Con buenas intenciones se presenta Pullman, cinta dirigida por el mallorquín Toni Bestard que utiliza su isla natal como un microcosmos que refleja la España actual. Dos niños, uno hijo de inmigrantes (Keba Diedhou), otra (Alba Bonnie) hija de una madre soltera de clase trabajadora (precaria), se escapan de casa -de los edificios residenciales que dan título a la cinta- para vivir una aventura en el mundo real. Con esta excusa, Bestard muestra situaciones que reflejan, sobre todo, las desigualdades sociales, fácilmente detectables en una Palma de Mallorca que conjuga hoteles de lujo y casinos, con turismo de borrachera, prostitución y drogas. Los infantes protagonistas, desde su inocencia, se enfrentan a estas realidades con una mirada limpia que acepta las cosas como son y que no juzga, aunque también sean inconscientes de los peligros a los que se enfrentan, como ese 'lobo feroz' disfrazado de friki que regala caramelos para atraer a sus víctimas. Los dos niños, con un bonobus robado, se mueven por el parque de atracciones del capitalismo, colándose por debajo de una valla y disfrutando de prestado de las bondades del consumismo que les están vedadas por su condición social. Bestard convierte en páginas de un cuento infantil los escenarios decadentes de falso lujo y de edificios deshumanizados en los que no parece que pueda vivir nadie. Es inevitable comparar Pullman con la magnífica The Florida Project y si esta proponía el reino 'mágico' de Disney World como un símbolo de la felicidad inalcanzable para los niños desfavorecidos, aquí Bestard se sirve de la familia Real española y sus veraneos anuales en el Palacio de Marivent con intenciones muy similares.
BETTER CALL SAUL -HACIA BREAKING BAD
La quinta temporada de Better Call Saul de Peter Gould y Vince Gilligan confirma sus dos constantes más importantes: su calidad y su capacidad para pasar desapercibida. No sé si las dos cosas estarán relacionadas, pero el seriéfilo medio parece interesado en descubrir la nueva serie de Netflix o HBO antes que seguir invirtiendo su tiempo en una ficción contrastada. Una de las cosas que aprecio de esta serie es su narrativa, eminentemente visual, cinematográfica, que exige la atención del espectador. El ritmo pausado de Better Call Saul tiene su razón de ser: es de las pocas series que nos da la oportunidad de pensar en lo que estamos viendo, una participación necesaria ya que los guionistas rara vez nos dan la información 'masticada'. ¿Cuántos espectadores están dispuestos a hacer ese esfuerzo? Esta temporada tiene varias metáforas visuales brillantes: el helado de Jimmy que cae al suelo en el episodio 50% Off cuando se lo llevan los narcos del clan Salamanca y cómo las hormigas dan buena cuenta del mismo en The Guy for This, expresando el posible futuro inmediato del abogado en manos de los criminales. Que no nos expliquen demasiado las cosas sirve para picarnos y mantener nuestro interés. En el inicio de Namaste vemos a Jimmy cogiéndole el peso a diversos objetos de una casa de antigüedades. Sabemos que algo planea ¿Pero qué? Mencionemos también secuencias estupendas y originales, como la idea de intercalar una persecución policial, con la limpieza a fondo de una freidora de Los pollos hermanos, consiguiendo una tensión tremenda, también en Namaste. Hablemos además del episodio Bagman, puramente visual, prácticamente un western, casi sin diálogos, para contarnos una travesía por el desierto, literal, que une a Jimmy y a Mike. Por último, resaltemos el rigor con el que se han mantenido a través de toda la serie los elementos visuales que marcan el desarrollo de la relación entre Kim y Jimmy, por ejemplo, en Bad Choice Road, en el que se recupera la pantalla partida que relacionaba a los dos personajes en el capítulo Something Stupid de la cuarta temporada -solo que ahora Jimmy está muy lejos- o el vaso que regala Kim a Jimmy -"El mejor abogado del mundo"- en la segunda entrega y que durante toda la serie ha servido de metáfora para la situación vital del protagonista, desde ese vaso que no encajaba en un coche de lujo, que significaba una traición personal, hasta el vaso agujereado por las balas que revela la mentira que ha contado a Kim en Bad Choice Road.
¿Qué otra serie se apoya casi exclusivamente en los conflictos morales de sus personajes? Como los de Kim para echar de su propiedad a un anciano que, legalmente, se tiene que ir, pero que moralmente, merece quedarse porque lleva allí toda la vida. La relación de Kim con Saul es el tronco argumental principal en esta quinta temporada, en la que dan un paso importante, que no comentaré, en el episodio JMM. Ambos personajes se van acercando poco a poco: él intenta estar a la altura de ella, pero atención, porque Kim va flexibilizando sus valores al darse cuenta de que los métodos de Jimmy, funcionan. Better Call Saúl esconde la idea de que el sistema está tan jodido que para hacer lo correcto hay que saltarse las reglas. ¿Es Saúl Goodman un sinvergüenza que saca de prisión a delincuentes de poca monta o un defensor de los marginados por el sistema? La respuesta puede decirnos mucho de nosotros mismos.
