El gran tema de la filmografía de Damien Chazelle -ya sea Whiplash (2014), La La Land (2016) o First Man (2018) - es el precio de los sueños. Los protagonistas de sus películas sacrifican el amor y arriesgan la vida para cumplir metas imposibles que van desde la creación artística hasta llegar a la Luna. En Babylon, Chazelle decide plasmar en la pantalla, quizás, su propio gran sueño (cumplido) haciendo un retrato de Hollywood, esa gigantesca máquina de fabricar sueños y de triturar vidas. Con esta idea, el director nos regala una película fantástica, construida alrededor de varias secuencias casi independientes -una fiesta salvaje, un rodaje todavía más salvaje, la presentación en sociedad de la protagonista o un descenso a los infiernos para buscar la salvación- que Chazelle rueda con un sentido del espectáculo entre el exceso de Hollywood, la sensibilidad de un número musical y el sentido del caos felliniano. Se nos proponen cuatro personajes, todos en busca del mismo sueño: un emprendedor mexicano -estupendo Diego Calvo, que aguanta el tipo delante de las estrellas-; una joven que quiere ser una estrella -una inmensa Margot Robbie-; un actor consagrado -Brad Pitt, que reitera registros tarantinianos, como el de Malditos bastardos (2009)-; y un talentoso músico afroamericano -Jovan Adepo, al que le toca encarnar el tema del racismo-. Son las diferentes caras de la industria del entretenimiento en Estados Unidos, sobre la que Chazelle quiere reflexionar, afrontando, sobre todo, el complejo de inferioridad del cine como arte (popular). La película va desde lo grotesco y lo escatológico hasta la belleza de la imagen fotográfica perfecta, mostrando lo peor y lo mejor que puede alcanzar el llamado séptimo arte. En el subtexto también se propone la evolución del cine desde el mudo hasta el Technicolor, pasando por la llegada del sonoro, que hizo retroceder un lenguaje que, siendo mudo, estaba alcanzando grandes cimas artísticas. La llegada del sonido hizo que las cámaras dejaran de volar, que el mensaje se hiciera más obvio y pueril. Lo que, curiosamente, es lo que lastra precisamente a Babylon impidiendo que sea una verdadera gran película. Chazelle construye su historia sobre su propia La La Land -la música de Justin Hurwitz entusiasma- y roba sin tapujos de Érase una vez en Hollywood (2019) para acabar diciéndonos que lo suyo es un remake de Cantando bajo la lluvia (1952). Si bien podemos perdonar la falta de originalidad, me parece injustificable la necesidad de dejar tan claro en la pantalla el homenaje, a la película de Gene Kelly y al cine en general, echando mano de imágenes que todos amamos, pero que convierten la propuesta en una obviedad. Una pena.
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