LA VENUS DE PLATA -AVARICIA O JUSTICIA SOCIAL


Jeanne es una joven en un mundo de hombres. Vive en un recinto reservado a militares y agentes de policía junto a su familia, de clase obrera, que las pasa canutas para llegar a fin de mes. Pero Jeanne tiene un plan: abrirse camino en el mundo de las finanzas, de los corredores de bolsa, un ambiente dominado por tipos muy machos, agresivos, que se inventan su propia -ridícula- filosofía de vida. Todo por la pasta. La venus de plata (2023), dirigida por Hèlèna Klotz, es la clásica historia de iniciación, acompañamos a la protagonista en su esfuerzo por llegar al éxito, que en este caso tiene, además un componente social y de género: busca trascender su situación económica, saltar de la clase trabajadora al lujo de los trajes elegantes, las fiestas exclusivas y los relojes caros. Y en ese sentido la película nos atrapa, en parte gracias al carisma de la heroína, interpretada por la cantante Pomme -Claire Pommet- un rostro muy atractivo, una interpretación con aplomo, un personaje ambiguo -dice ser neutro como un número- y un look que recuerda a la Angelina Jolie de Hackers (1995). Jeanne hace frente a sacar adelante a sus hermanos pequeños; se reencuentra con su exnovio militar (Niels Schneider), al que tiene que enseñar una o dos cosas sobre el consentimiento; y debe engatusar al macho alfa de su empresa (Sofiane Zermani) o a una rica inversora (Anna Mouglalis) para conseguir ese estatus que tanto desea. El personaje, desde la primera escena, se muestra capaz de todo, lo que contrasta, y mucho, con sus buenos sentimientos, sobre todo hacia su familia. ¿Hasta dónde llega su ambición? ¿Qué límites es capaz de traspasar? La venus de plata, con su tratamiento fotográfico -a cargo de Victor Seguin- y su atmosférica música -compuesta por Ulises Klotz- apuesta por lo sensorial antes que por el relato moral -la herida que se hace Jeanne en el pecho, que debe curar constantemente; la forma en la que cuida su único traje y arregla su pelo; ese momento íntimo, cercano a una escena de sexo, pero reprimida- Klotz consigue hacernos sentir lo que pasa por la piel de la protagonista. Pero nos deja irremediablemente con la duda de su verdadera catadura moral, de cuál será su decisión -existencial- tras un final decididamente abierto.

SASQUATCH SUNSET - ESLABONES PERDIDOS


 En 1967 se rodó la conocida película de Patterson, en la que un supuesto Pie Grande camina por el bosque alejándose del objetivo de la cámara. El metraje, de apenas unos segundos de duración, es considerado un fraude por la mayoría de los expertos: un hombre en un traje de gorila. Un año después se estrenaba el clásico de la ciencia ficción, El planeta de los simios (1968) en el que destacaban los maquillajes y las prótesis creadas por John Chambers, quien, por cierto, fue uno de los sospechosos de haber creado el traje de la película de Patterson. Chambers lo negó, como también lo negaría otro experto en crear simios falsos, Rick Baker, que pocos años más tarde fabricó el peludo traje de El monstruo de las bananas (Schlock) (1973), un disfraz de gorila que llevó el director de la película, John Landis -Baker, mucho después, fabricó el estupendo Pie Grande animatrónico de Harry y los Henderson (1987)-. Curiosamente, el mismo año de El planeta de los simios se estrenó la mejor película de ciencia ficción de todos los tiempos, 2001: Una odisea del espacio (1968), en cuyo prólogo se nos presenta el amanecer del hombre, en el que vemos una tribu de primates prehistóricos -creados por Stuart Freeborn-, los antecesores del homo sapiens. Ese primer tercio de la película de Stanley Kubrick parece la principal inspiración de Sasquatch Sunset (2024), cinta dirigida por los hermanos David y Nathan Zellner -produce Ari Aster-, en la que se nos presenta una de las propuestas más peculiares del año. La película nos muestra un año en la vida de una familia de cuatro eslabones perdidos, interpretados por Jesse Eisenberg, Riley Keough, Christophe Zajac-Denek y el propio Nathan Zeller como el macho alfa. A estos seres primitivos los vemos buscando comida, construyendo refugios, manteniendo relaciones sexuales y, sobre todo, haciendo el idiota. La clave de la comicidad de Sasquatch Sunset está en los disfraces, en las caracterizaciones de los Big Foot -diseñados por Steve Newburn- utilizados de forma paródica, imitando actitudes humanas reconocibles. El humor es sobre todo escatológico: veremos penes, orines, excrementos y, también, algunas muertes que responden a un humor más negro -hay también un guiño cómico, muy loco, a otra película de Kubrick, El resplandor (1980)-. Así transcurre la cinta, casi como un documental, en la que también hay que destacar la fotografía de Mike Gioulakis y la música de The Octopus Project. Cuando parece que el chiste se ha agotado, los hermanos Zellner son capaces de proponer una reflexión existencialista sobre lo que nos diferencia de los animales -¿Enterrar a nuestros muertos?- y lo que significa ser humano; además de proponer, en tono crepuscular, a los Sasquatch como los últimos de su especie, en un claro alegato ecologista, aunque sea de refilón. Una película diferente.

