Ghost in the Shell, el anime de 1995, predecía lo que el blockbuster de fantasía quiere ser hoy. Secuencias de acción espectaculares y una trama de ciencia ficción que, con suerte, pretende aportar una dimensión más, un discurso, al mero entretenimiento rompe taquillas. Influyente en obras posteriores, como Matrix (1999), era cuestión de tiempo que Hollywood fabricase una adaptación en imagen real, algo posible gracias al avance imparable de los efectos digitales. Sin embargo, este remake se antoja tardío y también inocuo. Veamos. El anime original dirigido por Mamoru Oshii -adaptación del manga de Masamune Shirow- contaba la historia de Motoko, una cíborg, agente gubernamental, que se enfrentaba a un peligroso enemigo sin rostro, en una intriga conspiranoica que servía como telón de fondo a una problemática existencial sobre la identidad. En el fondo de todo, por supuesto, el complejo de Frankenstein, argumento arquetípico sobre el miedo que despierta en nosotros la posibilidad de que las máquinas se rebelen. Esta nueva versión dirigida por Rupert Sanders -realizador de Blancanieves y la leyenda del cazador (2012)- se contenta con ser una traslación bastante literal -sobre todo en la forma- del original. Aquí está -reducida- la hipnótica secuencia de la creación del cíborg -incluso se recupera el estupendo tema musical de Kenji Kawai- el salto de la protagonista desde un rascacielos; la trepidante persecución callejera; los momentos intimistas en la barca y las mejores imágenes del clímax. La animación hiperreralista japonesa, de gran calidad, es sustituida por un diseño de producción verdaderamente fantástico -destaquemos la extrañeza de las robo-geishas- a pesar de que, visualmente, la ciudad futurista en la que ocurre la acción sea más bien pobre: como si Blade Runner (Ridley Scott, 1982) ocurriese en Las Vegas. Hay añadidos en este remake, además, que modifican la naturaleza íntima de la historia, desarrollando más el personaje de la heroína -interpretado por una Scarlett Johansson que se empeña en congelar su voluptuosa sensualidad- pero, sobre todo, simplificando la historia, haciendo obvias sus ideas, sacando a la superficie el subtexto, verbalizándolo todo cansinamente. Por ejemplo, la amenaza sin rostro del original adquiere aquí la forma de un misterioso sujeto encapuchado, una idea caduca y anacrónica, quizás, en un relato ciberpunk. Los pequeños cambios en el argumento alejan la película de la angustia frankensteiniana de la criatura y de la desconfianza hacia su creador, y la acercan a la metáfora de la explotación obrera que es Robocop (Paul Verhoeven, 1987). El resultado no es despreciable, pero definitivamente le falta personalidad. Involuntariamente, esta nueva Ghost in the Shell refleja sus propias carencias: cuando la protagonista descubre el misterio de su origen, parecen desvelarse también los motivos de un conveniente whitewashing y de que entre el anime y este blockbuster se haya perdido el alma de un clásico de la ciencia ficción.
GHOST IN THE SHELL: EL ALMA DEL REMAKE
Ghost in the Shell, el anime de 1995, predecía lo que el blockbuster de fantasía quiere ser hoy. Secuencias de acción espectaculares y una trama de ciencia ficción que, con suerte, pretende aportar una dimensión más, un discurso, al mero entretenimiento rompe taquillas. Influyente en obras posteriores, como Matrix (1999), era cuestión de tiempo que Hollywood fabricase una adaptación en imagen real, algo posible gracias al avance imparable de los efectos digitales. Sin embargo, este remake se antoja tardío y también inocuo. Veamos. El anime original dirigido por Mamoru Oshii -adaptación del manga de Masamune Shirow- contaba la historia de Motoko, una cíborg, agente gubernamental, que se enfrentaba a un peligroso enemigo sin rostro, en una intriga conspiranoica que servía como telón de fondo a una problemática existencial sobre la identidad. En el fondo de todo, por supuesto, el complejo de Frankenstein, argumento arquetípico sobre el miedo que despierta en nosotros la posibilidad de que las máquinas se rebelen. Esta nueva versión dirigida por Rupert Sanders -realizador de Blancanieves y la leyenda del cazador (2012)- se contenta con ser una traslación bastante literal -sobre todo en la forma- del original. Aquí está -reducida- la hipnótica secuencia de la creación del cíborg -incluso se recupera el estupendo tema musical de Kenji Kawai- el salto de la protagonista desde un rascacielos; la trepidante persecución callejera; los momentos intimistas en la barca y las mejores imágenes del clímax. La animación hiperreralista japonesa, de gran calidad, es sustituida por un diseño de producción verdaderamente fantástico -destaquemos la extrañeza de las robo-geishas- a pesar de que, visualmente, la ciudad futurista en la que ocurre la acción sea más bien pobre: como si Blade Runner (Ridley Scott, 1982) ocurriese en Las Vegas. Hay añadidos en este remake, además, que modifican la naturaleza íntima de la historia, desarrollando más el personaje de la heroína -interpretado por una Scarlett Johansson que se empeña en congelar su voluptuosa sensualidad- pero, sobre todo, simplificando la historia, haciendo obvias sus ideas, sacando a la superficie el subtexto, verbalizándolo todo cansinamente. Por ejemplo, la amenaza sin rostro del original adquiere aquí la forma de un misterioso sujeto encapuchado, una idea caduca y anacrónica, quizás, en un relato ciberpunk. Los pequeños cambios en el argumento alejan la película de la angustia frankensteiniana de la criatura y de la desconfianza hacia su creador, y la acercan a la metáfora de la explotación obrera que es Robocop (Paul Verhoeven, 1987). El resultado no es despreciable, pero definitivamente le falta personalidad. Involuntariamente, esta nueva Ghost in the Shell refleja sus propias carencias: cuando la protagonista descubre el misterio de su origen, parecen desvelarse también los motivos de un conveniente whitewashing y de que entre el anime y este blockbuster se haya perdido el alma de un clásico de la ciencia ficción.
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