THE BOYS -¿QUIÉN SE TOMA EN SERIO A LOS SUPERHÉROES?
Es mi opinión personal que hacer una parodia de los superhéroes es siempre un ejercicio inútil. La razón es que, en realidad, el género lleva siempre implícita su propia parodia, por lo que reírse de estos justicieros conocidos por todos, es presuponer que alguien se los toma en serio. Como lector de tebeos de superhéroes de toda la vida, creo que los que amamos estas aventuras escapistas de fantasía y ciencia ficción, somos capaces de soñar sin perder de vista la realidad. Más allá de los inocentes comic books de los años cuarenta y cincuenta, la Edad Dorada del formato, creo que el género pocas veces se ha tomado en serio a sí mismo. En cuanto apareció Superman en Action Comics (1938), le siguió su parodia, el Capitán Marvel (1939) -hoy Shazam por tema de derechos-. Y ese oscuro vengador que fue el primer Batman enseguida se convirtió en un colorido boyscout junto a su compañero adolescente, Robin. La serie de Batman de Adam West y Burt Ward (1966), de hecho, intentaba parodiar aquel Batman de tebeo, sin darse cuenta de que ya era su propia parodia, que intentaba satisfacer la (auto)censura del Comic Code convirtiéndose en un producto exclusivamente infantil. Basta leer cualquier cómic escrito profusamente por Stan Lee para apreciar la distancia y el cachondeo del editor de Marvel, que hablaba directamente a sus lectores. Las adaptaciones cinematográficas más conocidas de los principales héroes suelen tener también mucho humor, desde el Superman (1978) de Richard Donner -cuya tercera parte era ya una comedia con Richard Pryor-, por no hablar del excéntrico Batman de Tim Burton -el mejor en mi opinión- y sus risibles secuelas por perpetradas por Joel Schumacher y hasta las mejores entregas de Marvel Studios, como Guardianes de la Galaxia y mi favorita, Thor: Ragnarok. ¿Quién se toma en serio a los superhéroes? Creo que los que no leen ni ven películas de superhéroes. Los que aplauden, sin embargo, la trilogía de Christopher Nolan, que no parecen películas de superhéroes. Curiosamente, porque se toman completamente en serio a sí mismas, desterrando el humor. Una estrategia que llevó al desastre al Universo cinematográfico de DC, felizmente rectificada con títulos como Wonder Woman, Aquaman y Shazam. Por último, ¿No es Watchmen (1986) de Alan Moore y Dave Gibbons, al mismo tiempo, el mejor tebeo de superhéroes y su parodia?
Lo cierto es que vivimos una época -feliz en mi caso- de saturación superheroica que en realidad es lo que hace posible la adaptación de un cómic como The Boys, del guionista escocés Garth Ennis -Predicador, la versión más 'adulta' de Punisher- y el dibujante Darick Robertson. Hablemos primero del original. Garth Ennis propone, además de una parodia, una versión desencantada y supuestamente realista -desde una mirada amarga sobre el ser humano- de un mundo con superhéroes, todos claras versiones de los personajes clásicos que ya conocemos, sobre todo los primigenios de DC Cómics: Superman, Batman, Wonder Woman, The Flash, Green Lantern, Aquaman y Martian Manhunter, todos miembros de la Liga de la Justicia, aquí llamados Los Siete. A ellos se enfrentan un grupo de personas supuestamente normales, The Boys, cuya misión es mantener a raya a los supertipos. Esta premisa es inmediatamente contradicha en el cómic, ya que los protagonistas tienen superpoderes y son tan superhéroes como sus enemigos. Lo que realmente busca Ennis es escandalizar con su versión de los héroes, presentados como lo peor del ser humano: son violentos, agresores sexuales, drogadictos y depravados. Ennis presenta todo tipo de excesos como felaciones, humor escatológico de dudoso gusto, y en general, parece divertirse como un niño que se atreve a desacralizar a sus mitos -o los de otros-. La primera historia convierte a los Teen Titans en algo parecido a una ‘manada’ y propone una versión macarra de Stan Lee, The Legend, que ha acabado odiando a sus propias creaciones. En el segundo arco argumental se atreve a hacer realidad las fantasías homófobas de los que ven en Batman y Robin a una pareja gay, con connotaciones pedófilas. Una aventura en territorio soviético plantea una trama política que equipara a los superhéroes con armas de destrucción masiva, seres que pueden desequilibrar el orden mundial. Esto se sigue desarrollando en los números siguientes, en los que Ennis crea su propia mitología para explicar el origen de los superhéroes -de todos-, el por qué acaban siempre resucitando, y hasta una teoría de la conspiración sobre el 11-S. Ennis reescribe la historia de los EE.UU desde Vietnam, imaginándose cómo habría cambiado todo si existiesen los superhéroes. Enseguida se divierte Ennis riéndose de los mutantes de Marvel, los X-Men -aquí G-Men- haciendo sangre con su éxito comercial exprimido por la editorial en incontables series, pero convirtiendo al profesor Xavier en un pederasta y corruptor de menores. Es aquí donde discrepo sobre la visión de Ennis: no está haciendo una crítica de los superhéroes basada en sus elementos más discutibles, como sí han hecho dos renovadores del comicbook como Frank Miller -El regreso del caballero oscuro (1986)- o Alan Moore -Watchmen (1986) de la que estos The Boys roba bastante-. Miller y Moore, o incluso Mark Millar décadas después con The Ultimates, sí sacaron a la luz que, si existiesen, los superhéroes serían probablemente unos fascistas, ya sea por libre, como el Batman envejecido del Caballero Oscuro o al servicio del Gobierno, como el Superman de aquella misma miniserie. O seres incontrolables, apartados de la humanidad, como el Doctor Manhattan. Ennis no explora el lado oscuro de sus versiones, sino que se lo inventa, bajo la premisa de que todos los seres humanos, superhéroes o no, somos unos hijos de puta capaces de las peores atrocidades.
