Dijo Jean-Luc Godard (París, 1930) que para hacer una película sólo necesitas una chica, una pistola y un coche. De todo eso hay en La chica del 14 de julio, una película que me ha hecho feliz. Eso a pesar de que cierta "corrección política" ha llevado a que esa pistola de la que hablaba Godard tenga balas de cloroformo.
Hay mucho de Godard en esta película que recupera el espíritu de la Nouvelle Vague, y especialmente el de su primera etapa: Al final de la escapada (1960), Pierrot le fou (1965), pero también de sus películas más libre y politizadas como La chinoise (1967). Los ingredientes para actualizar ese espíritu son chicas muy guapas, humor surrealista y un ritmo sin pausa que acumula situaciones que rebosan ingenio, buen rollo, y ganas de vivir. Porque a pesar de que sus personajes son críticos, politizados, y hasta perseguidos por la Ley, La chica del 14 de julio consigue cierta inocencia que parecía perdida.
Una inocencia que permite contar una historia de amor muy sencilla, que flota ligeramente por encima del humor y de los comentarios sobre la crisis económica en Europa. Una pequeña historia que no habla de las chicas que se olvidan con el tiempo, sino de las que se quedan con nosotros para siempre y reaparecen cuando leemos un libro, cuando escuchamos una canción, o cuando vemos una película. La frase más triste de La chica del 14 de julio -probablemente la única- está en boca del personaje más hilarante, el doctor Placenta, que recordando a un viejo amor de juventud -al que no había podido olvidar nunca- confiesa que el paso del tiempo, en lugar de curarle, le hace sufrir al descubrirse "un año más lejos" de su amada.
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