LONGLEGS -EL TERROR ESTÁ CONTIGO


El llamado cine expresionista alemán, el de películas como El gabinete del doctor Caligari (1920), El Golem (1920), Nosferatu (1922), El estudiante de Praga (1926), Fausto (1926) o El testamento del doctor Mabuse (1933), está hecho de historias macabras y oscuras en las que ocurren terribles crímenes y asesinatos. En ellas aparecen personajes poseídos, sonámbulos, dobles malignos y muñecos que parecen tener vida. Es recurrente la imagen de un personaje que se refleja en un espejo, o la presencia de claves secretas de la magia, la cábala y el ocultismo. Los villanos son enloquecidos megalómanos que intentan destruir el orden establecido, cuya maligna presencia excede los límites de su persona y que parecen estar en todas partes. Aquellas eran películas en las que los escenarios, los decorados, los maquillajes exagerados, la estética, es tan importante como la trama misma: casas que parecen estar vivas, pasillos infinitos, escaleras que ascienden a la locura, habitaciones claustrofóbicas, muebles imposibles dibujados con líneas que se cruzan, y escenarios como manicomios, prisiones, y talleres o laboratorios donde se fabrican seres artificiales o se invocan demonios y seres fantásticos. Y me resulta curioso que varias de estas obsesiones expresionistas que aparecieron hace un siglo en el cine de la Alemania pre-Hitler estén presentes en el cine de Osgood Perkins, autor de Gretel & Hansel (2020), cuya obra coincide con estos temas macabros y cuyo cine tiene también algo de arquitectónico, como el de Fritz Lang. En la estupenda Longlegs (2024) la desorientada protagonista se mueve por espacios que provocan angustia aunque se trate de lugares cotidianos, inofensivos y apacibles, como un barrio residencial. El ojo de Perkins hace que una casa muy blanca parezca salirse de la pantalla, como si refulgiera con el fuego del infierno. Y los otros lugares que aparecen en la pantalla no son mejores: una granja abandonada oculta un secreto ominoso, pero incluso en el hogar de la agente Harker (Maika Monroe) del FBI, una lámpara asimétrica ilumina el pasillo de forma inquietante. Longlegs es una película sobre una investigación criminal que, como siempre, acaba revelando cosas sobre la propia investigadora, y aquí Perkins nos lleva de la mano junto a su protagonista, que va siguiendo el rastro de los cuerpos de las víctimas asesinadas, cuyas muertes responden a una extraña numerología, y que va encontrando cartas escritas en lenguaje cifrado cuyo significado nadie conoce. Y aunque las incógnitas se van revelando, Perkins siempre mantiene el misterio de lo no explicado, permanece la imposibilidad de comprender el mal absoluto que lo devora todo aunque nos empeñemos en celebrar fiestas de cumpleaños y en mantener la inocencia de nuestras hijas guardando para siempre sus juguetes infantiles. El desenlace siempre será el mismo. Longlegs es una película de ritmo desasosegante, de atmósfera inquietante, de poderosas imágenes de terror puro que revelan a un director en pleno dominio de su arte. Celebremos a un siempre entregado Nicolas Cage, aquí liberado bajo una gruesa capa de maquillaje, pero también a una fantástica Alicia Witt, con un personaje que merece su propia película.



MAL VIVIR -TRES MUJERES

 

Mal vivir (2023) del portugués João Canijo fue merecedora del Premio del Jurado en el Festival de Berlín. Estamos ante un drama contundente, que explora rigurosamente las relaciones de sus personajes, todas mujeres, que pertenecen a tres generaciones diferentes. La relación angular la marcan una madre, Piedade (Anabela Moreira) y su hija, Salomé (Madalena Almeida). Piedade sufre problemas de salud mental -una fuerte depresión- y mantiene una relación tóxica con su hija, que intenta reconciliarse con ella pero también escapar de su sombra. Piedade, a su vez, mantiene una problemática relación con su propia progenitora, Sara (Rita Blanco), una madre terrible, castradora, que se comporta como una matriarca inalcanzable para sus hijas y nieta. Este cuadro familiar se completa con la hermana de Piedade, Raquel (Cleia Almeida), y una amiga de la infancia de la familia, la cocinera Ângela (Vera Barreto). Canijo nos presenta un drama femenino de emociones intensas, de conflictos que parecen irresolubles, con interpretaciones imponentes, de aliento bergmaniano. La clave de la película es cómo nos muestra Canijo ese drama familiar, que podría haberse escenificado perfectamente sobre las tablas de un escenario teatral. Pero la cámara del portugués evita en todo momento el acento. Establece el plano y se mantiene él, dejando que sean los personajes los que se mueven delante de la cámara, incluso cuando los límites del encuadre cortan sus cuerpos o nos impiden ver el rostro del que habla. El emplazamiento de la cámara establece siempre una distancia entre el drama y el espectador. Nos convierte en testigos morbosos de cuanto ocurre. En la película abundan los planos generales o se interponen puertas, ventanas, cristales entre nuestros ojos y las que sufren, incluso en los momentos más trágicos de la trama. La fotografía de la directora Leonor Teles resulta sobrecogedora, pintando cuadros sobre la pantalla que expresan de forma subyugante la soledad, el aislamiento, la incomunicación entre las mujeres de esta familia. Pero quizás la clave de Mal vivir es el escenario en el que se desarrolla la historia: un hotel. Un lugar impersonal, un sitio de paso, aséptico, un no-lugar en el que, sin embargo, presenciamos terribles discusiones familiares -también entre los huéspedes- sobre los asuntos más íntimos posibles. Este contraste es tremendo y supone una incomodidad para el espectador que imprime una tensión muy peculiar y que convierte a esta película en algo único. Mal vivir es un drama que se cocina a fuego lento, es cierto, pero hay que dejarse llevar por la tristeza dulce de sus hermosas imágenes y, sobre todo, por las poderosas emociones que transmiten sus actrices.