ENYS MEN -TIEMPO MUERTO
FLUX GOURMET -ARTE CULINARIO
DIRECTOR -DAVID LEAN -TODAS SUS PELÍCULAS
Sangre, sudor y lágrimas (1942) es la primera película en la que David Lean aparece acreditado como director. Se trata de un drama sobre la Segunda Guerra Mundial que abarca todos los aspectos sobre el conflicto: desde el combate en el frente -en este caso, marítimo- hasta las consecuencias para los civiles -los bombardeos de Londres- y las familias de los combatientes. La película está realizada con una solvencia que desmiente su carácter de primer trabajo. Aquí David Lean está a la altura de un director experimentado, si bien podemos utilizar el socorrido término de 'artesano', antes que el de un autor propiamente dicho. Este término le pertenece más bien al actor y dramaturgo Nöel Coward, que escribió el texto para esta obra con fines propagandísticos en tiempos de guerra y basándose en la carrera de Louis Mountbatten. Coward firma el guión, protagoniza -como el capitán E.V. Kinross-, compone la música y codirige junto a Lean -aunque al parecer, relegó completamente la realización en él a las tres semanas de rodaje, tras comprobar su eficacia-. La película le valió a Coward el Óscar honorífico en 1943. El argumento utiliza como hilo conductor la historia de un barco: vemos primero su construcción y luego conocemos a la tripulación, que enseguida entra en combate. A partir de ahí, la trama retrocede para mostrarnos la historia de algunos de sus tripulantes, mediante flashbacks. Coward demuestra su talento para el retrato de personajes, combinando en ellos la cercanía, una sabiduría popular con bastante sentido del humor, pero también cierto idealismo expresado en el amor de los marinos por su nave -el HMS Torrin-. La idealizada solidaridad entre camaradas y una fuerte carga patriótica se justifican por los tiempos que corrían entonces. Lean acompaña la historia con una cámara invisible, capaz de ser intimista en los momentos más dramáticos, pero que también apunta ya hacia la épica de un relato de alcance global, con escenas de multitudes, desfiles y batallas navales algo discretas, quizás, por unos rudimentarios efectos especiales -durante el rodaje de estas, por cierto, se produjo la muerte accidental de un técnico-. Está disponible en Filmin y en Amazon Prime Video.
La vida manda (1944) es una historia río que narra la vida de una familia en Londres desde el final de la Primera Guerra Mundial, 1919, hasta el inicio de la Segunda, en 1939. Entre esos dos conflictos pasa la vida para Frank y Ethel Gibbons -Robert Newton y Celia Johnson- cuyos hijos se harán mayores y darán a sus padres los típicos dolores de cabeza de la brecha generacional. El guión es muy hábil en el retrato de personajes y tiene una gran capacidad de hacerlos cercanos, humanos e identificables. El marco familiar se amplía a los vecinos y a las parejas de los hijos, que además de problemas personales reflejan los de un país, Reino Unido, en aquellos años de incertidumbre y drásticos cambios en la vida de las personas. Hay que decir que el espíritu del film está marcado por la adaptación de la exitosa obra de teatro de Noel Coward, cuyo universo autoral aparece reflejado en la adaptación que firman el director de la película, David Lean y Ronald Neame, que se encarga de la fotografía y aparece también como productor. La cinta guarda no pocas similitudes con la anterior colaboración entre Coward y Lean, la patriótica Sangre, sudor y lágrimas (1942). John Mills, que aquí repite en el papel que interpretó en el teatro, en ambas obras da vida a roles muy similares, de marino, que parecen compartir la misma visión del mundo. Pero creo que esta La vida manda resulta bastante superior y más completa. Su relato contrapone las esperanzas de vida de cualquier familia que debe enfrentarse a la historia y a los azares trágicos del destino. Una película estupenda sobre la nación y la identidad británicas -el título original, This Happy Breed, hace alusión a Shakespeare, Ricardo II-. La cámara de Lean se mueve con elegancia mostrándonos con la misma solvencia momentos íntimos de drama familiar y acontecimientos de alcance nacional y mundial. Destaquemos un momento en el que el director demuestra su sabiduría narrativa al presentar en off la reacción de los padres, Frank y Ethel, ante una trágica noticia, dejando el plano vacío, desde la puerta de la casa que da al jardín trasero, como despojando de sentido el escenario familiar y cotidiano de tantas tardes apacibles y tazas de té, ante la llegada insoportable de la muerte. Está disponible en Filmin. Si Sangre, sudor y lágrimas era la historia de un barco, esta es la historia de una casa.
Un espíritu burlón (1945) es la tercera colaboración entre el dramaturgo Noel Coward, el director David Lean, y el director de fotografía Ronald Neame. Los tres aparecen como productores asociados de esta comedia fantástica basada en una obra de teatro de Coward. El protagonista es un escritor, Charles (Rex Harrison), que para inspirarse en su siguiente novela decide organizar una sesión espiritista, eso sí, desde el más puro escepticismo. La jugada le sale mal cuando aparece una descacharrante Madame Arcati (Margareth Rutheford) que es un auténtico desastre pero le deja en casa un efecto secundario bastante molesto: nada menos que su primera mujer -fallecida-, Elvira (Kay Hammond), que pasará a formar un triángulo amoroso imposible con su esposa actual, Ruth (Constance Cummings). Esta es la base de una película cuya comicidad se basa en el diálogo, y en la que Lean, sin embargo, demuestra soltura para la comedia, con buen timing e incluso algún gag visual que implica además unos rudimentarios -pero efectivos- efectos especiales. A mí me hace pensar en Me casé con una bruja (1942) de René Clair. Está disponible en Filmin.
