Ya os habréis dado cuenta de que las grandes sagas cinematográficas -sobre todo las de los años 80- se han actualizado con nuevas versiones en los últimos años: la rejuvenecida tripulación de la Enterprise en Star Trek (2009); el hijo de Apolo Creed que se pone en manos de Rocky (Sylvester Stallone) en Creed (2015); actores más jóvenes corren delante de los dinosaurios en Jurassic World (2015); el cazador implacable (Ryan Gosling) que busca a Harrison Ford en Blade Runner 2049 (2017); por no hablar de que Godzilla y King Kong han cambiado el traje de goma y el stop motion por lo digital en películas que aspiran a inaugurar nuevas franquicias. Pacific Rim (2013) ha comprimido ese mismo proceso de décadas en apenas 5 años. Tras la película de Guillermo del Toro, esta secuela se presenta como un remake-reeboot inmediato: solo han pasado 5 años para narrar prácticamente lo mismo, si bien la original parecía ya una secuela de una historia sin contar. Aquí, algunos actores de la primera entrega le pasan el testigo a unos adolescentes. Protagoniza el emergente John Boyega -como Jake Pentecost, hijo del personaje de Idris Elba en la anterior- que ya ha sido el relevo generacional en Star Wars como Finn, reemplazando a los Han Solo y Luke Skywalker. Boyega, sin embargo, aquí se nos hace mayor, sirviendo de joven mentor a la casi infantil Amara Namani -la debutante Cailee Spaeny-. Así, esta secuela se propone como una ejecución mucho más directa y luminosa del concepto propuesto en el juego de referencias que hacía el cinéfilo Guillermo Del Toro -que debe haberse visto todo Godzilla y Mazinger Z (mecha este que, por cierto, acaba de volver también a los cines)-. En esta secuela hay más peleas, más acción espectacular de videojuego -el manejo de los robots gigantes se expresa así- y algo menos de desarrollo de personajes y coartadas emocionales. La protagonista ahora es una niña que ha crecido siendo fan de la película anterior -se conoce al dedillo los nombres de los Jaeger, como mi hijo se sabe los Transformers- y que no representa otra cosa que a los millennial, esos que han heredado el marrón de un mundo contaminado y dirigido por políticos corruptos, que encima no tienen la confianza de sus mayores, que les suponen apáticos niñatos sin oficio ni beneficio. No es casualidad que el cadete ruso se anime con la música viral del youtube del "Trololo". Un "épico" discurso de Boyega le dice a estos jóvenes que ha llegado su momento de salvar el mundo y de ser héroes como lo fueron Stacker Pentecost, Koji Kabuto o Luke Skywalker. Nos hacemos mayores.
PACIFIC RIM: INSURRECCIÓN -RELEVO GENERACIONAL
Ya os habréis dado cuenta de que las grandes sagas cinematográficas -sobre todo las de los años 80- se han actualizado con nuevas versiones en los últimos años: la rejuvenecida tripulación de la Enterprise en Star Trek (2009); el hijo de Apolo Creed que se pone en manos de Rocky (Sylvester Stallone) en Creed (2015); actores más jóvenes corren delante de los dinosaurios en Jurassic World (2015); el cazador implacable (Ryan Gosling) que busca a Harrison Ford en Blade Runner 2049 (2017); por no hablar de que Godzilla y King Kong han cambiado el traje de goma y el stop motion por lo digital en películas que aspiran a inaugurar nuevas franquicias. Pacific Rim (2013) ha comprimido ese mismo proceso de décadas en apenas 5 años. Tras la película de Guillermo del Toro, esta secuela se presenta como un remake-reeboot inmediato: solo han pasado 5 años para narrar prácticamente lo mismo, si bien la original parecía ya una secuela de una historia sin contar. Aquí, algunos actores de la primera entrega le pasan el testigo a unos adolescentes. Protagoniza el emergente John Boyega -como Jake Pentecost, hijo del personaje de Idris Elba en la anterior- que ya ha sido el relevo generacional en Star Wars como Finn, reemplazando a los Han Solo y Luke Skywalker. Boyega, sin embargo, aquí se nos hace mayor, sirviendo de joven mentor a la casi infantil Amara Namani -la debutante Cailee Spaeny-. Así, esta secuela se propone como una ejecución mucho más directa y luminosa del concepto propuesto en el juego de referencias que hacía el cinéfilo Guillermo Del Toro -que debe haberse visto todo Godzilla y Mazinger Z (mecha este que, por cierto, acaba de volver también a los cines)-. En esta secuela hay más peleas, más acción espectacular de videojuego -el manejo de los robots gigantes se expresa así- y algo menos de desarrollo de personajes y coartadas emocionales. La protagonista ahora es una niña que ha crecido siendo fan de la película anterior -se conoce al dedillo los nombres de los Jaeger, como mi hijo se sabe los Transformers- y que no representa otra cosa que a los millennial, esos que han heredado el marrón de un mundo contaminado y dirigido por políticos corruptos, que encima no tienen la confianza de sus mayores, que les suponen apáticos niñatos sin oficio ni beneficio. No es casualidad que el cadete ruso se anime con la música viral del youtube del "Trololo". Un "épico" discurso de Boyega le dice a estos jóvenes que ha llegado su momento de salvar el mundo y de ser héroes como lo fueron Stacker Pentecost, Koji Kabuto o Luke Skywalker. Nos hacemos mayores.
