BLONDE -PANTALLA VAMPIRO


Si estabais esperando un biopic al uso, un melodrama sobre la vida sentimental de Marilyn Monroe en Netflix,  os vais a llevar una decepción con Blonde. Por el contrario, estamos ante una espléndida película que se vale del lenguaje del cine para hablar de la propia imagen cinematográfica. El director Andrew Dominik -Mátalos suavemente (2012)- firma una impactante reflexión visual sobre el poder de la pantalla de cine y su capacidad para crear mitos. Dominik utiliza como base el libro escrito por Joyce Carol Oates y elige también la ficción antes que los hechos reales. No se trata de contarnos la vida de Norma Jeane Baker, sino de construir una obra de arte audiovisual, excesiva, sobrecogedora y hermosa. La idea es que reflexionemos sobre el mito pop de Marilyn, la mujer-objeto arquetípica, sexualizada, explotada e inalcanzable, más grande que la vida: en un momento del film vemos un enorme cartel de la actriz sobre una marquesina, que recuerda a la colosal Anita Ekberg en el episodio de Bocaccio 70 (1962) dirigido por Federico Fellini. Esa enorme imagen de Marilyn atemoriza, sobre todo, a la propia Norma Jeane quien, en los momentos más inquietantes de esta película, no se reconoce a sí misma en la gigantesca pantalla de cine. Porque Blonde utiliza los códigos del cine de terror (psicológico) para meternos de lleno en la pesadilla que debió vivir Norma Jeane, el juguete roto de la fama por excelencia, una mujer devorada por su propio personaje.

Blonde podría encajar, de primeras, en una trilogía con Jackie (2016) y Spencer (2021) de Pablo Larraín, que realizó sendos estudios de personaje sobre Jackie Kennedy y Diana de Gales. Pero las intenciones de Dominik creo que son otras. Desde el espejo, la mítica Marilyn mira a Norma Jeane como si fuera un demonio, o la bruja mala de Blancanieves. Marilyn representa la idea masculina del sexo y a su paso deforma las caras de los hombres que rodean a la actriz, como una manada de lobos. Dominik convierte la pantalla de cine en un objeto gigantesco y terrorífico -como la puerta ciclópea que mantiene encerrado a King Kong, otro mito cinematográfico por el que Marilyn siente pena en una escena de La tentación vive arriba (1955)-. En varias escenas vemos una pantalla de cine enorme, como el  misterioso monolito de 2001: Una odisea del espacio (1968) de Stanley Kubrick, alrededor del cual se sientan siniestros espectadores hipnotizados, como seres primitivos cegados por la luz. Es el cine como un vampiro -igual que en Arrebato (1979)- que absorbe el alma a cambio de la inmortalidad. 

Dominik nos muestra cómo Norma Jeane, una mujer frágil, marcada por el maltrato y la incomprensión, obsesionada por el misterio, muy de película, sobre quién era su padre -del que solo conserva una foto- intenta escapar de la imagen que Hollywood ha creado de sí misma. Otro trauma: Norma es incapaz de generar otra vida, como si fuera víctima de una maldición. Y eso que Marilyn Monroe es capaz de subyugar a otros supuestos mitos, que intentan apropiarse de su figura, como el violento deportista Joe DiMaggio (Bobby Cannavale) y el presidente John F. Kennedy (Caspar Phillipson), que protagoniza la escena más dura -y humillante- de la película. Estos hombres aparecen aquí mundanos, simples mortales cegados por el resplandor de la rubia inmortal. No es el caso de Arthur Miller (Adrien Brody) que parece más bien sorprendido y acaba enamorado de la mujer que hay detrás. 