Tras 72 números, y siete años después, aparece en Amazon Prime Video la adaptación televisiva de The Boys, con numerosos -y lógicos- cambios con respecto a la serie original, sobre todo en términos narrativos y de organización de la historia. Pero también hay menos sangre, menos sexo, menos sexo pervertido, menos superhéroes y menos referencias frikis a los cómics. Algunos cambios, personalmente, no me gustan. Por ejemplo, introducir a un nuevo personaje como Translucent (Alex Hassell), que no es una versión de un superhéroe importante, sino del hombre invisible, personaje más cercano a la ciencia ficción -H.G. Wells- y al terror -de James Whale a Leigh Whannell-. También creo que se rebajan los elementos grotescos, feístas y zafios del cómic, para que la serie sea más amable al público televisivo. Vista la primera temporada, me parecen innecesarias subtramas como la de A-Train (Jessie T. Usher) y su falta de dinero o lo referente a su pareja, que en el fondo no aportan demasiado. Creo que la serie tampoco replica con éxito el humor del cómic, véase la arenga sobre las Spice Girls -mejor unidas- o el episodio del delfín que intenta liberar The Deep (Chace Crawford). The Boys es un cómic macarra, incorrecto, que busca la provocación continúa de forma casi adolescente. Esta adaptación le da cuerpo dramático al argumento, desarrolla a los personajes, sí, pero creo que es bastante más convencional. Necesitas una historia para mantener una serie de televisión, mientras que en el cómic la parodia de personajes conocidos y el despropósito continuo, la búsqueda de la burrada cada vez mayor, mantiene el interés. Creo que aquí eso no ocurre, por un desarrollo dramático pobre y una trama endeble. El protagonismo de Starlight (Erin Moriarty) -excesivo en mi opinión- acaba dando lugar, por ejemplo, a un argumento que refleja claramente el Me Too. Así, un tebeo pensado como un divertimento ácido y deslenguado, se convierte en una denuncia poco sorprendente que busca incluso la corrección política. Impensable.
A pesar de estos defectos, The Boys es una serie disfrutable. Mencionemos primero el atractivo de un personaje como Homelander -estupendo Anthony Starr-, un 'Superman' malvado, que se convierte en una denuncia del populismo de derechas, patriotero, que claramente apunta a Donald Trump. Precisamente, me interesa la actualización de la sátira política que hacía Ennis: pòr ejemplo, aquí Queen Maewe (Dominique McElligott) parodia la famosa 'sonrisa falsa' de Melania Trump, en la inauguración del mandato de su marido en 2017. Los dardos también apuntan al negocio de la religión en Estados Unidos, con sus convenciones y sus telepredicadores, aunque de una forma bastante simple: las razones de Billy Butcher (Karl Urban) para decir que Dios es un cabrón, están a la altura de su arenga sobre las Spice Girls. Hablemos también de aciertos como que Simon Pegg interprete al padre de Hughie (Jack Quaid) ya que el actor británico era el modelo del personaje en el tebeo (supongo que ahora es demasiado mayor para el papel). Hay que señalar además momentos estupendos que hacen The Boys muy entretenida, como el súper-bebé usado por Butcher como arma láser. Hay momentos bastante inspirados, como el accidente aéreo -que en el cómic hacía referencia al 11-S- o el episodio dedicado al origen de The Female (Karen Fukuhara). Mencionemos también los momentos más atrevidos, como cuando Madelyn Stillwell (Elisabeth Shue) le da el pecho a Homelander. Dos personajes que son, en mi opinión, el gran hallazgo de la serie y lo más interesante de la misma. Si bien pienso que no está aprovechado argumentalmente el miedo que puede sentir una persona corriente ante el poder de un superhéroe, es en la relación entre Homelander y Madelyn donde realmente se percibe ese terror. El resto de elementos de la serie, me parecen endebles: las insuficientes razones de Hughie (Jack Quaid) para colaborar con el grupo -un problema argumental heredado del cómic-; el 'enamoramiento' de Frenchie (Tomer Capon) por The Female (Karen Fukuhara); y en general, cómo van resolviendo los conflictos los protagonistas enfrentados a los superhéroes. No hay ingenio. Sin embargo el tramo final de esta primera temporada y sobre todo el sorprendente final -que no revelaré- tiene el suficiente gancho para tenernos allí en la segunda entrega.