PETER RABBIT -DE CONEJOS Y HOMBRES
Algo especial tiene Peter Rabbit por su mezcla de dos géneros, en principio, tan diferentes como el cuento infantil de animales antropomorfizados y la comedia romántica (británica). Del primero, tenemos a un héroe, el conejo -en versión original con la voz del televisivo James Corden- con sus atributos habituales de astucia y agilidad, enfrentado al hombre, al dueño del huerto, el temible señor McGregor -estupendo y barbudo Sam Neil-. Esta guerra -con algo de trasfondo ecológico- se desarrolla en el tono de un cortometraje de Looney Tunes. El conflicto implica a todos los animales del bosque, desde las conejas hermanas de Peter, -Margot Robbie, Daisy Ridley y Elizabeth Debicki- hasta un zorro que parece haber perdido sus instintos asesinos. Este cuento infantil tiene, sin embargo, la crueldad de la vida real: el padre de Peter fue el plato principal de la cena del señor McGregor, cuyo final, por cierto, se muestra sin sentimentalismos. Todo esto se mezcla con una trama de comedia romántica que empareja a Domhall Gleeson -Una cuestión de tiempo (2013)- y a Rose Byrne -Les doy un año (2013)- y la verdad es que la combinación funciona francamente bien. Los dos personajes humanos forman un triángulo "amoroso" imposible con Peter Rabbit, situación que produce las escenas más divertidas del film. En la película predomina la comedia, con gags constantes y recurrentes -los pájaros que cantan, el gallo apocalíptico- o secuencias de slapstick francamente graciosas. Es en su ritmo endiablado donde esta película triunfa y entretiene durante sus ajustadísimos 90 minutos. Eso sí, hay que lamentar una selección de temas pop francamente horrorosa y desfasada, que sin embargo funciona con los más pequeños. Si eres de esos padres que nunca va al cine, o de los que se aburre con productos más infantiles, esta es una buena oportunidad para pasártelo bien con ellos.
THELMA -EL ÁRBOL DEL CONOCIMIENTO
El tránsito de la adolescencia a la vida adulta es uno de los temas recurrentes de la ficción y del cine de terror en particular: recordemos la española Verónica (Paco Plaza, 2017). Thelma, candidata Noruega para competir en los Oscar como película de habla no inglesa, nos habla de una joven (Eili Harboe), educada por estrictos padres cristianos, que sale al mundo exterior, a la ciudad, a la Universidad, y que por tanto se expone por primera vez a ideas diferentes sobre la ciencia, el sexo y el amor (lésbico). Pero Thelma no es una chica cualquiera. Hay algo de liberación -feminista- en el -terrorífico- descubrir del mundo de ella, tras una infancia que se adivina aislada y marcada por el fundamentalismo religioso. La película convierte este despertar en cine de terror: Thelma experimenta los cambios en su persona como si fueran signos del Apocalipsis: pájaros muertos, ráfagas de viento misteriosas, luces que parpadean y convulsiones que recuerdan a una posesión demoníaca. No debe ser casualidad que la película se desarrolle mediante momentos equivalentes a escenas bíblicas, como el sacrificio de Isaac, el mito de Caín y Abel, y sobre todo, la tentación de Eva por la serpiente, ese "demonio" que la hizo comer la manzana del árbol del conocimiento, y que provocó la expulsión del paraíso. El padre de Thelma (Henrik Rafaelsen) llega a decirle a su hija que "un poco de conocimiento no nos hace mejores que los demás". Con frialdad nórdica y una atmósfera inquietante, el director Joachim Trier -El amor es más fuerte que las bombas (2015)- desarrolla su historia mezclando realidad y sueño. Esto es terror psicológico, hasta que deja de serlo. El argumento plantea una historia radical sobre la culpa, sorprendente en su desenlace, que esconde varios giros que nos hacen replantearnos lo que vemos. Un elemento fantástico sirve como metáfora de la rebeldía y frustración de Thelma ante la imposición social de determinados comportamientos, tanto por parte de su familia ultraconservadora, como de una juventud falsamente libre, desprejuiciada solo en cuanto al sexo y el consumo de alcohol y drogas, pero igualmente discriminatoria contra cualquiera que no se corresponda con el modelo establecido. Thelma es un coming of age y recuerda inevitablemente al clásico Carrie (Brian De Palma, 1976), o a la reciente Crudo (Julia Ducournau, 2016), pero en un registro diferente, con su propia personalidad y ritmo. Y siendo Joachim primo de Lars Von Trier, podemos ver en Thelma una versión teenager de la perturbadora Anticristo (2009).
ANIQUILACIÓN -EL TERROR NO TIENE FORMA
En la sobresaliente Ex Machina (2014), Alex Garland -guionista de 28 días después (2002)- proponía una actualización del mito de Frankenstein que nos habla de hombres creando vida -femenina- en nuestra era de robótica e inteligencia artificial. Tras este fantástico debut, la siguiente película de Garland era muy esperada. El estreno en Netflix de Aniquilación arrojaba algunas dudas, pero tras su visionado se puede decir que estamos ante otra obra sólida, ambiciosa y visualmente impactante. Basada en la novela de Jeff VanderMeer, de la que se aleja en los detalles concretos -el relato literario tiene más de terror gótico, el "reptador" aquí desaparece, como la torre, auténtico castillo encantado, que tiene menos importancia- pero se mantiene cerca del original en el tono apagado, en su atmósfera enrarecida y surreal. Aniquilación es un film de terror con coartada de ciencia ficción. Nos cuenta la historia de Lena (Natalie Portman) que se embarca en la misión de penetrar una misteriosa Zona -recordemos Stalker (Andréi Tarkovski, 1979)- cuyo ecosistema ha cambiado por el impacto de un meteorito -o una energía- de origen extraterrestre. La protagonista, acompañada de un equipo de mujeres expertas en diferentes especialidades científicas y militares, se apunta a la misión, sin embargo, por razones personales: su marido, Kane (Oscar Isaac), ha regresado de dicha zona convertido en otra persona. La aventura de Lena será peligrosa y terrorífica. Garland consigue crear momentos verdaderamente inquietantes en una exuberante selva de otro mundo, colorida y visualmente hermosa.