Por último, el gran valor de Blonde es el despliegue artístico que hace Dominik para expresar todo esto: compone su película recreando de forma exhaustiva fotos, carteles y anuncios de Marilyn, en una operación que tiene algo de inquietante, como si los muertos volvieran a la vida después de estar atrapados en momentos congelados que no sabíamos que habían sido traumáticos. Como fantasmas. A esta sensación ayuda una soberbia Ana de Armas, que nos permite ver a Marilyn sin ser ella Marilyn, en una interpretación que quedará para la historia. El parecido hiperrealista de la actriz con el mito, la imitación de su voz y de sus gestos ingenuos, hacen pensar en la reanimación de un cadáver. Volviendo al trabajo de Dominik detrás de la cámara, resulta impresionante el aluvión de recursos estéticos que utiliza para crear una atmósfera enrarecida, de pesadilla, metiéndonos dentro de la película, pero creando también cierta distancia: la espléndida fotografía, el paso del blanco y negro al color, los cambios de formato constantes, los desenfocados y los ralentizados que buscan la abstracción: ese vestido blanco que se levanta por el aire, paralizado en el tiempo, en nuestra memoria cinéfila y en la pesadilla de Norma Jeane. Nos costará perdonar a Dominik el haber convertido los rodajes de películas como Con faldas y a lo loco (1959) en lugares terroríficos, donde quizás una chica que nació y murió en Los Ángeles sufrió terribles torturas.

NO TE PREOCUPES, QUERIDA -MUJERES PERFECTAS


Hagamos caso omiso de todos los rumores y escándalos sobre el rodaje de No te preocupes, querida porque ¿Cuántos rodajes infernales no han dado pie a grandes películas? ¿Y cuántos rodajes no habrán sido tensos y conflictivos sin que nos hayamos enterado? Mejor hablar de lo que se ve en la pantalla (de cine). La nueva película de Olivia Wilde, actriz que debutó con detrás de la cámara con la estupenda Súper empollonas (2019), la típica comedia adolescente pero desde una perspectiva fresca, honesta y feminista. En su segundo trabajo como directora, Wilde no puede ser más ambiciosa, abordando géneros como el terror y la ciencia ficción. Y la verdad es que no sale mal parada del reto, a pesar de que algunas carencias lastran el resultado final. No te preocupes, querida presenta una comunidad estadounidense, en lo que parecen los idílicos años 50 -esos cuyo lado oscuro obsesiona a David Lynch o a Tim Burton- en la que los hombres participan en un proyecto secreto y las mujeres se quedan en casa atendiendo las labores del hogar y a sus hijos. La protagonista es Alice, una de esas amas de casa perfectas que, de pronto, comienza a darse cuenta de que algo va mal en su vida. Esto da pie a una historia de terror psicológico que llevará a Alice a descubrir la verdad sobre su existencia. La película se apoya en la estupenda interpretación de Florence Pugh, que con cada película demuestra que es una de las actrices actuales más estimulantes, a pesar de su juventud. La acompaña un reparto solvente en el que aparecen la propia Olivia Wilde, la estrella de la música Harry Styles y un estupendo Chris Pine que se lo debe haber pasado muy bien haciendo su papel. El otro punto fuerte del film es la propia Wilde tras la cámara, que se esfuerza en encontrar ideas visuales para expresar la angustia de Alice y en crear momentos inquietantes para el espectador. Se le dan bien a Wilde, también, las escenas de grupo, en la que los actores dan vida a los jóvenes habitantes del pueblo, Victory, participando en animadas fiestas y cenas: todos esos momentos tienen mucha vida, pero también parecen esconder un regusto amargo. El problema de la película, sin embargo, es un guión que apuesta por la acumulación de momentos -que llegan a ser reiterativos- antes que por una progresión dramática que nos lleve hasta el clímax. No te preocupes, querida, se ha dicho hasta la saciedad, recuerda a un montón de películas y series con giro sorpresa final, pero creo que su mayor problema es intentar inscribirse en el llamado 'terror elevado', sobre todo en el de Déjame salir (2017) de Jordan Peele. Su desenlace, sin embargo, resulta pertinente y aterrador: no nos habla de feminismo, ni de la liberación de una mujer atrapada, sino de masculinidad tóxica, del miedo del algunos hombres -demasiados- a tener a una mujer como su igual frente a frente, un poco en la línea de la reciente Men (2022) de Alex Garland.

