Spider-Man: Homecoming tiene la fórmula del éxito: comedia adolescente, épicas escenas de acción entre superhéroes y la dosis justa de drama para que podamos identificarnos con la historia. Si a esto le añadimos el uso del Blitzkrieg Bop de los Ramones como himno, estamos ante el blockbuster más ligero y divertido en mucho, mucho tiempo. Esta nueva versión cinematográfica del héroe arácnido eleva la dosis de humor, le da prioridad a los ambientes estudiantiles y rebaja el peso dramático al mínimo: no vemos morir al tío Ben, ni escuchamos la consabida máxima de un "gran poder conlleva una gran responsabilidad". Aunque hay ecos de esta idea, que siempre ha sido el núcleo dramático del personaje, no se nos cuenta la génesis del héroe: esto es una continuación directa de lo ocurrido en Capitán America: Civil War (2016), un nuevo episodio que demuestra que el Universo Marvel Cinematográfico funciona como una serie de televisión (o de cómics) antes que como obras individuales. Estamos ante un amanecer optimista de las aventuras del trepamuros. Tom Holland -el niño de Lo imposible (2012)- es un Peter Parker inocente, entusiasta, inmaduro y adorable. Spider-Man es un superhéroe en prácticas como lo fue El gran héroe americano (1981-1983) con un mentor inmejorable: Tony Stark/Iron Man, interpretado por un Robert Downey Jr. que tira de carisma sin hacer ningún esfuerzo. El reparto de secundarios es el más joven visto nunca en una de Spider-Man, empezando por una tía May, a la que diera vida Sally Field, que ahora es una mujer joven y atractiva como Marisa Tomei. Los compañeros de Peter Parker se han diversificado para reflejar la realidad multirracial de Estados Unidos y también son niños. Y es que esto es prácticamente una película de los 80: un chaval inseguro -un nerd- sin figura paterna, al que le ocurre algo extraordinario que le cambia la vida. Incluso tiene el típico mejor amigo -con algo de sobrepeso- que comparte su secreto, Ned (Jacob Batalon). Como tiene que ser en una historia de Spider-Man, los superpoderes serán un problema más que una ventaja. Los supervillanos que entorpecen la vida personal del protagonista son para mí uno de los grandes aciertos. El talón de Aquiles de las películas Marvel suele ser el antagonista, de poca entidad debido a la gran cantidad de tiempo que se le dedica al héroe. Aquí, en lugar de luchar contra esta tendencia, se hace virtud de ella: el Buitre y sus secuaces aparecen lo justo. Sus motivaciones son tan sencillas como efectivas, dejando todo el peso de la caracterización en estupendos actores como Bokeem Woodbine -visto en la serie Fargo- o Michael Mando -visto en Better Call Saul- y por supuesto, como el casi oscarizado Michael Keaton -está fantástico en el reducido tiempo que tiene-. El Buitre representa la brecha generacional: el principal conflicto de Peter Parker es convertirse en adulto y el de Spider-Man el de ser un superhéroe -y acceder a Los Vengadores-. Hay un giro de culebrón fantástico que une estas dos situaciones, pero, además, el guión se las arregla para inyectar un subtexto sobre la lucha de clases. El Buitre y Spider-Man son personajes de clase obrera contrapuestos al lujo de Iron Man y el Capitán América. Tiene Homecoming un doble significado: por un lado se refiere al baile de fin de curso estudiantil que viene a ser el clímax de la historia adolescente. Pero también podemos interpretarlo como el regreso a casa del superhéroe a los estudios dirigidos por la editorial en la que fue creado y que, desde luego, tienen las ideas muy claras sobre cómo debe ser representado. Lo dicho: la fórmula del éxito.
SPIDER-MAN: HOMECOMING: BIENVENIDO AL HOGAR
Spider-Man: Homecoming tiene la fórmula del éxito: comedia adolescente, épicas escenas de acción entre superhéroes y la dosis justa de drama para que podamos identificarnos con la historia. Si a esto le añadimos el uso del Blitzkrieg Bop de los Ramones como himno, estamos ante el blockbuster más ligero y divertido en mucho, mucho tiempo. Esta nueva versión cinematográfica del héroe arácnido eleva la dosis de humor, le da prioridad a los ambientes estudiantiles y rebaja el peso dramático al mínimo: no vemos morir al tío Ben, ni escuchamos la consabida máxima de un "gran poder conlleva una gran responsabilidad". Aunque hay ecos de esta idea, que siempre ha sido el núcleo dramático del personaje, no se nos cuenta la génesis del héroe: esto es una continuación directa de lo ocurrido en Capitán America: Civil War (2016), un nuevo episodio que demuestra que el Universo Marvel Cinematográfico funciona como una serie de televisión (o de cómics) antes que como obras individuales. Estamos ante un amanecer optimista de las aventuras del trepamuros. Tom Holland -el niño de Lo imposible (2012)- es un Peter Parker inocente, entusiasta, inmaduro y adorable. Spider-Man es un superhéroe en prácticas como lo fue El gran héroe americano (1981-1983) con un mentor inmejorable: Tony Stark/Iron Man, interpretado por un Robert Downey Jr. que tira de carisma sin hacer ningún esfuerzo. El reparto de secundarios es el más joven visto nunca en una de Spider-Man, empezando por una tía May, a la que diera vida Sally Field, que ahora es una mujer joven y atractiva como Marisa Tomei. Los compañeros de Peter Parker se han diversificado para reflejar la realidad multirracial de Estados Unidos y también son niños. Y es que esto es prácticamente una película de los 80: un chaval inseguro -un nerd- sin figura paterna, al que le ocurre algo extraordinario que le cambia la vida. Incluso tiene el típico mejor amigo -con algo de sobrepeso- que comparte su secreto, Ned (Jacob Batalon). Como tiene que ser en una historia de Spider-Man, los superpoderes serán un problema más que una ventaja. Los supervillanos que entorpecen la vida personal del protagonista son para mí uno de los grandes aciertos. El talón de Aquiles de las películas Marvel suele ser el antagonista, de poca entidad debido a la gran cantidad de tiempo que se le dedica al héroe. Aquí, en lugar de luchar contra esta tendencia, se hace virtud de ella: el Buitre y sus secuaces aparecen lo justo. Sus motivaciones son tan sencillas como efectivas, dejando todo el peso de la caracterización en estupendos actores como Bokeem Woodbine -visto en la serie Fargo- o Michael Mando -visto en Better Call Saul- y por supuesto, como el casi oscarizado Michael Keaton -está fantástico en el reducido tiempo que tiene-. El Buitre representa la brecha generacional: el principal conflicto de Peter Parker es convertirse en adulto y el de Spider-Man el de ser un superhéroe -y acceder a Los Vengadores-. Hay un giro de culebrón fantástico que une estas dos situaciones, pero, además, el guión se las arregla para inyectar un subtexto sobre la lucha de clases. El Buitre y Spider-Man son personajes de clase obrera contrapuestos al lujo de Iron Man y el Capitán América. Tiene Homecoming un doble significado: por un lado se refiere al baile de fin de curso estudiantil que viene a ser el clímax de la historia adolescente. Pero también podemos interpretarlo como el regreso a casa del superhéroe a los estudios dirigidos por la editorial en la que fue creado y que, desde luego, tienen las ideas muy claras sobre cómo debe ser representado. Lo dicho: la fórmula del éxito.
