Se puede uno preguntar cómo se puede replicar el encanto de una película como Mary Poppins (1964), o se puede uno preguntar cuántas personas de menos de 30 años la han visto. El film es el máximo clásico de una época en la que Disney hizo un puñado de películas que mezclaban imagen real con animación, que se han quedado incrustadas en la memoria sentimental de muchos. Personalmente, no recuerdo haberla visto de niño, pero es de esas películas de las que no puedes escapar: imposible no conocer sus canciones o sus secuencias más famosas. Hoy Mary Poppins me parece la película infantil más larga que haya visto, pero su atractivo es innegable. Tanto, que este 'regreso' de Mary Poppins no se atreve a ser un remake, sino una pseudo secuela, increíblemente tardía. Pero no nos engañemos, estamos ante un calco de su espíritu y de la estructura de cada número musical del original, cambiando y actualizando algunos elementos, en una operación similar a lo que El despertar de la fuerza (2015) es con respecto a Star Wars (1977). Lo mismo, para una nueva generación, pero con los guiños suficientes para atraer también a la anterior. E incluso a la anterior a la anterior. Para semejante esfuerzo, Disney, que lleva un tiempo rehaciendo todos sus clásicos animados en imagen real -tras explotarlos con secuelas menores directas a vídeo- se ha puesto en manos de un experto en musicales -y películas para grandes públicos- como Rob Marshall -Chicago (2002)-. Así la película adquiere la forma de un musical y en ello encontramos el primer problema: El regreso de Mary Poppins es como ir a un concierto de tu grupo favorito y que no canten sus temas más míticos. Salir de la proyección sin haber escuchado "supercalifragilisticoexpialidoso" es, cuanto menos, extraño. Las nuevas canciones están bien -estupendos los pequeños versos que entona Ben Whishaw sobre la ausencia de su mujer, auténtico corazón del film- y los números de baile son efectivos, pero, desde luego, no son los que llevamos en el corazón. Sin embargo, hay que admitir que, en ciertos momentos, esta secuela sí logra apropiarse de la magia del original, sobre todo cuando la acción real se mezcla con la animación, en la sopera de porcelana; o cuando la niñera y los pequeños se sumergen en las profundidades de una bañera. Pero también es cierto que la secuencia del Big Ben, estupenda por otro lado, tiene más aires de la Amblin de los 80, que del mencionado cine Disney de los sesenta y setenta, al que se hace homenaje con el cameo de Ángela Lansbury -casi mejor ella que la idea de que fuera Julie Andrews-. Emily Blunt está fantástica, porque no se parece a Andrews, pero, a su manera, también es Mary Poppins. Como Sean Connery y Roger Moore son James Bond. Donde me parece que no hay color es en el coprotagonista: Lin-Manuel Miranda hace lo que puede, pero es imposible estar a la altura de Dick Van Dyke, un tipo de entusiasmo atómico. Os recomiendo un ejercicio, ver Mary Poppins -la de verdad- mirando solo el rostro de Van Dyke.
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