El aficionado al cine tiene una de sus cúspides más elevadas para escalar cada vez que Michael Haneke estrena una película. Digamos que no se enfrenta uno a un film del austríaco con la misma alegría con la que se compra una entrada para ver una de Steven Spielberg o Quentin Tarantino. Haneke no es plato de gusto, y es, sin duda, un gusto adquirido. El esfuerzo para "disfrutar" de sus películas es considerable. El autor no suele ayudar al espectador con una planificación o un montaje, ágiles. Todo lo contrario, su rigor a la hora de plantar la cámara nos obliga a mirar, nerviosamente, dentro de cada plano, que suele alargarse más de los esperado con resultados incómodos y agotadores. Las interpretaciones de los actores -suelen ser prestigiosos en sus últimas obras- son frías y poco expresivas, sin concesiones. Tampoco hay música extradiegética, pero sí ruidos ambientales muy presentes: no es raro que utilice llamadas telefónicas o timbres insistentes, bocinazos de coches o el rugido de motores para exasperarnos. Sus guiones no son muy dados a informarnos de lo que ocurre, obligándonos a interpretar, a atar cabos, y muchas veces, a sospechar. Una vez superados estos elementos formales, distanciadores, la recompensa suele ser dolorosa. Las películas de Haneke hablan de lo peor del ser humano y nos confrontan con nuestros rincones más oscuros. Esta nueva obra, Happy End, no es una excepción. De hecho, toma elementos de la filmografía del director, algo así como un 'grandes éxitos', en la que reconoceremos títulos como Código desconocido (2000), La pianista (2001), Caché (2005), y sobre todo, la durísima Amor (2012).
Aquí la historia nos presenta a la familia Laurent, rica, poderosa, clasista y sin empatía, en la que cada uno de sus miembros resulta, más que antipático, prácticamente inhumano: la distante y castradora madre que es Anne (Isabelle Hupert); el aparentemente perfecto Thomas (Mathieu Kassovitz); el rebelde sin causa, aplastado por lo que se espera de él y con mala conciencia, Pierre (Franz Rogowski); y una niña millenniall que deja helado el corazón. El único cercano a lo humano es, quizás, el patriarca, Georges -legendario Jean-Louis Trintignant-. Esta familia se enfrenta a conflictos algo menos reales y cotidianos de lo habitual en Haneke, sobre un fondo que refleja los grandes males de Europa, acechando a los protagonistas. Amenazando su estatus de élite. Hablo de las diferencias de clase, de las desalmadas corporaciones ajenas a los problemas sociales, de los abogados y las leyes al servicio del dinero, de la inmigración, la eutanasia y hasta el feminismo. Todo eso está presente en Happy End aunque sus protagonistas no se enteren. Destaquemos también la habilidad de Haneke para generar tensión, aunque aparentemente no ocurra nada especial. El autor nos escatima información para tenernos, primero, desorientados en cada nueva escena y luego dosifica los datos justos, para meternos el miedo en el cuerpo. Todo esto va completando un puzle que, para qué engañarnos, puede dejarnos con la moral por los suelos. Por suerte, en esta ocasión, lo nuevo de Haneke se hace más llevadero gracias a unas inesperadas gotas de humor negro, negrísimo, sobre todo a cargo del personaje de Jean-Louis Trintignant. Un humor que se intuye desde la elección del título de un film desencantado, pesimista y que no ofrece salida alguna. Pero hay que ver a Haneke ¿o no?
No hay comentarios:
Publicar un comentario