En A Ghost Story, una pareja -Rooney Mara y Casey Affleck- se despierta en mitad de la noche, sobresaltada por un misterioso ruido. Cuando vuelven a la cama, abrazados, la frente del uno apoyada en la del otro, comienzan a besarse con ternura. Esta es para mí una de las representaciones cinematográficas del amor más verdaderas que he visto. Un beso que no es la culminación de la famosa tensión sexual no resuelta, que no ocurre tras un peligro fabricado con efectos especiales, ni se debe a exigencias de un productor que pide piel en la pantalla. Ese beso nace de lo cotidiano, de la compañía, de la constatación del otro y por eso es el beso de cine más cercano al amor de la vida real que recuerdo. Y si esta escena funciona de esta manera, es sin duda por el manejo de los tiempos, la pausa que imprime el director, David Lowery. Pero no hay que equivocarse: A Ghost Story -ganadora de los premios a la mejor fotografía -Andrew Droz Palermo firma un curioso experimento en formato cuadrado- y a la mejor película para el Jurado Carnet Jove de Sitges- no es una historia de amor. Aunque este sentimiento forma parte de la vida y la maravillosa película de Lowery habla de la vida, aunque sea desde la perspectiva de la muerte. Como indica su título, esto es la historia de un fantasma, pero tampoco estamos ante un film de terror -aunque se nos muestre un poltergeist desde el otro lado-. Y es un gran acierto el haber tenido la intuición de elegir, para representar al espectro, su imagen más clásica, reconocible y decididamente infantil: una sábana blanca con dos agujeros. Una representación superada por el género del horror, pero cuya presencia física aquí no deja de resultar inquietante y genuinamente fantastique. A partir de ese fantasma, se establece una película contemplativa sobre el inevitable paso del tiempo. No os asustéis, pero hay un plano de Rooney Mara comiéndose una tarta entera en tiempo real. Casi cinco minutos que expresan una respuesta física a la pérdida. Las reacciones del público que me acompañaba en la sala me hicieron pensar en Esperando a Godot de Samuel Beckett. Lowery alarga la duración de los planos, sí, y utiliza el silencio, pero no de forma gratuita. Otro ejemplo: el extenso plano fijo de un cuerpo sin vida en una habitación vacía nos habla del miedo a la muerte. Del absurdo de la existencia.
En los albores del séptimo arte, la colocación de una cámara sobre un vehículo en movimiento producía un efecto llamado cabalgata fantasma (phantom ride), el antecedente directo del travelling. 120 años después, Lowery parece decirnos que la cámara de cine -el arte que captura el tiempo- es el auténtico fantasma de su película. Casey Affleck, bajo la sábana blanca, observa a los personajes a su alrededor, sin intervenir, registrándolo todo. Ese transcurrir del tiempo -que tiene puntos en común con Madre!- está expresado en elipsis kubrickianas y se traduce en la constatación terrible de que nada importa realmente y que, tarde o temprano, todos estaremos solos. Ese es el mensaje del emocionante pero amargo monólogo sobre Beethoven que hace el "pronosticador" (Will Oldham). Por eso tenemos hijos, creamos "arte" y dejamos notitas secretas con la esperanza de que alguien las encuentre. Lo hacemos aunque quizás no sirva para nada. Por suerte Lowery ha leído a Nietzsche y propone un tiempo circular en el que todo, lo bueno y lo malo, se repite. El eterno retorno.
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