MASTER OF NONE: VIVA L'ITALIA
Nos ha sorprendido la segunda temporada de Master of None con un salto de calidad que, si bien se podía intuir tras una estupenda primera entrega, resulta una de las propuestas más estimulantes y originales del panorama actual de un género tan estadounidense como la sitcom. Empezando por The Thief y Le Nozze, los dos primeros episodios situados en Italia, destierro sentimental del protagonista tras su ruptura con Rachel (Noël Wells). Una situación que le acarrea al protagonista, Dev -interpretado por el cómico Azis Ansari, autor, guionista y director- comparaciones con Diane Lane en Bajo el sol de la Toscana (2003), evidenciando la tendencia de Master of None hacia la comedia romántica, sin dejar de ser el vehículo de un cómico con un estilo muy personal. En este breve díptico italiano hay una deliciosa utilización de las diferencias culturales y del idioma (siempre desde un punto de vista estadounidense), pero hay que destacar sobre todo el hermoso homenaje -¡en blanco y negro!- al clásico Ladrón de bicicletas (Vittorio De Sica, 1948), con una idea muy afortunada: un teléfono móvil robado sustituye a la bicicleta, medio de vida del protagonista en el film neorrealista. Aquí el smartphone es el McGuffin, tan vital como la mencionada bicicleta, por ser enlace imprescindible con lo que nos rodea, por las fotos almacenadas que son nuestra memoria reciente y por los vínculos que nos permiten relacionarnos con amigos y con el ser amado/deseado. De vuelta en Nueva York, Religion es una divertida reflexión sobre lo religioso, llevado a lo mundano -comer cerdo, beber alcohol- y con el atrevimiento -en los tiempos de Trump- de hablar de lo musulmán. First Date versa sobre el amor en los tiempos de aplicaciones como Tinder, con un giro ingenioso al entremezclar varias citas románticas, con sus respectivas diferencias, en una sola trama para agruparlas y comentarlas todas en un episodio que toca un tema también abordado en Love de Judd Apatow.
The dinner party incide también en el tono romántico para contarnos una nostálgica historia sobre los caminos no tomados, sobre la amistad que pudo convertirse en algo más, a la vez que desarrolla una trama más funcional acerca del progreso profesional del protagonista. New York, I Love You es una maravilla, con un título que recuerda a Woody Allen -a pesar de ser el de una película de episodios de 2008- y aunque creo que su inspiración es más bien la magistral Seinfeld (1989-1998) -hay una referencia directa en el episodio- por su entrelazado de historias. Lo mejor es su retrato humanista de los invisibles de la gran manzana, inmigrantes que se dedican a ser porteros de edificios o taxistas. Sin olvidar el fantástico segmento sobre una chica sordomuda, en el que ha sido eliminada la pista de sonido. Algo decepcionante, sin embargo, resulta Door #3, por el predominio de una trama meramente funcional en el argumento general de la temporada -Dev debe decidir su futuro profesional-. El gag con el mago fracasado (Cedric the Entertainer) es flojo y predecible y la subtrama sobre el padre de Brian (Kelvin Yu), Peter (Clem Cheung), es graciosa pero quizás de relleno, aunque el personaje se enfrente a un dilema asimilable al de Dev: debe decidir su futuro sentimental. Thanksgiving tiene una idea muy afortunada, la de contar la historia de una familia, la de Denise (Lena Waithe), a través de las reuniones anuales de acción de gracias. Con el acento puesto en la lucha por la igualdad racial, sexual y de género -Denise es mujer, afroamericana y lesbiana- es digno de alabanza cómo llegamos a conocer a esta familia en apenas 34 minutos. Esta duración se extiende en la siguiente entrega hasta los 75 minutos, en Amarsi Un Po, otro homenaje al cine italiano con cita incluida a La aventura (Michelangelo Antonioni, 1960). Hay que destacar el romanticismo de las situaciones -preciosa la visita al museo al aire libre, el Storm King Art Center- y cómo se lleva al límite de lo soportable la tensión sexual entre Dev y Francesca, una adorable Alessandra Mastronardi. El final de la temporada, Buona Notte, cierra la trama sobre el ascenso profesional de Dev, cayendo, quizás, en el estereotipo del macho italiano (Bobby Cannavale). Pero el capítulo vuelve a brillar cuando nos cuenta el clímax de la historia romántica. Para mí, el principal valor de la historia de amor que proponen Aziz Ansari y Alan Yang es su punto de vista masculino -poco habitual en la comedia romántica- muy de agradecer ya que a veces parece que la ficción no está interesada en reflejar que los hombres también podemos ser sensibles. En este sentido me gustaría resaltar la sensación de verdad que transmite la relación entre Dev y Francesca: los sentimientos y las inseguridades que vemos en los personajes tienen el peso de lo vivido. Para mí, la función más importante de la ficción es consolarnos, al mostrarnos situaciones con las que podamos identificarnos.
MIDNIGHT SPECIAL: TRABAJOS DE AMOR PERDIDOS
No me cabe duda de que Midnight Special acabará siendo una película "menor" en la filmografía de Jeff Nichols. Tras pisar fuerte con films que han sido nominados al Oscar como Mud (2012) y consagrarse con la soberbia Loving (2016), es probable, pero sería una pena, que Nichols deje de lado la vertiente sci-fi de películas como esta que nos ocupa, o Take Shelter (2011). Si en aquella no descubríamos hasta el final si el Apocalipsis estaba solo en la cabeza de su protagonista, Curtis -interpretado por su actor fetiche Michael Shannon-, aquí aparecen elementos fantásticos desde el principio, que nos sitúan rápidamente en el género de la ciencia ficción. Tiene Midnight Special una textura muy específica, como la de los tebeos de los ochenta que lee el extraño niño con gafas de natación, que es el personaje principal de la historia. Hay también un ritmo de road movie, por esa huida hacia lo desconocido que emprenden los protagonistas, sorteando todo tipo de obstáculos. Los referentes están claros, sobre todo me parece que John Carpenter está muy presente por su Starman (1984), sin olvidar al primer Steven Spielberg, el más experimental de Encuentros en la tercera fase (1977), aunque también el humanista de E.T., El extraterrestre (1982). Pero no he podido evitar pensar en clásicos como Scanners (David Cronenberg, 1981) y sobre todo en El hombre con rayos X en los ojos (1963) de Roger Corman. Todo esto insertado en las carreteras de esa América profunda que ha marcado la filmografía de Nichols -nacido en Arkansas- gran cultivador del género Americana. El director y guionista recupera la temática religiosa -el culto que lidera Sam Shepard-, el referido advenimiento del Apocalipsis, y lo mezcla todo sin explicar nada, manteniendo acertadamente el misterio hasta el final, como debe ser. Nichols nos permite imaginar lo que ha ocurrido realmente. El plano final de Michael Shannon confirma esa incertidumbre, esa procesión que va por dentro de un hombre, de un padre. Precisamente, creo que la película se habría beneficiado, y mucho, desarrollando más la relación entre padre e hijo, que parecía tener un mayor potencial.
