Lo que hace Martin Scorsese (77 años) en El irlandés es probablemente único. El autor de un puñado de las mejores películas de la historia del cine, cierra una parte importante de su obra, la dedicada al subgénero gansteril, escribiendo su epílogo, su testamento cinematográfico, en sus propios términos. Una temática que comenzó con los gamberros de poca monta de Malas calles (1973) y luego perfeccionada en su mejor película -en mi opinión- Uno de los nuestros (1990). Si en la primera los problemas existenciales, la religión y la culpa -casi autobiográficos- eran más importantes que el submundo criminal, en la segunda, Scorsese se atreve a proponer el crimen organizado como el lado oscuro del sueño americano, de la tierra de las oportunidades. Luego, en Casino (1995), el director de Taxi Driver (1974) expandía el poder de la mafia más allá de Nueva York, hacia las Vegas; y en Gangs of New York (2002) buscaba los orígenes de la violencia en la fundación misma de los Estados Unidos, su propio nacimiento de una nación (criminal). Ahora, Scorsese recupera el esquema y los intérpretes de Uno de los nuestros -Robert De Niro (76 años) y un Joe Pesci (76 años) recuperado del retiro, además de Harvey Keitel (80 años)- para enfrentar a sus gánsteres a la historia reciente de los Estados Unidos: la guerra fría, la revolución cubana, el asesinato de JFK -lo que permite que imágenes documentales y de noticiarios se cuelen en la ficción- y por supuesto, el auge y caída del sindicalista Jimmy Hoffa, al que da vida Al Pacino (79 años). Scorsese sitúa el momento clave de su historia en el tiempo justo en el que Estados Unidos pierde la inocencia, precisamente los años en los que ‘nace’ Scorsese: el movimiento hippie, Woodstock y el nuevo Hollywood. La mirada no puede ser otra cosa que nostálgica. Scorsese no es aquí el renovador desbocado de sus mejores obras, no hay rastro del excocainómano que te golpeaba con la fuerza del montaje -que sigue corriendo a cargo de su incondicional Thelma Schoonmaker- y se convierte en un maestro sabio y reposado que se toma su tiempo para narrar, con un ritmo más cercano a la magistral Silencio (2016) que a Jo qué noche (1985). Un ritmo que hace pensar que estamos viendo Uno de los nuestros a cámara lenta, en el que el vibrante rock & roll de los Rolling Stones no aparece, sustituido por música de los años 50, por la banda sonora de Robbie Robertson (76 años) -amigo del director desde The Last Waltz (1978)-, y sobre todo por el silencio, que se apodera de los momentos finales del film. Algo significativo, este uso del silencio, por parte del director que mejor ha sabido utilizar la música popular en sus películas. Un silencio sepulcral que invita a recibir las imágenes con respeto religioso. El ritmo lento, la cámara más reposada, permite que los inmensos actores nos den una lección interpretativa. Al Pacino casi eclipsa a sus compañeros gracias a su expansivo personaje. Sus extensos intercambios con De Niro nos dejan con ganas de más. Pero son los momentos entre Pesci y De Niro los más emocionantes. Eso sí, los efectos digitales para rejuvenecer a los protagonistas son horrendos. Poco importa, porque al final de las tres horas y media que dura este film, Scorsese te habrá conquistado. Porque te cuenta por primera vez lo que pasa después de que sus gánsteres asciendan hasta lo más alto y caigan. Lo que pasa cuando se acerca el final de la vida y cuando se tiene la sensación de ser el último pistolero, el único que puede contar lo que ha pasado y que debe elegir entre la fea verdad y la leyenda. Robert De Niro -vuelve a ser un irlandés entre italianos como en Uno de los nuestros- como Frank Sheeran, es el clásico (anti)héroe de Scorsese, hecho a sí mismo, que elige el crimen para buscarse la vida y se deja llevar por el camino de la violencia. Enfrentado a la culpa, a la mirada acusadora de su hija Peggy (Anna Paquin), buscará el perdón y el consuelo, lo que introduce otro tema scorsesiano, la fe (católica) ante el final inevitable que todos sabremos sobrevendrá.
