EN UN MUELLE DE NORMANDÍA -EXPLOTACIÓN LABORAL
MIDNIGHT MASS -ORACIÓN POR EL FIN DEL MUNDO
PETITE MAMAN -MADRES E HIJAS
CRY MACHO -EL ÚLTIMO RODEO
MAIXABEL -VÍCTIMAS Y VICTIMARIOS
LOS ETERNOS DE JACK KIRBY
En 1975, Jack Kirby, creador junto a Stan Lee del Universo Marvel, volvía a la editorial tras cumplir una breve etapa en DC Comics. A su vuelta, Kirby creó varias series de personajes, entre ellos, Los Eternos, que ahora se convertirán en la nueva película de Marvel Studios, dirigida nada menos que por Chloé Zhao de Nomadland. Aquella serie de Kirby apenas contó con 19 números y un anual. En ella, The King desarrolló una historia que recogía conceptos inspirados en la obra de Erich Von Däniken sobre la visita de los extraterrestre a la Tierra en la prehistoria y la antigüedad y sobre cómo influyeron en la evolución de la raza humana. Ideas que ya estaban presentes en la adaptación que hizo Kirby para Marvel de 2001: Una odisea del espacio (1968). Kirby utilizó esos estimulantes conceptos de ciencia ficción para crear algo parecido a un grupo de superhéroes, aunque los Eternos son en realidad una raza de seres inmortales, que claramente reflejan a los dioses de diferentes mitologías, pero sobre todo a los de la griega. Sus enemigos: los desviantes, monstruosos y capaces de cambiar de forma. Atrapados en medio de esta guerra eterna, una tercera raza, la nuestra. Y todos creados por unos misteriosos dioses del espacio, los gigantescos celestiales. En estos cómics, Kirby muestra sus acostumbrados personajes toscos, las colosales máquinas que ya vimos en Fantastic Four, criaturas extrañas y ciudades imposibles que recuerdan a Asgard, y enormes páginas mostrando sus descabellados y exagerados diseños. Kirby en estado puro. Quizás sin el dinamismo de otras creaciones suyas con más acción, como el Capitán América, el Kirby guionista recarga un poco las viñetas con diálogos y explicaciones. La trama, además, se aleja mucho de los convencional en un tebeo de superhéroes: el protagonismo va pasando de un eterno a otro y a veces el punto de vista pasa a los humanos, que parecen salidos de una película de ciencia ficción de los años 50. En los primeros 12 números, Kirby, con su habitual creatividad avasalladora, va creando conceptos -la Unimente-, presentando personajes y villanos, y abriendo tramas con una ambición que, lamentablemente, no tendrá continuidad.
En los últimos números de Los Eternos, Jack Kirby, que habría intentado mantener a sus personajes al margen del Universo Marvel, parece verse obligado a introducir a una de sus creaciones más famosos, el Increíble Hulk. Una estrella invitada que no solo no aporta demasiado y cuya historia se desvía de la trama principal, sino que encima ni siquiera es el verdadero coloso esmeralda, sino un robot, absurdamente creado por unos estudiantes científicos que no vienen a cuento. Y es que la narrativa de Kirby, en estos Eternos, adolece de cierta inocencia desfasada, quizás, para 1975, con ideas y desarrollos más propios de los años 60. Otro ejemplo: en el anual del que gozó la colección, protagonizado por dos personajes secundarios, pero interesantes, el Rechazado y Karkas, se enfrentan a figuras históricas como Jack el destripador o Atila el huno en un relato que me parece naive. En definitiva, el potencial que prometía esta serie en sus primeros números acaba desperdiciándose con historias dispersas y un final abrupto. La serie encontraría su final en la colección de Thor, entonces guionizada por Roy Thomas y dibujada por el gran John Buscema, pero siempre nos quedará la duda de qué habría hecho Kirby si hubiese podido completar con libertad lo que tenía en mente.