Breve encuentro (1945) es una de las películas más perfectas que he visto. Fue la ganadora del gran premio del Festival de Cannes y estuvo nominada a 3 premios Óscar, la primera nominación para David Lean como director y como guionista. Lean filma, de nuevo, un texto del dramaturgo Noel Coward, que adapta su propia obra, Still Life. En sus cuatro primeras películas, el director de Lawrence de Arabia (1962) solo ha trabajado con Coward, cuyo peso como autor es evidente -Lean también colabora aquí, de nuevo, con Ronald Neame, que esta vez ejerce solo como productor-. Si las anteriores Sangre, sudor y lágrimas (1942), La vida manda (1944) y Un espíritu burlón (1945) eran obras de un marcado aire teatral -mucho diálogo, escenas estáticas en un escenario marcado- pero aquí Lean encuentra la fusión perfecta entre el texto -la voz en off, muy literaria, de la protagonista, que narra en flashback lo que le ha ocurrido, a modo de confesión- y la imagen propia del lenguaje cinematográfico. La primera secuencia del film es un buen ejemplo. Se nos presenta como escenario una estación de tren y al jefe de estación, Albert Godby -Stanley Holloway, que ya fue dirigido por Lean en La vida manda- entrando a la cafetería. Allí tiene una conversación superficial y algo pícara con la dueña del bar, Myrtle (Joyce Carey). La cámara abandona la cháchara de estos personajes para mostrarnos a una pareja en una mesa. Parecen estar en silencio, ajenos al ruido y al ajetreo de la estación. Nuestra atención vuelve de nuevo a la barra cuando una mujer entra y se sienta en la misma mesa que la pareja que hemos visto antes. Son Laura y el doctor Alec Harvey, los protagonistas de la historia, interpretados por Celia Johnson y Trevor Howard. La mujer que se ha sentado, Dolly (Everley Gregg), es maleducada y no para de hablar. La secuencia está cargada de diálogo, pero lo verdaderamente importante son los gestos y las miradas entre Laura y Alec, que cuentan toda una historia de amor y de dolor sin necesidad de decir una sola palabra. No entenderemos lo que ocurre realmente hasta el final de la película, pero la cámara de Lean, y las interpretaciones, ya lo han contado todo. La mano de Alec se posa sobre el hombro de Laura en lo que parece un simple gesto de cariño al despedirse: ese mismo plano, más tarde, será más poderoso que la mayoría de los besos que hemos visto en la gran pantalla. Lean juega con un elemento más: el sonido. El silbido de los trenes, el estruendo de su entrada y salida de la estación acompañará los momentos más arrebatados de la relación de amor entre Laura y Alec, y ese sonido será tan importante en la película como el concierto para piano nº2 de Sergei Rachmaninov. En esta secuencia inicial, el rugido chirriante del tren sirve para indicarnos que algo terrible ha estado a punto de ocurrir cuando Laura desaparece de la vista de Dolly. Un misterio para cuya resolución también deberemos esperar hasta el final. Estos momentos iniciales de la película dejan claro en qué coordenadas se va a mover la historia: definen la vida como una serie de compromisos, de conversaciones banales en las que debemos guardar la compostura, mientras los verdaderos sentimientos permanecen ocultos, esforzadamente encerrados dentro de una coraza. Laura y Alec deben ser personajes secundarios en su propia película.
Tras trabajar sobre textos del dramaturgo Noel Coward en sus cuatro primeras películas, David Lean afrontó dos adaptaciones de novelas muy conocidas de Charles Dickens, como son Grandes esperanzas y Oliver Twist. En Cadenas rotas (1946), Lean tiene la oportunidad de desarrollar su propia mirada y despegarse de los diálogos -estupendos, pero teatrales- de Coward para conseguir una narración más cinematográfica, más visual: por ejemplo, llama la atención el brío de la cámara cuando Pip arranca los polvorientos manteles de la mesa para intentar salvar a Miss Havishan cuando esta se quema. Lean vuelve a colaborar con Ronald Neame y Anthony Havelock-Allan en el guión -además de Kay Walsh y Cecil McGiven- para estructurar una historia río que, como ya sabéis, comienza en la infancia del protagonista, Pip (Tony Wager) quien luego se convertirá en un joven, interpretado por John Mills, actor protegido de Noel Coward, que ya había actuado bajos las órdenes de Lean y que luego ganaría un Oscar por su papel en La hija de Ryan (1970). Cadenas rotas es una estupenda adaptación, quizás la más fiel y la mejor de las realizadas hasta ahora. La película me parece modélica por el tono de aventura de las primeras escenas de Pip en la playa cuando se cruza en su camino el presidiario fugado Magwitch (Finlay Currie); la forma en que se desarrolla el misterio del benefactor de Pip y el amor imposible de este por Estella (Valerie Hobson); y sobre todo por la textura gótica, de relato de terror que encuentra Pip en el polvoriento caserón de Miss Havisham -Martita Hunt, que años después sería la baronesa Meinster en Las novias de Drácula (1960)-, creo que un precedente de la famosa Norma Desmond (Gloria Swanson) en El crepúsculo de los dioses (1952). La escena final, en la que Pip arranca las cortinas para que la luz del sol caiga sobre Estella y rompa el siniestro hechizo que la ha convertido en un instrumento de venganza contra los hombres, anticipa al desenlace del Drácula (1958) de la Hammer, cuando el profesor Van Helsing (Peter Cushing) hace lo propio en Transilvania para derrotar al conde vampiro (Christopher Lee). Cadenas rotas es, además, la primera colaboración de Lean con un actor que será clave en su filmografía, nada menos que Alec Guinness, como Herbert Pocket. Cadenas rotas fue nominada a 5 premios Óscar, incluyendo mejor película, director y guión. Ganó dos, por su fotografía -Guy Green- y su fantástico diseño de producción -John Bryant y Wilfred Shingleton-.
Oliver Twist (1948) es la segunda aproximación de David Lean al universo de Charles Dickens, en una adaptación que le permite depurar todavía más su capacidad como narrador visual. Buen ejemplo de ello es el prólogo -inexistente en el original literario- en el que vemos a la madre del protagonista (Josephine Stuart) llegando al hospicio donde dará a luz y morirá. La secuencia es muda y tiene la atmósfera de un film de terror. Tras esta presentación, Lean utiliza una puesta en escena impecable y un montaje quirúrgico (Jack Harris) para unir en una sola historia lineal -en un considerable esfuerzo por resumir la novela- los diferentes episodios que forman la vida del niño protagonista, Oliver (John Howard Davies), dejando sin embargo que sus actores tengan también momentos de lucimiento, como el irreconocible Alec Guinness como el anciano Fagin; el malvado Bill Sykes al que da vida Robert Newton en un papel diametralmente opuesto al de afable marido y padre de familia en La vida manda (1944); la perdida Nancy -Kay Walsh, que además colaboró en el guión (y que fue la segunda esposa del director)- que se niega a caer en la miseria moral del submundo en el que vive. La fotografía de Guy Green cubre de sombras los tristes escenarios de la pobreza del Londres en el que vive OIiver y satura de luz los lugares de los privilegiados, como la lujosa casa de Mr. Brownlow (Henry Stephenson). Creo que Lean evita caer en lo lacrimógeno -estamos, al fin y al cabo, ante un melodrama- y consigue momentos de una fuerza brutal: cuando narra fuera de campo el asesinato de un personaje mostrándonos a un perro aterrorizado arañando una puerta para escapar de la violencia humana. Oliver Twist es otra producción de Cineguild Production formada por Lean, Ronald Neame y Anthony Havelock-Allan -ahora sin Nöel Coward- y goza de un estupendo diseño de producción y fantásticos escenarios diseñados por John Bryan: ese fantástico puente entre los edificios del Londres del siglo XIX que cruzan los ladrones de Fagin para llegar a su guarida.