En este sentido, creo que estamos ante una versión -renovadora- del esquema argumental de Alien (Ridley Scott, 1979) y sus secuelas -y copias, la más reciente, Life (2017)-. Aquí, como he dicho antes, la estética gótica y oscura de H.R. Giger es sustituida por los colores vivos de una naturaleza desatada -aunque alguna gruta sigue recordando el estilo orgánico del artista suizo-; los pasillos de la nave Nostromo son reemplazados por los espacios abiertos pero igualmente claustrofóbicos, por la total desorientación de las exploradoras -tanto mental como de sus instrumentos-; el peligro de la famosa criatura xenomorfa se disemina en diferentes animales híbridos y otros fenómenos inquietantes. El terror aquí es Lovecraftiano, cósmico, panteísta, intangible -en Alien: Covenant también jugaban con la idea de las esporas como agente contaminante- en lugar de un monstruo concreto y externo. Además, el miedo proviene también de la pérdida de la humanidad, de la identidad, de una forma similar a lo que ocurre en La Cosa (John Carpenter, 1982), donde la amenaza cambiaba de forma constantemente hasta enfrentar, entre sí, a los propios personajes. Si en El corazón de las tinieblas Marlow buscaba a Kurtz en la jungla africana, aquí Lena busca también a su marido, aunque físicamente haya retornado ya a la civilización. Ella quiere saber qué le ocurrió a él, y qué pasó con su verdadera persona. Pero, como suele ocurrir, en este viaje acabará encontrándose a sí misma. No quiero hacer espoilers pero sí aviso que la historia tiene un clímax ambicioso, metafórico, que ofrece pocas respuestas. Un clímax espectacular, que remite al de 2001: Una odisea espacial (Stanley Kubrick, 1968) y seguramente a Alicia en el país de las maravillas -vemos a Lena caer, literalmente por un agujero- y a A través del espejo y lo que Alicia encontró allí -también veremos a Lena ante su propio reflejo-.
Garland le da prioridad en su adaptación de la novela a un conflicto personal -los problemas de pareja de Lena y Kane- y lo amplifica con un argumento fantástico, idea romántica que recuerda a la magistral La llegada (Denis Villeneuve, 2016). Si en el viaje que es toda narración, los personajes deben cambiar tras su desenlace, la transformación aquí es literal, genética. El final, intencionadamente ambiguo, abierto, es perfecto, pero ojo: Aniquilación, la novela, forma parte de una trilogía.
MUTE -CYBERPUNK ODDITY
Hijo nada menos que de David Bowie, Duncan Jones debutó como director de cine con la magnífica Moon (2009), estupendo relato de ciencia ficción low cost que multiplicaba a Sam Rockwell. A este trabajo le siguió la solvente Código Fuente (2011), un thriller, también de ciencia ficción, desarrollado en 8 minutos que se repetían una y otra vez. Tras estos dos sólidos trabajos, Jones abordaba su primera producción de gran presupuesto, Warcraft: El origen (2016), indefendible obra sin alma basada en el popular videojuego multijugador masivo en línea. Ahora, Netflix estrena un nuevo film de Jones, que recibíamos con la esperanza de que el director volviese a demostrar su talento. Mute, lamentablemente, no me parece una buena película. Narra la historia de Leo -Alexander Skarsgard de Big Little Lies- un amish que se queda mudo de niño y que se niega a operarse para recuperar la voz por cuestiones de fe. 30 años después, el personaje sigue rechazando la tecnología, pero, además, vive en un futuro cyberpunk muy parecido al de Blade Runner -o el de otra producción Netflix, Altered Carbon-. En todo caso, al igual que en los ejemplos antes mencionados, estamos de nuevo ante un entorno futurista, sí, pero marcado por la nostalgia de un pasado analógico: Leo no usa móvil, escucha vinilos en un tocadiscos, y la decoración de los lugares que frecuenta es siempre retro. La historia de Leo tiene tintes de cine negro, ya que tendrá que llevar a cabo una investigación para encontrar a su amada desaparecida. Paralelamente, conocemos a otro personaje, Cactus -Paul Rudd de Ant-Man (2015)- un exmilitar que busca escapar de Berlín -recordemos la "Trilogía de Berlín" de Bowie- con un ambiente y unos bajos fondos que recuerdan al de finales de la Segunda Guerra Mundial. Cactus es, además, cirujano para un mafioso, y padre de una hija, elemento que parece redimir al personaje. Le acompaña en sus andanzas otro médico, Duck -Justin Theroux de The Leftovers-. Juntos, Leo y Cactus, parecen haber salido de Mash (1972). Precisamente, el problema de Mute es que la trama de Leo y la de Cactus tienen tonos muy diferentes: el primero es un héroe silencioso, de cine negro y el segundo tiene la verborrea propia de la nueva comedia americana de Judd Apatow. Lo peor es que, cuando las dos historias confluyen, con un giro sorpresa, el argumento se desmorona completamente. Por último, cabría preguntarse si era necesario que esta historia se desarrollase en el futuro, inscribiéndola en el género de la ciencia ficción: la decisión me parece puramente estética, ya que no hay ningún elemento argumental en su desarrollo que no exista actualmente. A pesar de todo esto, quizás Mute tenga interés para los fans de David Bowie, a quien su hijo dedica el film.
I AM NOT A WITCH -HISTORIA DE BRUJAS
Gracias a la Muestra SyFy hemos podido ver I Am Not a Witch, película ganadora del Bafta al mejor debut de un director, escritor o productor, que ha conseguido Rungano Nyoni, directora nacida en Zambia, y su productora, la británica Emily Morgan. La película, ambientada en Zambia, cuenta la historia de Shula (Maggie Mulubwa), una niña que es acusada de brujería por los vecinos de su aldea y, sorprendentemente, condenada a vivir con otras hechiceras. Esta ópera prima revela una mirada muy interesante sobre un problema real -la directora visitó un campo de "brujas" en Ghana para documentarse- que sirve para retratar una sociedad africana atrasada por sus primitivas creencias. Para controlar a las brujas, la película nos muestra que a estas mujeres les atan cintas en la espalda, metáfora perfecta de cómo la ignorancia puede limitar el destino de un colectivo marginado. Esa ignorancia es aquí la superstición, la insólita creencia en la existencia de la magia; y el machismo: todas son mujeres. A esto se une la dolorosa desprotección de la infancia que sufre Shula, que vive lo más parecido a una pesadilla distópica. No veo demasiada diferencia entre este relato verídico y ficciones como The Handmaid´s Tale o un western como Brimstone (2017). Todas nos hablan de violencia contra la mujer y en esta película dirigida, escrita, producida y protagonizada por ellas, esa violencia proviene del Estado. La niña, Shula, es utilizada por un funcionario corrupto de un gobierno que se aprovecha de la ignorancia de una población a la que seguramente prefiere mantener en un estado primitivo y por tanto manejable. El retrato es demoledor, pero se vale de un humor satírico que hace más llevadero el drama y la miseria. La aproximación visual a la historia es realista, costumbrista, casi documental, pero también estética en varios momentos: cuando Nyoni se recrea con poéticas imágenes de las cintas blancas que mantienen atadas a las brujas. La película se puede ver ya, en España, en Movistar Xtra.