A pesar de estos defectos, The Boys es una serie disfrutable. Mencionemos primero el atractivo de un personaje como Homelander -estupendo Anthony Starr-, un 'Superman' malvado, que se convierte en una denuncia del populismo de derechas, patriotero, que claramente apunta a Donald Trump. Precisamente, me interesa la actualización de la sátira política que hacía Ennis: pòr ejemplo, aquí Queen Maewe (Dominique McElligott) parodia la famosa 'sonrisa falsa' de Melania Trump, en la inauguración del mandato de su marido en 2017. Los dardos también apuntan al negocio de la religión en Estados Unidos, con sus convenciones y sus telepredicadores, aunque de una forma bastante simple: las razones de Billy Butcher (Karl Urban) para decir que Dios es un cabrón, están a la altura de su arenga sobre las Spice Girls. Hablemos también de aciertos como que Simon Pegg interprete al padre de Hughie (Jack Quaid) ya que el actor británico era el modelo del personaje en el tebeo (supongo que ahora es demasiado mayor para el papel). Hay que señalar además momentos estupendos que hacen The Boys muy entretenida, como el súper-bebé usado por Butcher como arma láser. Hay momentos bastante inspirados, como el accidente aéreo -que en el cómic hacía referencia al 11-S- o el episodio dedicado al origen de The Female (Karen Fukuhara). Mencionemos también los momentos más atrevidos, como cuando Madelyn Stillwell (Elisabeth Shue) le da el pecho a Homelander. Dos personajes que son, en mi opinión, el gran hallazgo de la serie y lo más interesante de la misma. Si bien pienso que no está aprovechado argumentalmente el miedo que puede sentir una persona corriente ante el poder de un superhéroe, es en la relación entre Homelander y Madelyn donde realmente se percibe ese terror. El resto de elementos de la serie, me parecen endebles: las insuficientes razones de Hughie (Jack Quaid) para colaborar con el grupo -un problema argumental heredado del cómic-; el 'enamoramiento' de Frenchie (Tomer Capon) por The Female (Karen Fukuhara); y en general, cómo van resolviendo los conflictos los protagonistas enfrentados a los superhéroes. No hay ingenio. Sin embargo el tramo final de esta primera temporada y sobre todo el sorprendente final -que no revelaré- tiene el suficiente gancho para tenernos allí en la segunda entrega.
LOS PROFESORES DE SAINT-DENIS -LA CLASE
En Paso a paso (2016) los directores Mehdi Idir y el músico Grand Corps Malade debutaban en el largometraje cinematográfico adaptando el relato autobiográfico del segundo, en una película que les valió 4 nominaciones a los premios César. En ella, conjugaban el relato de un hecho traumático -el protagonista se queda tetrapléjico y debe pasar un año en rehabilitación- con una mirada social que plasmaba la realidad multicultural francesa. Pero en esta notable película acababa imponiéndose también un optimismo forzado impuesto a través del humor -y de la música- que hacía que la historia pasara de puntillas sobre cualquier momento incómodo, a veces con el riesgo de trivializar ciertos dramas. Los profesores de Saint-Denis es la segunda cinta del dúo y vuelve a apoyarse en experiencias autobiográficas para extraer su materia dramática. La acción transcurre en el instituto de la infancia de Idir, que regresa a su antiguo barrio para comprobar que nada ha cambiado con respecto a su infancia. Los chavales de ahora tienen el futuro tan complicado como lo tuvo él. La clase que muestra Idir refleja también esa Francia multicultural, multirracial, y de tremendas desigualdades. Entre los alumnos destaca Yanis (Liam Pierron), un joven inteligente, quizás demasiado, que se da cuenta de las dificultades que tendrá para salir adelante y justamente por eso, no encuentra la suficiente motivación vital para esforzarse. Del lado de los profesores está la recién llegada Samia (Zita Hanrot), enfrentada al desafío de ayudar a los alumnos, mientras debe manejar su propia y complicada vida personal. Con estas dos tramas principales, la película dibuja un escenario social complicado, pero, como en Paso a paso, desactiva su capacidad de denuncia recurriendo a un sentido del humor que evita que el espectador sufra realmente ante las dificultades que se le presentan. O quizás, la estrategia de Mehdi Idir y Grand Corps Malade es llegar al público más amplio posible, y que este, por lo menos, preste atención, aunque sea mínimamente, a una realidad. Film bien narrado, con personajes bien dibujados -aunque algunos caigan en la simpleza, como ese docente que siempre come- Los profesores de Saint-Denis no busca la profundidad ni el rigor, por ejemplo, de La clase (2008), sino una tercera vía, al estilo del cine estadounidense, menos comprometida pero rentable, como Mentes peligrosas (1995), influencia reconocida en el uso -creo que desafortunado- de una versión del conocido tema Gangsta's Paradise. El gran hallazgo de esta película, en mi opinión, es la reflexión que hace sobre la escasa diferencia que hay entre los adolescentes y los profesores, en una secuencia que entrelaza las fiestas de unos y otros.
