El cineasta ruso Lev Kuleshov demostró en los años 20 que el sentido de un plano -un actor con la mirada perdida- cambia radicalmente dependiendo de con qué imagen la unamos mediante el montaje. Si juntamos el rostro de un actor con un plano de comida, de un ataúd o de una niña, el espectador percibirá diferentes sentidos y emociones a pesar de estar viendo siempre el mismo rostro neutro de un actor sin expresión. En Bait, el director Mark Jenkin -ganador del BAFTA al mejor debut- mezcla sus imágenes, rodadas en blanco y negro, en 16 mm, para generar nuevos significados que superan los límites de la historia que nos cuenta. El protagonista es Martin Ward (Edward Rowe) un pescador de Cornualles que ni siquiera tiene barco y que se enfrenta a la extinción del que es su oficio y el de su difunto padre. El antiguo pueblo pesquero de Martin está sucumbiendo ante las inversiones externas, ante el empresario burgués que pretende convertir el estilo de vida de los pescadores en un parque temático, ante el urbanita que quiere un lugar 'con encanto' para relajarse, y hasta por el turismo de borrachera. Esta historia sencilla, sobre el choque entre dos mundos, el de lo tradicional y el del capitalismo salvaje disfrazado de progreso, se desarrolla a través de un conflicto entre hermanos, y de un choque generacional, en el amor prohibido entre el sobrino de Martin y la hija de los 'clase media' que han convertido su casa familiar en un piso turístico. Pero lo más interesante de Bait es la forma en la que Jenkin nos cuenta esto, con primeros planos en formato cuadrado, que solo cobran vida narrativa mediante el montaje, arañados y rayados como si hubieran sido rescatados de una vieja película de cine mudo. Jenkin mezcla planos para generar nuevos significados, utiliza flashbacks, flashforwards, e incluso nos muestra los fantasmas del pasado de Martin, que pertenecen a un tiempo perdido, como ese cine primitivo que Jenkin consiguen resucitar.
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