Al principio de El amanecer del planeta de los simios se nos muestra una escena de caza, en la que los chimpancés inteligentes acorralan a sus presas actuando como un grupo organizado a la manera de los hombres primitivos. Durante la secuencia, la banda sonora parece evocar el Réquiem de György Ligeti que Stanley Kubrick utilizó en su obra maestra 2001: una odisea del espacio (1968) y específicamente en el segmento El amanecer del hombre, en el que los primitivos simios entran en contacto con el misterioso monolito extraterrestre que les permite evolucionar hacia la humanidad.
Una referencia tan sofisticada puede ser la pista de que no estamos ante una precuela -absurda- de la película clásica de 1968 dirigida por Franklin Schaffner y escrita por Rod -The Twilight Zone- Serling que tiene probablemente el final más famoso de la historia del cine. Tampoco se trata de un remake literal de las tres últimas secuelas de esa película, que eran al mismo tiempo precuelas gracias a una paradoja temporal. Esta nueva trilogía del Planeta de los simios es más bien una reimaginación de esas tres películas mucho menos conocidas: Huída, Rebelión, y Batalla por el Planeta de los simios (1971, 1972 y 1973) que narraban el nacimiento y ascensión de César como el líder que acabaría conquistando el mundo y esclavizando a los hombres. Está por ver si la futura entrega de la nueva saga -a estrenarse en 2016- acaba con la llegada de un astronauta humano con los rasgos de Charlton Heston.
Matt Reeves (director de Monstruoso, 2008) -por cierto, el creador de Felicity (1998) recupera aquí a Keri Russell- utiliza un esquema para su historia que recuerda westerns como Fort Apache (John Ford, 1948) Flecha Rota (Delmer Daves, 1950) o Una trompeta lejana (Raoul Walsh, 1964) en los que peligra un tratado de paz entre los hombres blancos y los indios norteamericanos: César (Andy Serkis) sería algo así como Cochise. Pero el mayor atractivo de la película, y de su antecesora El origen del planeta de los simios, es la recuperación de un cierto modo de contar una historia: el de la serie B de ciencia ficción. Con ello no quiero referirme a una cuestión de medios, ni de presupuesto -aunque es verdad que la saga no cuenta precisamente con estrellas taquilleras como reclamo- sino a una forma de encarar la narración que poco tiene que ver con el deslavazado blockbuster de Hollywood de los últimos años. Me refiero a la forma de hacer cine de, por ejemplo, el Jack Arnold de La mujer y el monstruo (1954) y El increíble hombre menguante (1957). Esto es, partiendo de un argumento de ciencia ficción evocador pero francamente absurdo, contar una historia con total seriedad, y sobre todo, con una efectividad narrativa tremenda que no recurre a trampas ni a fuegos artificiales. Las escenas de acción aparecen sólo cuando es necesario, y los efectos especiales son impresionantes pero absolutamente necesarios para contar esta historia. La perfección con la que están recreados los simios -chimpancés, gorilas y orangutanes- es apabullante y se acerca sin duda a la idea original de Pierre Boulle en su novela de 1963. Porque a pesar del cariño que profesamos hacia los maquillajes de látex originales, elevados sin duda a la categoría de mito cinematográfico, aquellos siempre fueron hombres disfrazados. Aquí encontramos verdaderos simios que al hablar, empuñar armas y cabalgar se convierten en la verdadera esencia de lo fantástico. La imagen de lo imposible, de la bestia que ha robado el papel del hombre en la creación y que nos sigue perturbando por alguna oscura razón.