ASAMBLEA -SOBRE LA DEMOCRACIA
Asamblea es la ópera prima de Álex Montoya, premiado cortometrajista que adapta una obra teatral, La Gent, colaborando con los propios autores de la misma, Juli Disla y Jaume Pérez. No se esconde ese origen ya que la historia mantiene la unidad del espacio y se apoya sobre todo en el texto y en las interpretaciones. El planteamiento es sencillo: un grupo de personas se reúnen para votar acerca de una propuesta, la implantación del 'concierto'. Este concepto se mantiene en el misterio y en la abstracción, es un mcguffin, ya que lo que importa realmente es el retrato social de los diferentes caracteres que asisten a la asamblea: el divorciado, el 'cuñado', la perro flauta, la pija, la parejita, etc. Con diálogos costumbristas, y con buen ojo para definir personajes reconocibles, Asamblea acaba metiéndonos en su dinámica y haciéndonos reír. Es verdad que la indefinición de la naturaleza de la reunión y del grupo, resta fuerza a la propuesta: creo que ese mecanismo funciona mejor en el teatro -más intelectual- que en el cine, que tiende a ser más realista y concreto. Pero como he dicho ya, según se va desarrollando la trama nos olvidamos del asunto y entramos en el juego. Precisamente, esa indefinición voluntaria permite una de las mayores fortalezas de Asamblea: que lo que ocurre entre sus personajes sea el reflejo satírico de cualquier tipo de reunión: de vecinos, de consumidores, de activistas, de políticos o incluso de un chat o hasta de un hilo de Twitter. El texto refleja con gracia las polémicas absurdas, la desinformación, los bulos y las teorías de la conspiración, la dificultad para llegar a cualquier acuerdo y la facilidad para distraerse de lo importante, o para caer en el insulto. No faltan, por supuesto, los flipados, y también, los que pasan de todo. El elenco es sólido y destacan sobre todo Francesc Garrido y Greta Fernández. Asamblea es una película sencilla, pero inteligente y efectiva, que va de menos a más, y que permite algo tan necesario como una buena conversación tras su visionado.
LE DAIM -EL HÁBITO HACE AL MONJE
No sé si Quentin Dupieux ha hecho su cinta más redonda en Le Daim o si somos nosotros los que nos hemos hecho a su extraño y peculiar cine. Me parece una cosa maravillosa lo que consigue en esta película: un argumento absurdo, con su propia lógica interna, que sin embargo funciona como un film ‘convencional’. La historia de un hombre de mediana edad, Georges -interpretado por un Jean Dujardin fondón, más señor que nunca- y su ambición de ser el único que lleva chaqueta, es un argumento imposible que parece reflejar asuntos como la crisis de la mediana edad, o la dificultad -económica- de cumplir nuestros sueños artísticos -en el personaje de la camarera encarnada por Adèle Haenel, impagable su chiste sobre Pulp Fiction (1994) del 'otro' Quentin-. También estamos ante otro ejercicio de meta ficción de Dupieux, que adopta el lenguaje de los vídeos caseros, del falso documental y hasta del slasher. Si la descripción de estos elementos puede hacer pensar que esta película no tiene ni ‘pies ni cabeza’, su valor es, como he dicho al principio, que funciona absolutamente bien, que nos ponemos de parte del protagonista, y que incluso nos genera cierta intriga por conocer su desenlace. Pero sobre todo, Le Daim funciona como una estupenda comedia, cuya comicidad, una vez más, funciona únicamente desde sus códigos internos y gracias al rigor de la puesta en escena de Dupieux. Una experiencia original y fresca muy de agradecer en una sala de cine... o en cualquier pantalla disponible, en los tiempos que corren.
KILLING EVE -DOS MUJERES
Dos personajes, tradicionalmente masculinos, un agente del servicio de inteligencia del MI5 y un asesino a sueldo, se convierten en mujeres y todo cambia. Creada por Phoebe Waller-Bridge -autora de Fleabag-, Killing Eve apuesta por desmitificar, como si darle el protagonismo a dos mujeres significara, necesariamente, reírse de las fantasías machistas de poder que solemos encontrar en la ficción protagonizada por este tipo de personajes, desde James Bond hasta John Wick. La agente de inteligencia Eve Polastri (Sandra Oh) tiene poco del glamour de un espía, se muere por desayunar un bollo en mitad de una reunión y ha trasnochado tras celebrar el cumpleaños de un compañero en un karaoke. Es una funcionaria corriente y aburrida, hundida en la mediocridad, pero muy inteligente y deseosa de ser relevante. No por casualidad, Eve es la primera en reconocer que la persona que ha asesinado a un político ruso es, también, una mujer. Esta es Villanelle (Jodie Comer) una asesina letal -lo demuestra la escena en la que clava una aguja del pelo en el ojo de su víctima- que sin embargo puede picarse jugando a hacer caras con una niña y que tiene la crueldad de estropearle el helado que comía. El primer episodio de la serie, Nice Face, nos presenta a estos dos personajes y nos deja con unas ganas locas de verlas juntas.