MARICÓN PERDIDO -AUTOBIOGRAFÍA
DUNE -UN PROFETA EN EL DESIERTO
Dune (1965), la novela de Frank Herbert, es una magnífica epopeya espacial, que conjuga aventura y ciencia ficción, con una intriga palaciega que se anticipa a Juego de Tronos, y que cuenta, además, con una parte mística y religiosa -que puede hacer pensar en la Fuerza de la también posterior Star Wars (1977)- que hacen de ella una historia verdaderamente especial. Los principales problemas para su adaptación son la necesidad de unos efectos especiales que no han existido hasta hace relativamente poco, y la gran extensión de su texto, de casi 500 páginas. Es de sobra conocido el primer intento de llevar la historia de Herbert al cine, promovido por el psicomago Alejandro Jodorowsky, que habría sido, probablemente, un fracaso comercial, pero que ha alcanzado el estatus de cinta de culto, precisamente, por ser un proyecto abortado. La adaptación que sí conocemos es la estrenada en 1984, dirigida por el gran David Lynch, producida por Dino de Laurentis, con los actores habituales del director: Kyle MacLachlan, Everett McGill o Jack Nance, acompañados por figuras internacionales como Silvana Mangano, Max Von Sydow o incluso Sting. Poco importan los grandes nombres, porque no tendrán más que unos pocos minutos en pantalla. El mastodóntico argumento de Dune apenas cabe en las 2 horas y 17 minutos del montaje final, con el que Lynch no estuvo de acuerdo. Así, la única forma de entender la película es haber leído antes la novela: a pesar de un prólogo explicativo con la voz de la princesa Irulan (Virginia Madsen) y algunos diálogos farragosos que intentan situar al espectador, la trama es difícil de seguir con situaciones inconexas que se van sucediendo atropelladamente. Lo mejor, dejarse llevar por las imágenes, el estupendo diseño de producción -fantásticos decorados y vestuarios- y la atmósfera que sí sabe imprimir Lynch, sobre todo con ese uso excesivo y loco, pero sugerente, de la voz en off para expresar el recurso del monólogo interno de los personajes que utiliza Herbert en la novela. El Dune de Lynch es una extraña mezcla de ciencia ficción camp que parece anterior a Star Wars o 2001: Una odisea del espacio (1968), con el cine de autor de Lynch -quien, por cierto, aceptó rodar Dune y rechazó El retorno del Jedi (1983)-. El Dune de Lynch se puede ver en Filmin.
Era cuestión de tiempo el que se pensara en un remake de Dune con los efectos especiales actuales, que permiten llevar a la pantalla, con mayor fidelidad, las ideas de Frank Herbert. El proyecto tiene enjundia, al serle confiado a un autor como Denis Villeneuve, con un estupendo título de ciencia ficción en su haber, como La llegada (2016) y una demostración de valentía, como hacer una secuela imposible como Blade Runner 2049 (2017). Lamentablemente, hemos tenido que esperar de más la llegada del nuevo Dune por culpa de la pandemia. Y cuando por fin se acercaba la fecha, nos encontramos con una absurda polémica en la que Villeneuve se dedica a criticar las películas de superhéroes, concretamente las de Marvel Studios, en una rueda de prensa. Una polémica que, sin embargo, bien podría definir involuntariamente la propuesta del director de Incendies (2010). Quizás tiene razón Denis Villeneuve al sentirse amenazado por las películas de Marvel y despreciarlas calificándolas como un ‘corta pega’ que se multiplica en las salas de cine, amenazando con saturar el mercado quitándole el sitio a blockbusters de autor como su versión de Dune. Francamente dudo que eso ocurra: creo que siempre habrá espacio -ahora más que nunca- para todo tipo de películas. El problema es, más bien, si realmente lo que propone Villeneuve es otro tipo de cine tan diferente al de Marvel. Al fin y al cabo, repito, estamos ante una epopeya de ciencia ficción, que influyó seguramente en Star Wars (1977) y que, como ya hemos dicho, fue llevada al cine previamente. En otras palabras, lo que propone Villeneuve no es precisamente original, aunque obviamente su película pase por el filtro de su visión como artista, algo que definitivamente no ocurre en Marvel (al menos hasta que podamos ver qué ha hecho Chloé Zhao con Eternos). Por otro lado, Warner ha permitido en sus películas de DC Comics precisamente eso: que diferentes directores aporten su propia sensibilidad, sacrificando la coherencia serial de Marvel, con resultados variados pero irregulares. El temor, en todo caso, debería ser que se acabe imponiendo el exitoso modelo Marvel en el blockbuster mainstream. Pero, tras 10 años de éxito contrastado, esto ya debería haber ocurrido ¿no? y de hecho ha habido otros intentos de crear un universo cinematográfico compartido, pero nunca con resultados tan espectaculares.
