Desde la primera escena, 120 pulsaciones por minuto te compromete a muerte con los activistas de Act Up-París, en su lucha por visibilizar y concienciar sobre el SIDA. Las asambleas de estos luchadores -muchos de ellos seropositivo- son la columna vertebral de la película y su principal logro, al hacernos sentir que formamos parte de ellas. Esta identificación inicial es clave para lo que viene luego: experimentaremos junto a los protagonistas su periplo vital. Reiremos con ellos, lloraremos con ellos. Estas asambleas recuerdan a las películas del Godard de los años Mao, justo antes de Mayo del 68, en su inocencia, su contagiosa pasión, el humor en la creación de eslóganes, los chasquidos de los dedos que sustituyen a los aplausos para no silenciar a nadie. Y nos recuerdan también que estamos ante una obra -ganadora de cuatro premios en Cannes- de Robin Campillo, guionista de la imprescindible La clase (Laurent Cantet, 2009). El ambiente combativo, el realismo irrefutable, la efervescencia de las discusiones, son muy similares. Ambas cintas hablan de la sociedad actual, de Europa, de marginación, de integración. La causa que mueve a los protagonistas aquí es personal y trasciende la política, las ideologías, la defensa de los derechos civiles. Es una lucha a vida o muerte. La de personas que viven con el fin de su existencia muy presente. Esa urgencia existencial les lleva a pelear, discutir, reír, gritar, follar con una intensidad agotadora. Campillo sintetiza esta idea con una metáfora visual que utiliza dos veces durante el metraje: las formas sudorosas de los protagonistas bailando en una discoteca se deforman, se mezclan con las luces estroboscópicas, se desenfocan para convertirse en motas de polvo. Eso somos. Luego ese polvo se convierte en partículas microscópicas, en moléculas y en el espantoso VIH que, aumentado ópticamente millones de veces se vuelve abstracto. Quizás Campillo quiere decirnos que así vieron los gobiernos, la farmacéuticas, a los enfermos abandonados a su suerte. Precisamente por eso, Campillo lleva el drama a lo humano, a lo individual. Los retratos de sus personajes son soberbios. Los actores están maravillosos, sobre todo Nahuel Pérez Biscayart, absolutamente inmenso. Con ellos el drama se hace específico y adquiere nombres: Sean, Nathan, Sophie, Max. Porque son los detalles, mundanos, los que elevan esta película por encima de otras con la misma temática: las relaciones sentimentales -algunas soterradas- entre los activistas; la aproximación absolutamente masculina al sexo como reafirmación de la vida; esa madre que tiene problemas para plegar un sofá cama en el momento más trágico posible; los suspiros de la pasión que se confunden con los estertores del moribundo.
120 PULSACIONES POR MINUTO- ACTIVISMO VITAL
Desde la primera escena, 120 pulsaciones por minuto te compromete a muerte con los activistas de Act Up-París, en su lucha por visibilizar y concienciar sobre el SIDA. Las asambleas de estos luchadores -muchos de ellos seropositivo- son la columna vertebral de la película y su principal logro, al hacernos sentir que formamos parte de ellas. Esta identificación inicial es clave para lo que viene luego: experimentaremos junto a los protagonistas su periplo vital. Reiremos con ellos, lloraremos con ellos. Estas asambleas recuerdan a las películas del Godard de los años Mao, justo antes de Mayo del 68, en su inocencia, su contagiosa pasión, el humor en la creación de eslóganes, los chasquidos de los dedos que sustituyen a los aplausos para no silenciar a nadie. Y nos recuerdan también que estamos ante una obra -ganadora de cuatro premios en Cannes- de Robin Campillo, guionista de la imprescindible La clase (Laurent Cantet, 2009). El ambiente combativo, el realismo irrefutable, la efervescencia de las discusiones, son muy similares. Ambas cintas hablan de la sociedad actual, de Europa, de marginación, de integración. La causa que mueve a los protagonistas aquí es personal y trasciende la política, las ideologías, la defensa de los derechos civiles. Es una lucha a vida o muerte. La de personas que viven con el fin de su existencia muy presente. Esa urgencia existencial les lleva a pelear, discutir, reír, gritar, follar con una intensidad agotadora. Campillo sintetiza esta idea con una metáfora visual que utiliza dos veces durante el metraje: las formas sudorosas de los protagonistas bailando en una discoteca se deforman, se mezclan con las luces estroboscópicas, se desenfocan para convertirse en motas de polvo. Eso somos. Luego ese polvo se convierte en partículas microscópicas, en moléculas y en el espantoso VIH que, aumentado ópticamente millones de veces se vuelve abstracto. Quizás Campillo quiere decirnos que así vieron los gobiernos, la farmacéuticas, a los enfermos abandonados a su suerte. Precisamente por eso, Campillo lleva el drama a lo humano, a lo individual. Los retratos de sus personajes son soberbios. Los actores están maravillosos, sobre todo Nahuel Pérez Biscayart, absolutamente inmenso. Con ellos el drama se hace específico y adquiere nombres: Sean, Nathan, Sophie, Max. Porque son los detalles, mundanos, los que elevan esta película por encima de otras con la misma temática: las relaciones sentimentales -algunas soterradas- entre los activistas; la aproximación absolutamente masculina al sexo como reafirmación de la vida; esa madre que tiene problemas para plegar un sofá cama en el momento más trágico posible; los suspiros de la pasión que se confunden con los estertores del moribundo.
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