Killing Eve puede ser la ficción más desconcertante que he visto. Funciona como una intriga de espionaje, con sus tramas enrevesadas, sorpresas, dobles lealtades y traiciones. Pero los personajes principales sorprenden con sus reacciones a lo que les ocurre, auténticas salidas de tiesto que cambian las reglas de lo que podemos esperar. Por describir algunos rasgos de Villanelle, hay que destacar su forma de mantener relaciones (bi)sexuales, que le gusten los himnos nacionales, que utilice un tampón como subterfugio para infiltrarse en territorio enemigo -todos son sus enemigos-, o los gritos que intercambia con una niña a la que ha secuestrado, demostrando que el personaje es básicamente, un ser inmaduro. Por otro lado, señalemos la naturalidad con la que Eve le cuenta a su pareja su nueva misión -¡cazar a una asesina internacional!- y el estallido violento que experimenta en el piso de Villanelle, un exabrupto de destrucción sin sentido que es sin duda una catarsis del estrés vivido tras varias situaciones de vida o muerte pero sobre todo, tras toda una existencia gris. Lo más interesante de la primera temporada de Killing Eve es el extraño juego que se establece entre los dos personajes principales, dos mujeres, que en principio tienen poco en común, separadas por distancias internacionales, pero unidas en un juego del gato y el ratón, entre la admiración y el odio, de una atracción con connotaciones lésbicas. Cada encuentro entre las dos es tan tenso como impredecible, y su enfrentamiento/reunión al final de la primera temporada, absolutamente sorprendente, nos mete en el terreno de lo irracional.
Es quizás en la segunda temporada de Killing Eve cuando descubro una gran serie. Primero, comprendo que estoy ante una ficción de personajes, en la que lo importante es el desarrollo de sus protagonistas, y la trama de espías resulta más bien secundaria. Villanelle es un gran hallazgo. Un personaje atractivo, divertido, pero también aterrador cuando aparecen sus rasgos psicópatas, en los que Jodie Comer se luce. Villanelle lleva al límite la capacidad del espectador para identificarse con su personaje. Los guiones tienen un punto sádico porque nos engatusan primero con actitudes divertidas de la asesina -sobre todo sus muchas excentricidades- para luego golpearnos con momentos de crueldad que nos hacen sentir horrorizados, sobre todo por haber simpatizado con ella. Villanelle es un personaje completamente impredecible y nos identificamos plenamente con el temor que siente Eve frente a ella. Si al inicio de la segunda entrega se reproducía la dinámica de la primera temporada en la que Eve seguía los pasos a Villanelle, quien, a su vez, acechaba a la agente, en los siguientes capítulos esta situación cambia -ojo spoilers- cuando las dos comienzan a colaborar juntas, lo que aumenta el interés de la trama -y también la tensión en todo lo que ocurre-. El guión profundiza en las protagonistas y en los personajes que las rodean. Así, gana importancia la relación de Eve con su marido, Niko Polastri (Owen McDonald), deteriorada por el trabajo de Eve y sobre todo por la maligna influencia de Villanelle. Este conflicto es lo más interesante de la serie: Eve, aburrida por la rutina de su vida cotidiana se siente atraída por Villanelle, un personaje misterioso, aventurero y sexy. Lo fácil sería que Eve abandonara a su marido, pero el guión es inteligente haciendo de éste una buena persona, un tipo soso, pero razonable y entrañable, lo que aumenta la tensión del conflicto interior de la agente. La asesina, por otro lado, es una fantasía de poder materializada: en sociedad, hace lo que quiere, sin atender a ningún tipo de norma o convención. Villanelle ejecuta los deseos ocultos de Eve en más de una ocasión, sobre todo -atención spoiler- cuando elimina a su posible rival por el amor de Niko. Pero claro, cada acción de Villanelle tiene un coste moral para Eve, que se irá acercando poco a poco a una oscuridad aterradora, en una pérdida gradual de su humanidad. Villanelle expresa, además, un vacío existencial, un hastío, que refleja las preocupaciones de nuestra sociedad en la que la cada vez es más complicado establecer relaciones humanas reales, lazos afectivos verdaderos en un mundo cada vez más individualista y marcado por las comunicaciones online. Buen ejemplo es el entusiasmo infantil con el que Villanelle quiere meterse en la vida de Eve, tras conocerla a distancia. Quizás, si queremos entender el mensaje de Killing Eve -si es que queremos buscar uno- hay que fijarse en el otro gran hallazgo de la segunda temporada: el personaje del millonario Aaron Peel (Henry Lloyd-Hughes), diabólico cruce del genio y la soberbia de Steve Jobs con la capacidad de inmiscuirse en nuestra vida privada de David Zuckerberg. El personaje es un comentario -divertido- sobre la falta de ética de los poderosos, la pérdida de la intimidad de pueden conllevar las redes sociales, todo ello contenido en un sujeto retorcido, sádico y sin límites en su necesidad de control sobre los que lo rodean. Hasta que conoce a Villanelle.