¿Qué ofrece entonces Villeneuve en Dune para competir con Marvel? Pues una cinta que evita el frenesí, el colorido y el sentido de la aventura. Dune es una película de peleas emborronadas, de naves espaciales que se mantienen fijas en el cielo, de ejércitos simétricamente alineados pero inmóviles, de fotografía oscura, colores terrosos y mucha cámara lenta. Sus numerosos personajes apenas tienen tiempo en pantalla para desarrollarse, salvo el protagonista, Paul Atreides (Timothée Chalamet), el único que goza de una progresión y el único con el que intentamos identificarnos: el guión carga las tintas en la naturaleza mesiánica del héroe -similar a Luke Skywalker- y deja en segundo plano elementos interesantes de la novela: la guerra entre las diferentes casas por el poder -estilo Juego de Tronos-; la ecología del planeta Arrakis; o incluso la naturaleza de los poderes de Paul Atreides y de su madre, Jessica -una estupenda Rebecca Ferguson-; además de una reflexión ecológica sobre la explotación de los recursos naturales, y el colonialismo. Todo esto aparece en el film, pero Villeneuve prefiere centrarse en su personaje principal, en el desarrollo de sus capacidades y en una decisión que considero cuestionable: la inclusión de los sueños de Paul que funcionan como flashforwards que nos muestran lo que podría ocurrir en la trama. Personalmente creo que es un recurso arriesgado, que quizás se utiliza demasiado. Por otro lado, a pesar del largo metraje, tenemos la sensación de que su fabuloso reparto está desaprovechado. Un elenco, por cierto, que parece elegido viendo las películas que Villeneuve parece detestar: Zendaya -Mary Jane en las películas de Spider-Man-, Jason Momoa -Aquaman-, Oscar Isaac -Poe Dameron de Star Wars-, Josh Brolin -Thanos y Cable-, Dave Bautista -Drax- y hasta un David Dastmalchian recién salido de Escuadrón Suicida. Mencionemos, además, a Stellan Skarsgard y Javier Bardem. Con estos elementos, Villeneuve fabrica un film hermoso, pictórico, que desactiva nuestras expectativas. Su película es impresionante, pero no es precisamente una montaña rusa de emociones: prácticamente no hay humor, ni sensación de peligro, ni de aventura. Y debo decir que la novela original es francamente divertida (al menos para mí) y la versión de Lynch, aunque incomprensible e inconexa, tenía un tono más cercano a la space opera, aunque alucinada. Sea como sea, Dune es uno de los eventos cinematográficos del año, que hay que ver sí o sí en una sala de cine, y cuya repercusión real, lamentablemente, pasa por ver cómo funcionará en la taquilla.