Es imposible no ver en Amigos apasionados (1949) una variación de Breve encuentro (1945) en la que el tema central vuelve a ser el amor romántico, el que sienten Mary Justin -Ann Todd, que se convertiría en la mujer de David Lean tras el rodaje- y el profesor Steven Stratton -de nuevo Trevor Howard, lo que aumenta la comparación con Breve encuentro- en oposición al matrimonio, a una relación sentimental, digamos, más práctica, la que mantiene Mary con el banquero Howard Justin -estupendo Claude Rains en un papel de cierto patetismo, el de un marido que acepta que su mujer no lo quiera, con algunos puntos de contacto con Encadenados (1946)-. Breve encuentro resultaba muy realista, ya que la experiencia nos dice que, en general, hombres y mujeres no suelen, por norma, tirar sus vidas por la borda para perseguir el amor; y justamente por eso presentaba a sus protagonistas como personas comunes, en ambientes cotidianos, despojados de todo glamur o romanticismo. Amigos apasionados, en cambio, lleva a su pareja protagonista a idílicos paisajes en los alpes suizos, paseos en lancha -no pude evitar pensar en My Mexican Pretzel (2020)-, bailes de disfraces de fin de año y mansiones de lujo. Escenarios mucho más románticos que permiten a los protagonistas soñar con cómo hubieran sido sus vidas de haberse dejado guiar por sus corazones. Es una historia sobre la vida no vivida. Lean consigue de nuevo introducirnos en ese universo íntimo de personas que se aman en secreto, que anhelan un mensaje, una llamada o un encuentro furtivo, pero también nos muestra el dolor y los celos de un personaje que no aparecía en Breve encuentro más que referencialmente, el marido engañado. Claude Rains puede parecer el villano de la función, el que se opone a la consumación del amor verdadero, el frío banquero, siempre ausente de la vida de su esposa, que desprecia el romanticismo -ese discurso en el que critica a los alemanes por su vena romántica que acaba relacionando ¡con el nazismo!-, pero acaba despertando nuestra compasión al volver a aceptar en su casa a Mary. Basada en una novela de H.G. Wells, Lean saca mucho partido del material jugando al doble sentido, precisamente, en los diálogos de Howard, cuando dicta cartas sobre temas bancarios, o en el mencionado discurso sobre los alemanes, habla veladamente de su situación o critica a los amantes. Hay secuencias de mucha tensión gracias a la planificación de Lean y al montaje: cuando Howard dicta la mencionada carta y descubre que Mary ha olvidado las entradas del teatro, o cuando el banquero mira con unos prismáticos -una idea hitchcockiana- y su secretaria sabe que Mary se acerca en una lancha con Steven. Mary es el personaje más problemático de la historia, al elegir la seguridad de una posición económica antes que el dictado de sus sentimientos, condenándose a sí misma a una doble vida hasta el final de sus días. "Tu vida será un fracaso", le dice Steven a Mary, aunque la película lo presenta a él como un hombre feliz, con mujer e hijos.
Locuras de verano (1955) es el absurdo titulo en castellano de Summertime que quizás intenta aprovechar la fama de Katharine Hepburn como protagonista de la mejor screwball comedy -pensemos en los títulos de George Cukor y Howard Hawks-. Nada que ver. En su primera película rodada fuera de Inglaterra, aparece el David Lean más libre y más entregado a la imagen, prescindiendo del argumento para mostrarnos a Jane Hudson, una turista estadounidense que se deja llevar por la ciudad de Venecia y que registra todo con su pequeña cámara mientras se topa con diversos personajes, italianos o extranjeros como ella. La película es verano: despreocupada, contemplativa, sin prisas, de tiempos muertos que parecen un anticipo de la inminente Nouvelle Vague. Tiene la capacidad de hacernos sentir como turistas en Venecia, de pasearnos por ella y también consigue que veamos a los italianos con mirada curiosa y a los estadounidenses con gracia. Jane Hudson es un personaje femenino heredero de la Laura de Breve encuentro (1945) o de la Mary de Amigos apasionados (1949). Como ellas, Jane tampoco encuentra el amor, solo que aquí no tenemos acceso a su monólogo interior, la intuimos soñadora y romántica, pero no sabemos qué le impide consumar su aventura romántica. Tampoco conoceremos su pasado, ni su vida en Estados Unidos, ya que aquí no hay flashbacks explicativos. Renato (Rossano Brazzi) se escapará de entre la punta de sus dedos como esa flor que se aleja flotando por uno de los canales en una de las mejores escenas de la película. Jane llega y se va en tren, símbolo del destino en Breve encuentro -y en otras películas de Lean-. De hecho, el siguiente plano de la filmografía del director británico es también un tren, el que aparece en los primeros instantes de El puente sobre el río Kwai (1957).
Lawrence de Arabia (1962) no solo es una de las grandes películas de la historia del cine y probablemente el mayor logro de su director, David Lean, sino una de esas obras que ya están por encima del bien y del mal. De esos clásicos que nadie se atreve a criticar, una película tótem inalcanzable e incomparable. Pero si ha alcanzado ese nivel, creo yo, es por méritos propios: el poder de sus imágenes nos transporta irremediablemente a otra realidad, a ese desierto que enamoró a su protagonista y nos desconectan de la sala de cine -ojalá verla en pantalla grande alguna vez- o del salón de casa. Como la lectura de un bueno libro, Lawrence de Arabia es de esas películas que nos invitan a vivir en ellas. Esto me resulta muy curioso porque no estamos ante una cinta complaciente, ni mucho menos: sus tres horas y cuarenta y ocho minutos de duración obligaron a incluir un intermedio, como cuando cerramos el libro para no seguir devorando capítulos porque notamos cierto cansancio que nos impedirá disfrutar plenamente de la lectura. Además, Lean depura aquí completamente su narrativa visual, utilizando todos los recursos aprendidos en sus películas anteriores para contar, claramente, sin usar la palabra, su historia. Las miradas de los personajes, los objetos que utilizan, son suficientes. Por ejemplo, esa cerilla con la que Lawrence -interpretado por un casi debutante Peter O'Toole- juega a quemarse dice muchísimo de cómo es el personaje, por no mencionar que da pie al corte de montaje más famoso de la historia del cine -bueno, después del hueso y la nave espacial de 2001: Una odisea del espacio (1968)- en el que esa cerilla que se apaga nos lleva al desierto y a un sol incandescente que se asoma apenas (recordemos que Lean comenzó su carrera en el cine como el montador mejor pagado del cine británico). Hay otro guiño visual de Lean, creo yo que intencionado, casi subliminal, en la escena final, cuando Lawrence abandona por fin el desierto, una moto se cruza en su camino: antes, al principio de la película, hemos visto al héroe morir, precisamente, en un accidente de moto. Por no hablar de la historia no contada de la película, sugerida a través de las relaciones entre los personajes y de la interpretación, algo afectada, de O'Toole, sobre la sexualidad -o su ausencia- de Lawrence. Lean aprovecha el escenario del desierto para depurar sus imágenes hasta la abstracción, convirtiendo objetos y personajes en manchas impresionistas en los cuadros que pinta en cada plano, sobre todo cuando están lejos: la famosa aproximación en camello de Sherif Ali (Omar Sharif), en el que Lean juega con el tiempo estirándolo, creando momentos de tensión que recuerdan, yo qué sé, al teatro del absurdo, pero también, claro, a Cary Grant esperando el ataque de un avión en Con la muerte en los talones (1959); a los pistoleros en la estación del tren de Hasta que llegó su hora (1968). Lean usa el inmenso decorado del desierto para hacernos sentir su calor, pero también para acercarse al arte más puro, una idea que creo que recoge George Lucas en su distópica THX 1138 (1971) en esos escenarios de blanco infinito que representan una prisión sin salida. Lawrence de Arabia es una película de personajes, intimista, pero también es una superproducción en la que podemos perdernos en cada plano, con decorados fastuosos de inmensa profundidad de campo: detrás de los protagonistas de la escena, unas columnas, una puerta por la que se ve la calle, soldados que alimentan a sus caballos, camellos que descansan, provocando una sensación de tridimensionalidad que no necesita de gafas especiales. Y sobre todo, Lawrence de Arabia debe ser la única obra que puede existir en nuestra mente como el ejemplo más grande de película épica y, al mismo tiempo, como todo lo contrario, con un final anticlimático, fiel reflejo del fatalismo de Lean, cuya amargura lucha en el recuerdo con la estimulante belleza de las imágenes fotografiadas por Freddie Young y la memorable música de Maurice Jarre. Y curiosamente, siempre relacionamos a David Lean con esta película, con El puente sobre el río Kwai (1957), cintas bélicas -aunque antimilitaristas, creo yo- sobre hombres obsesionados con la grandeza -como el padre terrible de La barrera del sonido (1952)- en las que no hay un solo personaje femenino, cuando deberíamos recordar al director británico, también, por los muchos retratos femeninos inolvidables que poblaron la mayoría de sus obras.