SIETE HERMANAS -¿QUÉ LE PASÓ A LUNES?
Siete hermanas tiene una más que interesante premisa de ciencia ficción "dura": en un futuro distópico -y temiblemente cercano- la sobrepoblación obliga al Gobierno -de Estados Unidos, se entiende- a limitar la natalidad a un solo hijo. Cualquier hermano será sometido a un proceso de criogenización hasta que la situación mundial -escasea el alimento, aumenta la contaminación- mejore. Es entonces cuando nacen siete hermanas -matando a su madre, por supuesto- que tendrá que criar un abuelo -Willem Dafoe, The Florida Project (2017)- dispuesto a todo para que sobrevivan. Años más tarde, las septillizas, bautizadas según los días de la semana, han hallado la forma de sobrevivir en la clandestinidad: aunque de puertas para dentro cada una tiene su propia personalidad, en la calle y en el trabajo todas representan a la misma persona, Karen Settman. Interpretadas las siete hermanas por Noomi Rapace -Prometheus (2012)- ella es lo mejor de la función. Lamentablemente, la película opta por desarrollar su argumento de la forma más convencional y comercial posible, con mucha acción. Las peleas, tiroteos y persecuciones que se suceden durante el metraje resultan sin duda entretenidos, pero son escenas intercambiables con las de cualquier film de este tipo -la serie Resident Evil; Yo, robot (2004); Los sustitutos (2009) y seguro que se te ocurren más ejemplos- pero encima, tomándose demasiado en serio. Dichas escenas de acción, además, no están demasiado justificadas -no se hace ningún esfuerzo en explicar las habilidades para el combate de algunas hermanas-. Se podría haber aprovechado mejor el buen hacer interpretativo de Rapace, haciendo que sus 7 personajes dieran algo más de juego, que se diferenciasen mejor unos de otros. Pero es que tras la cámara está el noruego Tommy Wirkola, director siempre pirotécnico que se dio a conocer con los zombies nazis de Dead Snow (2009), se asomó a los presupuestos más holgados con la simpática Hansel y Gretel: Cazadores de brujas (2013) y aquí se propone como realizador de blockbusters de gran empaque. Con una villana como Glenn Close y algunos giros argumentales que pretenden sorprender, Siete hermanas resulta estimable pero también olvidable. No resiste la comparación con películas de otra época como Cuando el destino nos alcance (1973), de premisa similar pero tono mucho más adulto. ¿Cómo habría sido esta misma historia en manos de, por ejemplo, Terry Gilliam?
LA MARAVILLOSA SRA. MAISEL -MONÓLOGOS DE LA VAGINA
No por casualidad, La maravillosa Sra. Maisel comienza donde acaban la mayoría de las historias románticas: en una boda. Ganadora del Globo de Oro a la mejor serie de comedia, esta ficción hace del feminismo su principal discurso. Pero su interés radica más bien en la gran calidad que atesora. Primero, por el carisma de su protagonista, interpretada por una fantástica Rachel Brosnahan -ganadora también del Globo de Oro- que encandila. Segundo, por la inteligencia de su creadora, la guionista Amy Sherman-Palladino -Rosseane (1994) y Las chicas Gilmore (2000)- que escribe y dirige junto a su marido -y colaborador habitual- el productor, Daniel Palladino. Cada entrega de esta producción de Amazon destaca por unos guiones soberbios y una realización inspirada, nada usual en la televisión actual, incluso teniendo en cuenta el buen momento del audiovisual catódico. La historia comienza con la mencionada boda entre Miriam "Midge" y Joel Maisel (Michael Zegen) y a partir de allí asistimos al desmoronamiento de la pareja. Ella es la esposa perfecta. Él sueña con ser una estrella del stand-up comedy. En los conservadores años 50, solo Joel puede alcanzar sus sueños -de hecho, Midge es la ayudante perfecta para el éxito de su marido-. El problema es que el talento lo tiene ella. La trama se divide entonces en dos frentes: los obstáculos que enfrenta Midge para abrirse camino en el mundo del espectáculo y los problemas, aún peores, que le supone convertirse en una mujer separada. Con una espléndida ambientación de la época -decorados y vestuario maravillosos- la estrategia narrativa es hablarnos de temas actuales -el empoderamiento femenino- situando a los personajes en un escenario retrógrado y machista que exagere los problemas que afrontan hoy las mujeres. Un ejercicio parecido al de la fallida, pero estimable, Agent Carter (todavía en la época Pre-Trump) o más bien, como hacer un spin-off de la Peggy Olson (Elisabeth Moss) de la obra maestra que es Mad Men (2007). La verdad es que La maravillosa Sra. Maisel podría ser una versión humorística de la serie de Matthew Weiner.
Los guiones de cada episodio se alejan notablemente de lo convencional, dándole más protagonismo a cada escena, que al argumento general. El libreto brilla por sus diálogos, de ritmo trepidante e intensidad teatral, defendidos por unos estupendos actores: Alex Borstein -muy original como la representante de Midge, como otra cara de lo femenino, como escudera de la protagonista- o Tony Shalhoub -como el estupendo padre de la protagonista-. Eso sí, no es una serie fácil: las tramas no avanzan según las expectativas, los diálogos resultan difíciles de seguir en versión original y probablemente pierden con el doblaje por sus referencias culturales. Además, la narración no tiene prisa y se recrea en los ambientes domésticos -llegamos a familiarizarnos con el hogar de los Weissman- y profesionales -estupenda la entrega, Doink, que describe el trabajo en unos grandes almacenes de la época-.