CRÍMENES DEL FUTURO -VUELVE LA NUEVA CARNE


Crímenes del futuro recupera el nombre de un largometraje -por los pelos, dura 63 minutos- rodado en Canadá por David Cronenberg en 1970. Era uno de los primeros trabajos del director, pero planteaba, en un breve diálogo, la premisa de la película que se estrena ahora. Aquel film amateur de ciencia ficción mostraba ya la personalidad de un autor cuya obra se puede dividir en varias etapas: una primera fase de pequeños films de terror, desde Rabia (1977) hasta la enorme Videodrome (1983); luego un período de presupuestos más holgados con cintas dentro del mainstream en las que no renunciaba a su personalidad como autor, el mejor ejemplo es el remake de La mosca (1986); un período de mayor libertad autoral que lleva a otra cumbre como Crash (1996); y una serie de obras de madurez en las que se aparta del fantástico, como Una historia de violencia (2005) o Promesas del Este (2007). En esta nueva película titulada, como ya he dicho, Crímenes del futuro, Cronenberg vuelve a la ciencia ficción con un film que pisa terreno conocido, una suerte de cruce entre la ya mencionada Crash (1996) y Existenz (1999) -obra que, por cierto, es el último guión original de Cronenberg antes de la película que nos ocupa- utilizando como protagonista a Viggo Mortensen, excelente actor pero también estrella con tirón, con el que ya ha colaborado en varias ocasiones. El resultado de esta vuelta a los orígenes es una estimulante obra en la que Cronenberg demuestra que sigue manteniendo su capacidad para crear imágenes y una atmósfera únicas. Puede ser que lo que vemos en Crímenes del futuro no nos parezca nada nuevo, pero es que lo hemos visto antes precisamente en trabajos anteriores del propio director canadiense. Su obsesión por los cuerpos y sus procesos degenerativos, por la modificación de los mismos, su idea nada convencional del sexo y su obsesión por la relación entre seres humanos y máquinas, reaparecen aquí en una trama que plantea personajes y situaciones muy extrañas, incluso para Cronenberg. Viggo Mortensen y Léa Seydoux encarnan -nunca mejor dicho- a una pareja de artistas underground, clandestinos, que en un mundo en el que los cuerpos mutan generando nuevos órganos realizan performances que consisten en operaciones quirúrgicas con público, lecciones de anatomía en un barracón de feria. Todo muy extraño, sí, pero al mismo tiempo un reflejo curiosamente reconocible del presente inmediato de tatuajes, piercings y otras modificaciones corporales -operaciones estéticas, implantes de pelo- que la sociedad ya ha incorporado y que no sabemos hasta dónde pueden llegar. Estos planteamientos se mezclan con una trama de espionaje político, pura paranoia que, sin embargo, permanece siempre como un trasfondo que no llegamos a captar del todo. El argumento parece ser lo de menos. Cronenberg nos lleva de la mano de una escena a la siguiente con la lógica de los sueños: al salir de la sala no podremos reconstruir lo contado. Pero cada situación planteada es tan loca como interesante: una silla orgánica que mejora la capacidad del usuario para consumir y digerir los alimentos; un artista que baila con un cuerpo cubierto de orejas injertadas; un niño capaz de comer plástico. Suficientes ideas para volarnos la cabeza en plan Scanners (1981). Al buen hacer de Mortensen, hay que añadir la presencia magnética de Léa Seydoux, actriz francesa con una presencia irresistible, sexy y enigmática. Seguramente Crímenes del futuro es un título menor en una filmografía enorme y su final resulta abrupto, como si a la historia le faltara algo para ser redonda. Pero también es cierto que al acabar su visionado, la sensación es la de haber despertado de una extraña pesadilla.