LLEGA DE NOCHE: LOS OTROS
Me ha resultado imposible no pensar en George A. Romero, padre del género zombie, fallecido el 16 de julio de 2017, durante el visionado de Llega de noche. ¿No es este segundo largometraje del director y guionista Trey Edward Shults una versión actualizada y depurada de la seminal La noche de los muertos vivientes (1968)? En mi opinión estamos ante una de zombis, pero sin muertos vivientes. Con elementos de terror -los sueños del joven Travis (Kelvin Harrison Jr.)- pero predominando el género de la supervivencia postapocalíptica, en la línea de Take Shelter (Jeff Nichols, 2011) y Calle Cloverfield 10 (Dan Trachtenberg, 2016). Los protagonistas, una pequeña familia, se han encerrado en su casa, parapetados y temerosos ante la visita de cualquier extraño. No es un zombi el que puede aparecer, sino infectados -mucho más reales que los de 28 días después (Danny Boyle, 2003)- o, peor, otros supervivientes de un cataclismo mundial que solo intuimos. Shults -nacido en Houston, Texas- prefiere jugar con conflictos humanos, con la desconfianza en el otro, lo que parece una radiografía del clima actual de su país. La lectura política de esta película es sin duda lo más interesante. Si la de Romero se atrevió a proponer un protagonista afroamericano -Duane Jones- en los años sesenta, aquí tenemos una pareja interracial, formada por la actriz Carmen Ejogo -Selma (2014)- y Joel Edgerton, una decisión de casting interesante tras su rol en la magnífica Loving (2016). Si bien el argumento, que pone a prueba la solidaridad humana en una situación extrema, ha sido explorado ya, con más o menos fortuna, en la serie The Walking Dead, aquí lo más sugerente es la pertenencia de los personajes enfrentados a clases sociales distintas: unos son progresistas y pertenecen a la élite intelectual; los otros son de raza blanca, clase obrera, y quizás, votantes de Trump. El mayor valor del film es su apuesta por sugerir, antes que mostrar, decisión motivada por su reducido presupuesto, seguramente, pero que llevada hasta sus últimas consecuencias ofrece un final abierto a interesantes interpretaciones.
DUNKERQUE: GRAN EXPERIENCIA CINEMATOGRÁFICA
Dunkerque solo se puede calificar como un gran logro cinematográfico. Un prodigio técnico que nos hace vivir un evento histórico de cualidades épicas. Christopher Nolan -ya sabéis, autor de El caballero oscuro (2008)- utiliza una pantalla enorme -ha rodado en 70 mm- sobre la que ordena los elementos de su film en composiciones simétricas de líneas de fuga perfectas. Imposible no pensar en el storyboard de Eisenstein para Alexander Nevsky (1938) cuando vemos la multitud de soldados uniformados con sus cascos verdes, agrupados en la playa o alineados en el muelle que se levanta horizontal sobre un mar que se confunde con el cielo; los barcos gigantescos que se mueven pesadamente entre las olas; los nerviosos aeroplanos que surcan un azul muy limpio. Las imágenes que fabrica Nolan son magníficas y encima se mueven, introduciéndonos en los hechos narrados, la evacuación de más de 300.000 soldados británicos de Francia, antes de que sea invadida por los nazis. Nolan parte de la secuencia en primera persona del desembarco de Normandía de Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998) y la extiende durante toda la película: nos hace sentir que una bala nos puede alcanzar en cualquier momento, nos mete a codazos entre los soldados desesperados por escapar, nos introduce en la cabina de un caza Spitfire y nos sumerge bajo el agua para que sintamos que el oxígeno se nos escapa. El realismo es apabullante: aquí no parece haber cromas ni efectos digitales. Todo tiene la presencia física de lo real -se habla de excesos como estrellar un auténtico avión de la Segunda Guerra Mundial-. Todo esto contribuye a que, como experiencia en una sala de cine, Dunkerque sea simplemente perfecta.
Otra cosa es que podamos pedirle a Nolan un discurso relevante como autor cinematográfico que se atreve con un tema universal como la guerra. Su film consigue emocionar utilizando solo las imágenes -casi no hay diálogos- y la música -crispada, enervante, del habitual Hans Zimmer que acompaña y potencia-. La propuesta es casi abstracta porque el hecho histórico tiene una escala tan enorme, que visualmente adquiere una textura onírica. A esto contribuye que nunca veamos a los enemigos, unos nazis ausentes que solo se hacen sentir por el efecto de los disparos que impactan de improviso, o de las bombas anónimas que estallan al caer desde el aire. Nolan consigue emocionar casi sin personajes, sin recurrir a héroes o víctimas individuales, aunque tenga que echar mano de un inflamado discurso final. Precisamente, las imperfecciones de su película aparecen cuando no le queda más remedio que apoyarse en la muleta de la palabra -algo que Stanley Kubrick no necesitó en la obra maestra 2001: Una odisea del espacio (1968)-. Esta obra cojea cuando la cámara se detiene en los rostros de sus grandes estrellas para recitar diálogos tremendamente explicativos o cuando la función de los personajes no parece clara. Los protagonistas de Dunkerque están dibujados con poquísimos trazos. Caras poco conocidas -Fionn Whitehead, Damien Bonnard- apoyadas en actores muy famosos en papeles reducidos: Kenneth Branagh, James D'Arcy y un Tom Hardy siempre enmascarado, como piloto de la RAF -ya se lo hizo Nolan cuando le convirtió en el malvado Bane en El caballero oscuro: la leyenda renace (2012)-. Solo el personaje de Mark Rylance tiene algo más de desarrollo y sobre él recae casi toda la humanidad del film y su principal mensaje de solidaridad humana. Se dice que toda película es el documental de su propio rodaje y eso parece cierto en Dunkerque. Es fácil imaginar a Nolan, con un megáfono, ordenando sobre una playa infinita a cientos de figurantes, con la sonrisa de un niño que juega con el tren eléctrico más caro del mundo. Con esta película Nolan se postula como un "súper director", capaz de hacer lo que le da la gana y aún así con el poder de convocar grandes masas de espectadores. Los estudios de Warner Bros. parecen tener una relación especial con él, como la tuvieron antes con Stanley Kubrick. No sé si podemos esperar grandes películas de Christopher Nolan, pero desde luego, sí que veremos películas grandes.
