Feliz coincidencia que en la misma semana llegasen a nuestras pantallas dos iconos de la cultura pop japonesa -y mundial- como Mazinger Z y Godzilla. El primero aparece nada más y nada menos que en algunas salas de cine con una película inocente, nostálgica y entrañable. Si en el manga de Go Nagai, Koji Kabuto encontraba a Mazinger Z en una excavación arqueológica, esta nueva Mazinger Z: Infinity desentierra nuestro pasado sentimental, en una operación similar a las recientes resurrecciones de Star Wars, Jurassic Park o a lo que hace Stranger Things con respecto a los 80. Esto es un anime que sabe a bocadillo de Nocilla, en el que nos reencontramos con Koji, Sayaka, Shiro, el profesor Yumi (ahora Primer Ministro), Boss, y por supuesto los malvados Doctor Infierno, el barón Ashura y el conde Broke, con sus tropas y sus monstruos mecánicos, que aparecen en multitud pero reconocibles por nuestra memoria infantil. Eso sí, 45 años no pasan en vano y la simple animación televisiva de los años 70 ahora es un anime detallado, luminoso y espectacular, apoyado en el ordenador, en los modernos 3D y en los efectos digitales. El argumento también recoge este paso del tiempo y los protagonistas, no es que hayan envejecido, pero sí han madurado (un pelín): Koji ahora es pacifista -y rehuye convertirse en una figura paterna- Sayaka dirige el centro de investigaciones de su padre. Además, las batallas entre robots pierden protagonismo: lamentablemente el conflicto central se resuelve en un plano abstracto, de ideas que intentan ser metafísicas. Felizmente, los elementos más reconocibles de la serie sí reaparecen desempolvando rincones polvorientos de nuestros cerebros: los gritos de Koji invocando las armas de su robot; el melodrama sentimental; la picardía sexual -censurada en la versión que yo vi- el humor chorra del moco que cuelga siempre de la nariz de Nuke. Tras el visionado, dos constataciones. La primera, que, 45 años después, lógicamente, el bocadillo de Nocilla puede empacharnos. Segundo, que un niño actual, habituado a la amabilidad de Pocoyó, Peppa Pig y la Patrulla Canina puede sufrir un ataque de epilepsia ante las imágenes violentas y los gritos de Koji, el hilo de sangre en la comisura de sus labios.
Muy diferente es Godzilla: El planeta de los monstruos, la primera cinta anime sobre el saurio mutante creado en 1954 en el clásico film de Ishiro Honda. Estrenada en cines en Japón -tras el éxito de Shin Godzilla (2017)- en el resto del mundo podemos verla a través de Netflix. La película evita por todos los medios recrear lo contado en más de 30 películas: no veremos al monstruo radioactivo destrozando una ciudad. Ese es, más bien, el punto de partida argumental. Godzilla -Gojira en japonés- es indestructible y obliga a la humanidad a abandonar la Tierra para buscar otro planeta habitable. Gran parte del film se desarrolla en esta nave, en la que el conflicto emana del protagonista y de sus ganas de venganza contra el monstruo. La animación es soberbia -aunque se apoya en gráficos generados por ordenador- pero la historia se desarrolla lentamente: Godzilla aparece tras una hora de metraje. El guión se esfuerza por introducir elementos creíbles de ciencia ficción, con diálogos repletos de términos científicos sobre planetas habitables, viajes interestelares y la genética de la criatura. De fondo, los temas recurrentes de la franquicia: la capacidad de recuperación del pueblo japonés -aunque ahora se incluyen incluso extraterrestres- para luchar después de una catástrofe. Recordemos que Godzilla siempre ha sido la metáfora de Hiroshima y Nagasaki. El principal defecto de esta película es que tiene poca acción, hecho disculpable si tenemos en cuenta que estamos ante la primera parte de una trilogía.
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