MODELO 77 -CINE ANTIFASCISTA


Hay una referencia preciosa a Fahrenheit 451 en Modelo 77 que creo puede resumir el espíritu de la película: un personaje habla de 'bomberos incendiarios' y de aprenderse libros de memoria, lo que nos lleva a recordar a Ray Bradbury y a esa gran obra de ciencia ficción humanista y antifascista. Dos valores que definen esta cinta de Alberto Rodríguez -creada junto a su guionista Rafael Cobos- en la que nos cuentan cómo la cárcel modelo de Barcelona fue, quizás, el último lugar al que llegó la democracia tras la muerte de Franco en 1975. La película nos hace testigos de las vejaciones y torturas que sufrieron allí los presos -muchos de ellos encarcelados por la ley franquista de vagos y maleantes- por parte de unos funcionarios todavía acostumbrados a la impunidad de la dictadura y a no respetar, mínimamente, los derechos humanos. La historia se cuenta a través de dos personajes, Manuel y Pino, estupendamente interpretados por Miguel Herrán y Javier Gutiérrez, que dan vida a la típica pareja protagonista del cine de Rodríguez, compuesta por un joven inexperto y un tipo maduro, desencantado, que se las sabe todas. El guión está rigurosamente anclado en hechos reales, lo que no impide que estemos ante un robusto entretenimiento que en ningún momento del metraje pierde interés. Modelo 77 es cine político que calienta el pecho ante la injusticia y el fascismo, que tiene denuncia social pero no cae en el idealismo inocente: en apenas dos o tres escenas con mucho subtexto, se nos dice que la democracia, aunque imprescindible, no fue la solución a todos los problemas. Un drama que no tiene prejuicios en servirse de los recursos del cine de género para construir personajes maravillosos utilizando detalles visuales -unos zapatos nuevos, limpiar la boca de una botella compartida, señalar con el dedo- o inyectar una tensión tremenda en escenas como el motín carcelario o un intento de fuga. La cámara de Alberto Rodríguez, aprisionada también dentro del recinto penitenciario, se muestra más que solvente a pesar de las limitaciones y de hecho, sienta cátedra sobre cómo elegir el punto de vista en cada escena, metiéndonos dentro de la historia, haciéndonos partícipes de las emociones de los personajes. Hay varios momentos de puesta en escena brillantes: el silencio justo antes del motín;
 el pasillo de palos de los guardias por el que tiene que pasar el protagonista en una de las escenas; el túnel del mencionado intento de fuga. Y además, Rodríguez nos regala instantes visuales preciosos, de puro cine, como el 'efecto óptico' o las gafas 3D que el personaje de Catalina Sopelana regala a Manuel, momento que se refleja en el significativo plano final de la película. Con Modelo 77, Rodríguez renueva su empeño en escarbar en las miserias de la España contemporánea tras cintas tan relevantes como Grupo 7 (2012), La isla mínima (2014), o El hombre de las mil caras (2016) -y hasta la serie La peste- y nos entrega una película con méritos suficientes para ser la cinta española del año, en un 2022 en el que se han estrenado obras mayúsculas en nuestro país. 

LOCOMÍA -LA OPORTUNIDAD DE TU VIDA


Se hace corto el adictivo documental Locomía -dirigido por Jorge Laplace y disponible en Movistar Plus- que en tan solo tres capítulos cuenta un relato asombroso y deja entrever, apenas, cómo era la España de finales de los 80 y principios de los 90. El primer episodio, para mí sorprendente, desvela el origen de Locomía, cuyas raíces están en Ibiza y en el intento del peculiar Xavier Font de crear su propia tribu urbana. El retrato de este personaje, tan creativo como magnético y manipulador, es el hilo conductor que lleva a conocer a sus acólitos/amantes, y a la creación de la imagen del grupo, con sus abanicos, sus hombreras infinitas y esos trajes que eran de torero y de flamenca, todo en uno. En el trasfondo se queda el escenario de esa Ibiza contracultural de los años 70 y 80, de fiestas, alcohol y drogas, pero también de libertad, sobre todo sexual -recomiendo la lectura del libro Cómo acabar con la contracultura de Jordi Costa que dedica un capítulo a esa Ibiza-. Podríamos comparar ese primer episodio con una suerte de paraíso, aparentemente naive, en el que irrumpe el protagonista del segundo capítulo, el productor musical José Luis Gil, personaje presentado como un Mefistófeles tentador, que ofrecerá a los miembros del grupo la fama -la inmortalidad- a cambio de su libertad creativa -sus almas- mediante la firma de un contrato -que bien podría haber estado escrito en sangre-. Locomía es la historia de dos villanos que luchan por tener el control, Xavier Font y Gil, que no parecen tener reparos en sacar todos los trapos sucios del grupo -aunque seguro que hay más- delante de la cámara y que se prestan al teatrillo del culebrón que nos quiere contar este documental que se acerca mucho al reality más malicioso. La lucha entre ambos nos lleva a un tercer capítulo, que viene a ser el descenso a los infiernos del grupo tras rozar las estrellas con la punta de los dedos. Locomía nos muestra lo gratuito que puede ser el éxito y la fama: este grupo fabricado de cantantes que no cantan llegaron a hacer giras internacionales, y eran perseguidos por las fans como si fueran los Beatles; pero también veremos cómo la celebridad puede destrozar las vidas de los que se dejan cegar por las luces del espectáculo. En el documental descubrimos el destino de sus componentes y cómo algunos no han acabado de asimilar el ¿fracaso? de su carrera musical, especialmente el propio Xavier Font. Por último, está ese tema que los integrantes de Locomía intentaban siempre evitar en las entrevistas, el de su homosexualidad. El documental muestra bien el juego hipócrita que se representaba en España a través de las múltiples apariciones televisivas del grupo: si en las entrevistas nunca se hablaba de homosexualidad, los presentadores de los programas bien que se divertían con los abanicos, por no hablar de lo que pasaba en Latinoamérica, donde las fans soñaban con aventuras románticas con los componentes del grupo, cuando estaba a la vista de todos que no iban a ser precisamente correspondidas. Si artistas como Ricky Martin, Juan Gabriel o Miguel Bosé utilizaron esa ambigüedad para obtener un éxito comercial, resulta hilarante cómo Locomía, de ambiguos, tenían más bien poco. Su imagen era claramente gay, y, aún así, se pasaba por encima de la cuestión todo lo que se podía y en las entrevistas sus componentes hablaban de chicas y novias. Esa gran mentira mediática a la que todos jugamos merecería, por cierto, un documental aparte.

