Se puede admitir que Legión no cuenta nada nuevo, pero también hay que darle crédito a Noah Hawley -y a sus directores- por buscar la originalidad en cómo se cuenta lo de siempre. En este penúltimo episodio de la primera temporada, toca poner las cartas sobre la mesa. Se confirma que el malvado hasta ahora conocido como el demonio de los ojos amarillos ha sido siempre Amahl Farouk, el Rey Sombra, creado en los cómics en 1979. Su naturaleza y su forma de actuar, se verbaliza claramente en un episodio que explica todos los misterios de la temporada, lo que facilita las cosas al espectador. Pero esto se hace de una forma divertida -con humor- y bastante autoconsciente. Descubrimos que los tres últimos episodios transcurren en el plano astral, con el tiempo real detenido entre que una metralleta dispara contra los protagonistas y lo que tardan las balas en impactar en sus blancos: David Haller (Dan Stevens) y Syd Barret (Rachel Keller). La narración de todo esto está llena de buenas ideas: la excentricidad de Oliver Bird (Jemaine Clemente) -que quiere montar un cuarteto musical, o se imagina que convive con Julio Verne-; la conversación que un atrapado David mantiene con su parte racional y que esta tenga acento británico -Dan Stevens es británico, participó en Downton Abbey, y en esta serie adopta el acento estadounidense-; la explicación en pizarras de la historia de Farouk, que da paso a una animación sobre el origen de David -que apunta claramente a que su padre es Charles Xavier (Patrick Stewart)-; la utilización de un personaje insignificante, Rudy (Brad Mann), el de las babas, que ha estado ahí desde el principio, como desencadenante del clímax. Precisamente, el clímax resulta único, también por sus extravagantes ideas: cómo Oliver Bird comienza a dirigir el bolero de Ravel para detener las balas, pieza clásica en crescendo que se convierte en una extraña versión de una fanfarria superheroica para acompañar las imágenes de la apoteosis de David; el blanco y negro de las gafas para ver la realidad -como las de Están vivos (John Carpenter, 1988)- da pie a una película muda, incluso con intertítulos, de terror expresionista, en la que Aubrey Plaza sigue estando fantástica. Por último, el momento en el que David, tras descubrir la verdad -que ha sido parasitado toda su vida por Farouk- se libera de sus problemas mentales, resucita, se hace con el control de sus poderes, y detiene las balas como Neo en Matrix (Las hermanas Wachowski, 1999); salva a la chica con un giro protector como el Conductor (Ryan Gosling) en Drive (Nicholas Winding Refn, 2011), y con el arco halo en la cabeza -como una corona de espinas- acaba pareciendo incluso una figura crística.
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