La heroína de la historia es, sin duda, Midge, pero no esperéis un panfleto feminista. Sus principales obstáculos son también otras mujeres: como su propia madre -Marin Hinkle- autentica guardiana del status quo y esclava del qué dirán, o la famosa comediante Sophie Lennon -estupenda Jane Lynch- algo así como nuestra Lina Morgan, cuyo mensaje a la protagonista es devastador: no puedes ser simplemente "una mujer"; lo que da pie al fantástico monólogo, rebelde y rabioso, que cierra el episodio Put That On Your Plate! Tampoco recurre esta serie al recurso fácil de convertir al marido de Midge, Joel, en un estereotipo machista. Joel se presenta como un tipo frustrado, presionado por el éxito exigido a los hombres del patriarcado -obviamente inalcanzable para todos- que provoca su infelicidad -la escena en su habitación infantil, llena de trofeos que ya no sirven para nada en su vida adulta-. Joel se cree obligado a cumplir con un papel de proveedor, aunque eso signifique renunciar al rol más importante de su vida: el de padre. Siendo Midge un personaje de un optimismo infatigable, es muy interesante cómo el conflicto que genera su lucha feminista se refleja más bien en su marido, dividido entre el amor que siente por su mujer y su lamentable educación machista.
LOVING PABLO -EL ESCOBAR DEFINITIVO
Afrontemos primero la duda que seguramente tenéis: Loving Pablo es mejor que Narcos. Mucho mejor. La película de Fernando León de Aranoa se puede disfrutar a pesar de que esta historia ya nos la han contado en la serie de Netflix. Ambas ficciones coinciden en varios pasajes, obviamente, estamos ante la misma historia real. Pero esta nueva aproximación a la vida del narcotraficante colombiano Pablo Escobar aporta cosas nuevas, momentos que no vimos en la televisión, la tablet o el ordenador. Momentos espectaculares que en Narcos seguramente ni se plantearon por presupuesto y que en una pantalla de cine lucen muy bien. Loving Pablo tiene secuencias soberbias de acción que nada tienen que envidiar al cine americano. La producción es impecable, la realización vibrante y la recreación de los años 80 y 90 verosímil. Los actores también están muy bien -veréis algunas caras conocidas de Narcos- a pesar de tener que hablar en inglés con acento colombiano. Un reto del que salen bien parados, primero, Javier Bardem, y también Penélope Cruz. Ya sabéis que ambos fueron nominados a los Goyas antes de que pudiéramos ver esta película en España: pues bien, las candidaturas eran merecidas. Bardem está soberbio y absolutamente entregado al retrato de Pablo Escobar. Su increíble transformación no es solo física: su forma de mirar, caminar y hablar cambian completamente. Penélope Cruz tiene un personaje un poco más difícil, en mi opinión, porque se presta a la caricatura. Creo que la actriz sortea el escollo y compone un personaje muy interesante, desde cuyo punto de vista se cuenta la historia: el guión está basado en la novela Amar a Pablo, odiar a Escobar de Virginia Vallejo, periodista que se implicó sentimentalmente con el narco colombiano y cuya vida acabó destrozada por el criminal. Esta caída en desgracia la interpreta Penélope Cruz con convicción, a pesar de que su personaje acaba perdiendo protagonismo ante la altura casi mítica de Escobar. Lo que sí me parece discutible es el recurso de la voz en off -manido en este tipo de películas basadas en hechos reales y usado en la propia serie- que sobrecarga de diálogo a Cruz, obligada a hablar, como ya he dicho, en inglés con acento colombiano. Pero lo verdaderamente destacable de Loving Pablo, lo que la eleva por encima de Narcos, es el retrato de Pablo Escobar Gaviria. Imborrable y sutil la imagen de Bardem, emergiendo de una piscina como si fuera un monstruo marino. Este Escobar es capaz de una violencia salvaje -hay escenas muy duras en la película, como la tortura del perro atado a la espalda de un narco- y es capaz de acciones terroristas, de matar a 400 policías y de poner en jaque a un país entero. El personaje que escribe Fernando León de Aranoa y que interpreta Bardem es el Escobar definitivo, con sus inocentes ideas populistas, su intento de hacer carrera política, los momentos familiares con sus hijos -que incluyen una lección moral de humor negrísimo que recuerda la escena de la hormiga y la cigarra en Los lunes al sol (2002)- y con un arco complejo que, condensado en un largometraje, muestra de forma contundente la degradación moral de un criminal que llegó a convertirse en un monstruo a la altura de los peores genocidas de la historia.
TODO EL DINERO DEL MUNDO- EMPERADORES Y BÁRBAROS
En la amplia filmografía de Ridley Scott encontramos de forma recurrente la figura de un hombre poderoso pero anciano: el Peter Weyland que se adivinaba en Alien (1979) para hacerse presente en Prometheus (2012) y Alien: Covenant (2017); el doctor Eldon Tyrell de Blade Runner (1982); el emperador romano Marco Aurelio de Gladiator (2000); el deforme Mason Verger de Hannibal (2001). Todos ellos poseían una inmensa riqueza y por tanto un poder casi infinito que, sin embargo, nunca era suficiente. Estos personajes mueven los hilos de las tramas de sus respectivas películas, en una búsqueda que se puede resumir en el temor ante la muerte próxima. Persiguen la inmortalidad a través de experimentos genéticos, de tocar a los dioses, de replicar la vida, vengarse, restaurar la República o confiar su imperio a una nueva generación familiar. A esta galería se incorpora ahora Jean Paul Getty, personaje real, empresario estadounidense, que aspiraba a estar entre los emperadores romanos de los que se creía descendiente. En Todo el dinero del mundo, ese personaje poderoso que había permanecido en la sombra en la obra de Scott, da un paso adelante, pasa a primer plano, lo que da una idea de la magnitud del cambio que ha tenido que llevar a cabo el director británico para reemplazar a Kevin Spacey -todos conocemos ya el cotilleo- por un Christopher Plummer nominado al Oscar. La efectividad de Scott en volver a rodar una parte tan importante de su película da buena cuenta de su oficio como cineasta. El autor de Thelma & Louise (1991) lleva casi toda su carrera produciendo estupendas películas -rara vez son malas- que por milímetros no son obras maestras. Esta que nos ocupa me parece de las más sólidas que ha hecho recientemente. Una intriga absorbente, en la que Scott dirige con su habitual elegancia y pulso, consiguiendo momentos de gran tensión. Michelle Williams esta fantástica como la madre coraje del asunto y el francés Romain Duris parece salido de un policíaco italiano de los 70. Está soberbio como Cinquanta. Se diluye bastante, sin embargo, un Mark Wahlberg que durante todo el metraje parece estar a punto de liarse a hostias para resolver el secuestro de un niño rico cuyo abuelo es demasiado tacaño. Scott cuenta todo esto con garra y se las arregla, además, para hablarnos de dinero -de mucho dinero- pero sobre todo de lo que significa: poder, corrupción y avaricia. Complicado pedir más.
