Hay espectadores de cine que necesitan que se lo den todo hecho. Buscan la obra maestra en cada película -eso sí, que no le sobre media hora-. Son espectadores exigentes que quieren verosimilitud, que son muy listos detectando agujeros de guión, que consultan las calificaciones de Filmaffinity antes de arriesgarse a perder el tiempo viendo una película que no conocen. Esos espectadores que hacen rankings, que valoran la nueva película de un autor comparándola con su filmografía anterior. Se sintieron estafados con el final de Perdidos, fans que quieren saber cómo resucitó el Emperador Palpatine, cinéfilos para los que un final abierto es un signo inequívoco de que los guionistas no se lo curraron. Todos conocemos a estos espectadores -hacen mucho ruido en Twitter- y, en el fondo, todos lo hemos sido alguna vez. De estos espectadores se habla indirectamente en el documental Sesión Salvaje de Julio César Sánchez y Paco Limón, que recoge la verdadera historia del cine español a través de lo que estos 'cinéfilos' llamarían malas películas. Sesión Salvaje es una reivindicación de un cine denostado, despreciado e injustamente olvidado por el que ni siquiera hay nostalgia. Géneros que nadie respeta como el spaghetti western, el fantaterror, el cine quinqui, el destape, las comedias de Pajares y Esteso, y la españolada. Ese cine español que llenaba las salas de los cines de barrio, en el que actores, guionistas, y directores tenían trabajo regularmente, aunque contaran con presupuestos escasos y nadie se hiciese rico. En el documental hablan los supervivientes de aquella época, centrándose en algunos autores capitales como Eugenio Martín, Chicho Ibáñez Serrador, Jess Franco, Paul Naschy, Jordi Grau, Eloy De la Iglesia, Juan Piquer Simón, y Mariano Ozores. Una generación que hoy se mira por encima del hombro, con un cariño paternalista, pero que aquí reivindican Álex De la Iglesia, Nacho Vigalondo o Enrique López Lavigne. Porque ese cine español puede que no esté en las listas de ningún cinéfilo, pero era mucho más libre, arriesgado, sorprendente y loco que todo lo que vemos ahora. Un cine perdido, que, no por casualidad, pertenece al terreno de la infancia, cuando mirábamos de forma inocente y todo nos maravillaba; o de la adolescencia, cuando queríamos ser rebeldes. Cuando veáis las imágenes de las diferentes películas que aparecen en Sesión Salvaje, os aseguro que os vais a sorprender por lo extremo de sus propuestas, inviables hoy en un mundo que se ofende fácilmente. Ahora, que somos adultos, que queremos que nos tomen en serio, hablamos de directores maravillosos como Ford, Bergman, Coppola o Truffaut. Pero los que solo hayáis visto 'cine de calidad', que sepáis que os falta esa locura que echa de menos Álex De la Iglesia, esa capacidad de imaginar, de rellenar con fantasía los agujeros de guión, de perdonar unos efectos especiales primitivos, de aceptar una interpretación diferente a la de Al Pacino o Robert De Niro. Sesión Salvaje es amor por el cine, por las películas buenas y malas, para espectadores dispuestos a participar, a entregarse, a mojarse. La gran decepción es que solo dura 84 minutos. No sé cuánto material se quedó fuera de este documental, pero está claro que Sesión Salvaje debe convertirse urgentemente en una serie en la que cada capítulo esté dedicado a un autor, a un subgénero, en el que se puedan extender esas fantásticas anécdotas que se escuchan en el documental, de una época irrepetible del cine español.
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