Doctor Zhivago (1965) vuelve a reunir a David Lean con los colaboradores que hicieron de Lawrence de Arabia (1962) una obra maestra: el guionista Robert Bolt, la fotografía de Freddie Young, la música de Maurice Jarre, el diseño de producción de John Box y Dario Simoni, entre otros, además de actores como Omar Sharif, Alec Guinness o Ralph Richarson. El resultado, es un poco la imagen que podemos tener en la cabeza de un film de calidad y de una película candidata a los Óscar -ganó 5, aunque ninguno en las categorías más importantes, como mejor película o mejor director-. Creo que en Doctor Zhivago a Lean se le atraganta la adaptación de la novela de Boris Pasternak, de la que no consigue extraer su esencia para convertirla en material cinematográfico, como sí haría, por ejemplo con Dickens. La historia de un médico, Yuri Andreyevich Zhivago (Omar Sharif) que debe proteger a su familia cuando estalla la revolución rusa se mezcla con una historia de amor imposible, con Lara (Julie Christie), que a su vez vive una tortuosa relación con el político Victor Komarovsky (Rod Steiger). El argumento, planteado, una vez más, como un flashback, se desarrolla durante varios años, lo que da pie a un montón de peripecias relacionadas con la Primera Guerra Mundial o la mencionada revolución, lo que provoca una densidad dramática que creo que evita que Lean despliegue una narrativa más visual. Es cierto que cada plano es de una belleza estética pasmosa, pero sin llegar a la depuración ni a la experimentación visual de Lawrence de Arabia. Con más presencia de los diálogos, Doctor Zhivago se desarrolla, si bien de forma absorbente, a un ritmo parecido al de la lectura de una buena, pero densa, novela. Lo interesante es cómo Lean, en el fondo, vuelve a contarnos la historia de un adulterio, como en Breve encuentro (1945), Los amigos apasionados (1949) o incluso Locuras de verano (1955). Lara es un personaje trágico en la línea de las anteriores heroínas de Lean, aunque aquí consiga consumar su relación con el amor de su vida. Pero el destino, siempre fatal en la obra de Lean, acabará separándolos por diversas circunstancias históricas, sociales y políticas. La escena final, en la que Zhivago se cruza casualmente con Lara, pero un corazón roto le impide acercarse a ella, es probablemente lo más triste que hay en la filmografía del británico. La película tiene episodios fantásticos, como el viaje en tren de Yuri y su familia, en la que Lean crea un microcosmos que daría para una película entera, con esa magnética aparición de Klaus Kinski, y detalles como la placa de hielo que se forma en la puerta del vagón; o el personaje de la madre desesperada que utiliza a un bebé muerto para ser salvada. La densidad del relato es tremenda, lo que hace que las 3 horas 20 minutos del metraje se hagan mucho más largas, y no digo esto en el mal sentido, todo lo contrario. Si en muchas películas mediocres tenemos la sensación de que no nos han contado nada, los temas de Doctor Zhivago parecen inagotables. Eso por no hablar de su apabullante planteamiento estético, el uso del color: el amarillo que aparece siempre para relacionar a Yuri y a Lara, que se unen al leitmotiv musical de Maurice Jarre -el tema de Lara-.
La hija de Ryan (1970) me parece la culminación del arte cinematográfico desarrollado por David Lean, incluso aunque podamos decir que no sea la gran obra maestra del director. En ella, Lean desarrolla los temas más recurrentes de su filmografía: el amor, la guerra, los deseos del individuo enfrentados a una sociedad conservadora y castradora. Pero sobre todo, el director demuestra un dominio tremendo de la narrativa visual, contando una historia muy sencilla -lejos de la densidad histórica o novelesca de Lawrence de Arabia (1962) o Doctor Zhivago (1965)- lo que le permite contar las cosas solo con imágenes, sin necesidad de recurrir al diálogo, a la voz en off o a complicadas explicaciones para situar el contexto. Aquí encontraremos largas secuencias, puramente visuales, en las que Lean apela a la complicidad del espectador para entender la historia, sobre todo, emocionalmente. Para ello se sirve, claro, de la planificación, pero también de los gestos de los actores, y de recursos visuales habituales en su filmografía, como el uso expresivo de decorados, vestuario, fotografía, efectos sonoros y fotografía -Freddie Young-. Inspirada en Madame Bovary, La hija de Ryan presenta, de nuevo en la obra de Lean, a una heroína femenina: Rosy (Sarah Miles) es una chica soñadora, que busca la felicidad y se encapricha, primero, del profesor del pueblo, Charles (Robert Mitchum). Tras la boda, Rosy descubrirá que la vida de casada es mucho más aburrida de lo que esperaba, hasta la llegada del joven apuesto y traumatizado Randolph (Christopher Jones). Lean plantea, como en Breve encuentro (1945) o Los amigos apasionados (1949), una nueva historia de adulterio, esta vez, consumado, en las sorprendentes primeras escenas de sexo en su filmografía, de una sensualidad tremenda, que rozan la cursilería del romanticismo de novela rosa. Una secuencia idealizada -por la mente de Rosy- que contrasta con otra anterior: la torpeza con la que el profesor mantiene su primera relación con la virginal Rosy, mientras fuera, el pueblo, vulgar y salvaje, celebra la boda con furor animal. La hija de Ryan convierte la culpa interior que sufría la protagonista de Breve encuentro por el adulterio, en una palpable mirada acusatoria por parte del pueblo. Esto entronca con el contexto político del film, el enfrentamiento entre Inglaterra y el independentismo irlandés, que se convierte en una caza de brujas contra Rosy, a la que se le recrimina su relación adúltera con un militar inglés. Lean, con su acostumbrada mirada neutral, ambigua, no toma partido -político- y describe de forma emocionante la unión del pueblo para ayudar a los terroristas de IRA, a los que, sin embargo, describe como animales llenos de odio. Mención aparte merecen dos personajes interpretados por actores habituales en Lean: el padre Collins, fantástico personaje, con más de una frase memorable, interpretado por Trevor Howard al que ya vimos en Breve encuentro (1945) y Los amigos apasionados (1949); y el 'tonto' del pueblo, Michael, al que da vida un irreconocible John Mills, en un personaje que se muestra bondadoso y malvado a la vez, inocente y libidinoso, capaz de la mayor generosidad hacia Rosy, pero también de poner en peligro su vida. La fotografía de Freddie Young vuelve a ser espectacular y aquí las playas irlandesas reemplazan la inmensidad del desierto de Lawrence de Arabia. Lean vuelve a hacer gala de un magnífico uso del color y de la imagen como recursos expresivos: el leitmotiv de las huellas en la arena, que el profesor sigue, sospechando de su mujer, -la arena que cae del sombrero- o el color rojo, del vestido colgado en un tendedero, que el joven militar ve, anticipando que en ese pueblo hostil encontrará el amor de su vida.
