Los creadores de American Horror Story han sacado provecho creativo de donde parecía imposible: de su frustración por la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca. La serie de Brad Falchuck y Ryan Murphy ha mostrado cierto agotamiento tras la estupenda y manierista Hotel y la enrevesada y autoconsciente Roanoke. La victoria del multimillonario ha servido de brillante excusa para Cult, una séptima temporada ingeniosa, retorcida y con un mensaje político contundente. La premisa tiene mala baba, usar un miedo tan actual como real: que tras ganar Trump el mundo se vaya a la mierda en plan The Handmaid´s Tale. Falchuck y Murphy exploran cómo el republicano ha sido aupado por el discurso del odio: machismo, racismo, homofobia, xenofobia. ¿Algo puede dar más miedo que los instintos más bajos del ser humano? La protagonista es Ally (Sarah Paulson), mujer, demócrata, progresista, lesbiana, que vive con terror la victoria de Trump, un hecho que desata sus fobias latentes más locas. Como suele ocurrir en esta serie, el planteamiento no es más que el principio y dramáticamente se supera casi enseguida. Por eso, el argumento cambia gradualmente el punto de vista, de la víctima al agresor, Kai Anderson, interpretado por Evan Peters que vuelve a encarnar los miedos de los estadounidenses -en Murder House era un adolescente pistolero en plan Columbine- y aquí se presenta como el malo de la función. Un lobo solitario introvertido que acaba siendo el líder de una secta de asesinos que se disfraza como siniestros payasos que salen de cacería nocturna, en lo que parece una precuela de La purga (2014). La coulrofobia que padece la protagonista vuelve a estar de moda, y es que Falchuck y Murphy, si algo saben hacer, es pulsar la tecla de la actualidad: el primer episodio, Election Night, coincidió con el esperado estreno de It (Andy Muschietti, 2017). Se recuperaba en él, además, al payaso asesino, Twisty (John Carroll Lynch) de Freak Show.
Tras el primer capítulo, el sucesivo descubrimiento de qué personajes forman parte de la secta, funciona como un whodunit: cada nuevo miembro es una sorpresa hasta que llegamos a la terrorífica conclusión de que la protagonista está completamente sola y que el que sea una paranoica no significa que no esté realmente en peligro. Si temporadas anteriores se han caracterizado por proponer líneas argumentales sin cesar, mezclando vampiros, brujos, fantasmas y asesinos en serie, leyendas urbanas y personajes reales, famosos y guiños al cine de terror, si antes AHS solía tener una estructura argumental en forma de árbol, con ramas que se extienden y se subdividen infinitamente, esta Cult sigue el esquema de una espiral que va girando sobre sí misma, sin desviarse de unos pocos temas principales, hasta llegar a su núcleo central. Así, la temporada se divide en dos partes. Primero, el desarrollo de la historia de Ally como víctima de todo tipo de miedos y del mini-Trump que es Kai Anderson. Si a finales de los años setenta el psycho killer del slasher se dedicaba a castigar a los jóvenes entregados a la revolución sexual, Murphy y Falchuck han sustituido a los descerebrados de campamento por una pareja de lesbianas que, en el fondo, siguen sintiendo miedo de que una sociedad represora y conservadora las castigue. La serie lanza dardos, mezcla los resortes del cine de género -escenas de slasher barato, gore, erotismo lésbico, niñeras asesinas- con los golpes bajos de la política de extrema derecha -el miedo a los extranjeros, al crimen, al empoderamiento femenino- sin ninguna vergüenza. Cada capítulo está repleto de referencias a la actualidad para crear cercanía: la presencia de las redes sociales en las vida de los personajes, el cambio climático, la práctica del pilates, el control de armas, Nicole Kidman y Big Little Lies, ataques terroristas, la referencia constante al hombre -blanco, heterosexual- humillado -Obama humilló a Trump en la cena de corresponsales del año 2011 en Washington-, la posverdad -las estadísticas sacadas de Facebook para atemorizar que usa Kai-. Todos elementos que aportan un tono muy reconocible que crea un efecto casi hiperreal. El mensaje de la historia es diáfano, y se pone en boca de la política Sally Kefler -personaje interpretado por Mare Winningham- atacando directamente a los populistas que se han servido de la política del miedo.
En la segunda parte de la temporada, Falchuck y Murphy proponen una historia alternativa y enloquecida de Estados Unidos, a través de sus sectas. En quizás el mejor episodio, un apasionante flashback nos lleva a finales de los años sesenta, proponiendo como protagonista a Valerie Solanas, la mujer que disparó contra Andy Warhol -interpretado por Evan Peters como si fuera también un líder sectario-. Solanas, es nada menos que Lena Dunham -Girls- feminista y combativa, pero desequilibrada. El episodio cuenta que Solanas creó una secta -a partir del manifiesto SCUM- responsable nada menos que de los asesinatos sin resolver del Zodiaco -véase Zodiac (David Fincher, 2007)- por los que no reciben castigo ninguno, a pesar de confesarlos, por ser mujeres. Este capítulo propone como respuesta al machismo reaccionario de Kai Anderson, un feminismo rabioso, aunque surgido también del odio y liderado por la desequilibrada Solanas. El mensaje derivado es muy actual, al proponer que la victoria de Trump tiene una contraparte positiva: ha puesto en pie de guerra a las feministas que luchan más que nunca por la igualdad. Una idea, como poco, interesante. Tras esto, el episodio Drink the Kool-Aid es clave para entender las intenciones de Murphy y Falchuk. En él, Evan Peters interpreta, atención, a los líderes de varias sectas destructivas reales: el David Koresh de los Davidianos, el Marshall Applewhite de Heaven´s Gate y el Jim Jones fundador del Templo del Pueblo. Los tres provocaron los suicidios masivos de sus seguidores. Por supuesto, no podía faltar el más chungo y famoso de todos, Charles Manson -fallecido recientemente- también interpretado por Peters, en un episodio que incluye una atrevida recreación de estética grindhouse de los terribles asesinatos de Sharon Tate y otras cuatro personas en Beverly Hills. Todo esto es francamente entretenido, pero la verdadera razón de ser de AHS: Cult es proponer un paralelismo entre las causas que llevan a un individuo a unirse a una secta destructiva, y la victoria electoral de Trump. La coprotagonista, Ivy (Allison Pill), confiesa que una insatisfacción y una desorientación vital le llevaron a dejarse guiar por un líder que le decía claramente lo que tenía que hacer. Obedecer órdenes simples -dejar de pensar- le hacía sentirse segura y completa en un mundo lleno de incertidumbres. ¿No es ese un proceso similar al de un electorado que, tras una crisis económica grave, altos índices de desempleo, desconfianza en las instituciones, se deja llevar por candidatos que repiten machaconamente ideas muy simples? Pensemos en el Brexit o en la mencionada victoria de Trump, guiadas siempre por lo emocional. Seguro que encontráis algún ejemplo más. ¿Somos los votantes parte de una secta que nos abduce y nos radicaliza? El mensaje final de esta entrega de AHS no es precisamente alentador. ¿Hace falta una secta para combatir a otra?
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