SECRETOS DE UN MATRIMONIO DE INGMAR BERGMAN
El estreno de una nueva versión de Secretos de matrimonio de Ingmar Bergman en HBO, protagonizada por dos actores de peso como Jessica Chastain y Oscar Isaac, es una buena excusa para repasar cómo la pareja, ese concepto, fue uno de los temas fundamentales en la filmografía del director sueco. Una preocupación que aparecía en sus films, paralelamente a su propia vida sentimental, marcada por sucesivos matrimonios, nada menos que nueve hijos, e incontables infidelidades y relaciones con las actrices que aparecían en sus películas. En sus inicios, los argumentos de las primeras obras dirigidas por Bergman tendían a ser melodramas en los que el amor era el motor de la trama, aunque sirviera también de excusa para hablar de otras cosas. Las parejas jóvenes, cuyo amor se enfrentaba a todo tipo de obstáculos serían la norma en títulos como Llueve sobre nuestro amor (1946), Barco a la India (1947), Música en la oscuridad (1948), Ciudad portuaria (1948) o Tres amores extraños (1949). Pero no es hasta La alegría (1949), cuando Bergman, que ya firma sus guiones como autor total, se centra en la problemática de una pareja. No se trata de una historia de amor, sino la amarga trayectoria de dos jóvenes violinistas, Marta (Maj-Britt Nilson) y Stig -el habitual Stig Olin-, que se enamoran, pero que después no viven precisamente felices, más o menos como le pasa a todo el mundo en la vida real. Stig es el borrador del hombre que suele aparecer en el cine de Bergman, lleno de defectos y debilidades, con una pasión obsesiva por el arte -en este caso la música- y una entrega total que le lleva a descuidar a su familia y a cometer infidelidades en una tendencia autodestructiva. El patrón de este personaje-tipo se repetirá en las futuras obras del sueco.
Tres mujeres (1952) es un salto tremendo en la filmografía de Ingmar Bergman: aunque en sus films anteriores siempre había un importante rol femenino, aquí las mujeres se convierten en personajes profundos, reales y dejan de ser heroínas melodramáticas para convertirse en mujeres de verdad que, además, vehiculan el tema principal de esta película: su papel en las relaciones románticas con los hombres, siempre en segundo plano, cumpliendo labores como la maternidad o el cuidado de la casa, soportando en silencio infidelidades y sobre todo, esperando. Bergman propone a tres mujeres, encarnadas por Anita Björk, Maj-Britt Nilson -con la que repite tras Juegos de verano-, y la estupenda Eva Dahlbeck -actriz importante en futuros títulos-. El autor sueco plantea una suerte de alianza -sororidad, diríamos ahora- entre estas mujeres insatisfechas y atrapadas en sus vidas que comparten sus historias cuando sus maridos están ausentes, y ante los que fingen cierta felicidad, aunque sea por pragmatismo. Estas tres mujeres están emparejadas con tres hombres, de diferentes personalidades, pero todos distantes y machistas, interpretados por Birger Malmsten -el rostro más presente en la primera parte de la carrera del director-, Gunnar Björnstrand -que será habitual y clave en películas futuras- y Jarl Kulle -otro predilecto de Bergman-. Los maridos que aparecen en la historia son, de nuevo, los típicos hombres bergmanianos: mentirosos, egoístas, cobardes, infieles, incapaces de entender los problemas de sus parejas. Encontramos en esta película, quizás, la primera radiografía de un matrimonio maduro que hace Bergman, en el episodio final del film, en tono de comedia, cuando la pareja formada por Björnstrand y Dahlbeck se queda atrapada en un ascensor y no les queda más remedio que hablar, confesar e intentar luchar contra el paso del tiempo, para acabar besándose de nuevo como si fuera la primera vez. A pesar de la constatación del fracaso de la pareja, la película se permite un final pragmáticamente optimista.