Es quizás en la segunda temporada de Killing Eve cuando descubro una gran serie. Primero, comprendo que estoy ante una ficción de personajes, en la que lo importante es el desarrollo de sus protagonistas, y la trama de espías resulta más bien secundaria. Villanelle es un gran hallazgo. Un personaje atractivo, divertido, pero también aterrador cuando aparecen sus rasgos psicópatas, en los que Jodie Comer se luce. Villanelle lleva al límite la capacidad del espectador para identificarse con su personaje. Los guiones tienen un punto sádico porque nos engatusan primero con actitudes divertidas de la asesina -sobre todo sus muchas excentricidades- para luego golpearnos con momentos de crueldad que nos hacen sentir horrorizados, sobre todo por haber simpatizado con ella. Villanelle es un personaje completamente impredecible y nos identificamos plenamente con el temor que siente Eve frente a ella. Si al inicio de la segunda entrega se reproducía la dinámica de la primera temporada en la que Eve seguía los pasos a Villanelle, quien, a su vez, acechaba a la agente, en los siguientes capítulos esta situación cambia -ojo spoilers- cuando las dos comienzan a colaborar juntas, lo que aumenta el interés de la trama -y también la tensión en todo lo que ocurre-. El guión profundiza en las protagonistas y en los personajes que las rodean. Así, gana importancia la relación de Eve con su marido, Niko Polastri (Owen McDonald), deteriorada por el trabajo de Eve y sobre todo por la maligna influencia de Villanelle. Este conflicto es lo más interesante de la serie: Eve, aburrida por la rutina de su vida cotidiana se siente atraída por Villanelle, un personaje misterioso, aventurero y sexy. Lo fácil sería que Eve abandonara a su marido, pero el guión es inteligente haciendo de éste una buena persona, un tipo soso, pero razonable y entrañable, lo que aumenta la tensión del conflicto interior de la agente. La asesina, por otro lado, es una fantasía de poder materializada: en sociedad, hace lo que quiere, sin atender a ningún tipo de norma o convención. Villanelle ejecuta los deseos ocultos de Eve en más de una ocasión, sobre todo -atención spoiler- cuando elimina a su posible rival por el amor de Niko. Pero claro, cada acción de Villanelle tiene un coste moral para Eve, que se irá acercando poco a poco a una oscuridad aterradora, en una pérdida gradual de su humanidad. Villanelle expresa, además, un vacío existencial, un hastío, que refleja las preocupaciones de nuestra sociedad en la que la cada vez es más complicado establecer relaciones humanas reales, lazos afectivos verdaderos en un mundo cada vez más individualista y marcado por las comunicaciones online. Buen ejemplo es el entusiasmo infantil con el que Villanelle quiere meterse en la vida de Eve, tras conocerla a distancia. Quizás, si queremos entender el mensaje de Killing Eve -si es que queremos buscar uno- hay que fijarse en el otro gran hallazgo de la segunda temporada: el personaje del millonario Aaron Peel (Henry Lloyd-Hughes), diabólico cruce del genio y la soberbia de Steve Jobs con la capacidad de inmiscuirse en nuestra vida privada de David Zuckerberg. El personaje es un comentario -divertido- sobre la falta de ética de los poderosos, la pérdida de la intimidad de pueden conllevar las redes sociales, todo ello contenido en un sujeto retorcido, sádico y sin límites en su necesidad de control sobre los que lo rodean. Hasta que conoce a Villanelle.
VIVARIUM -EL SÍNDROME DEL NIDO VACÍO
El cuco es un pájaro que pone sus huevos en un nido ajeno para que otra ave los cuide y los alimente. Esto se llama parasitismo de puesta. Consiste en eliminar a los polluelos del ave huésped. Este hecho de la naturaleza es la metáfora elegida por Lorcan Finnegan -Without Name (2016)- para expresar lo que ocurre en una hermética película en la que una pareja joven -Imogen Potts y Jesse Eisenberg- se ven atrapados en una misteriosa urbanización de casas idénticas. Cinta abstracta de atmósfera de pesadilla, Vivarium comienza casi como una comedia excéntrica que pasa a convertirse gradualmente en un film de terror surrealista con aires kafkianos, y acaba en un tono triste sobre la fugacidad de la vida y el sinsentido de la existencia ante un ciclo natural despiadado, mecánico y brutal. Con aires de episodio de The Twilight Zone, Vivarium agota quizás su premisa demasiado pronto, o tal vez su fuerza y su capacidad para generar desasosiego consiste precisamente en esa sensación de repetición, de callejón sin salida, que lamentablemente se parece mucho a la vida que tenemos hoy en tiempos del confinamiento por el coronavirus. Una propuesta interesante que sobre todo puede generar debate sobre sus posibles significados.