CADEJO BLANCO -UNA HISTORIA DE VIOLENCIA


Afortunadamente, en nuestra vida en sociedad hemos desterrado (casi) por completo la violencia. Me refiero claro, a la realidad de un país europeo como el nuestro, en el que, por lo general, no solucionamos los conflictos utilizando la fuerza física o las armas. Pero bajo esa capa de civilización, la violencia sigue ahí. La vemos en los telediarios: padres que se pegan en un partido de fútbol infantil; peleas entre jóvenes a la salida de una discoteca; el aislado suceso criminal en un barrio degradado; por no hablar de los asesinatos machistas o la guerra en otros países. Hay otras sociedades -incluso en Europa- que conviven con la violencia diariamente: Cadejo blanco es una película cuya historia tiene lugar en Guatemala. Su protagonista, Sarita (Karen Martínez) es una joven de una familia humilde, que intenta vivir en la ilusión de la normalidad. La conocemos cuando sale de fiesta con su hermana y todo en su vida parece ordinario. Pero la violencia está muy cerca: el novio de la hermana pertenece a una Mara. A partir de esta revelación, la película nos mostrará el descenso a los infiernos de Sarita, que intentará descubrir lo que le ha pasado a su hermana, lo que significa tener que adentrarse en el submundo criminal de su país. El director Justin Lerner, nacido en Pensilvania (Estados Unidos), acompaña con su cámara a Sarita para retratar un mundo que se rige por otras leyes: las de la selva, literalmente. La vida no significa nada y la muerte es gratis. La ley, la policía, brillan por su ausencia y las bandas criminales son la autoridad de facto, imponiendo sus propias reglas. Lerner hace una estupenda mezcla de realismo y estilización: nos muestra la vida en Guatemala con una autenticidad que parece documental, pero cuando en una discoteca un peligroso líder criminal se acerca a Sarita, el montaje le hace aparecer de la nada, como si fuera Drácula. La realidad del país sudamericano nos queda clara, pero Sarita protagoniza también una revenge movie. Los peligros a los que se enfrenta son reales, pero también hay personajes que recuerdan al Lobo de Caperucita, y momentos equivalentes al cuento de Blancanieves. Hay un leve tono fantástico que subyace en el relato de la película, cuyo título es una referencia a un ser parecido a un perro, de las leyendas guatemaltecas. Entre el realismo y un film de Scorsese, Lerner consigue que su actriz principal pase de ser una niña a una mujer traumatizada por esa misma violencia. Esa Sarita que al principio no quería maquillarse siquiera, tendrá luego que limpiar la sangre de su rostro.