Idéntica relación, aunque secundaria con respecto a la trama, encontraremos en Noche de circo (1953), en la que el director de una feria ambulante, Albert Johansson (Ake Grönberg), hace una extraña pareja con la arrebatadora Anne (Harriet Anderson), una artista ecuestre que se hace pasar, nada menos, que por andaluza. Albert es, de nuevo, ese padre irresponsable que abandona a la familia por amor al arte (y a su amante) que, como ya he dicho, reaparece una y otra vez en la filmografía de Bergman, expiando quizás un sentimiento de culpa. Enseguida, Una lección de amor (1954) retoma los personajes del matrimonio que se quedaba encerrado en un ascensor en Tres mujeres (1952), que aquí vuelven a interpretar Eva Dahlbeck y Gunnar Björnstrand, este último, de nuevo, un marido y padre al borde de abandonar a su familia. Ambos dan vida a una pareja que tras 15 años se desmorona, sobre todo por la irrupción de una joven que dice estar locamente enamorada de él. Bergman nos cuenta la historia de esta pareja a través de flashbacks sobre su relación, desde el origen de la misma, en la que está implicado un artista, Carl-Adam -el imponente Ake Grönberg-, que reaparece en sus vidas en el peor momento. El pasado siempre tiene un peso importante en los personajes de Bergman y aquí se presenta al espectador para hacerle reflexionar sobre si la pareja principal merece ser salvada, o no.
La obra maestra Sonrisas de una noche de verano (1955) es una comedia ligera, obviamente inspirada en Shakespeare, que aborda temas no precisamente livianos: el tiempo como enemigo del amor y de la pareja, las infidelidades y los celos, la pasión de la juventud que se opone a la decepción de la madurez, incluso el suicidio ante la falta de fe. Pero todo esto lo cuenta Bergman con una (falsa) alegría que no había demostrado hasta entonces en la pantalla, en una comedia de enredos, una guerra de sexos de época. En ella encontramos una tercera versión de la pareja formada por Gunnar Björnstrand y Eva Dahlbeck que, aunque sus personajes son amantes, funcionan de nuevo como un matrimonio veterano, con sus idas y venidas, infidelidades y su 'no puedo vivir contigo, pero tampoco sin ti'. Mencionemos también la idea de los hijos abandonados o la mala relación entre padre e hijo, elementos que también parecen autobiográficos.
El tema de la pareja estaría presente en las siguientes obras de Bergman, aunque de forma secundaria o complementaria: el director prefiere hablar de la muerte -El séptimo sello (1957)- de la vida -Fresas salvajes (1957)-, de la maternidad, la venganza, las máscaras y el arte, del silencio de Dios y la incomunicación. En 1968, estrena La vergüenza, esta sí, una nueva exploración de los conflictos de pareja: el desgaste de los años, la desconfianza en el otro, el gran paso que significa tener hijos, las infidelidades, todo estos temas reaparecen en los personajes que interpretan Liv Ullmann y Max von Sydow, que, de nuevo, son dos artistas condenados a buscarse la vida en trabajos mundanos. Lo que diferencia a La vergüenza de otras cintas del director sueco es el escenario de una indeterminada guerra civil que impide una vida normal y la consecución de los deseos y sueños que suelen llevar a la felicidad. La mezquindad humana aparece bajo la forma del actor fetiche Gunnar Björnstrand, que pone en jaque a la pareja de forma casi mefistofélica. La guerra que plantea Bergman sirve para llevar al límite a los personajes, pero las explosiones y tiroteos parecen también una extensión de sus conflictos emocionales, de sus frustraciones y bajos instintos reprimidos. Al año siguiente, en Pasión (1969), Ingmar Bergman nos muestra de nuevo a personajes marcados por una tremenda soledad: Andreas (Max Von Sydow) es prácticamente un ermitaño cuando comienza la historia; Anna (Liv Ullmann) es una mujer traumatizada por una tragedia; Eva (Bibi Andersson) es una esposa infeliz que busca consuelo engañando a su marido; este es Elis (Erland Josephson) una suerte de genio antipático y descreído, aunque generoso; Bergman describe a estos personajes como trágicos, pero las imágenes que crea como escenario de sus conflictos son de una belleza gélida que produce un efecto estético arrebatador, gracias a la fotografía de su fiel colaborador Sven Nykvist. Pasión es una variación de La vergüenza eliminando el tema de la guerra: veremos episodios de violencia física y psicológica, de nuevo el tema de la infidelidad y el aborto.