En Pasaje a la India (1984) nos reencontramos con David Lean -han pasado 14 años desde La hija de Ryan- y también con dos elementos fundamentales de su estilo: una protagonista romántica y soñadora en busca del sentido de su vida; y un escenario poderoso, en este caso, obviamente, la exuberante India, que se convierte en un elemento clave de la historia y en un recurso narrativo que influye de forma determinante en el destino de los personajes y en la percepción del mundo de Lean. Adela Quested (Judy Davis) llega a la India tras salir, por primera vez, de Inglaterra, acompañando a su posible futura suegra, Mrs. Moore (Peggy Ashcroft). Como las heroínas de Breve encuentro (1945), Los amigos apasionados (1949), Madeleine (1950), Adela debe decidir entre la seguridad -que representa su prometido, Ronny (Niguel Havers)- y la aventura, expresada por el exótico continente que visita, más que en otro hombre/amante, aunque estén sugeridos en el indio Aziz (Victor Banerjee) y sobre todo en el personaje de Fielding (James Fox), un británico que reniega del racismo y del imperialismo de sus compatriotas. En Pasaje a la India nos encontramos de nuevo con una asfixiante sociedad que acorrala a los protagonistas: los ingleses que oprimen a los indios, a los que tratan como ciudadanos de segunda clase y meros sirvientes -aunque Lean no obvia la sociedad de castas de los propios indios: véase con qué desdén tratará Aziz a sus propios sirvientes o incluso a sus hijos-. El colonialismo inglés es aquí el equivalente al militarismo británico de Lawrence de Arabia, al comunismo revolucionario soviético en Doctor Zhivago, al pueblo independentista de La hija de Ryan, entornos que aportan un trasfondo político que funciona como ente censor y represor, igual que la sociedad conservadora dibujada en Breve encuentro. El imperativo de que la mujer debe estar casada con un hombre respetable y de provecho es el destino del que las heroínas de Lean intentarán escapar para lograr su felicidad, pero el destino es inevitable. Ese fatalismo, presente en toda la obra de Lean, es el que hace heroicos a sus personajes, que lucharán a pesar de todo. Ese fatalismo aparece aquí en boca del sabio hindú Godbole (Alec Guinness), que insiste en que el destino ya está escrito y nada puede cambiarlo. ¿Recordáis cómo T.E. Lawrence (Peter O'Toole) insistía en que no había nada escrito? Como Venecia en Locuras de Verano (1955), el desierto en Lawrence de Arabia (1962), la estepa rusa nevada en Doctor Zhivago (1965), la costa de Irlanda en La hija de Ryan (1970), aquí el escenario indio adquiere una fuerza tremenda que marca la estética de la película y el devenir de los personajes. Adela se verá sobrepasada por la explosión sensorial de colores, sabores, olores y sobre todo, sonidos de la India, especialmente al enfrentarse a la experiencia de una cueva oscura que la enfrentará a sus propios miedos -¿sexuales?- que desencadenarán el desenlace de la trama y convertirán lo que parecía un apacible viaje de descubrimiento en un traumático proceso judicial de gran repercusión social y política.
OPPENHEIMER -MILAGRO Y CRUCIFICCIÓN
Ningún director actual, más que Christopher Nolan, tiene la capacidad de llenar una sala de cine de espectadores deseosos de ver un biopic de tres horas de duración: Oppenheimer, la historia del creador de la bomba atómica. Nolan se ha ganado a pulso una legión de fans haciendo películas de género, muy comerciales -como su trilogía de Batman- pero con la ambición de trascender, de ser grandes obras. Obviamente, no siempre lo consigue, pero sus películas suelen tener una calidad técnica apabullante, un presupuesto holgado y un elenco de actores estupendos. Es el caso de Oppenheimer, cinta que reúne de nuevo las mejores cualidades del cine de Nolan, en el que es, quizás, es su proyecto más serio y ambicioso, abordando un género dramático tan oscarizable como la biografía histórica. A su favor, Nolan cuenta con un Cillian Murphy extraordinario: ya sabíamos que era un gran actor, pero aquí se convierte en una estrella. Muprhy aparece rodeado de un elenco inabarcable con Robert Downey Jr. -en el papel de Antonio Salieri, ya me entendéis-, Florence Pugh, Matt Damon, Emily Blunt, Rami Malek, Gary Oldman, Casey Affleck, Kenneth Branagh y un montón más. Con todos estos elementos, estamos ante una película imprescindible en este 2023. Lamentablemente tengo que decir que Oppenheimer me ha parecido una película excelente, pero coja. Nolan plantea una historia que puede convertirse en el relato capital para entender a la humanidad actual -no solo Estados Unidos- abordando el gran trauma del siglo XX, que sigue siendo el mayor miedo -o casi- en lo que va del XXI. El arranque de la película nos muestra a un Oppenheimer atormentado y nos promete un drama íntimo y psicológico sobre el choque entre la vocación científica de descubrir la verdad detrás del tejido del universo y la culpa de haber cometido el segundo peor crimen de la historia. Pero creo que Nolan no se atreve del todo a explorar esta cuestión, que le hubiera supuesto arriesgarse mucho más, apostar por la poesía, apostar por el cine. En lugar de eso, Nolan compone una fatigosa intriga, en la que refleja el clima de división en la sociedad estadounidense de la era post-Trump a través de la paranoia anticomunista y la caza de brujas de los años 50, enfrentando a científicos y militares -como en una vieja película de ciencia ficción-. Para contar todo esto, sumado al desarrollo mismo de la bomba nuclear -apasionante, por cierto-, Nolan sobrecarga la película de diálogos que no se acaban nunca, malgastando el formato Imax para filmar a sus personajes hablando en despachos y aulas de clase, utilizando la música y el montaje para generar una tensión y un ritmo prefabricados. Oppenheimer es una película pensada para el espectador acostumbrado a las series de televisión, de primeros planos y diálogos incesantes que serán confundidos con densidad y profundidad, cuando no son más que frases explicativas e informativas para que nadie se pierda. Solo hay verdadero 'cine' -al menos como lo entiendo yo- en la esperada escena de la prueba atómica, que sintetiza otro gran tema de la película, la oposición entre teoría y práctica, la idea de que el conocimiento puede acabar abriendo puertas terribles, lo que hace pensar en el doctor Frankenstein, no por casualidad subtitulado por Mary Shelley como el moderno Prometeo. Llegado el tramo final de la cinta, Nolan abandona cualquier sofisticación para contentar al espectador con una escena judicial que nace de una revelación algo tramposa y que se resuelve de forma gratuita, de la nada, mediante un deus ex machina. Nolan vuelve a pecar -cae en ello en casi todas sus películas- explicando demasiado la trama. Si quería que su película fuera un reflejo del mito de Prometeo, pues ya se encarga de dejarlo claro con un rótulo al comienzo de la cinta. Lo que no deja de ser un engaño, ya que estamos, en realidad, ante el esquema de la vida de Cristo: ese judío que obró un milagro, nos dio a elegir y fue crucificado.
