Emilia Clarke). Por si alguien no recordaba su conversión en tirana, vemos a Grey Worm (Jacob Anderson) ejecutando a los hombres de la caída Cersei (Lena Headey). La estrategia narrativa aquí es alargar la espera hasta ver por primera vez a Daenerys, cuya conversión en reina genocida todavía no hemos podido comprobar. Escuchamos las pisadas de Tyrion sobre los escombros y la ceniza, y la música no aparece hasta que no vemos la mano falsa de su hermano, Jaime (Nikolaj Coster-Waldau). Solo entonces escuchamos el conocido tema The Light of The Seven. Es una escena dolorosa que sitúa a Tyrion con respecto a Daenerys. Lo mismo ocurre con Arya Stark (Maisie Williams) a la que vemos, apartada, mirando a las tropas vencedoras: quieren que pensemos que ahora su misión es matar a la nueva reina. Pero Arya no cabalga el caballo blanco, que no era el del Apocalipsis. Arya no es la muerte. Las tropas de Daenerys aparecen tras la victoria perfectamente alineadas, en clara referencia al nazismo. Jon Snow (Kit Harington) ve llegar a la reina a lomos de su dragón. Por fin vemos a Daenerys. D.B. Weiss y David Benioff -escriben y dirigen- nos la muestran convertida claramente en una malvada. El estandarte del dragón, rojo sobre negro -como una bandera nazi-, los gritos de los dothrakis, el discurso hitleriano sobre la liberación de los pueblos, todo hace que la madre de los dragones parezca ahora una enloquecida conquistadora. Lo que nos dicen Weiss y Benioff es que Daenerys no ha cambiado. Siempre ha sido así. El gesto de Tyrion, de rebeldía, al decirle a la reina las verdades a la cara, a pesar del miedo, engrandece al personaje del enano. Ahora bien, la siguiente escena entre Jon y Tyrion, revela la debilidad de la última temporada de la serie: su brevedad. El diálogo entre ellos no aporta nada nuevo, más que volver a explicar lo que ya hemos visto, que Daenerys es ahora un peligro. Los dos personajes deben decidir, en una sola escena, que la reina debe ser detenida, algo que merecía un desarrollo más prolongado, de varios capítulos. Algo que se podría haber contado en una temporada entera, aquí ocurre en un solo diálogo, pensado para los espectadores. Tyrion justifica lo que hemos visto en esta polémica temporada, y nos recuerda los momentos de la serie en los que Daenerys se comportó como la tirana que ahora es. La escena es un rollo, solo se salva por la sorpresa de que Jon no se deja convencer por el discurso, impecable, de Tyrion. Pero eso también le hace parecer menos inteligente de lo que pensábamos. Sabedores de la chapa que nos han metido, Weiss y Benioff fabrican enseguida dos imágenes estupendas. Primero, el dragón emerge de la nieve ante Jon Snow, valga la redundancia, expresando su conflicto interior mucho mejor que cualquier línea de diálogo. La siguiente imagen es la de la reina mirando el Trono de Hierro. Sobre una melancólica variación del tema musical principal de la serie, Daenerys se acerca, lo toca, pero no se sienta sobre él. ¿Por qué? Porque lo que viene enseguida es una escena breve, inteligente, completamente inesperada. Quizás algo tramposa. Quizás algo decepcionante. Jon Snow se enfrenta a Daenerys en un diálogo que tiene que ver con el amor entre ambos, pero también con una cuestión política. Daenerys defiende una utopía, pero totalitaria y sangrienta, como ya hemos visto. Jon defiende que el sistema no es el problema, sino los gobernantes, que nunca deben decidir por el pueblo. En mi opinión, Weiss y Benioff se diferencian de George R.R. Martin en que utilizan sus historias como vehículos de temas -la guerra, el poder- mientras el escritor prefiere centrarse en sus -grandes- personajes. La pareja televisiva lleva de la mano a los protagonistas para que expresen ideas, mientras que el escritor literario deja que sus personajes tomen sus propias decisiones, aunque sean contradictorias. Por eso, el beso de Jon, que parece sellar su sometimiento a la causa de Daenerys, se convierte en una puñalada que acaba con su vida. Uno se imagina la reacción mundial de los millones de espectadores que están viendo este momento. Muerta la reina ¿A quién va a obedecer el dragón? En un momento muy loco, la bestia no mata a Jon, sino que derrite con su aliento el Trono de Hierro. Nadie se sentará en él, destrozando todas nuestras expectativas sobre el final de la serie. Todas las apuestas han fallado. Eso cuando quedan unos 40 minutos de episodio: ya no sabemos qué esperar.
Podíamos esperar la muerte de Tyrion, por ejemplo. Pero tampoco. Los restantes líderes se han quedado sin reina, Jon es un prisionero por su crimen. En una escena que roza el ridículo, queda claro que Grey Worm no debe gobernar, es un militar -una idea estupenda enviarle a él y a sus tropas a una isla-. Por un instante, Samwell (John Bradley) propone la democracia. Todos se ríen de él. Entonces habla Tyrion, cuyo discurso propone que los reyes sean elegidos -entre ellos mismos- y sorprende designando a Bram Stark (Isaac Hempstead Wright), como el nuevo rey. Inconcebible: no me convence el recurso a que todo estaba destinado a ocurrir de esta manera y que Bran, en plan jedi, en plan Doctor Extraño, ya lo sabía. Pero el discurso de Tyrion habla sobre todo de la importancia de las historias -como Juego de Tronos- de cómo influyen en nuestras vidas, dándoles sentido, y de eso que ahora llaman 'el relato'. Sansa Stark (Sophie Turner) se presenta enseguida como la primera separatista, el norte será independiente. Jon, lógicamente, cumple su papel de héroe, que se ha sacrificado por el bien común. Nada de gloria, sino soledad, y dudas. Arya seguirá caminando sin destino, buscando descubrir nuevas fronteras y aventuras -la idea de que el mundo es más grande de lo que pensamos-. Se puede decir que los guionistas no han sabido qué hacer con ella. Es bonito que Brienne (Gwnedoline Christie) siga escribiendo la historia de Jaime hasta completarla. Tras tu esto, Tyrion se sienta en la silla de la 'Mano', que es, en realidad, el equivalente al Trono de Hierro. Es Tyrion el que, al final de esta historia, detenta el poder, en una escena desmitificadora, cargada de humor. Esa historia que trae Samwell, la Canción de Hielo y Fuego, da fe del origen literario de todo esto, reconociendo los méritos de George R.R. Martin. En esa historia, el enano, el personaje más decisivo, no es mencionado, reconociendo que no hemos visto, exactamente, la épica historia que esperábamos, sino algo más parecido a la realidad, a nuestro mundo. Enseguida, como en la vida misma, los nuevos 'ministros' se ocupan de lo económico, de las pequeñas cosas del día a día de la gente corriente. Eso es gobernar de verdad. El sentido épico aparece entonces en las escenas finales, sin diálogo -como un final de Star Wars, el siguiente proyecto de Benioff y Weiss-. En ellas vemos a los tres hermanos Stark, Jon, Sansa y Arya, cada uno comenzando un nuevo camino. No se acaban las historias de estos tres personajes que hemos seguido durante años, sino que continúan en nuestra imaginación. Lo mejor que se puede decir del final de Juego de Tronos, es que es también un comienzo. 8/10
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