SESIÓN SALVAJE -CINE ESPAÑOL
Hay espectadores de cine que necesitan que se lo den todo hecho. Buscan la obra maestra en cada película -eso sí, que no le sobre media hora-. Son espectadores exigentes que quieren verosimilitud, que son muy listos detectando agujeros de guión, que consultan las calificaciones de Filmaffinity antes de arriesgarse a perder el tiempo viendo una película que no conocen. Esos espectadores que hacen rankings, que valoran la nueva película de un autor comparándola con su filmografía anterior. Se sintieron estafados con el final de Perdidos, fans que quieren saber cómo resucitó el Emperador Palpatine, cinéfilos para los que un final abierto es un signo inequívoco de que los guionistas no se lo curraron. Todos conocemos a estos espectadores -hacen mucho ruido en Twitter- y, en el fondo, todos lo hemos sido alguna vez. De estos espectadores se habla indirectamente en el documental Sesión Salvaje de Julio César Sánchez y Paco Limón, que recoge la verdadera historia del cine español a través de lo que estos 'cinéfilos' llamarían malas películas. Sesión Salvaje es una reivindicación de un cine denostado, despreciado e injustamente olvidado por el que ni siquiera hay nostalgia. Géneros que nadie respeta como el spaghetti western, el fantaterror, el cine quinqui, el destape, las comedias de Pajares y Esteso, y la españolada. Ese cine español que llenaba las salas de los cines de barrio, en el que actores, guionistas, y directores tenían trabajo regularmente, aunque contaran con presupuestos escasos y nadie se hiciese rico. En el documental hablan los supervivientes de aquella época, centrándose en algunos autores capitales como Eugenio Martín, Chicho Ibáñez Serrador, Jess Franco, Paul Naschy, Jordi Grau, Eloy De la Iglesia, Juan Piquer Simón, y Mariano Ozores. Una generación que hoy se mira por encima del hombro, con un cariño paternalista, pero que aquí reivindican Álex De la Iglesia, Nacho Vigalondo o Enrique López Lavigne. Porque ese cine español puede que no esté en las listas de ningún cinéfilo, pero era mucho más libre, arriesgado, sorprendente y loco que todo lo que vemos ahora. Un cine perdido, que, no por casualidad, pertenece al terreno de la infancia, cuando mirábamos de forma inocente y todo nos maravillaba; o de la adolescencia, cuando queríamos ser rebeldes. Cuando veáis las imágenes de las diferentes películas que aparecen en Sesión Salvaje, os aseguro que os vais a sorprender por lo extremo de sus propuestas, inviables hoy en un mundo que se ofende fácilmente. Ahora, que somos adultos, que queremos que nos tomen en serio, hablamos de directores maravillosos como Ford, Bergman, Coppola o Truffaut. Pero los que solo hayáis visto 'cine de calidad', que sepáis que os falta esa locura que echa de menos Álex De la Iglesia, esa capacidad de imaginar, de rellenar con fantasía los agujeros de guión, de perdonar unos efectos especiales primitivos, de aceptar una interpretación diferente a la de Al Pacino o Robert De Niro. Sesión Salvaje es amor por el cine, por las películas buenas y malas, para espectadores dispuestos a participar, a entregarse, a mojarse. La gran decepción es que solo dura 84 minutos. No sé cuánto material se quedó fuera de este documental, pero está claro que Sesión Salvaje debe convertirse urgentemente en una serie en la que cada capítulo esté dedicado a un autor, a un subgénero, en el que se puedan extender esas fantásticas anécdotas que se escuchan en el documental, de una época irrepetible del cine español.
EL TRAIDOR -LA COSA NOSTRA
Marco
Bellocchio, nacido en 1939, todavía más veterano que Martin Scorsese, también habla de
un ‘soldado’ mafioso en El traidor y como se hace en El irlandés, a partir de contarnos una historia del
crimen organizado, habla de su país, y hace además el relato de una vida. Estamos ante un film crepuscular que traza el final de una forma de hacer en la
Mafia -un invento periodístico según el protagonista- cuyos ‘valores’ se
pierden tras comenzar la Cosa Nostra a traficar con heroína -tema que aparece
también en el gran clásico del género, El padrino (1972). De hecho, aquí también
aparece el apellido Corleone. Basada en hechos reales, el protagonista es un
enorme Pierfrancesco Favino, al que vemos durante todo el recorrido vital de su personaje, Tomasso Buscetta, y ojo, sin necesidad de recurrir a los trucajes digitales que rejuvenecieron a Robert De Niro.
Bellocchio utiliza una narrativa fragmentada que fluye como la memoria, que
salta de un tiempo a otro, de Sicilia a Brasil y a Estados Unidos. Los
recuerdos se contradicen, se matizan, se apagan en un film de interrogatorios
judiciales y asesinatos de una violencia tremenda en el que los criminales,
comparados con hienas, hablan de honor y de moral constantemente. El traidor,
por supuesto, como El irlandés, habla de lealtades y sobre todo de la soledad
que significa sobrevivir a todos los demás.
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