THE PUNISHER -VETERANOS DE GUERRA
The Punisher mola. La serie sobre "el Castigador" renueva el interés por las ficciones de Marvel Studios en Netflix, tras los traspiés de Luke Cage, Iron Fist y The Defenders. El antihéroe recupera los elementos positivos de Daredevil y Jessica Jones: realismo urbano, tono adulto y unos pocos personajes bien trazados. Lejos del despliegue de efectos especiales de Marvel en el cine -Los Vengadores, Doctor Extraño, Spider-Man- estos superhéroes televisivos se mantienen a pie de calle, luchando con criminales de poca monta, antes que con supervillanos con ansias de dominar el mundo. Frank Castle, Punisher, ni siquiera tiene superpoderes, más allá de su pericia con las armas de fuego y en el combate cuerpo a cuerpo. Tras ser lo mejor de la segunda temporada de Daredevil -entonces era el villano- el justiciero protagoniza su propia historia, que, cómo no, profundiza en sus orígenes. Todos los superhéroes Marvel de Netflix cargan con el peso de su pasado y los flashbacks suelen ser un recurso narrativo recurrente. De hecho, esta The Punisher sigue fielmente la fórmula de los personajes que le han precedido: nos cuentan la historia de su origen, nos presentan a los secundarios, y hay un enfrentamiento principal con un villano que se desvela poco a poco y que tiene más matices que el típico malvado de tebeo. Sin proponer nada nuevo, The Punisher es entretenida, con buenos personajes, conflictos bien desarrollados y un tratamiento maduro. No se cortan ni un pelo en las escenas de sexo y el clímax, aviso, es ultraviolento y casi excesivo en su despliegue hemoglobínico.
Lo más interesante es la puesta al día con respecto a la versión en papel de 1974 -y a otras adaptaciones-. Aquí Frank Castle -Jon Bernthal nos hace olvidar a Dolph Lundgren, Thomas Janes y Ray Stevenson- es un veterano de la guerra de Oriente Medio -en lugar de Vietnam-. Y el show runner, Steve Lightfoot, convierte esta condición en el tema más importante: el drama de los que vuelven del conflicto y no encuentran su lugar en la sociedad. De este núcleo temático se desprenden la mayoría de los personajes importantes. Curiosamente, la película de Clint Eastwood, El francotirador, aborda un tema similar y los militares protagonistas leen tebeos de Punisher en el frente y decoran sus vehículos con la famosa calavera. Aquí, los conflictos de los veteranos están personificados sobre todo en Lewis (Daniel Webber), antagonista secundario, pero también víctima, cuya problemática es el foco argumental del mejor episodio, Virtue of the Vicious, que desordena el relato utilizando diferentes puntos de vista, al estilo de Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) y que aborda, de paso, el problema de las armas en Estados Unidos de una forma nada complaciente.
Otro acierto de este spin-off es el dibujo del protagonista, un solitario que evita el contacto humano, pero no puede dejar de luchar por una buena causa. Nos presentan a un Punisher obsesionado con la muerte de su familia -numerosos flashbacks lo dejan claro- con detalles afortunados como que Castle lea Moby Dick -la comparación con Ahab es obvia-. Todo esto sin rehuir las sombras de su psicología, necesariamente violenta, capaz de torturar a sus enemigos, a sus aliados o de enfadarse de más con su propio hijo. Alrededor del protagonista están otros personajes, como la agente Dinah Madani (Amber Rose Revah) -claramente deudora de Carrie Mathison (Claire de Danes) de Homeland-. Ella establece una relación compleja con el héroe, al que tendrá que perseguir como prófugo de la ley. Mencionemos también al mutilado Curtis (Jason R. Moore) que ayuda a otros veteranos a recuperarse; al excompañero de Castle, Billy Ruso (Ben Barnes) personaje muy importante; al oscuro director Rawlins (Paul Schulze) y a David "Micro" Lieberman -Ebon Moss-Bachrach de Girls-. La relación con "Micro" humaniza a Frank Castle, como también lo hace la reaparición de la piadosa Karen Page (Deborah Ann Woll) de la serie de Daredevil. Buenos personajes y un puñado de buenos momentos: destaquemos sobre todo la secuencia que utiliza el tema Wish It Was True de The White Buffalo, en la que Castle se enfrenta él solo a una emboscada, en la que su unidad ha caído por culpa de políticos ineficaces con nulo respeto por la vida de sus soldados. El mensaje está claro.
YO, TONYA -SUEÑOS SOBRE HIELO
Desde hace ya mucho, el cine estadounidense prefiere ocuparse del lado oscuro del sueño americano y de la cultura del éxito. La rivalidad entre las patinadoras Tonya Harding y Nancy Kerrigan, en los años 90, hizo de ellas la villana y la heroína perfectas para las noticias sensacionalistas, alimentadas por un feo y morboso incidente en 1994. Si la protagonista de esta película hubiera sido Kerrigan, dibujada por los medios como un modelo a seguir, esta historia habría sido muy diferente y seguramente menos interesante. Margot Robbie interpreta en cambio a Harding -está justamente nominada al Oscar por ello- un personaje con muchas aristas, víctima de una madre represora y violenta, de la que intenta escapar con un marido maltratador. Allison Janney también está nominada, como actriz secundaria, por el papel de esa madre, que borda con perfecto equilibrio entre la caricatura y lo repulsivo. Sebastian Stan -el marveliano Soldado de Invierno- da vida al compañero de Tonya, un tío más simple que maligno, pero sobre todo machista y violento. Estos retratos están matizados con falsas entrevistas a los personajes reales, que defienden su inocencia lo mejor que pueden y que incluso desmienten en ocasiones lo que vemos en la ficción. En algún momento, Tonya romperá la cuarta pared para enfatizar o negar lo que ocurre, un mecanismo que agiliza la narración, pero que sobre todo crea una distancia que permite que el humor (negro) sea un ingrediente agradecido sobre los sórdidos hechos que nos cuentan. Entre Tonya, su madre y su pareja, gira prácticamente todo el relato, que abarca la carrera íntegra en el patinaje artístico de la protagonista. Con las características más convencionales del biopic -caracterizaciones extremas para parecerse a los modelos reales, recreación minuciosa de hechos visualizados en informativos, temas pop de la época en la que se sitúa la historia- esta película dirigida por Craig Gillespie, con guión de Steven Rogers, tiene todos los elementos de calidad del buen cine de Hollywood: una historia sólida, bien contada -la edición está nominada al Oscar, con momentos brillantes- además de estupendos actores y una encomiable voluntad de entretener. Pero su verdadero interés radica en la historia real que cuenta, que sirve, precisamente, para desmentir la máxima de que Estados Unidos es la tierra de las oportunidades. Tonya Harding tiene un talento superior para el patinaje artístico, pero su origen humilde -redneck o white trash- y su actitud rebelde le impidieron alcanzar la auténtica gloria. Contundente el momento en el que, mirando a cámara, nos llama maltratadores a todos. A todos.