TRECE VIDAS -TRABAJO EN EQUIPO


Ron Howard puede ser de esos directores cuyo nombre desconoce el público general, pero cuya filmografía está repleta de películas que todo el mundo ha visto: 1,2,3 Splash (1983), Cocoon (1985), Willow (1988), Un horizonte muy lejano (1992), o Apolo 13 (1995), por citar solo algunos títulos de su abultada filmografía. Howard, además, fue merecedor del Óscar al mejor director gracias a Una mente maravillosa (2001) y fue nominado de nuevo por la Academia de Hollywood por El desafío - Frost contra Nixon (2008). Todos esos logros, sin embargo, no han conseguido colocarle en la primera línea de los grandes directores americanos -a la cabeza estaría, claro, Steven Spielberg- y le han relegado a esa manida categoría de 'artesano', de realizador impecable, pero sin personalidad de autor. Creo que los méritos de Howard están claros y que su habilidad es evidente en una película como Trece vidas, estrenada directamente en la plataforma de Amazon Prime Video. Estamos ante uno de esos films 'basados en hechos reales', en este caso, el rescate de un grupo de niños -y de su entrenador de fútbol- que se quedaron atrapados en una cueva, la de Tham Luang, inundada en Tailandia en 2018. El relato de esos hechos es, de por sí, materia de primera para una película: un grupo de niños en peligro, sus padres desesperados, una operación de rescate que parece condenada al fracaso. Y Howard parece entender esto, por lo que decide contar todo lo que ocurre de forma concisa, sin excesos, con rigor casi periodístico o documental. El mérito de Howard aquí es organizar los hechos para contar de forma eficiente una historia que está cargada de tensión y de emociones. Los personajes aparecen apenas perfilados con unos pocos elementos, los mínimos para que funcionen dentro del relato: no hace falta profundizar porque lo que importa es que veamos que son humanos para que nos emocionemos con ellos. Ayuda también, claro, un elenco de actores solventes: Viggo Mortensen, Colin Farrell, Joel Edgerton. En cuanto a la historia, el guión se concentra primero en la cotidianidad del día de la tragedia: los niños jugaban al fútbol, celebraban un cumpleaños y hacían una excursión a la cueva, en principio, sin riesgo alguno; luego, se sigue el relato cronológico de los hechos sin detenerse en situaciones personales, mostrándonos cómo acuden las autoridades, la preocupación de las familias, cómo los medios se interesan por la noticia; y por último, el director de Llamaradas (1991) explica detalladamente cómo se desempeñan los buzos que tendrán que rescatar a los niños, dejando claras las dificultades que presenta la cueva inundada, la claustrofobia de sus pasajes más estrechos, el peligro de los derrumbes o de quedarse sin oxígeno. Todo contado con precisión para dar lugar a un tenso y emocionante clímax. No se puede pedir mucho más. La sencillez y la eficacia de la narración son el testimonio de la experiencia de Howard, quien, sin poner el acento en nada, deja claros algunos temas interesantes: cómo respondemos a la tragedia, la responsabilidad de los políticos, el heroísmo, y sobre todo, cómo se pueden dejar a un lado las diferencias personales, religiosas, culturales y de nacionalidad, para conseguir un objetivo que debería importarnos a todos.

EL ACUSADO -LAS COSAS HUMANAS


La imposibilidad de establecer la verdad sobre determinados asuntos es probablemente el gran conflicto social actual. El exceso de información, la subjetividad y el sesgo político provocan que en la mayoría de los casos, ante un cualquier asunto en discusión, solo consigamos definir dos posturas enfrentadas y radicales. Si a esto añadimos un asunto tan complejo y ambiguo como la sexualidad humana, estamos ante un problema mayúsculo. De esto se ocupa el argumento de la estupenda El acusado, título en español algo tendencioso, ya que el original francés es Les choses humaines, título de la novela de Karine Tuil que inspira el film, refleja mejor la ambigüedad de esta obra y probablemente las intenciones de sus autores. Dirigida por el también actor Yvan Attal, el argumento nos presenta a dos personajes protagonistas, Alexandre (Ben Attal) y Mila (Suzanne Jouanet), que dividen el argumento y se reparten el punto de vista narrativo. Ella lo acusa a él de violación y él lo niega todo. El desarrollo argumental elude casi hasta el final el momento crucial de la supuesta agresión sexual y de los hechos no hay ninguna prueba definitiva. La primera parte de la película se ocupa del entorno de los dos jóvenes y presenta a los personajes que los rodean: los padres de él, interpretados por Charlotte Gainsbourg y Pierre Arditi, y los de ella, asumidos por Mathieu Kassovitz y Audrey Dana. Una vez colocadas las piezas sobre el tablero, asistimos a un film judicial, en el que hablan los testigos, se presentan las pruebas y escuchamos los alegatos de los letrados. Porque nosotros somos el jurado. Durante la película iremos conociendo hechos que parecen apuntar hacia una dirección, que más tarde serán matizados o incluso rebatidos. La gran pregunta a responder es si él es culpable o si ella ha decidido mentir. El guión, muy divertido y juguetón, nos mantiene en esa duda hasta un desenlace que, obviamente, no voy a desvelar, aunque sí puedo decir que se parece mucho a la realidad. Sin embargo, conviene preguntarnos si El acusado habla realmente de la violencia machista, o si esto es una excusa para una despiadada disección de la sociedad (francesa), ya que refleja su tendencia al odio y a la venganza en sus diferentes caras: el filo fascista con poder que abusa de él, la feminista que acaba atrapada en la contradicción. La película habla también de clasismo, de antisemitismo, de sexismo y tabúes. De cosas humanas. Y nos dice que, quizás, poco importa la justicia, poco importa si un hombre es un violador o si una mujer miente, cuando, como sociedad, ya estamos convencidos de la culpabilidad de unos y otros según el bando que hayamos elegido.