A 47 METROS: ESPECIE EN PELIGRO DE EXTINCIÓN
Tras ver A 47 metros -película sobre dos chicas (una es Mandy Moore) atrapadas en una jaula rodeada de tiburones- he tenido la sensación de que cierto tipo de cine está condenado a extinguirse. Con este comentario no me refiero a la calidad del film del británico Johannes Roberts. Su thriller sobre escualos funciona con una eficacia tan admirable como su falta de pretensiones. Estamos ante una película que solo pretende entretener -no digo esto de forma peyorativa- contando una historia de manera económica y concisa. El film consigue crear tensión, angustia y claustrofobia poniendo a sus protagonistas en una situación de peligro constante. Los personajes están desarrollados mínimamente para que nos preocupen. Destaca sobre todo la fotografía, muy trabajada y preciosista que nos muestra playas mexicanas idílicas de arena blanca -el esquema argumental responde al patrón de turistas estadounidenses que se meten donde no deben- y las profundidades de un mar verde que esconde a los depredadores hambrientos. Steven Spielberg en Tiburón (1975) -referente obvio y necesario- se vio obligado a inquietarnos con lo que no vemos bajo la superficie: no podía rodar escenas submarinas, el tiburón mecánico no funcionaba demasiado bien, por lo que acabó sugiriendo más que mostrando -apoyándose en la música de un genio como John Williams- y quizás eso favoreció una película que hoy es un clásico. En este film, Roberts ha tenido los recursos del cine digital y un enorme tanque, con una capacidad de millones de galones de agua -situado en República Dominicana- para rodar. Así, el director es capaz de convertir el fondo marino en el espacio hostil en el que deben moverse sus protagonistas. Sus tiburones digitales pueden aparecer en cualquier momento con una verosimilitud apabullante, por lo que Roberts se sirve de un truco clásico en las películas de terror: el asesino se esconde "fuera de campo" y aparece de improviso, sorprendiendo a la protagonista y al espectador. Utilizando este mecanismo tan sencillo, A 47 metros resulta muy eficaz. Obviando la inexplicable utilización de un intérprete como Mathew Modine -La chaqueta metálica (Stanley Kubrick, 1987)- en un papel menor, y sin hablar de la curiosidad de la presencia de un actor de origen colombiano llamado Santiago Segura, vuelvo a mi planteamiento inicial para preguntarme por el papel de películas como esta en el panorama cinematográfico actual. Lo digo porque pareciera que solo vamos al cine para asistir a grandes acontecimientos: franquicias apoyadas en aparatosas campañas publicitarias; falsos filmes de calidad galardonados con Oscars o Globos de Oro; y en menor medida, obras independientes, de autor, que solo son vistas por un reducido público cinéfilo. ¿Dónde quedan entonces trabajos como el que nos ocupa? A 47 metros pertenece a una "serie B" que ha dejado de proyectarse en las pantallas de cine y cuyo hábitat natural es el direct-to-video sustituido hoy por el video bajo demanda. Una pena, porque está planteada y resulta efectiva sobre una pantalla de cine. Películas así se ven obligadas a sobrevivir en refugios naturales como los festivales de cine de género. Pero el éxito sorpresa de A 47 metros en las taquillas estadounidenses tras su estreno en salas, hace pensar que, quizás, muchos echan de menos esta especie en peligro de extinción.
EL VIAJANTE: LAS GRIETAS DE UNA SOCIEDAD
Como espectadores occidentales, una de las mayores virtudes del cine de Asghar Farhadi es su capacidad de transportarnos a otras coordenadas culturales, políticas, religiosas y sociales, mostrándonos con gran realismo los pormenores de la vida cotidiana en la sociedad actual iraní. En El viajante, ganadora de un Oscar a la mejor película extranjera, el autor de Nader y Simin, una separación (2011), narra la historia de una pareja que, tras abandonar su hogar por peligro de derrumbe, se enfrenta a una situación traumática: ella, Rana (Taraneh Alidoosti) sufre la irrupción de un desconocido en su nuevo domicilio, mientras se ducha. Este incidente es el desencadenante de la historia, aunque no quede del todo claro su naturaleza exacta. No sabemos si ha habido una agresión como tal, pero sí que Rana se siente humillada como mujer. Su marido, Emad (Shahab Hosseini), comienza entonces la búsqueda del culpable para restituir el honor de su esposa. Si bien el alcance de este conflicto resulta difícil de valorar, debido a las diferencias culturales entre Irán y Occidente, el film establece un interesante juego de espejos para expresar dicha problemática. Se plantean así situaciones argumentales que luego se reflejan en otras, aportando nuevas lecturas y significados. Propongo aquí un análisis de estos reflejos que, aviso, podría contener spoilers. Farhadi establece varios paralelismos en su película, a veces tan sencillos como la repetición de una situación. Empecemos con una imagen, muy afortunada, que vemos al principio y al final de la película: primero, las luces que se encienden en el escenario donde se llevará a cabo la obra teatral en la que participan los protagonistas -Muerte de un viajante de Arthur Miller- y segundo, las que se apagan en el piso en ruinas de Emad y Rana, convertido en decorado de una representación diferente, la de la trampa que tiende Emad para consumar su venganza contra el hombre que humilló a su mujer. Otra acción, curiosa, que también se repite, es cuando Emad, en el inicio del film, carga sobre sus hombros a un joven (sin peso en la historia) con aparentes problemas psíquicos, evacuándolo del edificio a punto de derrumbarse; acción que se repetirá al final de la trama, de forma similar, cuando el culpable de la afrenta que provoca el conflicto es llevado también en hombros, por las escaleras del mismo inmueble, ahora abandonado. ¿Quiere decirnos Farhadi que ambos personajes están igualmente desvalidos? Las escenas-espejo en El viajante reflejan sobre todo actos morales. Farhadi crea pequeñas situaciones cotidianas, sin conexión directa con la trama principal, que parecen campos de prueba para los temas verdaderamente importantes del argumento. Así, la reprimenda de Emad, como profesor, a un muchacho que le ha grabado con su móvil para burlarse, anticipa la venganza contra el culpable de la afrenta sufrida por su mujer. En ambos casos, la aplicación de la justicia es excesiva, incómoda. Hay también una idéntica invasión de la intimidad: el alumno teme que su profesor mire fotos privadas en su teléfono; Emad investiga la vida del sospechoso de haber atacado a su mujer. Farhadi nos dice también que la realidad acaba eclipsando a la ficción: la agresión de Rana la afecta de tal manera que le impiden seguir con la representación teatral; Emad se salta el texto de Miller para insultar y enfrentarse al que considera culpable de sus males, su compañero de la compañía de teatro e improvisado casero, Babak (Babak Karimi). Por otro lado, la explicación cultural de la gravedad de la afrenta que sufre Rana -un hombre desconocido irrumpe en su baño- no se expresa directamente, pero Farhadi busca una equivalencia en la representación teatral. En la obra de Miller, debe aparecer en escena, semidesnuda, la amante del protagonista, pero la actriz que la interpreta no solo no se quita la ropa, sino que lleva incluso un abrigo, lo que despierta las burlas de uno de los actores y provoca el abandono, al sentirse humillada, de la mujer. Ilustra así Farhadi el tabú cultural con respecto al desnudo (femenino) en su país, lo que nos permite entender mejor el sentir de Rana. En el mismo sentido, ella teme quedarse sola e incluso desconfía de su propio marido, lo que se corresponde con un episodio protagonizado por Emad, en el que una mujer con la que comparte taxi pide cambiarse de asiento por miedo a que este se propase. Actitud que el propio Emad disculpa al explicarle a su alumno que un hombre se portó mal con esa mujer, y por eso ahora desconfía de todos. Esto parece expresar también la idea de una culpa, un pecado original, una desconfianza cultural, que persigue a todos por igual: la mujer del taxi desconfía de Emad por culpa de otro hombre; la reputación "libertina" de la inquilina anterior del nuevo piso provoca la irrupción del desconocido que asalta a Rana. Farhadi parece hablarnos de un conflicto arraigado en la sociedad iraní, que desestabiliza la vida de los protagonistas sin que puedan escapar de él, como las grietas del edificio en el que viven revelan un defecto estructural que no tiene remedio.