LADY BIRD -DE NIÑA A MUJER
Lady Bird es de esas películas en las que te gustaría vivir. En ella hay personajes de esos que te gustaría conocer: cálidos, inteligentes, divertidos, con una frase memorable siempre en sus labios. Incluso los más antipáticos tienen su gracia. Y cuando la cosa se pone fea, en el mundo de Lady Bird se escucha la canción perfecta para describir el momento -la banda sonora está disponible en vinilo- para facilitar el tránsito hacia la siguiente escena. Sí, esto es una película indie. No podía ser de otra manera: detrás está su penúltima musa, Greta Gerwig -Frances Ha (2012), Mistress America (2015), 20th Century Women (2016)- que dirige y escribe -está nominada al Oscar en ambas categorías- y quien se queda tras la cámara para hablarnos de la que probablemente fue ella misma en su adolescencia (Gerwig, como su protagonista, nació en Sacramento). "Lady Bird" está interpretada por Saoirse Ronan con un encanto tremendo -también está nominada- en ese momento chungo de absoluta indefinición entre el final del instituto y el comienzo de la vida universitaria/adulta. Lo hemos visto mil veces. Pero este film tiene la capacidad de hacernos sentir reconfortados contándonos la historia de siempre, sin perder la frescura, gracias al uso de detalles concretos, particulares, únicos. Así, la historia se sitúa justo después del 11-S, justo antes de la gran crisis financiera, lo que coloca a la familia protagonista -de talante demócrata- en una situación de estrechez que de una forma muy real desencadena los conflictos. Dice Lady Bird que nació del lado equivocado de las vías del tren, porque sus compañeros de instituto viven en otros barrios, más acomodados. Por eso tienen ellos otras culturas: republicanos, católicos, irlandeses, como Lucas Hedge -Tres anuncios en las afueras (2017)- o pijos antisistema como Timothée Chalamet -Call me by your Name (2017)-, secundarios que escapan al cliché con giros inesperados ante la mirada atónita de la protagonista. Y nunca he estado en Sacramento, pero me reconozco en esa patria chica de la que esta joven soñadora sueña con escapar. Esto, que también parece un cliché, no lo es. Primero porque Sacramento no parece estar tan mal y segundo porque no es más que la epidermis del conflicto de identidad que tiene una adolescente mimada, que de sí misma no acepta ni su nombre. Un conflicto exteriorizado en su madre, otro logro, porque Laurie Metcalf -nominada al Oscar- es la madre que todos hemos tenido (y su marido, Tracy Letts, es otro de esos padres que nos hubiera gustado tener: "Soy como Keith Richards, estoy a gusto en cualquier lugar"). Lady Bird es una película sobre las primeras veces -el primer beso, la pérdida de la virginidad, aprender a conducir, fumar y emborracharse, dejar atrás a nuestros padres- pero todo ello ocurre de la forma más normal -dice la protagonista que el sexo no es como en las películas, nadie grita, se puede hacer en silencio perfectamente-. Así, una secuencia sucede a la otra, sin grandes consecuencias, como el tiempo que va pasando, por muy dramática que Lady Bird quiera ponerse. Cada vez que parece que se acaba el mundo para ella, una elipsis nos transporta al futuro como diciéndonos que la vida no se detiene por nadie. Pero todas estas vivencias van acumulándose, poco a poco, hasta obrar esos pequeños cambios trascendentales que hacen que seas quien realmente eres.
LA PESTE - LA MEJOR SERIE
La Peste es la mejor serie que se ha hecho en España. Sé que está afirmación es arriesgada: no he visto todas las ficciones televisivas producidas en nuestro país. Pero si tenemos en cuenta el esfuerzo detrás de esta producción, su ambición artística y el talento de los autores implicados, creo que nunca antes se había intentado algo así en el audiovisual nacional (que vive, quizás, su mejor momento). La primera frase que leemos al comenzar la historia, quizás, lo resume todo: Sevilla siglo XVI. La recreación histórica de la capital andaluza es impresionante. Y muy inteligente, no es una mera cuestión de presupuesto. La labor de documentación para el guión que deben haber realizado los guionistas, Rafael Cobos y Fran Araújo -asistidos por un historiador- es simplemente apasionante: hay tantos detalles interesantes sobre cómo era la vida en aquella época, que solo por eso, la serie vale su peso en oro. Pero hay más. El escenario histórico nos transporta, sí, pero para contarnos una historia con preocupaciones que se proyectan claramente en conflictos actuales mediante una visión crítica. Y la peste que asola a la ciudad -y a toda Europa- es una metáfora de la decadencia moral de la sociedad, que también refleja nuestras miserias de hoy. Esa peste, como siempre, perjudica sobre todo a los desfavorecidos. "La verdadera peste es la ignorancia" se dice en algún momento. Esa ignorancia se manifiesta en la miseria, el odio, el machismo y la falta de respeto por la vida del otro. Todo esto sirve de telón de fondo para una investigación criminal que se encomienda al protagonista, Mateo Núñez -Pablo Molinero, todo un descubrimiento- que incluye grotescos crímenes que no son más que un McGuffin para indagar en las sombras del poder.