BARRY -TERCERA TEMPORADA- EL LADO OSCURO DE LA RISA


Qué propuesta más original es Barry, creada por Bill Hader y Alec Berg. En términos de género, estamos hablando sin duda de una comedia, que va desde el humor negrísimo -Barry (Bill Hader) es un asesino en serie- hasta la caricatura -ese imposible mafioso checheno que es Noho Hank (Anthony Carrigan)-. Pero Barry es también cine negro, a pesar de la parodia de las fuerzas de la ley y del crimen organizado, porque nos muestra a un grupo de personajes enfrentados a decisiones morales en las que deben decidir si hacer lo correcto o si dejarse llevar por sus más bajos instintos en un relato de tono marcadamente fatalista. El argumento de Barry elige como escenario para desarrollar estos conflictos nada menos que Hollywood, el mundo del espectáculo, del cine y de las series. Se convierte así esta tercera temporada en un despiadado retrato del show business, de su hipocresía, de su ambición desmedida, de su materialismo infinito y hasta del famoso algoritmo que decide que series vemos (y qué series se hacen). Temas como el éxito, el fracaso y también la culpa y las segundas oportunidades están encarnados en los personajes interpretados, además, por actores magníficos, empezando por Stephen Root y Henry Winkler, pero sin olvidar a Sarah Goldberg, actriz que ha ido añadiendo matices y capas a su personaje, Sally, conforme ha ido creciendo en la trama. La serie ha ganado también en cuanto a su puesta en escena, con recursos e ideas visuales que le dan una personalidad reconocible -Hader señala en entrevistas que Jacques Tati es una influencia importante- y que ha ido ganando en ambición artística. Barry es capaz de llevarnos de la risa al drama trascendente sin perder el ritmo. Mencionemos también el recurso a la violencia, marca de estilo de la serie, que se usa de forma contundente para cambiar de tono, otra vez, de la comedia al drama, y para marcar la importancia de lo que vemos. Barry es una de las mejores series del año, a la que la categoría de comedia se le queda corta, sin que esto signifique despreciar el género. Todo lo contrario: demuestra hasta qué rincones más serios se puede acceder a través del humor.

PACIFICTION -PERDIDO EN EL PARAÍSO


Son las cosas del cine español: Albert Serra es un director casi desconocido para el gran público -y
 en los premios Goya brilla por su total ausencia- aunque haya triunfado en el festival de cine de Cannes donde ha presentado varias de sus películas. Si por algo os puede sonar Serra es por sus provocadoras declaraciones en contra del cine comercial, frases lapidarias cargadas de humor -y de verdad- que suelen ser retuiteadas en las redes sociales, en lo que se adivina como una hábil autopromoción a la que la prensa, ávida de titulares, se presta dócilmente. Pero la realidad es que el cine de Serra es voluntariamente minoritario. Su todavía breve filmografía está compuesta de películas sobre personajes históricos y literarios cuya figura es desmitificada sin piedad en la pantalla hasta lo grotesco: un Quijote nada caballeresco maltrata a Sancho en Honor de Cavallería (2006); unos reyes Magos casi perdidos protagonizan El cant dels ocells (2008); vemos a Casanova defecando y a Drácula gritando desesperadamente en Historia de mi muerte (2013); al rey Sol en una agonía terrible en La muerte de Luis XIV (2016) y a un grupo de libertinos seguidores del Marqués de Sade abandonados a sus decadentes deseos en la nada erótica Liberté (2019). Las películas de Albert Serra, sin embargo, no se reducen a estas breves premisas que os resumo tras revisar su filmografía -disponible en Filmin-. Son películas antinarrativas, contemplativas, compuestas por tiempos muertos, valiosas en lo estético y lo fotográfico, que crean una sucesión de cuadros casi estáticos que obligan al espectador a reflexionar sobre lo que ve. El director, precisamente, ha colaborado con piezas audiovisuales expuestas en museos de arte moderno como el Reina Sofía, el MACBA o el Centre Pompidou. Su cine busca más el arte que el entretenimiento -si es que ambos conceptos deben estar reñidos- y quiere ser original, rompedor y desafiar al espectador. Se le puede acusar de pretencioso y autocomplaciente, pero la verdad es que hay una evolución notable en su filmografía, que ha ido de la aparente escasez de Honor de Cavallería, en la que Don Quijote y Sancho se dedican a la contemplación en un descampado, a obras estimulantes como Historia de mi muerte y La muerte de Luis XIV, en mi opinión, su película más redonda. Personalmente, sin embargo, encuentro innecesaria su voluntad de desafiar al espectador hasta el extremo de las agresivas escenas sexuales -al menos para mí- de Liberté.