CON QUIÉN VIAJAS -PERFECTOS DESCONOCIDOS
NORA -BUSCANDO SU DESTINO... SIN RUMBO
SHANG-CHI Y LA LEYENDA DE LOS DIEZ ANILLOS -UNA DE ARTES MARCIALES
Siempre en expansión, el Universo Cinemático de Marvel inaugura con Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos su parcela dedicada a las artes marciales. La estrategia no es nueva, ya que precisamente el personaje nació, en los cómics en 1973, para aprovechar el tirón que tenían entonces Bruce Lee y la serie Kung Fu con David Carradine. Ahora, este personaje, más bien secundario en los tebeos y sin superpoderes espectaculares, parece ser la punta de lanza de una nueva hornada de héroes -tras esta película llegarán los Eternos-, destinada a sustituir a los emblemáticos Iron Man, Viuda Negra o Hulk. Así, Shang-Chi (Simu Liu) es un personaje nuevo para el espectador y en esta entrega se mantienen a raya las referencias a la veintena de películas -y series- precedentes. Estamos ante un producto Marvel en toda regla, con grandes secuencias de acción, efectos especiales, una buena dosis de humor -el personaje de Katy, interpretado por Awkwafina es probablemente lo mejor del film-, héroes bien construidos y carismáticos, transitando, eso sí, por caminos arquetípicos: la lucha entre el bien y el mal, disfrazada aquí como un conflicto familiar. Shang-Chi debe enfrentarse a su propio padre, nada menos que el equivalente al Mandarín -que apareciera, de aquella manera, en Iron Man 3 (2013)- interpretado con solvencia por Tony Leung, gran actor y un tipo que, simplemente, mola. Mencionemos también a una veterana como Michelle Yeoh, a la que todos recordamos por Tigre y dragón (2000), que aparece para amadrinar esta aventura asiática de artes marciales. Porque la verdad es que estamos ante una película en la que las peleas importan realmente, son espectaculares, y nos hacen disfrutar de secuencias de acción bastante conseguidas, como la pelea dentro de un autobús en marcha, en San Francisco; o la lucha sobre la fachada de un edificio. Además, la historia se transforma luego en una fantasía oriental, muy interesante, de leyendas, dragones y otros seres mitológicos, que podría ser desarrollada en futuras entregas. Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos es un producto con la calidad ya contrastada de Marvel Studios, un entretenimiento eficaz que solo falla -en mi opinión- hacia el último tercio, por la sobreexplicación de su historia, que alarga el metraje de forma innecesaria, y sobre todo por una lucha final que se apoya demasiado en lo digital y que nos hace perder de vista la humanidad y el carisma de unos personajes que nos tenían conquistados.
CHAVALAS -CHICAS DE BARRIO
MALIGNO -LOS HORRORES DEL CASTILLO
Decía el maestro del terror Mario Bava -podéis leer una guía introductoria a su cine en Indienauta- que su película ideal sería la de un hombre solo en casa, enfrentándose a sus propios miedos, porque el monstruo en toda película de terror es precisamente ese: nosotros mismos (cito del estupendo libro sobre Bava de Carlos Aguilar). El director James Wan, fanático del cine de terror italiano que cultivaron Bava y Darío Argento, lleva esa idea al extremo en Maligno, magnífica película que coloco desde ya entre lo mejor del año. Wan, justificadamente considerado uno de los mejores directores de terror actuales gracias a tres grandes sagas, como son Saw, Insidious y Expediente Warren, ha tomado algunos desvíos en su carrera para oxigenarse, realizando un film de acción, Furious 7 (2015), y uno de superhéroes, Aquaman (2018). Curiosamente, Maligno parece un cruce entre Saw y Expediente Warren, entre el terror urbano de los asesinos en serie y la casa encantada sobrenatural, enriquecido, además, por secuencias de acción e incluso, por guiños a los seres superpoderosos. Y si al principio podemos dudar de que semejante mezcla de ingredientes funcione, la película contiene una vuelta de tuerca sorprendente que hace que todo encaje, y que la convierte en un film único, arriesgado, estimulante y sumamente divertido. El argumento plantea como protagonista