EL IRLANDÉS -EL HOMBRE QUE MATÓ A JIMMY HOFFA
Lo que hace Martin Scorsese (77 años) en El irlandés es probablemente único. El autor de un puñado de las mejores películas de la historia del cine, cierra una parte importante de su obra, la dedicada al subgénero gansteril, escribiendo su epílogo, su testamento cinematográfico, en sus propios términos. Una temática que comenzó con los gamberros de poca monta de Malas calles (1973) y luego perfeccionada en su mejor película -en mi opinión- Uno de los nuestros (1990). Si en la primera los problemas existenciales, la religión y la culpa -casi autobiográficos- eran más importantes que el submundo criminal, en la segunda, Scorsese se atreve a proponer el crimen organizado como el lado oscuro del sueño americano, de la tierra de las oportunidades. Luego, en Casino (1995), el director de Taxi Driver (1974) expandía el poder de la mafia más allá de Nueva York, hacia las Vegas; y en Gangs of New York (2002) buscaba los orígenes de la violencia en la fundación misma de los Estados Unidos, su propio nacimiento de una nación (criminal). Ahora, Scorsese recupera el esquema y los intérpretes de Uno de los nuestros -Robert De Niro (76 años) y un Joe Pesci (76 años) recuperado del retiro, además de Harvey Keitel (80 años)- para enfrentar a sus gánsteres a la historia reciente de los Estados Unidos: la guerra fría, la revolución cubana, el asesinato de JFK -lo que permite que imágenes documentales y de noticiarios se cuelen en la ficción- y por supuesto, el auge y caída del sindicalista Jimmy Hoffa, al que da vida Al Pacino (79 años). Scorsese sitúa el momento clave de su historia en el tiempo justo en el que Estados Unidos pierde la inocencia, precisamente los años en los que ‘nace’ Scorsese: el movimiento hippie, Woodstock y el nuevo Hollywood. La mirada no puede ser otra cosa que nostálgica. Scorsese no es aquí el renovador desbocado de sus mejores obras, no hay rastro del excocainómano que te golpeaba con la fuerza del montaje -que sigue corriendo a cargo de su incondicional Thelma Schoonmaker- y se convierte en un maestro sabio y reposado que se toma su tiempo para narrar, con un ritmo más cercano a la magistral Silencio (2016) que a Jo qué noche (1985). Un ritmo que hace pensar que estamos viendo Uno de los nuestros a cámara lenta, en el que el vibrante rock & roll de los Rolling Stones no aparece, sustituido por música de los años 50, por la banda sonora de Robbie Robertson (76 años) -amigo del director desde The Last Waltz (1978)-, y sobre todo por el silencio, que se apodera de los momentos finales del film. Algo significativo, este uso del silencio, por parte del director que mejor ha sabido utilizar la música popular en sus películas. Un silencio sepulcral que invita a recibir las imágenes con respeto religioso. El ritmo lento, la cámara más reposada, permite que los inmensos actores nos den una lección interpretativa. Al Pacino casi eclipsa a sus compañeros gracias a su expansivo personaje. Sus extensos intercambios con De Niro nos dejan con ganas de más. Pero son los momentos entre Pesci y De Niro los más emocionantes. Eso sí, los efectos digitales para rejuvenecer a los protagonistas son horrendos. Poco importa, porque al final de las tres horas y media que dura este film, Scorsese te habrá conquistado. Porque te cuenta por primera vez lo que pasa después de que sus gánsteres asciendan hasta lo más alto y caigan. Lo que pasa cuando se acerca el final de la vida y cuando se tiene la sensación de ser el último pistolero, el único que puede contar lo que ha pasado y que debe elegir entre la fea verdad y la leyenda. Robert De Niro -vuelve a ser un irlandés entre italianos como en Uno de los nuestros- como Frank Sheeran, es el clásico (anti)héroe de Scorsese, hecho a sí mismo, que elige el crimen para buscarse la vida y se deja llevar por el camino de la violencia. Enfrentado a la culpa, a la mirada acusadora de su hija Peggy (Anna Paquin), buscará el perdón y el consuelo, lo que introduce otro tema scorsesiano, la fe (católica) ante el final inevitable que todos sabremos sobrevendrá.
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