HUNT FOR THE WILDER PEOPLE: LOS ENIGMAS DE LA DISTRIBUCIÓN
La reciente polémica que provocó Okja (2016) por ser estrenada en una plataforma como Netflix, se antoja estéril cada vez que descubrimos una nueva joya cinematográfica que, por falta de público o por decisiones de las distribuidoras, ha sido estrenada directamente en formato doméstico sin pasar por salas. Hunt for the Wilder People no solo no ha podido ser vista en una pantalla de cine en España, sino que tendréis que buscarla en formato doméstico (está disponible bajo demanda en Movistar+) bajo el horrible subtítulo de A la caza de los ñumanos. Vale mucho la pena superar estos obstáculos, y los prejuicios, para ver este film absolutamente tierno, divertido y sobre todo humano. Cuenta la historia de un niño abandonado y con sobrepeso, Ricky -interpretado por Julian Dennison al que veremos pronto en la secuela de Deadpool (2016)- que inocentemente se cree un gangsta -un gángster afroamericano- y que se ve obligado a mantener una relación paternofilial con un arisco hombre de campo, un Sam Neil estupendo, en un papel en el que es fácil imaginarse también a Bill Murray. Porque esta película se puede describir como un cruce entre una versión infantil de Rambo. Acorralado (1982) y el Moonrise Kingdom (2012) de Wes Anderson. Los dos protagonistas, niño y anciano, por una serie de equívocos, acaban viviendo una aventura en el bosque, perseguidos por las autoridades y obligados a sobrevivir en la naturaleza al margen de la sociedad civilizada. Todo esto narrado con el estilo muy original que imprime el neozelandés Taika Waititi, actor cómico, guionista y director que ya firmó la estupenda Lo que hacemos en las sombras (2014) y que ahora mismo ultima Thor: Ragnarok, tercera entrega sobre el dios del trueno Marvel. Waititi tiene un humor algo excéntrico, pero muy directo, que de alguna manera consigue ser tierno y oscuro -aquí, las constantes bromas sobre el abuso infantil-. La película que nos ocupa se desarrolla encadenando situaciones, casi sketches -delimitados por capítulos en el film- desarrollando por acumulación una historia sin complicaciones, que se puede ver sin el más mínimo esfuerzo y que deja en el ánimo una bonita sensación de optimismo. Perfecta para una tarde ociosa de verano. Un obstáculo más: en Movistar+ la película no cuenta con subtítulos en castellano. Otro pequeño inconveniente para esos pocos que viven a la caza de la última joya del cine.
CARS 3: LA CRISIS DE LA MADUREZ
Como suele ocurrir en las terceras partes, la historia de Cars 3 es una vuelta a los orígenes, casi un remake de la entrega original. Rayo McQueen (Owen Wilson), algo endiosado de nuevo, recibe una cura de humildad a manos de una nueva generación de coches de carrera con tecnología punta, comandada por el chulito Jackson Storm (Armie Hammer), por lo que nuestro héroe de cuatro ruedas debe someterse, una vez más, a un riguroso entrenamiento para volver a competir al primer nivel. En dicho proceso ocurrirá la predecible búsqueda de su identidad, perdida en los laureles del éxito. Cars 3 es terriblemente esquemática, aunque sorprendentemente crepuscular: Rayo se encuentra en una encrucijada en la que debe decidir si se adapta a los nuevos tiempos o se retira. Ante semejante tesitura, echa la vista atrás y recuerda constantemente a su mentor, Doc Hudson, al que prestó su voz nada menos que el mítico Paul Newman. Este subtexto sobre el relevo generacional equipara a Cars 3 con otra tercera parte Pixar, Toy Story 3 (2010) que también versaba sobre el fin de la utilidad de los juguetes protagonistas cuando el niño que es su dueño ha crecido demasiado. La gran sorpresa de esta cinta, espectacular pero poco innovadora, es la irrupción de Cruz Ramirez (Cristela Alonzo) un coche que personifica -de nuevo- el conocido discurso sobre que los sueños son posibles, pero también es una bienvenida presencia femenina en una saga con tendencia a lo masculino por su temática automotriz. No estamos ante una mala película de animación, ni mucho menos, pero sí ante un film lejos de la brillantez capaz de satisfacer a todos los públicos de Del revés (2015) o Ratatouille (2007). Pixar, en esta, se fija en los más pequeños, a pesar de que a estos se les escapará el comentario sobre la voracidad de una sociedad obsesionada con el éxito, la novedad y la juventud, que trata a sus veteranos como productos caducados fácilmente reemplazables. Esto lo entenderemos mejor los padres. Por último, decir que, inesperadamente, Pixar decide darle un cierre a una franquicia más que rentable.
THE FLASH -TEMPORADA 3- FINISH LINE
FINISH LINE (23 DE MAYO DE 2017) -AVISO SPOILERS-
Entre el final del penúltimo episodio de la tercera temporada de The Flash y este final de temporada hubo espacio narrativo para imaginar la muerte de Iris West (Candice Patton) y su repercusión en la vida de Barry Allen (Grant Gustin). Sin embargo, el inicio de este último capítulo niega esta posibilidad -hemos sido engañados en aras del cliffhanger- y revela que H.R (Tom Cavanagh) ha reemplazado a Iris en una jugada argumental forzada, aunque tampoco descabellada. Por suerte para los guionistas, creo que pocos querían ver morir a Iris, y muchos habrían firmado deshacerse de H.R. ¿O no? El episodio se desarrolla de una forma meramente funcional -el clímax emocional ya ha sido superado en el anterior- y ahora se trata de resolver conflictos y atar cabos. Es interesante la exploración de vías argumentales imposibles, como la de integrar a Savitar en el equipo Flash. Por un momento parece factible, pero enseguida se descarta por un final más convencional. El happy end al que hace referencia explícita Iris se cancela cuando una nueva catástrofe global -ocurre en cada final de temporada- obliga a Flash a sacrificarse. Así, tenemos el tiempo entre este final de temporada y el inicio de la cuarta para imaginar un mundo sin Barry Allen.
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LA GUERRA DEL PLANETA DE LOS SIMIOS: EL GRAN COMBATE
Habrá que replantearse algunas cosas si una película protagonizada por simios digitales puede ser tan buena como La guerra del planeta de los simios. Tercera entrega de una trilogía que se postula como precuela de la saga clásica iniciada con El planeta de los simios (Franklin Schaffner,1968), la cinta que dirige Matt Reeves -Monstruoso (2008)- es la mejor de las tres, la culminación de una narración épica y de unos efectos especiales que aquí alcanzan la perfección. Reeves dirige con buen pulso un film en el que todo funciona: visualmente apabullante, el guión tiene ritmo, solidez y gracia; la banda sonora de Michael Giacchino es magistral. Como en la buena ciencia ficción, una premisa absurda, la de los simios superinteligentes, es tomada completamente en serio, lo que no quiere decir que la película carezca de humor -gran hallazgo el alivio cómico del personaje de Bad Ape (Steve Zahn)-. Reeves se esmera sobre todo en conseguir personajes con los que podamos identificarnos y eso es todo un logro: tengamos en cuenta que la mayoría son simios creados por ordenador, con captura de movimiento, y que, encima, no hablan. Las interpretaciones conseguidas por los animadores, utilizando los rostros perfectamente creíbles de los primates, son simplemente magníficas. Los conflictos de estos seres digitales tienen el peso de lo humano, de lo real, de lo reconocible y llegan a ser verdaderamente emocionantes. Incluso subtramas menores, como la de la niña humana (Amiah Miller) concluyen más que satisfactoriamente. Pero hay que hablar sobre todo del protagonista de la saga, un César con el alma de un inmenso Andy Serkis -el Gollum de El señor de los anillos; el King Kong de la versión de Peter Jackson- que aquí se convierte en protagonista absoluto, sin necesidad de apoyarse en un intérprete humano de carne y hueso. Su antagonista es el Coronel al que da vida Woody Harrelson, cuya inspiración en el coronel Kurtz de Apocalipsis Now (Francis Ford Coppola, 1979) no se oculta, todo lo contrario. Porque la guerra que presenciamos en esta película se parece más a la de Vietnam que a la Segunda Guerra Mundial, y los simios son claramente el Viet Cong. La propuesta de esta reimaginación de las películas inspiradas en la novela de Pierre Boulle se distancia un poco de la distopía de la historia original, de las paradojas temporales de aquel viaje espacial, para darle el protagonismo a los simios. Aquí los primates se equiparan a todos los pueblos que han sido oprimidos alguna vez en la historia de la humanidad. Hay referencias a la cruel esclavitud de los negros en Estados Unidos, al martirio del pueblo judío en su éxodo hacia la tierra prometida, a los marginados del presente como los inmigrantes y los refugiados, pero sobre todo hay que hablar de los indios norteamericanos. Estos simios buscan sus propias tierras -y su dignidad como seres humanos- como los Cheyenne en el último western de John Ford.