a una mujer maltratada, Madison (Annabelle Wallis), atormentada por las visiones de sangrientos asesinatos que resultan ser reales. No conviene revelar más detalles de la historia, que contiene sustos, crimenes sangrientos, momentos de tensión, persecuciones trepidantes, las ya mencionadas escenas de acción y la también mencionada revelación, que además es terrorífica. Todo con la magistral puesta en escena de Wan, un estupendo diseño de producción y la música del habitual Joseph Bishara, que se atreve a versionar en clave terrorífica el Where Is My Mind de Pixies -título que viene al pelo al argumento de la película-. James Wan parte del giallo italiano, con un asesino vestido de negro cuya identidad es el motor argumental, pero también recurre a sustos propios de una película de casas encantadas -subgénero que domina como nadie- con componente góticos -ese sótano abandonado y polvoriento en el que guardan carruajes del siglo XIX, ese tétrico centro de reclusión que parece un viejo castillo- y me atrevo a decir que Maligno recuerda a un viejo film de Bava, Orgía de sangre (1972) o, según su título original, Gli orrori del castello di Norimberga. En ambos films, el asesino quiere vengar hechos traumáticos del pasado que han permanecido ocultos. Maligno es un film que requiere una mirada desprejuiciada y que personalmente colocaría junto a una de las cintas menos valoradas de su director, pero que me atrevería a situar entre mis preferidas: Silencio desde el mal (2007), con la que formaría una sesión doble impagable.
EL TUBO -UNA COSA TRAS OTRA
El cine fantástico suele ofrecer un reflejo certero de los miedos y las preocupaciones de una determinada época. Quizás más que cualquier otro género, y de forma más efectiva que esas películas 'necesarias' que intentan retratar la realidad del momento, la fantasía, la ciencia ficción o el terror pueden expresar, intencionadamente o no, el espíritu de cada época. Si ahora mismo tuviéramos que describir lo que hemos sentido tras la llegada del covid-19 a nuestras vidas, tendríamos que hablar de desorientación, de incertidumbre, de miedo, de claustrofobia, de la sensación de que nos falta el aire, de que cada poco tiempo nos enfrentamos a un nuevo problema y que, cada vez que parece que vamos a poder escapar, nuestras esperanzas se ven truncadas por un nuevo obstáculo. Eso por no hablar de la culpa y la pérdida. No creo que sea casualidad que todas esas emociones estén en El tubo, una película que de ninguna manera se refiere a la pandemia, y cuya aspiración principal es entretener, cosa que consigue sobradamente. Escrita y dirigida por el francés Mathieu Turi, la historia plantea a una mujer, interpretada por Gaia Weiss -Porunn en la serie Vikingos- que tras ser recogida en la carretera por un desconocido, se despierta dentro del extraño 'tubo' del título (el original, en francés, Meandro, resulta más poético). Desde el primer momento, el argumento plantea un enigma tras otro, sin dejar respiro al espectador: ¿Quién es la protagonista? ¿Quién es el hombre que la recoge en su coche? ¿Qué es el extraño lugar en el que despierta ella? Cada pregunta se resuelve con una nueva interrogante y el film presenta giros constantes, de una forma explícita, cada 10 minutos aproximadamente. Dentro del tubo, del que conviene no revelar demasiado, la protagonista contagiará al espectador sus sensaciones de agobio, terror y sobre todo, claustrofobia. En la línea de films como Cube (1997) y The Descent (2005), El tubo propone el entretenimiento puro: el espectador solo necesita saber el peligro inmediato al que se enfrenta la protagonista y que una vez superado, vendrá una nueva sorpresa. Una idea que se traslada al mensaje de la película, algo así como 'pasa página y vive el momento', porque no sabemos qué nos depara el futuro. Presentada en el Festival de Sitges y en la Semana de Cine Fantástico y de Terror de Donostia, El tubo ganó el premio al mejor largometraje en el Festival de Cine Fantástico de Bilbao, y al mejor director y a la mejor actriz en el Festival Sombra de Murcia.