Ahora, Serra estrena Pacifiction, tras presentarla en la sección oficial de Cannes, que viene con la promesa de ser su cinta más accesible y 'narrativa', al menos según las primeras críticas. Todo esto es cierto, lo que no quiere decir que Serra se haya movido un ápice de las coordenadas de su cine. En cuanto a sus temas, estamos de nuevo ante un personaje con cierto poder -político, social- del que presenciamos su caída en desgracia, una constante en todas las obras del catalán. Solo que esta vez, el personaje no responde a una figura histórica o mítica, sino que es contemporáneo y reconocible, un político, interpretado por un estupendo Benoit Magimel transformado, entrado en años y carnes, siempre abrochando y desabrochando su chaqueta según entra y sale de las situaciones que plantea la película. Ese personaje es el hilo conductor de una trama, concepto dramático que, quizás por primera vez, aparece en una película de Serra. Se trata de un McGuffin, un artefacto que busca centrar la atención del espectador, que le da sentido al ir y venir del protagonista, y que al mismo tiempo desencadena su historia, sacándole de su peculiar paraíso y diciéndonos que la política, aún tomada a la ligera, tiene consecuencias reales y de alcance. El alto comisario que encarna Magimel es un político local sin poder real de decisión, que se pasea de comida en comida, de local en local, sin hacer realmente nada y al que adivinamos trabando alianzas y prometiendo favores a cambio de pequeños privilegios. Hay que resaltar también otra estrategia narrativa de Pacifiction: lo que vemos en pantalla solo cuenta una parte la historia. El guión de Serra hace un uso constante de la elipsis para colocar a sus personajes en nuevas situaciones que hacen progresar el relato, aunque este se revele, finalmente, como una excusa para presentarnos un conjunto de ideas y temas. La Polinesia francesa actual no se diferencia prácticamente de la Europa del siglo XVIII que vemos en Historia de mi muerte: encontramos también aquí la oposición entre lo racional y lo primitivo. De esta forma, se va desarrollando un relato, pausado, que presenta momentos deslumbrantes -cuando el protagonista acude a un campeonato de surf- y que estéticamente goza de una fotografía y unos paisajes subyugantes. Todas las películas de Serra tienen una cierta atmósfera, pero aquí, el escenario tropical, colorido, húmedo y sudoroso que se nos presenta, resulta arrebatador. Y a pesar de esa intriga que se queda fuera de campo y que alude a conflictos internacionales entre grandes potencias y que hasta puede hacer pensar en James Bond, el final, aunque resolutivo, nos devuelve al terreno de las sensaciones, de lo que no se puede explicar -atención también al uso de la música y de los sonidos para crear estados de ánimo- antes que a la experiencia de una peripecia concreta. 

Tras haber visto las películas de Serra, me hace gracia pensar que el actor Lluís Serrat, al que conocimos en Honor de Cavallería como Sancho, es una suerte de viajero en el tiempo, que va cambiando de escenarios y ropajes según se van sucediendo las películas. El rostro de Serrat, cambiando peinados y estilismos según la ocasión, se pasea por los encuadres de Serra, con la mirada perdida, como buscando su sitio o, quizás, a su propio personaje. ¿No es el mejor resumen de la existencia?