En La Peste, Alberto Rodríguez recupera las constantes de una filmografía coherente para hablarnos del estado de las cosas y de paso proponer la educación -la cultura, los conocimientos de los que hace gala el héroe, impresor de libros- como la mejor arma contra la oscuridad. Hay elementos del cine de Rodríguez -intencionadamente o no- en los seis capítulos de esta serie de Movistar. Incluso la idea del valor de la vestimenta como símbolo de estatus -los pobres que se dedican a vender la ropa de los muertos por la peste- de su ópera prima en solitario, El traje (2002). Anécdotas aparte, mencionemos el retrato de la infancia abandonada de la Sevilla del XVI -raterillos Dickensianos temibles- que anteceden a los chavales sin futuro de 7 vírgenes (2005). Por otro lado, hay que decir que el director sevillano es probablemente el autor que mejor ha retratado su ciudad natal en nuestro cine. La conoce muy bien. En la vibrante Grupo 7 (2012), utilizaba la oportunidad económica de la Exposición Universal de 1992 para hablar de la pobreza y del atraso de la ciudad hispalense. Aquí, la peste reemplaza a la droga de aquella: hay que esconder la miseria bajo la alfombra para que los privilegiados sigan aprovechándose de la riqueza que llega por el puerto de entrada para el Nuevo Mundo. Como si habláramos de la burbuja inmobiliaria -la de antes de la crisis o la actual-, Rodríguez nos cuenta lo que ya sabemos, que de estas oportunidades se aprovechan los de siempre. Los ricos se hacen más ricos. Como los policías de aquella, aquí Mateo y el joven bastardo Valerio (Sergio Castellanos) se mueven entre lo recto y la corrupción, de su propio cuerpo policial o de la Santa Inquisición. Los cruentos crímenes a los que se enfrenta Mateo, nos remiten por supuesto a la Isla Mínima (2016), en la que los asesinatos no eran más que la cara visible de un mal mayor -la corrupción política, el fascismo-. Rodríguez nos dijo que esa corrupción económica, política, moral, es una cuestión cultural, una cosa muy española, en El hombre de las mil caras (2016). Ahora, con La Peste, al remontarse al siglo de las Colonias, nos dice que es genética.
La lectura contemporánea de lo que nos muestra la serie es inevitable: la lucha feminista del personaje de Teresa Pinelo (Patricia López Arnaiz); los tejemanejes de Luis de Zúñiga -estupendo y ambiguo Paco León como "el bigotes" del siglo XVI- experto en utilizar los pecados ajenos en beneficio propio pero siempre a la sombra de una maldad todavía más temible; la tenebrosa Inquisición que se corresponde con los peores excesos autoritarios de los últimos años en la España actual. Pero la calidad de La Peste no tiene que ver únicamente con esta visión crítica. El apartado visual acompaña la potencia de sus ideas. Rodríguez y Paco R. Baños se reparten los capítulos, consiguiendo imágenes sobrecogedoras: el ataque de los niños "luceros", que iluminan con chispas fulgurantes a su víctima; el caballo blanco y ciego que corre por instinto por misteriosos pasillos subterráneos con un enigmático jinete; el clímax en las hogueras de la Inquisición, simplemente insoportable. Todo eso es esta serie: el dibujo del panorama completo de una ciudad, de una época, y la constatación de que no somos tan distintos. La absorbente intriga criminal está salpicada además de elementos metafísicos: las visiones de la muerte que tiene el protagonista, las supersticiones de la época, la acertada descripción de la ciencia que en ese momento era prácticamente magia.
MUDBOUND -HÉROES DE GUERRA
¿Habéis pensado cómo habría sido vuestra vida de haber nacido en otro período histórico? Supongo que todos hemos realizado este ejercicio mental alguna vez, pero la cosa cambia radicalmente si sois mujeres, de raza negra o de alguna minoría. La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca ha despertado cierta urgencia en los autores cinematográficos estadounidenses para recordarnos que los derechos que hemos ganado durante décadas, se pueden perder de la noche a la mañana. Películas como Déjame Salir, Black Panther o La forma del agua, se ocupan del asunto racial sirviéndose de la fantasía, mientras que obras como Loving o Detroit hacen lo propio con coartadas históricas. The Handmaid´s Tale se aventura a un futuro inmediato distópico para alertarnos sobre cómo los derechos de las mujeres están siempre en peligro de reducirse drásticamente en un patriarcado. Mudbound, producida por Netflix y dirigida por Dee Rees, mujer y afroamericana, nos dice que no hace tanto -justo después de la Segunda Guerra Mundial- los blancos y los negros no podían entrar por la misma puerta de un comercio y el destino de una mujer dependía completamente de las decisiones de su marido. Esta historia -nominada al Oscar como mejor guión adaptado, de la novela de Hillary Jordan- nos cuenta la vida de dos familias, una blanca y una afroamericana, que ocupan la misma tierra, pero en condiciones muy diferentes. Los blancos son los dueños de la finca, los negros son trabajadores mal pagados y sin los más mínimos derechos humanos. Lo mismo ocurre con los dos jóvenes, uno de cada familia, que lucharon en Europa y que al volver a casa son recibidos de formas muy diferentes. Jamie McAllan es un héroe de guerra mientras que Ronsel Jackson, al que da vida Jason Mitchell -Detroit- es visto con recelo por los blancos de su hometown, nada menos que Misisipi. Unidos por el estrés postraumático del conflicto bélico, ambos tendrán que enfrentarse al odio, personalizado en el personaje de Jonathan Banks -grandísimo actor de Better Call Saul-. Paralelamente, se nos cuenta el drama de Laura McAllan, interpretada por Carey Mulligan -Sufragistas (2015)- una mujer atada a su marido, cuya vida -y felicidad- depende completamente de él. La película cuenta con interpretaciones sobresalientes, como la transformación radical de la cantante Mary J. Blige, nominada por la Academia como actriz de reparto. La cinta también está nominada por su fotografía y por una canción original, Mighty River. Aunque sus tramas cierran un poco "en falso", Mudbound es ambiciosa, profunda y sobre todo triste al recordarnos las miles de injusticias sufridas por aquellos que nacieron en la época equivocada.
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