BARBIE -CÓMO SER MUJER Y NO MORIR EN EL INTENTO
Da igual lo que digáis, nadie sabía qué esperar exactamente de una idea como poner Barbie y Greta Gerwig en la misma frase. La directora de Lady Bird (2017) y Mujercitas (2019) se embarcaba en una idea tan absurda como la de 'adaptar' a la famosa muñeca a una pantalla de cine. El resultado de semejante atrevimiento es un triunfo. Barbie tenía el potencial de ser una película de culto mala y de estética kitsch. En su lugar, Barbie de Greta Gerwig -quien colabora al guión con Noah Baumbach- es una estupenda comedia. En ella, Barbie -fantástica Margot Robbie- cobra conciencia de su mortalidad y descubre el absurdo de su existencia, en un claro guiño a El mito de Sísifo de Albert Camus. Una vez 'despierta' al absurdo de su vida de plástico, Barbie tendrá que viajar al 'mundo real' para descubrir que su matriarcado rosa no se parece a nuestra sociedad. En ella, Ken -hilarante Ryan Gosling-, descubre también una realidad desconocida, un mundo en el que los hombres dominan el tinglado. Esas son, en mi opinión, las dos mejores ideas de la película de Gerwig: que Ken vive en Barbieland en una situación de discriminación similar a la de las mujeres en nuestro mundo, y esto da pie a una sangrante sátira sobre lo masculino. Quizás la mejor que se haya hecho. No hablo de machismo, ni de masculinidad tóxica, sino de poner en pantalla lo ridículos que somos los hombres. Y el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. No seré yo. Lo más sorprendente de Barbie es la libertad con la que parece haber sido hecha, permitiéndose Gerwig poner en pantalla las ideas que todos tenemos sobre la famosa muñeca y el modelo inalcanzable que es; poniendo en solfa a una Mattel, productora de la cinta, que aparece como un atajo de ejecutivos locos -todos hombres- liderados por Will Ferrell y haciendo la labor arqueológica de sacar a relucir los juguetes menos exitosos -y vergonzosos- de la compañía. Dos horas de diversión maginificamente fotografiada -por el mexicano Rodrigo Prieto, últimamente colaborador habitual de Scorsese- con referencias a 2001: Una odisea del espacio (1968) y a El Padrino (1972) que harán sentir vergüenza a todos los cinéfilos -masculinos- y con una reflexión emotiva sobre aprender a aceptarse a uno mismo. Greta Gerwig consigue incluso introducirnos en ese bonito mundo femenino, de madres e hijas, de recuerdos compartidos, de miedos enfrentados, al que solo tenemos acceso cuando una artista nos presenta una obra desde su perspectiva personal.
MISIÓN IMPOSIBLE: SENTENCIA MORTAL-PARTE 1 -TOM CRUISE LO HA VUELTO A HACER
Misión imposible: sentencia mortal -Parte 1 es lo que el cine necesita: una buena película. En este caso se trata de una cinta espectacular, divertida y emocionante, cuyo único objetivo es entretener al espectador. Lo que no quiere decir que el argumento que firma el director, Christopher McQuarrie, junto al guionista Erik Jendresen, no plantee cuestiones interesantes sobre la tecnología en el mundo actual, la dificultad cada vez mayor para distinguir lo real de lo simulado, la lucha por el control geopolítico tras la guerra fría -los buenos y los malos ya no se dividen por sus nacionalidades-, e incluso con cuestiones existenciales como el libre albedrío y la moral. El argumento plantea un nuevo McGuffin, una llave en forma de cruz, que el agente Ethan Hunt (Tom Cruise) tendrá que perseguir por todo el mundo para evitar una catástrofe global. En su contra estará su propio Gobierno -Shea Whigham-, elementos criminales independientes -Vanessa Kirby- y el villano de turno -Esai Morales-. Hunt reunirá a su equipo habitual de agentes -Rebecca Ferguson, Ving Rhames y Simon Pegg- y se cruzará con un nuevo y misterioso personaje, encarnado por Hayley Atwell. El guión hace un trabajo excelente equilibrando a todos estos personajes -y algunos más hay- en una trama que mezcla intriga con trepidantes escenas de acción. Todo en Misión imposible: sentencia mortal -Parte 1 es de primera: la planificación, el diseño de producción, la fotografía, la música y los actores. Todo está cuidadosamente orquestado para entregar un producto perfecto. Y esta entrega es más que nunca la heredera de la conocida serie de televisión de los 60 -tiene cabecera y todo- al plantearse como un capítulo inconcluso que continuará en el futuro. Yo estaré ahí esperando, pero, de momento, estamos ante una de las mejores películas del año, que confirma la saga como la posible mejor franquicia de todos los tiempos.
DIRECTOR -MISIÓN IMPOSIBLE ¿LA MEJOR SAGA DE ACCIÓN?
Aprovechando el estreno en cines de la nueva entrega de Misión Imposible repasamos las películas que conforman la que puede ser la mejor saga de acción de la historia del cine, de la mano de un Tom Cruise empeñado el salvar la experiencia en salas. Vamos allá.
