¿Hay algo que debiera preocuparnos más que la idea de la muerte? En la novela Ruido de fondo, publicada en 1985 por Don DeLillo, cada capítulo gira alrededor del mismo tema: el miedo a dejar de existir. No resulta difícil entender por qué Noah Baumbach ha decidido adaptar esta historia, que ahora se estrena en Netflix: a pesar del paso de casi tres décadas, las desventuras de un padre de familia que dirige una cátedra sobre Hitler -aunque no sepa hablar alemán- en una universidad de Estados Unidos, de alguna manera, reflejan perfectamente las preocupaciones y la angustia del tiempo presente. Adam Driver es Jack Gladney, ese profesor y cabeza de familia, un poco ridículo, que se enfrenta a sus inseguridades, a su relación de pareja con Babette (Greta Gerwig) y a la crianza de sus hijos en un mundo que deja de parecer seguro y ordenado cuando se produce un accidente de tren que libera una nube de gas tóxico. Un evento que pone a los personajes del film cara a cara con esa idea que todos intentamos ignorar diariamente, la de nuestra propia mortalidad. Un evento apocalíptico que no puede más que recordarnos a la pandemia: los primeros instantes de negación, el pánico, las teorías de la conspiración, el exceso de información ¡Las mascarillas! Pero sobre todo, la posterior vuelta a una normalidad que ya nunca será la misma, como si se hubiese roto algo, como si hubiésemos dejado de creer en Papá Noel. Ruido blanco funciona como una parodia en su disección de la sociedad estadounidense -y por extensión de la occidental- con humor negro y esquinado. Sus absurdos protagonistas se humanizan gracias a la labor de sus dos actores principales: Driver y Gerwig están soberbios. Y si la familia, las relaciones de pareja y el paso del tiempo son una preocupación constante en la filmografía de Baumbach, en el apartado visual elige apartarse de su habitual estilo indie para proponer un cruce entre La guerra de los mundos (2005) de Steven Spielberg y la disección pop de la sociedad de consumo que hiciera el recientemente fallecido Jean-Luc Godard, con planos secuencia que remiten a Weekend (1967) -esa película que predijo el fin del cine- y a Todo va bien (1972), cuyo final erige el supermercado en el paradigma del consumismo, idea que se recoge aquí, pero convirtiéndolo también en un templo al que acudimos anestesiados para sentirnos seguros. ¿No fue el supermercado el primer lugar al que pudimos ir durante el confinamiento?
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