Pocas secuencias se han quedado tanto tiempo en mi memoria como la de la autopsia en la oscarizada El silencio de los corderos (1991). El director Jonathan Demme nos introducía en un procedimiento completamente ajeno a nosotros, en el que la agente Clarice Starling (Jodie Foster) indagaba en el interior de un cadáver, buscando las pistas que desvelasen el modus operandi -y por tanto la identidad- de un peligroso asesino en serie. Esa mezcla de lo macabro con la limpieza de lo quirúrgico; la tensa, fría y exacta metodología de los forenses ante la muerte, tuvo un impacto evidente en ficciones posteriores. Siempre vi ecos de aquella en las frecuentes autopsias realizadas por la agente Dana Scully (Gillian Anderson) en Expediente X (1993-2016). Probablemente, tampoco habría existido una serie llamada Bones (2005-2016). Pues bien, La autopsia de Jane Doe es, básicamente, la deliciosa expansión de dicha escena hasta convertirse en un ajustado largometraje de 86 minutos. La idea de los guionistas Ian Goldberg y Richard Naing es un estupendo ejercicio de música cámara: dos personajes principales, un par de secundarios y prácticamente un único escenario. Todo ocurre en una atmosférica morgue que también es un negocio familiar, detalle esencial en el desarrollo del argumento. Partiendo de la aristotélica unidad dramática de acción, tiempo y lugar, el objetivo del director André Ovredal -firmante de la simpática Troll Hunter (2010)- maneja los espacios reducidos con gran soltura para crear la máxima tensión posible. Dos estupendos actores, Brian Cox y Emile Hirsch, son padre e hijo, forenses, enfrentados a un misterioso cuerpo que se convierte, literalmente, en el escenario en el que se desarrolla la película. Contar más sobre el argumento resulta peligroso. No hay sorpresas, ni trampas, ni giros, pero el gran placer de ver esta cinta es ir desentrañando el misterio que rodea el cuerpo de Jane Doe (Olwen Kelly), nombre utilizado en Estados Unidos cuando se desconoce la identidad de un muerto, de un paciente o cuando se quiere ocultar la propia identidad. La película es absorbente, atmosférica, tiene algunos sustos -que no sobresaltos- bastante buenos, que se apoyan antes en la sugerencia que en lo grotesco. A mí me recordó esta historia a un viejo tebeo de EC Comics, a un episodio redondo de Tales from the Crypt (1989-1996). Y ese es un sabor que me gusta y que echo de menos. Esconde la película, además, un conflicto paterno filial algo freudiano, una alusión, quizás, al matriarcado, y una muerte sin resolver. Y no me refiero a la de Jane Doe. Por cierto, pocas veces un personaje ha tenido tanta "vida" sin moverse de la mesa de disección.
LA AUTOPSIA DE JANE DOE: UN CADÁVER COMO ESCENARIO
Pocas secuencias se han quedado tanto tiempo en mi memoria como la de la autopsia en la oscarizada El silencio de los corderos (1991). El director Jonathan Demme nos introducía en un procedimiento completamente ajeno a nosotros, en el que la agente Clarice Starling (Jodie Foster) indagaba en el interior de un cadáver, buscando las pistas que desvelasen el modus operandi -y por tanto la identidad- de un peligroso asesino en serie. Esa mezcla de lo macabro con la limpieza de lo quirúrgico; la tensa, fría y exacta metodología de los forenses ante la muerte, tuvo un impacto evidente en ficciones posteriores. Siempre vi ecos de aquella en las frecuentes autopsias realizadas por la agente Dana Scully (Gillian Anderson) en Expediente X (1993-2016). Probablemente, tampoco habría existido una serie llamada Bones (2005-2016). Pues bien, La autopsia de Jane Doe es, básicamente, la deliciosa expansión de dicha escena hasta convertirse en un ajustado largometraje de 86 minutos. La idea de los guionistas Ian Goldberg y Richard Naing es un estupendo ejercicio de música cámara: dos personajes principales, un par de secundarios y prácticamente un único escenario. Todo ocurre en una atmosférica morgue que también es un negocio familiar, detalle esencial en el desarrollo del argumento. Partiendo de la aristotélica unidad dramática de acción, tiempo y lugar, el objetivo del director André Ovredal -firmante de la simpática Troll Hunter (2010)- maneja los espacios reducidos con gran soltura para crear la máxima tensión posible. Dos estupendos actores, Brian Cox y Emile Hirsch, son padre e hijo, forenses, enfrentados a un misterioso cuerpo que se convierte, literalmente, en el escenario en el que se desarrolla la película. Contar más sobre el argumento resulta peligroso. No hay sorpresas, ni trampas, ni giros, pero el gran placer de ver esta cinta es ir desentrañando el misterio que rodea el cuerpo de Jane Doe (Olwen Kelly), nombre utilizado en Estados Unidos cuando se desconoce la identidad de un muerto, de un paciente o cuando se quiere ocultar la propia identidad. La película es absorbente, atmosférica, tiene algunos sustos -que no sobresaltos- bastante buenos, que se apoyan antes en la sugerencia que en lo grotesco. A mí me recordó esta historia a un viejo tebeo de EC Comics, a un episodio redondo de Tales from the Crypt (1989-1996). Y ese es un sabor que me gusta y que echo de menos. Esconde la película, además, un conflicto paterno filial algo freudiano, una alusión, quizás, al matriarcado, y una muerte sin resolver. Y no me refiero a la de Jane Doe. Por cierto, pocas veces un personaje ha tenido tanta "vida" sin moverse de la mesa de disección.
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