Misión: Imposible (1993) era el intento, por todo lo alto, de llevar al cine la serie emitida entre 1966 y 1973, creada por Bruce Geller a la sombra de la popularidad de James Bond. La gran diferencia con respecto a la saga del agente 007 creado por Ian Fleming es que aquí el protagonismo se reparte en un grupo de agentes que fue cambiando de temporada en temporada. Una característica que se refleja en la versión cinematográfica dirigida por Brian de Palma y escrita por David Koepp y Steven Zaillian formando un reparto de estrellas: Tom Cruise, Jon Voight, Emmanuelle Béart, Kristin Scott Thomas y Emilio Estevez. En un giro hitchcockiano, este grupo de personajes es eliminado en el primer tercio de la película, dejando a Ethan Hunt a su suerte y como un agente rebelde. Esto llevará al reclutamiento de nuevas estrellas como Ving Rhames y Jean Reno, y a nuevos giros imprevisibles. La película se desarrolla como una intriga de espionaje, que se aleja de la saga Bond imitando las escenas de acción y los tiroteos, para enfocarse en la infiltración: la escena más recordada es el robo de datos -el McGuffin argumental es una reveladora lista de agentes secretos- de la propia sede de la organización de inteligencia para la que trabaja Hunt, lo que le obliga a colgar de un cable sin hacer el más mínimo ruido y evitando que su temperatura coroporal se eleve demasiado para no ser detectado por los sofisticados sistemas de seguridad. Brian De Palma despliega su habitual planificación basada en el suspense, utilizando el equivalente a su famosa pantalla partida para presentar varias acciones simultáneas. Aunque nunca llega a dividir realmente la pantalla -estamos ante un producto comercial que necesita de ciertas convenciones- De Palma se las arregla con monitores de vigilancia, relojes inteligentes avant garde y hasta utilizando un decorado para tal fin: el ascensor de la primera set piece. Creo que la película, sin embargo, tiene un tono algo apagado para un blockbuster y evita lo espectacular hasta el clímax en ese tren, también hitchcockiano, cayendo en la hipérbole festiva en la secuencia del helicóptero al más puro estilo Bond.
Misión imposible 2 (2000) es seguramente la película más denostada de la saga, a pesar de contar con un experto en el cine de acción, John Woo, y un guionista como Robert Towne -que firmó nada menos que Chinatown (1974)-. En España tiene mala fama, además, por la famosa secuencia que mezcla la Semana Santa sevillana con las Fallas de Valencia, una idea peregrina que, en realidad, pasa desapercibida en el resto del planeta. Lo cierto es que, a diferencia de la primera película que dirige Brian De Palma, esta secuela es mucho más lúdica, se toma mucho menos en serio y propone situaciones mucho más exageradas, propias de ese cine acción de los años 90 que se presta tanto a la autoparodia. Los primeros dos tercios del film se desarrollan de forma confusa y chapucera, sin demasiado interés: no hay personajes interesantes, falta humor y la relación entre Tom Cruise y Thandie Newton me parece fría, desaprovechando completamente esa trama importada de Encadenados (1946) de Alfred Hitchcock. El personaje que interpreta nada menos que Brendan Gleeson aparece de la nada y su rol dramático parece también poco claro. Woo se divierte intentado engañarnos con un baile de máscaras, con personajes disfrazándose de otros personajes de una forma bastante inverosimil. En el último tercio, Woo despliega, por fin, esas coreografías de acción que son su marca de estilo: Tom Cruise girando sobre sí mismo disparando dos pistolas a la vez, ralentizados a lo Sam Peckinpah y primeros planos violentos a lo Sergio Leone. Para cuando llega la muy macarra secuencia de las motos, el espectador desprevenido -y que no esté acostumbrado al estilo de Woo- se siente engañado. Un bonito duelo final se salda como ya sabíamos y la película se cierra con plano final de Sidney, que busca ser romántico, pero que parece rutinario, poco inspirado.
J.J. Abrams se enfrenta a Misión Imposible III (2006), su primera película como director, como el aplicado renovador de géneros que siempre ha sido y, por qué no decirlo, como un fan. En la serie Alias (2001-2006), Abrams reformulaba el género de espías a base del manejo constante de la tensión, acelerando el ritmo de las escenas y dotando a los personajes de humanidad mostrándonos su lado cotidiano y familiar. En la película de Tom Cruise, Abrams repite la jugada y se lo juega todo a la carta de lo espectacular, aprovechando los recursos de una superproducción. Abrams arranca la película de la forma más adrenalítica posible, con Ethan Hunt (Tom Cruise) en una situación de vida o muerte ante un enemigo mortal interpretado por Phillip Seymour Hofman. A partir de ese momento, el guión de Alex Kurtzman y Robert Orci nos muestra a Ethan Hunt como un misterioso hombre muy enamorado de su prometida (Michelle Monaghan), que será el ancla emocional de toda la trama. Hunt persigue el típico McGuffin, la llamada 'Pata de conejo', que adivinamos como un elemento biológico muy peligroso, pero cuya verdadera naturaleza, Abrams, fiel a su teoría de la caja misteriosa, no revelará nunca. Misión Imposible III es sumanente efectiva y puro efectismo, con giros sobre la identidad de un posible topo y un ejercicio de tensión en cada secuencia. Una buena muestra de ello es la set piece de acción en el arranque de la cinta: Hunt ha rescatado a la agente Farris -Keri Russell, recordada protagonista de una serie creada por Abrams, Felicity (1998-2002)-, quien lleva insertado en la cabeza un explosivo que la matará, por lo que el agente debe buscar la forma de desactivar el dispositivo y luego reanimar a su compañera, todo esto mientras escapan de la base enemiga en un helicóptero que sortea gigantescos molinos de viento y esquiva los misiles de una aeronave enemiga. Esta será la norma durante casi toda la película: varios elementos de suspense y tensión que se superponen en una experiencia cinematográfica intensa y pirotécnica. Entretenimiento en estado puro.
Con Misión Imposible: Protocolo fantasma (2011), el director Brad Bird -El gigante de hierro (1999) y Los increíbles (2004)- se estrenaba en el cine de acción real. La película es una nueva aventura del agente Ethan Hunt (Tom Cruise) con cierta continuidad con lo ocurrido en Misión Imposible III (2006), ya que J.J. Abrams sigue ejerciendo como productor, en colaboración con Cruise. Esta cuarta entrega de la saga, si bien mantiene unos niveles de producción y de calidad más que aceptables, no destaca en la franquicia, ni para bien, ni para mal. Cruise estará acompañado por un nuevo grupo de agentes: Simon Pegg, Paula Patton y un Jeremy Renner importado de Marvel. El villano, Mikael Nykvist tampoco resulta demasiado atractivo, aunque sí hay que hablar de una deslumbrante Léa Seydoux como una asesina que roba cada plano en el que aparece. Sin la potencia adrenalítica de la película anterior, Misión Imposible: Protocolo fantasma cuenta, sin embargo con momentos curiosos como la infiltración en el Kremlin -con esa pantalla que simula un falso pasillo, una idea, como poco, extraña-, además de las consabidas persecuciones y tiroteos espectaculares. El momento más recordado es, seguramente, la escalada de Cruise en un rascacielo de Dubái, la escena de vértigo que se ha convertido en la marca reconocible de la saga. El final hitchcockiano, también relacionado con la altura, en un aparcamiento vertical, no acaba de funcionar del todo. Una entrega sólida, que sin embargo, no entusiasma.