BABY DRIVER: MÚSICA Y COCHES
Baby Driver es la primera película de Edgar Wright. Obviamente, sabemos que el británico ha firmado cuatro largometrajes antes, empezando por la personalísima trilogía del cornetto, -Zombies Party (2004), Arma fatal (2007) y Bienvenidos al fin del mundo (2013)- siempre junto a Simon Pegg y Nick Frost. Se trata de tres comedias-homenaje-parodia a tres géneros cinematográficos -zombies, acción, ciencia ficción- con una temática recurrente: protagonistas que se resisten a madurar. Luego está esa maravilla que se llama Scott Pilgrim contra el mundo (2010) adaptación de un cómic indie de corte romántico, que juega con la afición a los videojuegos, el anime y el pop rock. Eso sin contar el proyecto abortado de Ant-Man (Peyton Reed, 2015) que acabó abandonando, quizás, para bien. ¿Por qué digo entonces que esta es la primera película de Wright? Porque en todos los films mencionados, los personajes viven en nuestro mundo, se parecen a nosotros y seguramente han visto un montón de películas. La cinefilia de Wright es más que evidente en todas esas estupendas obras. Pero en Baby Driver ese amor por el séptimo arte deja de ser evidente para convertirse en cine de verdad. Baby Driver sería la preferida de los personajes de Zombies Party. Estamos ante una obra muy pura, sin dobleces, optimista, romántica e inocente. En ciertos momentos parece tener la intensidad hiperrealista de Tarantino pero hacia al final acaba alcanzado el candor inocente del American Graffiti (1973) de George Lucas. Y creo que como Star Wars (1977) este film hará que más de un chaval sueñe con ser director de cine.
Como si Nicolas Winding Refn hubiera hecho Drive (2011) con una sonrisa en la cara y no pensando en el festival de Cannes. Con Baby Driver he tenido la sensación de estar viendo cine clásico -cine romántico diría Mark Cousins- como si hubiera sido hecha en un tiempo en el que los directores no tenían un montón de películas en la cabeza, porque no existían. Es la segunda vez que Wright hace una película con acento estadounidense, quizás porque quiere que esto sea Hollywood, quiere fabricar un sueño. Los personajes de Baby Driver ya no se parecen a nosotros: son arquetipos, personajes de película que viven en un mundo inverosímil, como en las de Hitchcock. Ya no son frikis cinéfilos con aire de perdedores cuyos sueños húmedos -zombies, aliens, superhéroes- se cumplen como proyecciones de sus propias frustraciones de treintañero en crisis. Con una historia de argumento mínimo, un joven que se dedica a conducir para atracadores profesionales -en la línea de Driver (Walter Hill, 1978) o la serie Transporter de Luc Besson- que intenta escapar del mundo del crimen, Edgar Wright compone una obra que prácticamente pertenece al género musical. Las canciones se pisan las unas a las otras -el playlist es inabarcable- los personajes se mueven como en una coreografía, los coches se estrellan con ritmo, la cámara se mueve como si bailase y los cortes del montaje siguen los golpes de la percusión. Baby (Ansel Elgort) es un héroe como los de antes, puro y bondadoso; su chica, Deborah (Lily James), es adorable, guapa y comprensiva. Los malos son verdaderamente inquietantes -y atractivos-: Jamie Foxx, John Hamm, Jon Bernthal, Eiza González y Kevin Spacey en un papel simplemente genial. Hay más ideas en Baby Driver que en toda la saga de Fast and Furious (y eso que me gustan esas películas). Wright vuelve a someter a su protagonista a un proceso de maduración, pero este, curiosamente, nunca había sido tan peligroso. Baby Driver no es una cinta repleta de citas, no es cínica, distanciada ni postmoderna. Dijo Jean-Luc Godard, uno de los primeros directores cinéfilos, que todo lo que necesita una película es una chica y una pistola. Si agregamos un coche tenemos Baby Driver, la primera película de Edgar Wright.
THE FLASH -TEMPORADA 3- INFANTINO STREET
INFANTINO STREET (16 DE MAYO DE 2017) -AVISO SPOILERS-
Cualquier atisbo de agotamiento en la fórmula de The Flash se disipa con un sólido penúltimo episodio de esta tercera temporada. Titulado Calle Infantino, en honor al dibujante, quizás, más representativo del personaje en los cómics, Carmine Infantino, esta entrega cumple con todo lo que debe tener un buen episodio: acción, humor, desarrollo de personajes y algo de drama. Satisface sobre todo las expectativas y el tono oscuro que ha tenido esta tercera entrega de la serie por la siniestra predicción de la muerte de Iris West (Candice Patton). Ese destino ineludible ha ensombrecido las historias de una ficción que hasta ahora había sido luminosa y ligera. El final del capítulo hace realidad, por fin, esa escena que tantas veces hemos visto en forma de flashforward -aunque con algunas modificaciones- en un desenlace triste a pesar de ser esperado, o más bien, temido. El mensaje grabado por Iris al inicio, que se reproduce al final para darle más fuerza a su propia muerte a manos de Savitar, le da el toque sentimental necesario. Antes de todo esto, hemos disfrutado con el team-up de Barry Allen (Grant Gustin) y Leonard Snart (Wentworth Miller) en su misión desesperada para robar una fuente de energía -volvemos a ver a King Shark- que, en el fondo, sabemos que no servirá de nada. Los lectores veteranos de Spiderman sabemos cómo afecto la muerte de Gwen Stacy al personaje. De confirmarse la muerte, estamos ante el fin de la inocencia.
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THE FLASH -TEMPORADA 3- CAUSE AND EFFECT
CAUSE AND EFFECT (9 DE MAYO DE 2017) -AVISO SPOILERS-
Puede que The Flash haya perdido frescura en esta tercera temporada, sobre todo en las situaciones puramente superheroicas, pero en lo que siguen empeñados los guionistas es en indagar en sus personajes. Es de admirar que sigan encontrando formas de explorar al héroe, Barry Allen (Grant Gustin). Aquí, tras descubrirse que el villano Zavitar es el propio Allen del futuro, creado tras una paradoja temporal muy ingeniosa, el equipo decide que la mejor forma de derrotar al malvado puede ser el propio Barry. Así, Cisco (Carlos Valdes) tiene la idea de que privando a Allen de su memoria a corto plazo, evitará que el futuro Zavitar conozca de antemano sus movimientos. Acción y reacción. La cosa no sale bien, Barry olvida absolutamente todo, y eso tiene un efecto secundario que es lo más interesante del capítulo: la pérdida de recuerdos libera al héroe de toda la carga de culpa que suele soportar por la muerte de sus padres, de amigos, por la responsabilidad de tener que salvar al mundo. ¿Qué sería Batman sin la muerte de sus padres? Un hombre feliz. La idea es interesante, aunque no se explora del todo, ya que enseguida hay que volver al status quo para que la serie pueda continuar. No funcionan igual de bien las subtramas sobre la villana y antigua aliada Caitlin Snow (Danielle Panabaker) -ahora Killer Frost- y el desarrollo paralelo de un arma para derrotar a Zavitar, que llevan a cabo Tracy Brand (Anne Dudek) y el pesado de H.R. (Tom Cavanagh).
