No leáis este texto. Coged la mano de vuestra pareja y corred hasta el cine más cercano para ver La La Land. Sé que no hace falta que os la recomiende: ha ganado 7 Globos de Oro y probablemente se lleve varios premios Oscar. Pero, ¿sabéis qué? Los premios no significan nada. La publicidad, el hype, no significan nada. La ciudad de las estrellas es buena de verdad. Un auténtico sueño que os hará pasar dos horas y ocho minutos deliciosas, flotando sobre la butaca. Vais a tararear la melodía de su tema principal al salir de la sala. Si estáis enamorados, esta es la velada perfecta. Si no lo estáis, probablemente os entrarán ganas de salir corriendo a buscar a alguien. Si estáis con la persona equivocada, esta película os servirá de consuelo. Y si vuestro verdadero amor es el cine, La La Land es vuestra media naranja en Cinemascope. Cada plano del metraje es precioso. Tiene los colores saturados de Los paraguas de Cherburgo (1964) y de Pierrot el loco (1965). Tiene el amor pop por los carteles de Jean-Luc Godard, coloridos guiños a películas que todos hemos visto. Que todos queremos ver otra vez. Tiene el sabor de un musical clásico -de Gene Kelly, de Cyd Charisse, de la MGM- en el que los escenarios son decorados que se ve que son decorados: aquí algunos son directamente platós de cine. Hay homenajes a Casablanca (1941) y la cita a Rebelde sin causa (1955) es especialmente bonita. El precio de la entrada de La La Land se amortiza en los primeros minutos, con un espectacular plano secuencia que pasará a la historia del cine. Hay pasión en esta película, por el cine y por el jazz, primer amor de su director, Damien Chazelle. Ese romance frustrado es, por ahora, lo que hace latir el corazón cinematográfico de este chaval -nacido en 1985- que aquí y en la virtuosa Whiplash (2014) habla de lo mismo. De los sueños, de los sacrificios para conseguirlos y de si, en el fondo, vale la pena renunciar a ciertas cosas para alcanzarlos. El -fallecido- género musical es perfecto para hablar de estos temas, si es que alguna vez ha servido realmente para hablar de otra cosa. Por esto, esta obra solo podía ser un musical, género teatral que aquí es puramente cinematográfico, que sueña a ser clásico sin renunciar a una sensibilidad contemporánea: la cámara al hombro, las coreografías de Harlem Shake, o que un número musical sea interrumpido por un móvil. Los actores están perfectos en sus papeles. Ryan Gosling aprendió a tocar el piano y la historia de Mia podría ser la de Emma Stone. Porque aunque estamos ante la irrealidad, la fantasía y el arrebato del género, hay mucha verdad en esta cinta, que sale de la experiencia vital de su director, de sus actores y del amor con el que percibimos que está rodada. Por todo esto, por una vez, a mí, que odio los musicales, no me ha importado que la historia se detenga para perderse en el puro goce estético de la fotografía, del movimiento de los bailarines, de los colores del vestuario y los decorados, de la música más grande que la vida que ha compuesto Justin Hurwitz. Por eso, tengo que lamentar que hayáis leído hasta aquí, porque estáis perdiendo el tiempo. Porque tenéis que ver La La Land.
LA LA LAND (DAMIEN CHAZELLE, 2016)
No leáis este texto. Coged la mano de vuestra pareja y corred hasta el cine más cercano para ver La La Land. Sé que no hace falta que os la recomiende: ha ganado 7 Globos de Oro y probablemente se lleve varios premios Oscar. Pero, ¿sabéis qué? Los premios no significan nada. La publicidad, el hype, no significan nada. La ciudad de las estrellas es buena de verdad. Un auténtico sueño que os hará pasar dos horas y ocho minutos deliciosas, flotando sobre la butaca. Vais a tararear la melodía de su tema principal al salir de la sala. Si estáis enamorados, esta es la velada perfecta. Si no lo estáis, probablemente os entrarán ganas de salir corriendo a buscar a alguien. Si estáis con la persona equivocada, esta película os servirá de consuelo. Y si vuestro verdadero amor es el cine, La La Land es vuestra media naranja en Cinemascope. Cada plano del metraje es precioso. Tiene los colores saturados de Los paraguas de Cherburgo (1964) y de Pierrot el loco (1965). Tiene el amor pop por los carteles de Jean-Luc Godard, coloridos guiños a películas que todos hemos visto. Que todos queremos ver otra vez. Tiene el sabor de un musical clásico -de Gene Kelly, de Cyd Charisse, de la MGM- en el que los escenarios son decorados que se ve que son decorados: aquí algunos son directamente platós de cine. Hay homenajes a Casablanca (1941) y la cita a Rebelde sin causa (1955) es especialmente bonita. El precio de la entrada de La La Land se amortiza en los primeros minutos, con un espectacular plano secuencia que pasará a la historia del cine. Hay pasión en esta película, por el cine y por el jazz, primer amor de su director, Damien Chazelle. Ese romance frustrado es, por ahora, lo que hace latir el corazón cinematográfico de este chaval -nacido en 1985- que aquí y en la virtuosa Whiplash (2014) habla de lo mismo. De los sueños, de los sacrificios para conseguirlos y de si, en el fondo, vale la pena renunciar a ciertas cosas para alcanzarlos. El -fallecido- género musical es perfecto para hablar de estos temas, si es que alguna vez ha servido realmente para hablar de otra cosa. Por esto, esta obra solo podía ser un musical, género teatral que aquí es puramente cinematográfico, que sueña a ser clásico sin renunciar a una sensibilidad contemporánea: la cámara al hombro, las coreografías de Harlem Shake, o que un número musical sea interrumpido por un móvil. Los actores están perfectos en sus papeles. Ryan Gosling aprendió a tocar el piano y la historia de Mia podría ser la de Emma Stone. Porque aunque estamos ante la irrealidad, la fantasía y el arrebato del género, hay mucha verdad en esta cinta, que sale de la experiencia vital de su director, de sus actores y del amor con el que percibimos que está rodada. Por todo esto, por una vez, a mí, que odio los musicales, no me ha importado que la historia se detenga para perderse en el puro goce estético de la fotografía, del movimiento de los bailarines, de los colores del vestuario y los decorados, de la música más grande que la vida que ha compuesto Justin Hurwitz. Por eso, tengo que lamentar que hayáis leído hasta aquí, porque estáis perdiendo el tiempo. Porque tenéis que ver La La Land.
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