El principal problema -para mí- del blockbuster reciente de Hollywood es el miedo a contar sus historias utilizando la imagen antes que la palabra. Es decir, demasiados diálogos explicativos, informativos, quizás por temor a que los espectadores se pierdan al seguir la historia. Y mira que son sencillas. Es por esto que Misión: Imposible 5 - Nación secreta me entusiasmó en su momento. El mejor ejemplo de la forma de operar del director -y guionista- de esta película, Christopher McQuarrie, es una escena en la que Ethan Hunt (Tom Cruise) ha sido capturado. Se encuentra en un calabozo en el que todo indica que va a ser torturado. McQuarrie plantea la situación utilizando la cámara: Hunt está encadenado a un poste, cuya parte superior se nos enseña; hay una mujer, suponemos que enemiga, pero cuya actitud es ambigua; y hay una llave con una pata de conejo sobre una mesa. Todos estos elementos jugarán un papel cuando se resuelva la escena. Y no ha hecho falta para ello ni una sola línea de diálogo. Es verdad que la película, de vez en cuando, se detiene -mínimamente- para recapitular y que todo quede bien claro. Pero son peajes que estoy dispuesto a pagar porque esta quinta entrega de la saga está llena de ideas de planificación, no solo en las espectaculares set pieces de acción -las persecuciones consiguen implicar de lleno al espectador- sino también en las peleas cuerpo a cuerpo y, más importante, en las relaciones de los personajes. McQuarrie hace algo que debería ser básico en el cine, pero que ya casi nadie hace: deja que los actores expresen cosas con sus gestos, con sus rostros. No tiene la necesidad -de nuevo- de evidenciar cada reacción de sus personajes con una frase. La satisfacción ante el resultado de esta quinta entrega de la saga justifica mi confianza en McQuarrie, autor de los guiones de Sospechosos habituales (Bryan Singer, 1995); y más recientemente de la estupenda Al filo del mañana (Doug Liman, 2014) y sobre todo director de Jack Reacher (2012), película que me convirtió en seguidor de su filmografía. Su aportación a la saga de Misión: Imposible, fue para mí la mejor hasta el momento, teniendo en cuenta que se trata de una serie que mantiene una media de calidad muy alta en cada entrega; aunque suela pasar desapercibida ante sagas más populares. La única pega posible es el nulo desarrollo de su personaje protagonista. Ethan Hunt no tiene ningún rasgo de humanidad, ni cuenta con los tics recurrentes de, por ejemplo, James Bond, para definirse. Ni siquiera tiene el sombrero de Indiana Jones. Ethan Hunt es simplemente Tom Cruise, o la idea que tenemos de él como estrella de cine y héroe de acción. Quizás por ello, el director de la CIA, Alan Hunley (Alec Baldwin), define a Hunt como la "manifestación del destino". Quizás por eso a Hunt le roba protagonismo el personaje de Ilsa Faust (Rebecca Ferguson). Me vais a llamar loco, pero creo que el que Tom Cruise permita esto, es una muestra de su su inquebrantable compromiso con el cine.
¿De cuántas franquicias cinematográficas se puede decir que su sexta entrega es la mejor? Obviando aquella primera película de un maestro como Brian De Palma en 1996 y olvidando la tontería macarra de John Woo en 2000, hay que trazar las verdaderas señas de la saga de Misión Imposible con la entrada de J.J. Abrams como productor en la tercera parte, y sobre todo hay que hablar de un director como Christopher McQuarrie, que aquí lleva a las aventuras del agente Ethan Hunt a su cúspide. En Misión: Imposible 6 - Fallout el tándem Cruise-McQuarrie consigue el productor de entretenimiento perfecto. Hay ideas y emociones para tres películas. Ethan Hunt se corona como el mejor James Bond actual, libre del peso histórico y los tics del agente 007, dejando atrás al más joven -y supuestamente realista- Jason Bourne, y aportando un idealismo anacrónico en los tiempos que vivimos. Hunt se enfrenta a gobiernos, agencias secretas y organizaciones terroristas con rebeldía e integridad; en una jugada de guión -magistral- acaba pensando que su verdadero enemigo es él mismo, tras una conspiración de mentiras que son puro fake news. Pero donde la película brilla es en la narrativa visual que aporta McQuarrie, que se toma cada secuencia como si fuera la última: las persecuciones de coches y motos son vibrantes; las peleas duelen; las escenas de tensión son estupendos ejercicios de montaje y planificación. La película es larga porque el director se toma su tiempo para que cada set piece sea perfecta. Y cuando la verosimilitud se resiente, la dosis justa de humor lo resuelve todo. La efectividad de este film es absoluta en todos sus apartados. Se da el lujo de sumar los momentos más míticos de la saga para sus fans: los engaños hiperbólicos, las máscaras que permiten suplantar a cualquiera, las persecuciones en motos, aviones y helicópteros, edificios y alturas de vértigo, la escalada de una pared de roca, la icónica cuenta regresiva. Todo cabe en un film que no da respiro y que acaba en un clímax que estira el tiempo hasta lo imposible. Nunca mejor dicho. Por si fuera poco, los personajes son fantásticos aunque quede poco tiempo para desarrollarlos: Cruise es menos acartonado que nunca y hasta deja ver un lado sensible; Ving Rhames aporta humanidad, Simon Pegg el humor, Rebecca Ferguson es la asesina más atractiva imaginable, Sean Harris da miedo y Vanessa Kirby es todo un descubrimiento. Por no mencionar el bigote de Henry Cavill, que sorprende con nuevos registros -aunque ya fue espía en Operación U.N.C.L.E. (2015)-. Misión Imposible: Fallout es probablemente la mejor película de entretenimiento de la década.
Misión imposible: sentencia mortal -Parte 1 es lo que el cine necesita. Una cinta espectacular, divertida y emocionante, cuyo único objetivo es entretener al espectador. Lo que no quiere decir que el argumento que firma el director, Christopher McQuarrie, junto al guionista Erik Jendresen, no plantee cuestiones interesantes sobre la tecnología en el mundo actual, la lucha por el control geopolítico tras la guerra fría -los buenos y los malos ya no se dividen por sus nacionalidades-, e incluso con cuestiones existenciales como el libre albedrío y la moral. El argumento plantea un nuevo McGuffin, una llave en forma de cruz, que el agente Ethan Hunt (Tom Cruise) tendrá que buscar por todo el mundo para evitar una catástrofe global. En su contra estará su propio Gobierno -Shea Whigham-, elementos criminales independientes -Vanessa Kirby- y el villano de turno -Esai Morales-. Hunt reunirá a su equipo habitual de agentes -Rebecca Ferguson, Ving Rhames y Simon Pegg- y se cruzará con un nuevo y misterioso personaje, encarnado por Hayley Atwell. El guión hace un trabajo excelente equilibrando a todos estos personajes -y algunos más hay- en una trama que mezcla intriga con trepidantes escenas de acción. Todo en Misión imposible: sentencia mortal -Parte 1 es de primera: la planificación, el diseño de producción, la fotografía, la música y los actores. Todo está cuidadosamente orquestado para entregar un producto perfecto. Y esta entrega es más que nunca la heredera de la conocida serie de televisión de los 60 -tiene cabecera y todo- al plantearse como un capítulo inconcluso que continúa en un nuevo film. Yo estaré ahí esperando, pero, de momento, estamos ante una de las mejores películas del año, que confirma la saga como la posible mejor franquicia de todos los tiempos.