Lo primero que vemos en El sacrificio de un ciervo sagrado es una operación a corazón abierto. Una imagen chocante que se nos muestra con frialdad y limpieza quirúrgica. Una imagen que para mí resume el espíritu de un film que plantea un conflicto entre lo racional y las bajas pasiones humanas. El griego Yorgos Lanthimos coloca su cámara a una distancia considerable de la acción, observando a sus personajes con mirada documental: al principio de cada escena no distinguimos sus rostros, escuchamos sus voces prácticamente en off. Los planos abiertos nos distancian de unos actores robóticos: el magnífico reparto realiza interpretaciones brechtianas. Una banda sonora de ruidos y chirridos evita que nos sintamos cómodos durante el visionado de una película tan bella como exigente. El argumento tiene un planteamiento alegórico y su conflicto central es irracional, mágico, bíblico. Todos estos elementos distanciadores nos cuentan una historia durísima en la que el protagonista, Colin Farrell -La seducción (2017)- da vida a un exitoso cirujano, que debe enfrentarse a un misterioso joven, Martin, interpretado soberbiamente por un inquietante Barry Keoghan -Dunkerque (2017)-. Si en Canino (2009), Lanthimos seguía los perturbadores pasos de Michael Haneke -Amor (2012)- y en la estupenda Langosta (2015) añadía un agradecido sentido del humor a su surrealista propuesta de ciencia ficción, aquí el autor griego parece mirarse en Stanley Kubrick: las líneas de fuga de unos planos tan fríos como hermosos; el uso del travelling que remite a El resplandor (1980), igual que el argumento críptico sobre un padre enfrentado a su familia; mencionemos también el uso de la música clásica; y que ver a Nicole Kidman -Big Little Lies- en ropa interior, inevitablemente nos recuerda a Eyes Wide Shut (1999). El sacrificio de un ciervo sagrado es cine de alta calidad, pero no es una película para todos, con sus inquietantes imágenes de niños que se arrastran; de juegos sexuales carentes de afecto; de rabiosas masturbaciones mecánicas; de incómodos comentarios en sociedad sobre la primera menstruación. Estamos ante una película dura pero cerebral, descarnada pero fría, con medidos exabruptos de sexo, violencia y amoralidad. Su argumento de pesadilla se desenvuelve lentamente siguiendo sin piedad una coherencia irracional hacia un desenlace casi insoportable: el clímax es francamente brutal.
EL SACRIFICIO DE UN CIERVO SAGRADO- TRAGEDIA GRIEGA
Lo primero que vemos en El sacrificio de un ciervo sagrado es una operación a corazón abierto. Una imagen chocante que se nos muestra con frialdad y limpieza quirúrgica. Una imagen que para mí resume el espíritu de un film que plantea un conflicto entre lo racional y las bajas pasiones humanas. El griego Yorgos Lanthimos coloca su cámara a una distancia considerable de la acción, observando a sus personajes con mirada documental: al principio de cada escena no distinguimos sus rostros, escuchamos sus voces prácticamente en off. Los planos abiertos nos distancian de unos actores robóticos: el magnífico reparto realiza interpretaciones brechtianas. Una banda sonora de ruidos y chirridos evita que nos sintamos cómodos durante el visionado de una película tan bella como exigente. El argumento tiene un planteamiento alegórico y su conflicto central es irracional, mágico, bíblico. Todos estos elementos distanciadores nos cuentan una historia durísima en la que el protagonista, Colin Farrell -La seducción (2017)- da vida a un exitoso cirujano, que debe enfrentarse a un misterioso joven, Martin, interpretado soberbiamente por un inquietante Barry Keoghan -Dunkerque (2017)-. Si en Canino (2009), Lanthimos seguía los perturbadores pasos de Michael Haneke -Amor (2012)- y en la estupenda Langosta (2015) añadía un agradecido sentido del humor a su surrealista propuesta de ciencia ficción, aquí el autor griego parece mirarse en Stanley Kubrick: las líneas de fuga de unos planos tan fríos como hermosos; el uso del travelling que remite a El resplandor (1980), igual que el argumento críptico sobre un padre enfrentado a su familia; mencionemos también el uso de la música clásica; y que ver a Nicole Kidman -Big Little Lies- en ropa interior, inevitablemente nos recuerda a Eyes Wide Shut (1999). El sacrificio de un ciervo sagrado es cine de alta calidad, pero no es una película para todos, con sus inquietantes imágenes de niños que se arrastran; de juegos sexuales carentes de afecto; de rabiosas masturbaciones mecánicas; de incómodos comentarios en sociedad sobre la primera menstruación. Estamos ante una película dura pero cerebral, descarnada pero fría, con medidos exabruptos de sexo, violencia y amoralidad. Su argumento de pesadilla se desenvuelve lentamente siguiendo sin piedad una coherencia irracional hacia un desenlace casi insoportable: el clímax es francamente brutal.
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