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THE FLASH -TEMPORADA 3- I KNOW WHO YOU ARE
Este episodio de The Flash no esconde su principal referencia, la imprescindible Terminator (James Cameron, 1984). Tracy Brand (Anne Dudek) se siente como Sarah Connor: en sus manos está la clave para derrotar en el futuro a Savitar, cuya identidad se revela al final de este capítulo. El esquema de la película de Cameron, aunque algo forzado, funciona muy bien y da pie a una historia entretenida. El equipo Flash busca a Tracy e intenta protegerla, mientras Killer Frost (Danielle Panabaker) les persigue en plan T-800. Como he dicho, aunque el modelo es explícito, se cierra bien con un chiste de Cisco (Carlos Valdes), que le dice a Tracy que no es Sarah Connor, sino más bien un mucho menos heroico doctor Miles Bennet Dyson (Joe Morton) de Terminator 2 (1991). Todo esto está bien, pero se complementa con una trama romántica de Joe West (Jesse L. Williams) que no encaja del todo bien. Habría sido más orgánico desarrollar más la lógica preocupación de Cisco y Julian Albert (Tom Felton) por Caitlin Snow, resuelta en tres estáticos diálogos que ralentizan la acción y obligan a los actores a forzar las interpretaciones (en esto podrían haber aprendido más de Cameron). También hay que decir que H.R. (Tom Cavanagh) y sus aproximaciones románticas hacia a Tracy están bien, pero que el personaje comienza ya a resultar cargante. Por último, la revelación de la identidad de Savitar, aunque lógica y completamente justificada, indica que el juego del villano misterioso se ha agotado y no debería repetirse en la cuarta temporada.
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BETTER CALL SAUL -EL PLACER DE LA MIRADA
La tercera temporada de Better Call Saul ha sido magistral. No está de moda, ni es la más comentada en redes, ni siquiera es atractiva, pero es una de las ficciones más sólidas que se pueden ver hoy. A continuación comento esta nueva tanda de episodios de la serie derivada de Breaking Bad, aviso, con algunos spoilers. La calidad de este spin-off se nota sobre todo en los detalles, en que nos obliga a mirar. Un ejemplo. En el primer episodio de esta tercera entrega, Chuck McGill (Micheal McKean), el hermano mayor castrador, obliga a Jimmy McGill (Bob Odenkirk) a utilizar una técnica muy específica para retirar cinta de embalaje pegada a una estantería, sin estropear el barniz. Chuck obliga a Jimmy a utilizar ambos pulgares. En el siguiente episodio, Jimmy, frustrado tras descubrir la traición de Chuck, retira cinta adhesiva de una pared recién pintada de su despacho, que ha utilizado para no manchar. ¿Cómo? Utilizando ambos pulgares. Jimmy lo hace tal como le ha dicho su hermano mayor. Ni desde el guión, ni desde la puesta en escena, se hace hincapié en este detalle que la mayoría de los espectadores no captarán -de nada- pero es un resumen perfecto de la relación entre ambos hermanos. A continuación, Jimmy arranca la cinta de un golpe, en un gesto de rabia que nos dice que ha decidido romper con Chuck. Ha decidido escapar de la sombra de su hermano y seguir su propio camino: y esto nos lo cuentan a través del simple gesto de arrancar cinta adhesiva de la pared. Esta prioridad de lo sugerido sobre lo explícito es lo que hace de Better Call Saul una gran serie. Así que lo siento amigos, tendréis que prestar atención. En el mismo sentido, otro elemento que hace única a la serie creada por Vince Gilligan y Peter Gould es la espera. Solo hay que fijarse en la cantidad de momentos en los que vemos a un personaje esperando algo o a alguien. Tiempos muertos que van a contracorriente en un mundo de vídeos de Youtube, de constantes notificaciones en el móvil, de titulares digitales vacíos. En la era del déficit de atención, en la que recibimos estímulos constantes que no llevan a nada, Gould y Gilligan plantean una narrativa pausada -que no lenta- y exigente. Hablo de largas secuencias cinematográficas, sin diálogos, en las que vemos a Mike Ehrmantraut (Jonathan Banks) haciendo cosas cuyo objetivo no comprendemos -desarmando enteramente su coche; persiguiendo pacientemente el canal de distribución de Los Pollos Hermanos-. Sospechamos lo que busca, pero no lo sabemos realmente. Better Call Saul nos obliga a esperar, sí, pero la recompensa vale mucho más que otros premios instantáneos.
Quizás lo más importante de BCS es que profundiza en sus protagonistas, dándole verdadero sentido al concepto "historia de personajes". Sus decisiones morales y las relaciones entre ellos, son mucho más importantes que los giros sorprendentes, las muertes o los romances que suelen servir de gancho en otros productos de menor calidad. El prólogo flashforward de esta tercera temporada define el conflicto interior de Saul/Jimmy en una sola escena: tras chivarle a la policía dónde se ha escondido un joven ladrón de tiendas, no puede resistirse a gritarle al detenido, mientras le llevan esposado, que guarde silencio y busque un abogado. La batalla interior entre lo que es correcto y lo que es justo define a Jimmy, siempre al lado del más débil. Sus decisiones nos obligan como espectadores a situarnos en un terreno moral incómodo. Estamos comprometidos emocionalmente con él y le apoyamos, incluso cuando lleva a cabo acciones más que reprobables. Cuando le tiende una trampa a su hermano Chuck, cuando se ha aprovechado de la buena fe de un militar -ocurre en la segunda temporada- Jimmy no hace lo legal, pero su forma de ver las cosas es tan humana, que resulta difícil no ponerse de su lado. Jimmy nos dice que las reglas, las leyes, la moral y la ética no están por encima de lo humano. Y eso es importante. Jimmy es un tío que puede dejarse una pared a medio pintar, sin rechistar. Su pareja sentimental y socia, Kim Wexler (Rhea Seehorn) es justo lo contrario. Puede sopesar durante minutos si en un escrito legal debe acabar una frase con un punto o con un punto y coma. Mientras Jimmy decide contratar a una recepcionista (Tina Parker) tras una corazonada, Kim quiere seguir entrevistando candidatos obsesivamente. Kim odia a Jimmy por sus tretas ilegales para conseguir sus objetivos, pero está enamorada del Jimmy que echa de menos sentirse querido por su hermano. Jimmy es la espontaneidad que le falta a Kim. Las dinámicas entre los personajes es otro punto fuerte. Estamos de parte de Jimmy y sus timos, mientras odiamos a su hermano Chuck, un hombre completamente recto, con un código ético estricto, que jamás cometería un acto ilegal. Porque en su corazón hay poca humanidad. Jimmy sufre en esta tercera entrega las consecuencias de sus acciones en la segunda temporada. Recibe un castigo justo, que incluso se queda corto, pero al ver a nuestro protagonista esforzándose por superar las dificultades, no podemos evitar apoyarle. A pesar de que Jimmy intenta aprovecharse de cada situación en su beneficio, queremos verle ganar en lo que es un sutil perfeccionamiento de las monstruosidades de Walter White (Bryan Cranston) en Breaking Bad. Jimmy volverá a ser el chanchullero que acabó en prisión antes de la primera temporada, todo por sobrevivir. Pero también por amor, por no decepcionar a Kim.
Otro personaje excepcional es el ya mencionado Mike Ehrmantraut (Jonathan Banks). El expolicía que parece salido de un western crepuscular, funciona como el reverso de Jimmy. Mike es totalmente desinteresado, entregado al cuidado de su nieta, empeñado en ayudar a la viuda de su hijo, participando, por ejemplo, en la construcción de un parque infantil. Si Jimmy comete todo tipo de tropelías para conseguir un dinero que no merece, todas las acciones de Mike son positivas, pero el dinero que las financia proviene del crimen. Lo más atractivo de Mike es que puede delinquir, pero nunca traiciona su estricto código moral: cuando advierte a Nacho Varga (Michael Mando) del peligro -moral- de matar a su jefe narco -Hector Salamanca (Mark Margolis)-. Por cierto, Nacho, que intentará llevar a cabo un ingenioso plan de asesinato típico de Breaking Bad, es uno de los grandes hallazgos de esta temporada. El inesperado desarrollo de este personaje y de su entorno familiar, revela que detrás de su fachada estereotipada de tío duro latino, hay un personaje interesante. Y no olvidemos el regreso de Gus Fring (Giancarlo Esposito), uno de los mejores de Breaking Bad, que aquí no decepciona.
Destaquemos para terminar, algunos momentos antológicos de esta tercera temporada. Primero, el emocionante juicio que enfrenta a Jimmy y a Chuck, en la culminación de la trama sobre los dos hermanos, que se inició en el primer episodio de la serie y que resuelve la incógnita sobre la naturaleza de la enfermedad del segundo. También la revelación del origen del nombre de Saul Goodman, que Jimmy usará en la serie de Walter White. Y el fantástico episodio -Fall, uno de los mejores que he visto nunca- en el que Jimmy manipula a un grupo de mujeres mayores para que cobren una indemnización de la que recibirá su parte. El ingenio del plan de Jimmy se despliega con un delicioso humor negro que nos devuelve a un escenario distintivo de esta serie, como es el bingo. Esta historia se desarrolla en paralelo a otra de Chuck, que tras el chivatazo de Jimmy sobre su enfermedad a su compañía de seguros, se rebela contra el intento de su socio Howard Hamlin (Patrick Fabian) de prejubilarle. Ante nuestros ojos, Chuck comienza a engañar a Howard, en definitiva, comienza a comportarse como Jimmy. Mientras tanto, Kim, se deja las pestañas en con nuevo cliente, rechaza celebrar con Jimmy el éxito de sus engaños, y acaba sufriendo un accidente de coche. ¿Cuál es la moraleja de esto? Lo cierto es que el azar es un elemento que ya era importante en Breaking Bad y que aquí aparece de nuevo para trastocar los planes de todos los personajes. No quiero revelar más, pero el final de esta entrega es uno de los más amargos que recuerdo.
PIELES: LA PARADA DE LOS FREAKS
Pieles tendría que haber sido hecha con cuatro duros. Eduardo Casanova -hay que dejar de hablar de él como "el chaval de Aída"- sorprende estrenándose con una comedia melodramática que busca provocar a través del mal gusto. Por suerte, esta ópera prima ha contado con el apoyo de Álex de la Iglesia, decisión más que coherente del que debutara también celebrando lo diferente, con Acción Mutante (1993). Casanova se presenta con un film de personajes, que mezcla historias con una temática común, la deformidad física (y espiritual), saltando de una trama a otra en una estructura que se corresponde con la narrativa fragmentada necesaria para conectar con el espectador joven, ese millennial al que presuponemos déficit de atención. Nada que objetar. La película de Casanova está llena de referentes: se puede hablar de "la nueva carne" de David Cronenberg -y hasta del Brian Yuzna de Society (1989)- por el festín de látex -muy de agradecer- con el que se ha caracterizado a los personajes. Pero también aparecen marginados de la vida real, como los freaks de La parada de los monstruos (1932) de Tod Browning. Hay algo del gore moral del Todd Solondz de Happiness (1996), la provocación escatológica de John Waters y hasta un punto gamberro que recuerda a la Troma. Estos referentes -conscientes o no- están convenientemente unificados por unas interpretaciones y unos diálogos costumbristas que normalizan lo extraordinario, que humanizan a estos fenómenos, que los hacen más parecidos a nosotros de lo que nos gustaría aceptar. Una estética conscientemente hortera y cursi en la que predominan el fucsia y el rosa crea un universo aséptico y casi distópico, casi de Black Mirror. Unas cuantas fugas poéticas, en las que Casanova utiliza ralentizados y temas musicales para expresar una emoción determinada, remiten a Xavier Dolan. Pero estos elementos, que podemos llamar "prestados", sirven sin embargo para elaborar un discurso propio, original incluso en varios momentos. Casanova exprime las situaciones para no quedarse en la superficie de sus personajes y consigue retorcer la lógica de sus planteamientos de forma estimulante. Me permito, por último, un apunte personal. Coincidí con Eduardo Casanova en un pase de la excelente Crudo (Julia Ducornau, 2016) y le vi aplaudir con entusiasmo al final de la película. Tras ver Pieles entiendo por qué.
VERANO 1993: LA FUERZA DE LA VERDAD
Tiene Verano 1993 la fuerza de lo vivido en primera persona por su autora, Carla Simón. Tiene esta película la fuerza de la verdad, no solo porque la directora nos cuente cosas que conoce mejor que nadie, sino porque ha sabido capturar con su cámara instantes que reproducen esa verdad. La historia se desarrolla, antes que por acciones dramáticas y sus efectos, por una acumulación de instantes, de momentos muy reales, de la vida de la pequeña Frida, una niña que ha perdido a su madre y que debe lidiar demasiado pronto con la tragedia, en un verano que le cambiará la vida. Frida, interpretada por la debutante Laia Artigas, es sencillamente apabullante en su interpretación: no he visto muchos niños en la historia del cine que alcancen semejante autenticidad. Lo mismo puede decirse de su compañera infantil, Paula Robles, que da vida a Anna, la prima de Frida. Creo que el gran logro de Simón es precisamente recrear el universo infantil de forma tan certera, sin edulcorar, con sus luces y sus sombras, pero también sin juzgar. La cámara de Simón se coloca al nivel de los ojos de Frida para expresar que lo que vemos es su mundo -que se derrumba- y en el que los adultos son gigantes que aparecen en segundo plano o cuyas voces se escuchan fuera de cuadro. La capacidad de Simón para recrear la lógica infantil da pie a una película absorbente: al salir de la sala de cine tendremos la sensación de haber sido invitados a entrar en la intimidad de una familia que atraviesa unas circunstancias muy complicadas. Pero no hay dramatismo en la película, porque se apoya en lo no contado. En las conversaciones de los adultos que Frida coge al vuelo pero no entiende del todo, en las verdades que le ocultan, en las tensiones de su familia que solo entrevemos. La estrategia narrativa de Simón es mostrarnos los momentos cotidianos antes que los trágicos y por ese rigor su película se parece mucho a la realidad. La energía catártica de la escena final es la prueba de que estamos antes un debut prometedor. Tiene Verano 1993 la fuerza que debe tener una ópera prima.
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